La banda del ciempiés
Mario Levrero

Para Alicia.

Con mi agradecimiento a los aportes de Osvaldo Soriano y Walter Güinle.

1. Se producen disturbios de consideración

Smithe Andrews, jefe de policía de la ciudad, acababa de dormirse en su apartamento del piso 19 de la calle Central, cuando se sintió aferrado por una serie de manos brutales; sin tiempo de darse verdadera cuenta de lo que estaba sucediendo, fue arrancado de la cama, sacudido violentamente en distintas direcciones, entre confusos sonidos de voces que no gritaban pero sí se trasmitían órdenes entre ellas, mezclando también algunos términos incomprensibles dirigidos a él, y finalmente elevado una y otra vez hacia el techo mediante su propia sábana, que los desconocidos agitaban enérgicamente con ese fin. Su cuerpo giraba en el aire y se contorsionaba; en algún momento su cabeza llegó a chocar levemente contra el cielorraso. Por último, las múltiples manos que aferraban la sábana dieron a ésta una torsión especial y Smithe Andrews atravesó el grueso vidrio de la ventana y cayó hacia la calle. Una cabeza se asomó por el hueco del vidrio roto y durante un instante lo contempló caer. Luego también asomó un brazo que se agitó saludándolo.
No lejos de allí se había formado una multitud integrada por algunos cientos de personas que salían de la última función de una importante sala cinematográfica. De pronto, pudo observarse que la multitud quedaba paralizada unos segundos, luego era recorrida por un curioso movimiento ondulante, y más tarde intentaba dispersarse hacia todas las direcciones, presa del pánico. El origen de todo esto había sido una voz de mujer que gritó apenas dos palabras: "¡El ciempiés!".
En efecto: a pocos metros de la salida del cinematógrafo se había formado una vez más el aterrador muñeco que aparecía a cualquier hora del día o de la noche con la única aparente finalidad de provocar el pánico, y tenía en jaque tanto a la policía como al resto de los ciudadanos. El cuerpo del muñeco estaba simulado por un largo trozo de tela muy liviana, calada, con forma de gusano, que cubría a una cincuentena de hombres que, de este modo, cobraban la apariencia de un gigantesco ciempiés. Estos hombres corrían disciplinadamente, moviendo sus piernas en forma perfectamente acompasada, mientras algunos de ellos hacían sonar unas matracas de madera y otros unas pequeñas panderetas provistas de unas chapitas metálicas circulares que al entrechocarse producían unos sonidos agudos, como de cascabeles.
Los hombres corrían haciendo ondular el largo cuerpo del muñeco y destruían lo que tocaban: vidrieras, vidrios de automóviles y cualquier otro objeto que encontraran en su camino, mientras que a la gente la golpeaban con gruesos palos o la herían con finos estiletes o la atropellaban y pisoteaban o simplemente la acometían a puñetazos, disparados, sin detener en ningún momento la marcha del muñeco galopante. Al llegar a la esquina siguiente se quitaban la tela que los cubría, y esta tela era plegada cuidadosamente entre dos de esos hombres, y uno de ellos la guardaba, plegada, entre sus ropas, mientras los cuarenta y ocho restantes se dispersaban rápidamente. En seguida, los encargados de plegar la tela también huían. Si alguno de los hombres llegaba a ser capturado por algún valiente defensor de la ley, a veces era rescatado de inmediato por compañeros que habían quedado rondando en las inmediaciones; si no era rescatado, invariablemente ponía fin a su vida con una dosis de cianuro que llevaba en una ampolla de cristal dentro de su boca.
Esa noche sucedió lo de siempre: el inmundo remedo de miriápodo causó estragos entre los inocentes ciudadanos que salían del cinematógrafo, hubo destrozos de coches y de vidrieras, y abolladuras en los kioscos de revistas y de flores, entre ruidos de matracas y panderetas y las voces de pánico de la muchedumbre y las voces de los maleantes que reían y gritaban como presas de la euforia de la droga o del alcohol.

2. Aparece en escena el gran Carmody Trailler

Muy cerca del lugar de los hechos narrados y sobre la misma calle Central, se había reunido como de costumbre un grupito de ociosos que miraba el aparato de televisión en la vidriera de un comercio. En la pantalla, se veía la imagen del gran Carmody Trailler, quien en esos momentos respondía a la pregunta de un periodista:
-No puedo actuar contra la Banda del Ciempiés porque las leyes de este país me lo impiden -decía.
Apareció en la pantalla la cara asombrada del periodista, mostrada en un primer plano:
-¿Puede explicarnos eso, Mr. Trailler? -preguntó.
-Mi actividad es de índole privada -respondió el famoso detective-; carezco de las atribuciones de los servidores públicos. Y la ley me exige actuar en nombre de un cliente. Pero nadie se ha presentado en mis oficinas para solicitarme que destruya a esta peligrosa y detestable banda de criminales, aunque bien puede usted creer, señor periodista, que ardo en deseos de hacerlo -la cámara se aproximó patéticamente a ese rostro duro, de fuertes mandíbulas, que en ese instante mostraba una expresión de dolor y de angustia-. Simplemente con que alguien me pagara un dólar, yo estaría en condiciones legales de entrar en acción. Pero nadie se atreve a exponerse -concluyó, amargamente.
Entre los mirones de la calle, se oyó una dulce pero firme y decidida voz que decía:
-¡Yo lo haré, Carmody! ¡Yo te contrataré!
Era una pequeña vendedora de violetas. Varios rostros ansiosos se volvieron hacia ella, quien de inmediato se mordió los labios. Apartó su vista del televisor y trató de comenzar a retirarse de allí, pero alguien la aferró con unas gruesas y poderosas manos, inmovilizándola, y alzó rápidamente y con facilidad su frágil cuerpecillo y la jovencita fue introducida de inmediato en una bolsa de arpillera que otro maleante sostenía abierta. La boca de la bolsa fue cerrada con una vuelta de alambre de enfardar, y la bolsa echada sin ninguna delicadeza dentro de una camioneta con el motor en marcha que echó a andar velozmente un instante después y se perdió entre otros coches en cosa de segundos.
Sin embargo, dos de los otros espectadores congregados ante la vidriera del comercio se habían mirado con una señal de inteligencia, y mientras uno de ellos corría hacia su pequeño coche estacionado allí cerca, y que luego arrancó a toda velocidad en seguimiento de la camioneta que llevaba a la niña aprisionada en la bolsa, el otro salió corriendo con la evidente intención de avisar a alguien.
Ese alguien era el detective Carmody Trailler, quien esperaba en su apartamento del piso quincuagésimo, también sobre la calle Central. El programa televisivo había sido grabado horas antes, y ahora el detective acababa de contemplarlo en su propio televisor, que apagó al escuchar el sonido de la campanilla del teléfono.
-¿Carmody? -al levantar el tubo oyó una voz que reconoció al instante como la de John Adams, apreciado colaborador suyo.
-Sí, John. ¿Qué sucede?
-Tienes por fin un cliente -dijo Adams-. No alcanzó a contratarte pero expresó públicamente su intención de hacerlo; creo que ante la ley es como si lo hubiera hecho.
-Excelente -dijo Carmody-. De todos modos cóbrale ese dólar, para que podamos actuar con mayor confianza.
-Imposible, jefe -dijo, ahora sin entusiasmo, la voz de John-. Acaban de raptarla.
-¡Malditos! -exclamó el detective, con indignada desesperación.

3. El origen de los problemas con los chinos

El jefe de policía Smithe Andrews no había sido tomado por completo desprevenido; pensando que tarde o temprano su persona habría de ser objeto de alguna clase de atentado por parte de integrantes de una u otra de las innumerables bandas criminales que azotaban al país, había tenido la precaución de instalar un complejo sistema de alarmas en su domicilio y en el resto del edificio, y aun en edificios vecinos; y una cantidad de funcionarios, alertas a dichas alarmas, estaba apostada en las inmediaciones; así, mientras su cuerpo caía desde el piso decimonono, todo un vasto operativo se puso, automáticamente en marcha: un poderoso tejido de malla pudo recogerlo en su caída a la altura del piso octavo y salvar su vida, al tiempo que varios coches patrulla rodeaban la manzana y varios contingentes armados brotaban de distintos apartamentos del edificio y ocupaban lugares estratégicos, cortando las vías de escape, incluso en la azotea.
Mientras caía, el jefe Andrews tuvo una idea, una especie de iluminación: "El muñeco que semeja un ciempiés o una escolopendra", pensaba, "se parece notablemente a esos muñecos que semejan dragones y que fabrican los chinos para carnaval o cualquiera que sea su maldito festejo pagano. Es probable, muy probable, que esta Banda del Ciempiés sea de inspiración china. Ordenaré de inmediato una redada por el Barrio Chino y por los lugares que suelen frecuentar los chinos".
Y asi lo hizo. Después de que su magullado cuerpo rebotara varias veces contra la elástica red, rompiéndole algunas costillas, la red fue entrada nuevamente por la ventana mediante el mecanismo automático que con tanta precisión la había hecho salir afuera, y varios de sus hombres le prestaron auxilio. Sus primeras palabras dirigidas a ellos fueron unas instrucciones muy detalladas para que ya mismo se pusiera en marcha la redada de chinos; estas órdenes fueron transmitidas a la central y en pocos minutos tanto el Barrio Chino como otros lugares que figuraban en los archivos policiales como pasibles de ser frecuentados por chinos, fueron invadidos por nutridos contingentes de servidores públicos. El jefe fue llevado en ambulancia a un sanatorio, a pesar de sus protestas; él quería volver a su despacho para dirigir personalmente toda la serie de delicados operativos, pero finalmente fue persuadido de atender primero a su estado físico. En la ambulancia, el médico que viajaba a su lado le aplicó una inyección, según sus palabras (del médico), sedante y analgésica.
Angus McCoy, el ayudante del detective Carmody Trailler, que había salido en persecución de los raptores de la pequeña vendedora de violetas, comprobó que el vehículo de los maleantes se detenía ante una casa de miserable aspecto situada en uno de los barrios marginales más miserables de la ciudad; detuvo su coche a una prudente distancia y buscó un teléfono desde el cual dar cuenta de la situación y pedir instrucciones a su jefe, Carmody Trailler. Halló el teléfono público en un cafetín a pocos metros de allí; pero ese teléfono estaba ocupado y había dos o tres personas esperando turno para hablar antes que él. Angus vivió unos momentos de gran inquietud, sin osar exigir al dueño del cafetín que le permitiera usar el teléfono que tenía sin duda oculto detrás del mostrador, pues desconfiaba de las gentes de ese barrio y si exhibía sus documentos para dar énfasis a su exigencia tenía la certeza de que su identidad sería de inmediato divulgada y llegaría a oídos de los raptores, de modo que consiguieran alejarse del lugar o bien atacarlo antes de que su jefe Carmody pudiera ser avisado. Por otra parte, los usuarios momentáneos del teléfono público demoraban en sus conversaciones, lo que a Angus le parecía un tiempo infinito. Cada segundo de demora multiplicaba los riesgos que corría la pequeña vendedora de violetas. Angus pensó en entrar él solo a aquella casa, pero le pareció una acción temeraria; si él, Angus, era puesto fuera de combate, ya no quedaría ninguna esperanza para la pobre niña.

4. Una mujer misteriosa

Después de transcurridos unos cuantos de esos minutos que parecían eternos, Angus McCoy, ayudante de Carmody Trailler, quedó por fin solo con una mujer antes que él en el uso del teléfono público; era una mujer a quien hubiera sido exagerado catalogar de madura, aunque había algo en su aspecto que hacía pensar en la madurez; no era nada fea ni tenía ese distintivo de vulgaridad que cabía esperar en las mujeres de ese barrio, aunque sí vestía ropas humildes. Angus calculó que podía tener unos treinta años. Su figura era esbelta, y llevaba los carnosos labios cuidadosamente pintados de un color rojo muy vivo, lo mismo que las largas y cuidadas uñas, y el cabello era de un rubio que hacía pensar en una coloración artificial.
Mientras hablaba, la mujer miraba de tanto en tanto al detective, de reojo, pero no había ninguna expresión particular en su mirada. Su conversación se limitaba a monosílabos, y era imposible deducir con quién hablaba ni de qué hablaba. Así pasaron algunos preciosos minutos más, hasta que finalmente la mujer colgó el tubo y se retiró de su lugar junto al teléfono. Angus ocupó ese lugar prestamente y pudo informar a su jefe de la exacta situación de la casa que interesaba; esto fue hecho con las mayores precauciones, pues la mujer que acababa de hablar y que había dejado el intenso aroma de su perfume en el tubo del teléfono seguía cerca de allí, como esperando a utilizarlo nuevamente; Angus pensó que tal vez le hubiera cedido el turno por haber advertido su extrema urgencia; probablemente ella tuviera que hacer otras llamadas, pero de todos modos Angus tuvo el cuidado de hablar con el volumen de voz más bajo posible y evitar cualquier referencia que pudiera delatarlo. Carmody respondió que partía hacia allí de inmediato, y que lo esperara sin iniciar ninguna arriesgada acción por su cuenta.
El remedo de ciempiés que se había formado a pocas cuadras del domicilio del jefe Andrews y luego se había disuelto sin que fuera capturado en esa oportunidad ninguno de sus integrantes, volvió a formarse poco después en la misma calle Central, a unas diez cuadras del lugar anterior, causando destrozos, pánico y heridas en cantidad. Esta vez no se aprovechó una gran concentración de gente, como en el caso de la salida del cinematógrafo, pero la calle era de por sí muy frecuentada y si se quiere el efecto terrorífico fue ahora mayor.
Varios cuerpos de inocentes paseantes quedaron tirados en la calle, algunos heridos, otros muertos, sin que los malhechores hubieran hecho distingo entre hombres, mujeres, niños o ancianos. Muchos vehículos quedaron abollados y con los vidrios rotos, e incluso uno de ellos fue pasto de las llamas. Desde las ventanas de los edificios que bordeaban la calle podía escucharse como un fragor, en el que era imposible distinguir matices y en el que se mezclaban los ruidos de matraca y pandereta con los ruidos de los golpes, los ayes de dolor y los alaridos de pánico. Alguien abrió de par en par la ventana de un primer piso y se asomó para poder apreciar con mayor claridad de qué se trataba esa confusa algarabía que llegaba desde la calle; de inmediato, desde la calle, fueron arrojadas varias granadas de mano al interior de la habitación, y en un instante éstas estallaron despedazando al infortunado ciudadano que se había asomado y destruyendo gran parte del mobiliario y causando gran daño en las paredes, el techo y los muebles.
Mientras tanto, se cumplía con matemática eficacia la redada policial al Barrio Chino y a los lugares que se sabían frecuentados por chinos, tal como fuera ordenado por el jefe Smithe Andrews después de rebotar varias veces en la red metálica que le salvó la vida. En la redada fueron apresados miles de chinos, y entre ellos el embajador de China ante las Naciones Unidas. Esta acción, que pasó desapercibida a ojos de casi todos salvo a los de un testigo esencial, desencadenaría más tarde una secuela de trágicos sucesos que habría de conmover profundamente a la gran nación del Norte.

5. Aparece Jonathan Morris

Cuando, durante la redada ordenada por el jefe Andrews, el embajador de China ante las Naciones Unidas intentó hacer valer su calidad de diplomático, fue acallado a golpes de cachiporra. Más tarde fue sometido a un intenso interrogatorio, y su desconocimiento de cualquier hecho relativo a la Banda del Ciempiés lo hizo más y más sospechoso ante los defensores de la ley, quienes acudieron al apremio físico. Le cortaron las manos y los pies, lo pincharon con agujas y lo tajearon con navajas. Cuando murió, fue licuado en una máquina especial y el líquido resultante se hizo desaparecer por medio de unas cañerías instaladas con ese fin, conectadas a la red cloacal de la ciudad. Días más tarde apareció en la prensa un pequeño suelto que mencionaba la misteriosa desaparición del embajador chino ante las Naciones Unidas, y se recogían varias versiones, todas ellas inexactas.
Sin embargo, en la noche de la redada, la detención del embajador había sido advertida por un curioso personaje que observaba desde una mesa distante todos los acontecimientos; si bien era chino y había reconocido al embajador, el curioso personaje no fue molestado en la redada porque había tenido la precaución de operar sus párpados de aspecto oriental y de maquillarse convenientemente para disimular el color de su piel. Este personaje era un monje budista, venido a Occidente con la misión de divulgar las doctrinas budistas, especialmente en sus aspectos Zen. Esta misión debía realizarla entre pocos elegidos que tomaría como discípulos; mientras tanto, el personaje había adoptado un nombre occidental -Jonathan Morris-, y perfeccionado su pronunciación del inglés hasta borrar todo rastro de acento, y se había ubicado en una profesión liberal adecuada a sus fines, la de periodista free-lance. En realidad, en lo sustancial era sostenido económicamente por la central budista y por los servicios secretos de inteligencia chinos.
Jonathan Morris supo, pues, cómo había desaparecido el embajador de su país, y algunos de sus contactos le permitieron conocer los detalles que no habían trascendido a la prensa y se ignoraban incluso en las altas esferas gubernamentales. No vaciló en comunicar lo que sabía a las autoridades de su país, por intermedio de sus contactos especiales.
Paralelamente a la redada de chinos, aquella misma noche se realizaba la frenética búsqueda de los maleantes que habían manteado al jefe Andrews y lo habían arrojado por la ventana; esa búsqueda no dio el menor resultado, pese al impresionante despliegue de las fuerzas del orden, las que no dejaron sin explorar un centímetro cuadrado del edificio. Era muy posible que los maleantes se hubieran camuflado entre los otros habitantes, o bien que la construcción contara con entradas y salidas secretas que no figuran en los planos presentados a la Intendencia para su aprobación. Sin embargo, los habitantes del edificio fueron examinados cuidadosamente uno por uno sin que se encontrara en ellos nada de sospechoso, a pesar de que, en la confusión del momento, se hubieran producido una serie de incidentes, entre ellos el despedazamiento de los propios hijos del jefe Andrews, a quienes creyeron enanos disfrazados. La esposa de Andrews, que salió en defensa de los niños, fue violada por varios agentes y luego muerta a palos.
Pero el jefe Andrews no llegó, al menos en esos momentos, a enterarse de la triste noticia; más adelante las autoridades hospitalarias dieron a conocer un comunicado en el que se decía que Andrews había fallecido sin recobrar el conocimiento, a causa de los traumatismos varios, especialmente de columna y cerebro, que había sufrido por causa del maltrato de los delincuentes. Durante el velatorio, que se hizo juntamente con el de su mujer y sus hijos y en el que hubo una nutrida concurrencia, un observador avezado-que no los había- tal vez hubiese reparado en una figura misteriosa que deslizó un páquetito en el interior del ataúd.

6. ¿Qué sucede con la pequeña vendedora de violetas?

El automóvil de Carmody Trailler podría decirse que volaba por las calles de la ciudad, procurando acortar, velozmente la distancia que lo separaba de la niña raptada, su cliente potencial, única oportunidad de poder llegar a enfrentar legalmente a la Banda del Ciempiés; mientras tanto, la niña había sido arrojada sin miramientos y aún dentro de la bolsa de arpillera usada en su secuestro, dentro de una habitación pequeña, oscura y maloliente. También la bolsa tenía un olor repugnante, como si hubiera sido utilizada previamente en el acarreo de pescado con un cierto grado de descomposición.
Después de un tiempo, que a la niña le pareció muy largo, oyó que se abría la puerta de la pequeña habitación y vio una cierta claridad a través del entramado de la tela y sintió que unas pesadas manos manipulaban en el alambre que cerraba la bolsa. También oyó una voz que murmuraba palabras y frases para ella incomprensibles, pues eran pronunciadas de un modo bronco y sordo, como hacia adentro, casi unos gruñidos grotescos, mientras las manos manejaban con gran torpeza el alambre hasta que al fin éste cedió y la bolsa fue abierta.
El tránsito automovilístico se volvía más complicado de día en día; las arterias de la ciudad ya no daban abasto para la proliferación de los vehículos de todo tipo y, a ciertas horas, casi diariamente se producían aglomeraciones y atascamientos, y los vehículos quedaban detenidos largo rato y a veces sólo podía irse avanzando muy lentamente y en forma esporádica. Carmody Trailler, en su desesperado viaje hacia el rescate de la pequeña vendedora de violetas, se encontró de pronto inmovilizado en medio de una de las calles de su recorrido; el fluir del tránsito se había detenido por completo y asimismo las calles perpendiculares se veían atascadas, de modo que no había una salida visible en lo inmediato. Carmody lanzó una maldición y sumó nerviosamente la bocina de su coche al coro de bocinas que, como un lamento y un reclamo, se elevaba en un amplio radio, apenas una descarga nerviosa por completo inútil, ya que no ayudaba a desatascar la aglomeración y, por otra parte, el sistema nervioso era realimentado nuevamente en sus tensiones con una carga aun más potente, al comprobar que la situación seguía incambiada y al recibir la descarga de todos los otros bocinazos.
También para Angus, el ayudante de Carmody, apostado en un portal a unos cien metros de la guarida de los secuestradores, las cosas resultaban difíciles. La demora de su jefe en hacerse presente le preocupaba cada vez más, pues no tenía otras instrucciones que la de esperarlo; ignoraba por completo cuáles serían los planes de Carmody, y no podía hacer nada para adelantársele y ganar algo de tiempo. Cualquier actitud personal que él tomara podría resultar perjudicial para esos planes, e incluso hacer más difícil o incluso imposible el rescate de la niña.
De pronto, observó que la mujer que había estado hablando por teléfono en el cafetín y que le había cedido el turno, salía ahora del cafetín y echaba a andar en una dirección que bien podía conducirla a la casa de los secuestradores. Algo en esa mujer había despertado en Angus confusos sentimientos; entre ellos, no estaba ausente una atracción, casi fascinante, de tipo erótico; pero al mismo tiempo había en Angus, desde un primer momento, como una señal de alerta hacia ella.
El detective la vio aproximarse a la entrada de la casa de los secuestradores. Contuvo el aliento por unos instantes hasta que, finalmente, la vio entrar en una casa contigua. Se sorprendió, al descubrir en él un suspiro como de alivio.
Mientras tanto, la pequeña vendedora de violetas, al salir de la bolsa, se encontró frente a un enorme oso marrón que la miraba con maligna curiosidad. Intentó retroceder, pero fue detenida por un gruñido muy fuerte y amenazador. "Carmody" -pensó la aterrorizada niña-, "sólo Carmody podrá salvarme. ¿Por qué no vienes, Carmody Trailler?".

7. La niña y el oso

La pequeña vendedora de violetas, enfrentada a un enorme oso marrón que la contemplaba con ojos malignos, apeló a toda su entereza, Pensó: "Ante un animal salvaje, lo que debe hacerse, según leí, es quedarse inmóvil". Y así lo hizo, con el resultado de que el oso pareció tranquilizarse o bien quedar un tanto perplejo, sin saber a ciencia cierta qué actitud tomar ante la jovencita. Pero ella sabia que esa situación no podía prolongarse indefinidamente; tarde o temprano ella se movería, o bien la curiosidad del animal lo llevaría a aproximarse a una distancia intolerable, o bien el animal la tocaría y ella habría necesariamente de gritar con espanto.
Cuando, tiempo después de los hechos que estamos narrando, el jefe Andrews despertó de su letargo, se encontró casi inmovilizado en un lugar oscuro, estrecho y con muy escasa provisión de oxigeno. Tardó un buen rato en hacer conciencia de lo que le había sucedido, pero su mente brillante encontró por fin la respuesta. Estaba en un ataúd, enterrado. Recordó al médico que iba a su lado en la ambulancia, y la inyección que le aplicara; se trataría sin duda de un producto que provocaba un estado de catalepsia, durante el cual parecían cesar todas las funciones vitales, aunque en realidad éstas se mantenían a un ritmo casi imperceptible. Un médico experto no se habría engañado, pero
Andrews supuso que el certificado de defunción había sido firmado por el mismo médico traidor; y no se equivocaba. Trató de no desesperar; sabía que su situación era muy difícil y que probablemente no saldría de allí adentro con vida. Pero de pronto su mano tropezó con aquel paquetito que una figura misteriosa había deslizado inadvertidamente en el ataúd durante el velatorio; se trataba de un paquetito rectangular, algo envuelto en papel y atado con un hilo. Smithe Andrews movió torpemente los dedos en el reducido espacio, mientras procuraba enlentecer su respiración para consumir la menor cantidad posible de oxígeno, y encontró la resistencia de unos nudos apretados.
En China, a todo esto, las autoridades, enteradas por Jonathan Morris de la trágica suerte corrida por su embajador en la ONU, encargaron a su servicio secreto en Estados Unidos de confirmar la versión; esto se logró en pocas horas, y las autoridades chinas decidieron entonces secuestrar al embajador estadounidense en China y someterlo a un tratamiento similar, o si se quiere peor, que el recibido por su colega chino. Le cortaron brazos y piernas y los sustituyeron por brazos y piernas ortopédicos de muy baja calidad. En la misma operación, aprovechando la anestesia, le quitaron un pulmón y un riñón, y acortaron sensiblemente la extensión de sus intestinos. Lo dejaron sordo de un oído y disminuyeron bastante la audición del otro, y finalmente ubicaron dentro de su caja craneana una pequeña bomba atómica, de gran poder destructivo. Al depositarlo en el avión que lo devolvería a su patria le explicaron que esa bomba sería activada exclusivamente por una palabra que él mismo pronunciara; se trataba de una palabra inglesa cuya frecuencia de utilización habitual, según los estudiosos chinos, era promedialmente de una vez en una semana. No le dijeron cuál era esa palabra, y el embajador optó por no hablar, a pesar de los tormentos a que fue sometido por las autoridades de su propio país.
En aquella habitación de la casa de los secuestradores, la pequeña vendedora de violetas, inmóvil ante el oso, sufrió de pronto un terrible sobresalto cuando el oso avanzó las zarpas de su pata derecha y con pocos y muy hábiles movimientos rápidos desgarró todas sus ropas, que cayeron al piso hechas jirones. En un movimiento instintivo, la pobre niña intentó cubrir con un brazo sus enormes pechos, mientras con la mano del otro brazo procuraba proteger su zona púbica de la insidiosa y maligna mirada del repulsivo animal.

8. Angus McCoy en acción

Las ropas de la niña habían sido destrozadas mediante unos pocos hábiles zarpazos que, sin embargo, habían sido dados por el animal con tan inusual habilidad que las afiladas uñas no habían llegado siquiera a rozar las tiernas carnes; el oso, que para dar sus eficaces zarpazos había adoptado una posición de descanso en cuatro patas, apoyándose en tres de ellas mientras realizaba su labor con la otra, volvió a incorporarse sobre sus patas traseras y comenzó una trabajosa y simpática danza nupcial, al tiempo que su poderoso sexo iba irguiéndose hasta alcanzar el máximo de rigidez y tamaño. A la vista de tan imponente aparato genital, la niña empalideció violentamente y cayó desmayada al piso sin proferir el menor sonido.
Como si hubiera presentido el colapso de la jovencita, allá afuera y no lejos de allí Angus McCoy, en el portal que le servia de apoyo y refugio, tomó la decisión de no esperar un instante más a su jefe; en el pecho del joven crecía la angustia hasta dejarlo casi sin respiración. Por una vez en su extensa carrera junto a Carmody Trailler decidió no obedecer; se dirigió presurosamente al cafetín, desechó el teléfono público, nuevamente ocupado, y exigió del dueño del local que le permitiera usar su teléfono privado, con el pretexto de que su mujer estaba a punto de dar a luz. El patrón lo miró con indiferencia y le alcanzó el aparato que ocultaba tras el mostrador. Angus disco un número y pronto escuchó la voz de John Adams.
- ¿John? Aquí Angus -dijo-. Lucy está a punto de dar a luz -esperó unos segundos, mientras el perplejo John Adams se daba tiempo para caer en la cuenta de que aquella era una de las claves ideadas por Carmody Trailler, que indicaba necesidad de acción inmediata-. Ven por favor con todo el equipo médico listo para actuar -agregó-.
- ¿Todo el equipo? -se extrañó, nuevamente, John, y luego silbó admirado.
-En efecto -dijo Angus-; parece un parto difícil -y agregó las señas de aquella esquina.
Pero, en realidad, la pequeña vendedora de violetas no corría un riesgo inminente, a pesar de las apariencias. El oso era completamente inofensivo; había sido amaestrado y adecuado para formar parte del espectáculo de una conocida bailarina y strip-teaser que actuaba en varios locales nocturnos, y el papel del oso era exactamente el que había realizado ante la indefensa niña: arrancar las ropas de la bailarina con sus zarpas, sin dañarla en lo más mínimo, y danzar luego su llamativo baile nupcial. El entrenamiento se había realizado mediante técnicas de castigo y recompensa; los pasos de danza se inculcaban mediante chapas metálicas recalentadas y controladas electrónicamente, de modo que se le obligaba a memorizar el circuito de los pasos correctos; y en adelante, toda vez que repitiera en el momento preciso esos pasos, se le recompensaba con un terrón de azúcar embebido en sustancias de sabor agradable y ligeramente euforizantes. La erección de su miembro se había estimulado por medios similares, aunque habían aplicado cirugía en ciertas glándulas y tejidos nerviosos de modo que el animal no se sintiera dispuesto al acoplamiento; para mayor seguridad se le había estimulado el goce anal y se le había dado por compañero de jaula a otro oso, sumamente viril y no amaestrado, con quien finalmente había formado pareja. El oso feroz estaba sujeto, dentro de la jaula, por una gruesa cadena, mientras que el oso bailarín era a menudo dejado en libertad y podía ir y venir a su antojo por los distintos lugares de la compleja red de edificios conectados entre sí, que era uno de los refugios de una parte de la Banda del Ciempiés. En esos momentos, el oso bailarín había perdido el interés por la niña, después de haber dado unas lamidas compasivas a su cuerpo inerte, y había vuelto a su investigación de la bolsa maloliente, olfateándola y revolviéndola con sus zarpas.

9. El enmascarado misterioso

Cuando las autoridades permitieron que el mutilado embajador norteamericano en China se expresara mediante gestos, éste pudo acceder al manejo de un lápiz con su defectuosa mano derecha postiza, y necesitó varios días de práctica para poder escribir una detallada relación de los hechos y explicar que no podía hablar porque una palabra suya podría hacer estallar una bomba atómica que los chinos habían colocado en su caja craneana. Al enterarse el gobierno de toda la historia, trató de rastrear el origen de todo aquello y se encontró con la orden dada por el jefe Smithe Andrews de hacer una redada de chinos; de inmediato expidió contra éste una orden de captura, por traición a la patria. Al enterarse el gobierno de que Andrews había muerto y estaba enterrado, anuló la orden de captura pero organizó un acto público durante el cual se le dio de baja post-mortem y además se repudió su memoria y se suprimió la pensión para su viuda y sus hijos. Esta última disposición también debió ser revocada al enterarse el gobierno de que la mujer y los hijos habían sido enterrados junto con Andrews.
Carmody Trailler, el genial detective privado, detenido en su vertiginosa carrera en salvamento de la pequeña vendedora de violetas por un embotellamiento del tránsito, intentó salir de allí abandonando su coche y corriendo hacia alguna calle despejada donde conseguir un taxi, pero una multitud de furiosos conductores atascados lo detuvo a golpes de puño y lo obligó a volver a su automóvil, pues si lo dejaba abandonado allí la congestión del tránsito se complicaría todavía más. "¡La niña!", repetía Carmody a los gritos, pero nadie quiso prestar atención a sus razones y fue devuelto al asiento de su coche, maltrecho y con la nariz y los labios sangrantes.
Cuando el jefe Andrews logró desatar por fin el paquetito que una figura misteriosa había colocado en su ataúd, encontró que en su interior había un pequeño taladro de mano. De inmediato se dio a la tarea de perforar la gruesa madera del catafalco, en un primer momento para recibir más oxígeno, confiando en la porosidad de la tierra que debía cubrirlo, y más tarde con idea de debilitar la madera al punto que le fuera posible romperla y salir en libertad. Andrews sabía que no era tarea fácil y que el elemento con que contaba no era tal vez el más indicado, pero no le quedaba otra alternativa; se dio a su trabajo con paciencia y dedicación, tratando de eliminar de su mente toda idea de premura y toda sombra de terror. Con los dientes apretados el jefe Andrews taladraba y taladraba, deteniéndose de tanto en tanto a descansar los músculos y para evitar un consumo de oxígeno demasiado acelerado; debía dar tiempo a su muy lenta renovación a través de los orificios ya abiertos.
Mientras John Adams reunía a toda prisa al pequeño y bien adiestrado ejército de colaboradores de Carmody Trailler y los instruía para la acción inmediata requerida por Angus McCoy, y Carmody Trailler se ponía muy lentamente en marcha para salir del embotellamiento hacia una calle perpendicular que, aunque lo alejara momentáneamente de su ruta, le permitiera de un modo u otro llegar a la casa de los secuestradores de la niña, en la casa de los secuestradores un siniestro personaje hacía su aparición en el cuarto donde yacía la niña desmayada y desnuda. Se trataba de un hombre enmascarado, alto y robusto, vestido con finas ropas de etiqueta. Al ver al oso, que en ese momento estaba ovillado dormitando sobre la bolsa de arpillera, exclamó:
- ¿Qué haces aquí, maldito estúpido? -y le aplicó unos fuertes puntapiés que hicieron que el animal dejara escapar unos sollozos lastimeros y huyera corriendo de la pieza. Luego el hombre enmascarado se encaró con la niña, quien en ese momento salía de su desmayo y abría los ojos. Al ver al hombre, trató nuevamente de cubrir con los brazos la desnudez de su cuerpo. El enmascarado dejó escapar una horrible carcajada.

10. Un muerto que resucita

El enmascarado rió de modo desagradable mientras revolvía con la punta del zapato derecho las desgarradas ropas de la niña caídas sobre el piso, y luego se acercó lentamente al tembloroso cuerpecillo indefenso.
Ya los ayudantes de Carmody Trailler, capitaneados por Angus McCoy a quien secundaba John Adams, provistos de distintos disfraces y excusas se dedicaban a rodear la manzana de la casa de los secuestradores, presumiendo no sin razón que esa casa podía estar conectada interiormente con varias otras; y procuraban entrar en cuanto edificio podían, con el pretexto de revisar el teléfono, las cañerías de agua o de gas, o cosas similares. Eran doce en total, y estaban perfectamente adiestrados en las técnicas de Carmody Trailler y ardientemente animados por el propósito de rescatar a la indefensa niña de las manos de tan tenebrosos criminales.
Carmody Trailler, mientras tanto, se hallaba muy lejos del lugar de estas operaciones, desviado más y más por las aglomeraciones de tránsito ciudadanas: finalmente se encontró en un lugar casi desértico, en la periferia de la ciudad, y su coche, que ahora podía correr a las fantásticas velocidades a que acostumbraba Carmody, de pronto se quedó sin nafta. Luchando para no dejarse vencer por la desesperación, Carmody retiró del portaequipajes un bidón de plástico amarillo y echó a andar, a paso vivo, hacia una estación de servicio que un cartel anunciaba como situada a un par de kilómetros de allí. Muchos días más tarde, por la época en que el gobierno norteamericano preparaba su revancha contra los chinos por la mutilación de su embajador, una tarde, en el cementerio central, dos mujeres de luto que por sus edades podrían ser madre e hija, depositaban un ramito de flores blancas, un tanto marchitas ya, ante la cruz metálica que señalaba una de las tumbas, probablemente la de un fallecido jefe de familia, y se arrodillaban ambas ante la cruz en actitud de oración, cuando percibieron unos curiosos e inesperados movimientos en la tierra de una tumba vecina. Fastidiadas, tal vez, por esa interrupción en su sagrado derecho a rendir homenaje a la memoria de un ser querido, primero la madre, más próxima a la tumba vecina, y luego la hija, torcieron ligeramente el cuello para observar con más detenimiento, y mirada crítica, qué estaba sucediendo. Cuando notaron que la tierra se abría y vieron una blanca y huesuda mano asomando entre los terrones, prorrumpieron ambas en frenéticos alaridos y se levantaron prestamente y echaron a correr despavoridas, llamando con sus gritos la atención de otros visitantes dispersos en el amplio cementerio, los que fueron aproximándose al lugar. Así, unas docenas de incrédulos ojos pudieron contemplar cómo surgía de la tierra una figura espectral, envuelta en los jirones de un sudario. Era Smithe Andrews, el ex jefe de policía, pero este hecho fue establecido más tarde; en el momento, todos los presentes huyeron también, despavoridos, y sólo uno de ellos tuvo la suficiente presencia de ánimo como para dirigirse a un teléfono público y comunicar el hecho extraordinario a las autoridades competentes. Andrews, exhausto por los días de encierro y privaciones y por el trabajo interminable realizado con el pequeño taladro, dio un par de pasos vacilantes y cayó exánime junto a su tumba de removida tierra.
Minutos más tarde llegaba una ambulancia seguida de un coche patrullero. El ex jefe fue colocado en una camilla y transportado a la ambulancia, en cuyo interior fue atendido por el mismo médico que le había suministrado la inyección traicionera que le sumiera en el estado de catalepsia; pero esta, vez estaba presente también una enfermera que, en realidad, formaba parte del núcleo de policías femeninas adicto a Andrews; y había sido esta noble mujer la figura misteriosa que colocara el pequeño taladro en el ataúd.

11. Más incidentes internacionales

Smithe Andrews, el ex jefe de policía salido de la tumba, se debatió durante muchos días entre la vida y la muerte, bajo la permanente vigilancia de un grupo de enfermeras que, en realidad, eran policías femeninas muy adictas a él; ese grupo estaba capitaneado por Amanda Rosenthal, secretamente enamorada de Andrews, quien había colocado el pequeño taladro en el ataúd sospechando que el médico que firmó el certificado de defunción le había suministrado una droga cataléptica, tal vez por pertenecer a la Banda del Ciempiés o alguna otra organización criminal. Ahora, Amanda había logrado neutralizar a ese médico, en colaboración con una prostituta menor de edad que acusó al médico de estupro, con lo que se le mantuvo fuera de circulación mientras el ex jefe era atendido por personal competente y de entera confianza. En cuanto a la situación legal de Andrews, era tan compleja que las autoridades tuvieron pereza de ponerla en orden y reactivar el expediente; les resultaba más cómodo que Andrews siguiera no existiendo, y siempre cabía la posibilidad de que no saliera con vida del hospital. Su estado físico era lamentable; su robusta constitución le había permitido sobrevivir al entierro en vida, pero había quedado convertido en un ser esquelético, casi piel sobre huesos; los cabellos se le habían vuelto completamente blancos, y cuando salió del coma y abrió los ojos se pudo advertir rápidamente que su estado psíquico no era mejor que el físico.
Mientras tanto, el gobierno estaba muy preocupado con el asunto chino. El embajador norteamericano fue operado de las cuerdas vocales, para que no pudiera proferir el menor sonido capaz de activar la bomba atómica de su caja craneana, y por las dudas había sido sepultado en un refugio subterráneo donde pudiera explotar espontáneamente sin riesgo para los demás. Se cursó una enérgica nota de protesta al gobierno chino, la que en pocas horas fue devuelta por el embajador chino en USA acompañada de una nota irónica, casi burlona, en la que podía leerse entre líneas que el gobierno chino ponía en duda la virilidad del presidente norteamericano.
Estos acontecimientos, y otros, ligados directamente a la Banda del Ciempiés, eran seguidos de cerca por Jonathan Morris, el monje budista. Sus contactos secretos tanto con los chinos como con el bajo mundo le habían permitido realizar algunas notas exclusivas, que aumentaban el tiraje de los diarios y lo situaban cada vez más en una posición de privilegio en el ámbito periodístico; sin embargo, eludía la fama y prefería pasar desapercibido, firmando sus notas con distintos seudónimos, de modo que su prestigio se mantenía y crecía sólo dentro del limitado núcleo de jefes de redacción y propietarios de periódicos. Su forma de trabajo era muy particular; destinaba mucho tiempo a la meditación trascendental, fluctuaba anónimamente en multitud de ambientes disímiles, y sólo se sentaba a la máquina de escribir cuando estaba en condiciones de ofrecer una joya periodística.
Volvamos atrás en el tiempo: Carmody Trailler, como se recordará, se dirigía a una estación de servició pues su coche se había quedado sin nafta. A mitad de camino fue invitado a subir a un automóvil que, al parecer, pasaba por allí casualmente; lo conducía un hombre de mediana edad y aspecto respetable, quien en un inglés londinense se compadeció del detective y le ofreció acercarlo a su destino. Carmody comenzaba a agradecer vivamente la amabilidad del desconocido, cuando notó que éste llevaba su mano izquierda a la nariz como para aspirar rapé; pero lo que hacía en realidad era introducir unos pequeños objetos en sus fosas nasales, y cuando la luz se hizo en el cerebro del detective ya era demasiado tarde. Carmody comprendió que esos objetos debían ser unos filtros especiales, pero ya el hombre había oprimido entre los dedos de la otra mano una cápsula de cristal que se rompió en multitud de fragmentos y dejó en libertad un poderoso gas narcótico. Carmody sintió que su mente se nublaba a tal velocidad que ni siquiera tuvo tiempo de proferir una exclamación. En el otro extremo de la ciudad, el enmascarado seguía aproximándose a la niña desnuda.

12. El rescate de la pequeña vendedora de violetas

La pequeña vendedora de violetas miraba al elegante enmascarado con el terror pintado en sus grandes y hermosos ojos negros; el hombre hablaba y hablaba mientras se aproximaba al desnudo cuerpecillo, cuyas partes púdicas ella intentaba proteger con los brazos. El cruel sujeto profería horrendas amenazas, pintando para ella un siniestro futuro.
- ¿Sabes lo que haremos contigo, pequeña miserable? -decía el hombre-. En primer lugar, serás juguete de todos los hombres de nuestra inmensa organización. Agotada esta etapa, nuestros cirujanos te fabricarán una nueva virginidad, con sus agujas e hilos de coser, de modo que podamos vender tus primicias a una serie de viejos, clientes de nuestros prostíbulos; cada vez que seas desflorada, serás vuelta a coser y vuelta a vender. Eso durará bastante tiempo, mientras tus tejidos resistan costuras. A esa altura de los acontecimientos, seguramente estarás embarazada; dejaremos que el feto alcance el desarrollo necesario para venderlo a unos científicos mexicanos que fabrican ciertas medicinas con sustancias extraídas de embriones humanos; te haremos abortar en el momento exacto. Durante algunos años serás nuestra productora de embriones. Más adelante...- el hombre se interrumpió al observar por el rabillo del ojo un movimiento a su costado derecho, casi a sus espaldas-. ¿Has vuelto, estúpido? - exclamó, dirigiéndose al oso que, al parecer, había reingresado en la habitación. Se dio vuelta para soltarle otro par de puntapiés, pero he aquí que el oso no respondió mansamente sino que gruñó con ferocidad, desnudando toda una hilera de grandes y afilados dientes, y propinó al hombre un par de zarpazos que lo arrojaron al suelo. De inmediato, ambos se trabaron, en desigual lucha.
Una figura ataviada con una especie de túnica y con el rostro cubierto por un velo se acercó a la niña, la tomó de un brazo y le susurró al oído unas maravillosas palabras: "No temas. He venido a salvarte". Ayudó a la niña a levantarse y, aprovechando la distracción del enmascarado, que ya estaba siendo dominado por el oso, corrieron en puntillas hasta la puerta y salieron de la pieza, a un corredor penumbroso; al cabo de unos momentos oyeron los desgarradores alaridos del enmascarado, a quien sin duda estaba violando el oso malo, que el hombre había confundido con su compañero.
- Fui yo quien dejó en libertad a los dos osos - dijo la figura misteriosa, y esta vez la niña percibió claramente que se trataba de una voz de mujer-; ambos son mis amigos. Yo soy bailarina, y hago un número con el oso que te desgarró las ropas. Este otro es feroz, y sólo yo puedo controlarlo, al menos hasta cierto punto - mientras hablaba, llevaba a la niña por una complicada red de habitaciones y pasillos desiertos, patios descubiertos y escaleras que subían y bajaban-. La banda huyó del lugar en previsión de unas inspecciones que están realizando los ayudantes de Carmody Trailler, aunque hace tiempo que habían decidido abandonar este refugio. Espero que no haya quedado ninguno de ellos, pues trabajo para la Banda y si se sabe que te he liberado...
En ese preciso instante, Angus McCoy y John Adams llamaban enérgicamente a la puerta de la casa a la que Angus había visto que entraban a la niña; y ante la falta de respuesta, se disponían a derribar la puerta cuando ésta se abrió.
- ¡Mark!- exclamó Angus-. ¿Qué haces aquí?
- Está todo vacío, Angus -respondió Mark Sorrentino, uno de los agentes de Trailler que había estado explorando la manzana y había logrado entrar por otro edificio-. Sólo hallé a un hombre agonizante en una pieza, pero no he podido registrar todo; es muy complicado; toda la manzana es un laberinto.
Mientras tanto, en una especie de camarín, la mujer del velo se aprestaba a huir con la niña de ese edificio, pues lo sabía repleto de bombas de tiempo próximas a estallar.

13. Las bandas criminales se multiplican

La inmensa repercusión de las acciones de la Banda del Ciempiés hizo surgieran imitadores, aunque las apariciones del burdo muñeco no reportaban especiales ganancias a la Banda, y en medios policiales y periodísticos, y aun en las charlas de café de personas comunes, se ponía énfasis en este problema. ¿Para qué esa peligrosa fantochada? Se pensaba que si pudiera conocerse el motivo, se daría un gran paso para resolver el misterio de la Banda y terminar con ella. Mientras tanto, cantidad de gentes faltas de imaginación, ideas propias y autoestima que, por desgracia, abundan en todas las actividades, no tardó en imitar a la Banda del Ciempiés, el tema obligado que desplazó a la política y al fútbol y que multiplicó las ventas de los diarios. Así, en poco tiempo aparecieron muñecos que representaban orugas, babosas, libélulas y, en general, toda clase de bichos. Uno de los muñecos más ridículos estaba integrado por dos solitarios maleantes disfrazados de mariposa, que se llamaban a sí mismos "La Banda de la Mariposa" y fueron capturados en su segunda aparición pública -al igual que la mayoría de esos imitadores inexpertos-. Se trataba casi siempre de maleantes en decadencia, que buscaban publicidad en el bajo mundo y sólo conseguían que el público se divirtiera a sus costillas.
Un hecho que sí parecía mostrar el sello inconfundible de la Banda del Ciempiés (aunque esto nunca pudo demostrarse) fue el cruel y violento sembrado de ciegos en medio de una gran avenida. Un enorme camión que circulaba entre el intenso tránsito se detuvo de pronto y muy rápidamente fueron desalojadas de su inmensa caja posterior algunas decenas de ciegos desprovistos de bastones, que iban cayendo a la calle e intentaban levantarse. El camión se dio de inmediato a la fuga, mientras los ciegos eran aplastados por coches que no habían logrado detenerse a tiempo, o bien violentamente embestidos y arrojados lejos; algunos alcanzaban a ponerse momentáneamente a salvo en la vereda, otros trastabillaban entre los, coches que seguían pasando, y buscaban a tientas un lugar seguro que casi nunca lograban alcanzar. Los autos que se detenían bruscamente generaban una serie de choques con los que venían detrás, y cuando llegaron los patrulleros y las ambulancias no tenían forma de acercarse al lugar sembrado de cadáveres, ciegos tambaleantes y autos incrustados en otros autos incendiándose. Tiempo después pudo averiguarse que los ciegos habían sido secuestrados de institutos benéficos, cuyos funcionarios habían sido atados y amordazados para impedirles avisar con tiempo a las autoridades. Los pocos ciegos que lograron escapar con vida fueron en su mayoría reingresados a esos institutos; sólo tres o cuatro tuvieron la suerte de escapar, pues la mayor parte de esas instituciones eran en realidad lugares de reclusión y explotación del trabajo manual de los no videntes.
Volviendo a la manzana abandonada por los secuestradores de la niña, encontramos a ésta y a su salvadora en una habitación donde se percibía un fuerte olor animal; efectivamente, allí estaba la jaula de los osos, ocupada en ese momento por uno de ellos, el oso bailarín.
-Se llamaba Alfred -dijo la mujer del velo-. Lo llevaremos con nosotras. Pero antes, debemos vestirnos para salir.
La habitación tenía todo el aspecto de un camarín teatral. La mujer seleccionó algunas ropas que colgaban detrás de una cortina y vistió a la niña; eran ropas de varón. Ella misma se quitó la túnica, y la niña contempló admirada su espléndido cuerpo desnudo. Al quitarse el velo, un observador que hubiera seguido las alternativas de esta narración habría descubierto, tal vez con sorpresa, que se trataba de la misma mujer que hablaba por teléfono en el siniestro cafetín desde donde también hizo sus llamadas Angus McCoy; sólo que ahora, sin afeites, parecía mucho más joven. Eligió para ella un vestido sencillo y se lo puso rápidamente, luego recogió el pelo de la niña y le encasquetó una gorra para acentuar su aspecto varonil, y pegó sobre su labio superior un fino bigotito.
- ¡Vamos! -urgió la mujer-. Esto estallará en cualquier momento.

14. Estallan las bombas de tiempo

La mujer y la niña, seguidas mansamente por Alfred, el oso bailarín, alcanzaron el callejón desierto después de un breve recorrido por una especie de restaurante vacío, contiguo al camarín donde la mujer disfrazó a la pequeña vendedora de violetas, dándole aspecto de varón. Anochecía. Corrieron hasta una camioneta estacionada cerca y que estaba provista de una jaula en la parte posterior; la mujer abrió la puerta trasera y por allí entró el oso con naturalidad. Luego ella se instaló tras el volante, hizo subir a la niña a su lado y puso de inmediato en marcha el vehículo, alejándose prestamente del peligroso lugar. Observando por el espejo retrovisor, la mujer advirtió que el otro oso trotaba ahora tras la camioneta.
-Allí viene Mortimer -dijo-. Pensé que debíamos abandonarlo, pero me alegro de que nos haya seguido- detuvo el vehículo e hizo entrar al oso feroz, quien se acomodó junto a su manso compañero. Por un rato, la mujer siguió manejando en silencio, como sumida en profundas cavilaciones. La niña parecía dormitar, recostada en su asiento.
-Mi nombre es Beatrice -dijo de pronto la mujer; la jovencita abrió los ojos-. Me llaman Betty. "Bear Betty", según los carteles que anuncian mis espectáculos.
-A mi me llaman Molly, señora -dijo la niña-; aunque, con este disfraz, creo que convendrá llamarme Peter -la mujer sonrió.
-Me gustas, Molly. Me gustas mucho-dijo, con ternura.
-Usted también me gusta, señora -dijo Molly, y la mujer detuvo la camioneta junto a la vereda y acercó su rostro al de la niña; sus labios se unieron en un apretado beso, y Betty tuvo una agradable sorpresa cuando notó que la lengua de Molly se introducía profundamente en su boca.
Mientras tanto, Angus McCoy, John Adams y Mike Sorrentino, ayudantes del gran Carmody Trailler, contemplaban azorados al hombre que yacía en un charco de sangre. Un rápido examen mostró que el pulso latía aún, débilmente. Angus resolvió trasladar de inmediato al herido al sanatorio del Dr. Stark, amigo de Carmody. Pensó en llamar a una ambulancia, pero no había tiempo que perder: en ese lugar se respiraba una diabólica tensión, como si cualquier cosa pudiera suceder en cualquier momento. Dispuso, pues, que John y Mike trasladaran al enmascarado en uno de los coches, mientras él recorría frenéticamente la construcción en busca de pistas: llevaba, como tales, la bolsa maloliente y las desgarradas ropas de la niña.
Cuando llegó al camarín y vio la jaula, la luz se hizo en su cerebro.
-¡Bear Betty! -exclamó, y luego siguió murmurando para sí-. Bear Betty es una de las claves de todo este asunto, y es sin duda aquella mujer que me cedió su turno en el teléfono público. Su rostro me parecía vagamente familiar por haberlo visto tantas veces en afiches.
Resolvió que esa misma noche intentaría localizarla en algunos de los night-clubs donde solía actuar; ella debería saber la suerte corrida por la niña, ya que el enmascarado que yacía cerca de las ropas desgarradas de la niña mostraba claras huellas de zarpazos de oso. Angus se daba cuenta dé lo que arriesgaba, pues ahora era evidente que esos night-clubs formaban parte de los negocios de la Banda del Ciempiés; al mismo tiempo, al pensar en Betty sentía una rara emoción, y descubrió casi a su pesar que la urgencia por verla tenía relación con la búsqueda de la niña, pero también con sus sentimientos más íntimos.
En el coche que transportaba al herido, Mark Sorrentino, que lo sostenía junto a él en el asiento trasero mientras John conducía, no pudo resistir la curiosidad y le quitó la máscara. Dio un grito de asombro.
-¡John! -exclamó Mark-. Este hombre... Este hombre es... No puede ser...
-¿Quién es, Mark, por Dios? -lo urgió John, sin poder quitar la vista de la calle pues iba a gran velocidad en medio de un tránsito intenso.
En ese momento comenzó a oírse una serie de explosiones no muy lejanas.
-¡John! -exclamó Mark-. ¿Escuchas? Aquello está seguramente estallando... y Angus McCoy... ¡Angus seguramente sigue allá adentro!

15. El show de Bear Betty

Los pensamientos de Angus McCoy fueron interrumpidos bruscamente por una violenta explosión que hizo temblar las paredes y el piso del camarín y tintinear la cadena que había amarrado al oso malo. Angus se precipitó hacia el restaurante y de allí hacia la salida al callejón, mientras las explosiones se sucedían una tras otra, volaban trozos de mampostería y de todo tipo de objetos, y una espesa humareda se elevaba desde distintos lugares en llamas y cubría la manzana; llegó sano y salvo a su coche y logró ponerlo en marcha y alejarse en cosa de instantes; al poco rato, aquel lugar quedó reducido a una flamígera masa de escombros.
Ya en su casa, Angus averiguó por el diario que esa noche Bear Betty actuaba en "The Blue Bear", conocido night-club. Su esposa Lucy, quien vivía desde hacía tiempo en una permanente crisis de celos paranoicos, no dejó de examinar la página que había estudiado su esposo. Angus se reportó a la Agencia Trailler y supo con alivio que todos sus compañeros estaban a salvo; también se enteró de la sorprendente identidad del enmascarado: era nada menos que el senador Ansthruthers, quien había cobrado notoriedad por su decidida campaña contra el crimen organizado. No era de extrañar que hubiera caído víctima de una banda; pero, pensó Angus, ¿por qué el antifaz?
Comió apenas un bocado, se cambió de ropas, dio un beso a Lucy y salió; Lucy lo despidió con helada ironía, diciéndole que no fuera a matarse trabajando, pero Angus, distraído, no prestó atención a su tono. En el coche tomó la precaución de disfrazarse, modificando su rostro con los afeites que siempre llevaba consigo en una valijita; Bear Betty lo había visto esa misma tarde en las inmediaciones de la sede de la Banda.
Ya en el night-club consiguió con facilidad una mesa, mediante lo que su espíritu escocés consideraba una generosa propina; y mediante una propina similar obtuvo que el mozo le procurara una entrevista con Bear Betty. Mientras esperaba la respuesta, bebió lentamente un vaso de whisky y contempló, al principio con poco interés, el espectáculo que transcurría en un escenario circular hábilmente ubicado entre las mesas, con sólo un pequeño sector, cubierto por un cortinado rojo, destinado a la entrada y la salida de las artistas -todas ellas mujeres con ropas muy ligeras, o sin ellas-. En ese momento actuaba un conjunto de relleno, mientras crecía en el público la ansiedad por Bear Betty. Una docena de chicas casi completamente desnudas agitaba violentamente sus pechos al ritmo de una desenfrenada orquesta de jazz. Angus fue dejándose atrapar por el espectáculo, en especial por una de las chicas, que ocupaba un lugar central en el coro; tenía largas piernas esbeltas y larga cabellera rubia, y unos pechos majestuosos, con forma de pera, que oscilaban, bamboleaban y se entrechocaban al ritmo de la música. Otros ojos, más sabios y perspicaces que los de Angus, también contemplaban la escena pero sin olvidar el entorno; con un vaso de whisky en la mano, intacto, Jonathan Morris, el monje budista, periodista free-lance y espía chino, no perdía un solo detalle -incluyendo la presencia de Angus, a quien reconoció fácilmente por sus indisimulables orejas en punta-.
-Bear Betty lo recibirá en su camarín inmediatamente después de su show, señor -murmuró el mozo al oído de Angus, y agregó, tal vez como venganza por la magra propina-: le encantan las rosas rojas.
Para Angus, el show de Bear Betty resultó chocante. Aplaudió, como todos, frenéticamente; pero en homenaje a su perfección técnica y, sobre todo, a su influjo magnético, sin embargo, la presencia del oso y su grotesco exhibicionismo le resultaron incongruentes; lejos de establecer un contraste del tipo "la bella y la bestia", el oso más bien ofrecía la patética imagen de un lascivo y lamentable tonto de pueblo. Terminados los aplausos, Angus llamó a la florista y compró dos docenas de rosas; luego, muy cohibido y sintiendo las miradas del público fijas en él, mientras Jonathan Morris se deslizaba hacia la salida del local, Angus cruzó el escenario vacío hacia el cortinado rojo; pero antes de llegar a él descubrió, en una mesa cercana, sola y con una expresión asesina en el rostro, a su esposa Lucy.
 

16. Angus vislumbra una verdad horrible

Bear Betty recibió las rosas con indiferencia y las dejó a su lado en el sofá. Llevaba un vestido sencillo y ya se había quitado el maquillaje. Al entrar Angus, no se había puesto de pie, ni lo invitó a sentarse. Dijo:
-Tengo más de una hora disponible antes de mi próximo número. ¿Salimos a dar una vuelta? -al notar la vacilación del detective, sonrió- Podemos salir por los fondos del local, sin que ella te vea.
Angus dio un respingo. Intentó decir algo, pero la muchacha se llevó un dedo a los labios indicando silencio; entonces, él asintió gravemente. Recién al salir reparó en la jaula con los osos, en un rincón del camarín. Ya en la calle, Betty lo guió hasta su camioneta y se ubicó tras el volante; y una vez a su lado, Angus quiso hablar, pero nuevamente ella le exigió silencio con un gesto, y puso el motor en marcha; recién comenzó a hablar después de haber recorrido unos cientos de metros.
-Dejémonos de rodeos, Angus -éste, al oír su nombre, tuvo un nuevo sobresalto-. Sabemos todo acerca de ustedes. Te había reconocido esta tarde en el cafetín; volví a reconocerte en tu mesa esta noche, a pesar del disfraz, por tus orejas en punta. También reparé en Lucy, tu mujer. Sé que quieres encontrar a la niña raptada, y sé que quisieras destruir a la banda. También sé que todo lo que pretendes es imposible. ¿Quieres que te diga algo más? -agregó con una sonrisa.
Angus estaba anonadado. Abrió la boca varias veces, y la volvió a cerrar sin articular palabra. Betty arrimó la camioneta al cordón de una vereda, entre dos faroles espaciados para no hacerse demasiado visibles.
-Ahora, el momento romántico-dijo-. Rodéame con tu brazo y atráeme hacia ti. Supongo que habrás reparado en los coches que nos seguían -Angus se sobresaltó por tercera vez; ni se le había ocurrido tal posibilidad. De todos modos, cumplió con nervioso placer las instrucciones de la chica, y ella recostó la cabeza en su hombro, aunque siguió hablando en el mismo tono práctico y conciso-. Uno de los coches era el de ese periodista Morris. He dejado el motor en marcha para interferir los micrófonos de largo alcance. Angus -añadió, en tono más tajante-, por tu bien, abandona la lucha. Me doy cuenta de que te gusto, y confieso que no te denuncié porque también me gustas. Espero que no me traiciones. Yo no pertenezco a la Banda, pero trabajo, profesionalmente, para sus clubes nocturnos; así, estoy enterada de muchas cosas que preferiría ignorar. La niña no fue raptada por la Banda del Ciempiés, ni porque hubiera manifestado su adhesión a Carmody Trailler; él rapto fue planificado mucho antes y se dio por azar en ese momento. La Banda del Ciempiés es apenas un pequeño apéndice de una Organización mucho más grande, todopoderosa... Supongo que sabrás quién era el enmascarado violado por el oso... El senador Ansthruthers. Y ni siquiera él conocía a alguien que conociera a alguien de la cúpula de la Organización. Se sabe todo acerca de ustedes, y podrían destruirlos en un instante si fueran peligrosos; por ahora, se ríen de Carmody Trailler y de su equipo.
Angus sintió que todo su ser se sublevaba contra estas palabras, y recobró sus fuerzas; pensó que todo lo que decía Betty era una gran mentira, para asustarlo y descorazonarlo; que la Banda le había mandado representar ese papel porque temía a Carmody y a su notable equipo.
-¿Dónde está la niña? -preguntó, con voz ronca.
-A salvo, Angus -respondió Betty-. Me doy cuenta de que no me crees; te daré una prueba de mi veracidad, poniendo definitivamente mi vida en tus manos con una confesión: yo solté al oso que atacó al senador, para poder rescatar a Molly, pues la amo. Ahora ve, y publica eso; cuando se encuentre mi cadáver despedazado, comprenderás que no he mentido -y Betty se echó a llorar, manifestando por primera vez su exquisita fragilidad de mujer. Angus atrajo su cabeza con el brazo que la rodeaba y ella se abandonó a su apasionado beso, mientras la mente del detective luchaba por no desmenuzarse bajo el impacto de aquellas horribles revelaciones.

17. Crece la tensión internacional

Cuando Angus se despidió de Betty en la puerta lateral del night-club, echó a andar lenta y pesadamente hacia su propio coche, estacionado a la vuelta de la esquina: andaba un poco como borracho, y percibía su propia mente a punto de declararse en huelga. Manejó en forma automática, sin rumbo fijo.
Su hogar estaba destruido; si bien es cierto que hacía tiempo que tenía crecientes dificultades con su esposa, a causa de los celos patológicos de ella, en ningún momento había considerado la posibilidad de deshacer su matrimonio; ahora, después que ella lo había visto dirigirse al camarín de una strip-teaser portando un enorme ramo de rosas rojas, no podía siquiera pensar volver a su casa; Lucy sencillamente lo mataría. Para colmo, acababa de nacer en él un amor apasionado por una mujer casi imposible, insertada en una portentosa Organización criminal; y en cuanto a los sentimientos de Betty, ni siquiera ella misma sabía a que atenerse: creía amar a Angus, pero amaba también a la pequeña vendedora de violetas. Se habían despedido sin convenir concretamente una próxima cita; ambos tenían que poner muchas cosas en orden dentro de sí mismos.
Pero el anonadamiento de Angus tenía una causa más poderosa; algo parecido al miedo.
Casi no cabía en su mente la idea de que la Banda del Ciempiés era apenas un minúsculo apéndice de una Organización mucho más vasta, que Betty consideraba omnipotente; no podía concebir que ellos se rieran de Carmody Trailler y de su extraordinario equipo de detectives. Sin embargo, las palabras de Betty habían calado hondo en su espíritu, y estaba íntimamente convencido de que las cosas eran tal y como ella había dicho. La niña no había sido raptada por temor de que contratara a Carmody, sino por motivos ignotos; Betty la había salvado, arriesgando la vida, mientras Carmody Trailler había desaparecido sin dejar rastros. Él mismo, Angus, había tenido graves fallas como detective; ofuscado por sus problemas personales, había descuidado montones de detalles, como la ineficacia de su disfraz, la presencia de Lucy en el night-club, los coches que seguían a la camioneta de Betty. No era ningún cobarde, pero en ese momento sentía miedo, un miedo casi metafísico; había caído la imagen de su ídolo, Carmody Trailler, y la Organización que había pretendido enfrentar se le apareció ahora como un monstruo de dimensiones cósmicas.
Cuando se cansó de dar vueltas al azar, fue a un hotel y se inscribió con el primer nombre falso que le vino a la mente: A. Wakefield. Desde su habitación, llamó por teléfono a John Adams, para decirle que se tomaría una licencia, por tiempo indeterminado, alegando razones de salud. John lo atendió muy excitado y casi no escuchó lo que Angus intentaba decirle; había recibido un telegrama, en clave, de Carmody Trailler, desde Londres. En él, pedía que se suspendieran todas las acciones hasta nuevo aviso, y aclaraba que los colaboradores seguirían cobrando normalmente sus sueldos. A John le parecía todo muy extraño, pero lo único que pensó Angus fue que Betty le había dicho la verdad. Apenas colgó el tubo del teléfono, Angus se sumergió en un sueño profundo; sólo deseaba borrarse del mundo por un tiempo.
La irónica nota que acompañaba el rechazo del gobierno chino a la nota de protesta norteamericana tuvo una respuesta casi previsible: el gobierno norteamericano secuestró al embajador chino y lo sometió a un tratamiento similar al sufrido por el embajador norteamericano en China, con algunas variantes; entre ellas, un cambio de sexo. En efecto: al embajador chino se le extirparon los órganos masculinos externos, se le practicó una abertura en forma de vagina y se le inyectaron siliconas de modo de proveerlo de vistosos pechos de mujer; se le dio un tratamiento hormonal en consecuencia, y apenas cicatrizaron las heridas de las operaciones el propio presidente se encargó, en persona, de desflorar su artificial virginidad. Luego se le vistió con ropas de mujer y se le envió a su país de origen, portando una nueva nota de protesta.
La reacción de los chinos no se hizo esperar mucho tiempo, y fue atroz.

18. Carmody Trailler en Inglaterra

Cuando Carmody despertó del profundo sueño artificial provocado por el gas soporífero que el amable desconocido había liberado dentro del coche se encontró sentado en un cómodo sillón, ante un escritorio; y del otro lado del escritorio Sir W. lo miraba sonriente. Eran viejos amigos, que habían colaborado en casos de carácter internacional. Sir W. era el director del M.I.5, repartición del servicio secreto británico.
-Debe excusarme, Mr. Trailler -dijo el anciano, con voz digna y grave- por el modo poco ortodoxo en que he ordenado traerlo aquí; créame que no tenía otra alternativa, pues de ninguna manera podíamos permitir que usted se pusiera en contacto con su cliente potencial. Pero vuelvo a excusarme: ¿una taza de té, mientras su mente termina de aclararse?
Carmody asintió débilmente, y sólo cuando hubo vaciado la taza provista por una gris empleada, Sir W. volvió a hablar. Explicó que Carmody había sido trasladado a Londres secretamente en un avión particular, dentro de un baúl que había estado esperándolo en la caja de un gran camión al cual subió, por una rampa, el coche de su captor. Ese espía inglés hacía tiempo que seguía al detective, esperando la ocasión propicia, pues tenía instrucciones de neutralizar cualquier acción suya en el caso de la niña raptada.
-La vendedora de violetas no fue raptada por la Banda del Ciempiés -dijo Sir W. ante la sorpresa de Carmody-, ni lo hicieron porque ella hubiera manifestado su voluntad de contratarlo a usted; hace semanas que teníamos noticias del programa del rapto, y lamento no poder explicarle las razones del mismo pues se trata de un movimiento clave dentro del delicado ajedrez internacional, todo ello bajo el rótulo de top secret. Para su tranquilidad, debo añadir que la niña está a salvo.
"No crea -agregó el anciano- que la monstruosa Banda del Ciempiés y sus expresiones un tanto absurdas y de mal gusto son una creación nuestra; de ningún modo. Pero es cierto que en ella hay algunos elementos nuestros infiltrados por medio de quienes esperamos acceder a ciertos informes vitales para la paz mundial".
Carmody escuchó en silencio las palabras de su viejo amigo, y luego meditó en silencio durante un buen rato. Por fin, alzó su límpida mirada hacia los ojos del anciano, cuadró la mandíbula y dijo:
-Estoy a sus órdenes, Sir W., ¿qué debo hacer?
-Nada, Mr. Carmody -respondió el anciano, sonriendo benignamente-, nada salvo enviar un telegrama a sus hombres para que cesen toda acción. Desde luego, nosotros pagaremos sus sueldos mientras dure la inactividad que usted, gentilmente, nos ha concedido. Por lo demás, usted está en libertad. ¿Qué tal unas vacaciones en Londres?
Adelantémonos ahora unas cuantas semanas y veamos qué sucede con Smithe Andrews. El ex jefe de policía iba reponiéndose lentamente, bajo la cariñosa vigilancia de Amanda Rosentahl y de otras enfermeras-policías adictas a él; cuando recuperó cierta lucidez, se añadió un prestigioso psiquiatra a la importante ayuda médica que recibía de continuo. El resultado de todo esto fue que, un buen día, Smithe Andrews saltó de la cama lleno de energías y salió a la calle con su camisón blanco, sus largos cabellos también blancos y sus llameantes ojos de profeta, dispuesto a enfrentar al mundo con una nueva personalidad. Ahora se llamaba, por decisión personal, Alexander Epstein-Müller. A duras penas, Amanda logró meterlo en un taxi y llevarlo al apartamento que compartía con Ema Llopis, otra de las chicas del grupo
En los días subsiguientes, Andrews (ahora Epstein-Müller) fue estructurando rápidamente su nueva personalidad y tomó una serie de decisiones definitorias; primero se casó con ambas mujeres, Amanda y Ema, en el marco del rito religioso de una secta derivada de los mormones; y casi en seguida, después de una breve luna de miel, comenzó la prolija y veloz construcción de la gigantesca tarea que muy pronto lo llevaría a un primer plano en la estima popular.

19. El misterio de los orígenes de Molly

Angus McCoy pasó unas dos semanas recluido en el hotel, con el pretexto de un estado gripal; lentamente logró ir ordenando sus ideas, en parte gracias a unos sueños, reveladores de su voluntad inconsciente. Resolvió no volver a su casa, a menos durante un tiempo, y mantener la falsa identidad de A. Wakefield; y se propuso visitar a un viejo amigo, experto en negocios inmobiliarios, para pedirle que lo orientara en esa profesión. Al vislumbrar perspectivas de futuro, sentía que las fuerzas iban volviendo a él. Se dedicó a breves paseos, para recuperar los reflejos y moverse por las calles con soltura, y después amplió su radio de acción volviendo a usar su coche. Cuando se sintió seguro de si y de sus sentimientos, buscó en un diario el calendario de actuaciones de Bear Betty y, para su asombro y desconsuelo, no lo encontró. En "The Blue Bear" le informaron que la artista estaba disfrutando de sus vacaciones anuales.
En efecto: Betty, acompañada de una irreconocible Molly, vivía su propio proceso interior en la agradable tranquilidad de un balneario; como aún no había llegado el verano, el lugar estaba casi desierto, y ambas podían disfrutar del sol, de largas caminatas por la arena y aun de algunos baños de mar que, aunque un poco fríos, eran placenteros y estimulantes, todo esto libres de la molesta presencia de extraños.
La pasión que había surgido explosivamente entre ellas no pasó de un breve chisporroteo; pronto se transformó en una calma relación, parecida a la de una madre y su hija, mientras en Betty cobraba fuerza la imagen de Angus McCoy. Por su parte, Molly estaba muy entusiasmada con su nueva vida; moviendo ciertas influencias, Betty logró para Molly, quien siempre había carecido de documentos, una documentación auténtica a nombre de Mary Smith; un cirujano plástico amigo y admirador de Betty modificó levemente algunos rasgos de la niña, con tal arte que nadie habría podido reconocerla. Y ya se habían dado algunos pasos en la instrucción de la jovencita, en una serie de materias que no excluían modales y etiqueta.
Además de Angus, en esos días de ocio la mente de Betty era ocupada por las razones del rapto de la pequeña. Betty sospechaba que tras esa imagen humilde podía esconderse la identidad de un personaje importante; por ejemplo, la princesa heredera de algún trono. Pero Molly tenía pereza de escarbar en su memoria, a pesar de los reiterados esfuerzos de su protectora.
- No recuerdo bien -decía Molly, con tono fatigado-. Sé que quien yo llamaba mi madre, probablemente no lo era, porque tengo un borroso recuerdo de otra figura distinta, más importante, cuando yo era muy pequeña. Pero desde que tengo uso de razón, mi madre es ésta que recuerdo: se llamaba Sarah, y tenía un puesto de verduras en el mercado. Me trataba bien, aunque no tenía mucho tiempo para dedicarme; yo andaba casi siempre en la calle -Molly callaba, y Betty quedaba a menudo esperando en vano que prosiguiera. Con tacto y paciencia, dejaba pasar horas, o a veces días, antes de insistir en el tema-. No -decía Molly-, no tengo ningún recuerdo preciso de aquella figura borrosa. En realidad, sólo tengo como un ambiente difuso en torno de esa imagen, pero nada tangible -y si Betty le pedía que intentara rescatar alguna imagen de eso que llamaba ambiente difuso, Molly decía-: Sí, a veces aparece otra presencia, como irrumpiendo en la escena estática; tal vez no es más que una voz, una voz masculina que dice algo, no sé qué.
"Puede que me lleve años", se decía Betty, "pero algún día conoceré la verdad acerca de Molly"; y entonces volvía a sus pensamientos sobre Angus McCoy, o simplemente dejaba de pensar, y se dedicaba al sol y al aire y a la cálida compañía de la jovencita.
Angus se vio obligado a una breve entrevista con John Adams, pues necesitaba cobrar el sueldo que Carmody girara desde Londres. John seguía excitado con el tema de la Banda del Ciempiés, protagonista de nuevos hechos terribles; preguntó a Angus si había leído los diarios.
-Sólo la página de espectáculos - dijo Angus-. Pero ella no ha vuelto aún.

20. Siguen las tropelías de la Banda

El cambio de personalidad de Smithe Andrews se debió fundamentalmente a la información que recibió de su psiquiatra cuando éste lo consideró, tal vez desacertadamente, en condiciones de recibirla; Andrews fue enterado de la muerte atroz de su mujer y de sus hijos, y de que había sido dado de baja por traición a la patria. Para resistir estos impactos su mente reubicó los hechos dentro de una diferente conformación ideológica, y paralelamente al cambio de nombre (ahora, Alexander Epstein-Müller), se dio a la tarea de lucha por la justicia, haciendo solventar sus actividades por algunos senadores desprovistos de objetivos interesantes para sus campañas electorales. Así surgió la "Fundación Pro Justicia", con la misión de investigar todo tipo de irregularidades y aportar pruebas de cada caso denunciado. Su imponente personalidad actual logró la colaboración desinteresada de abogados, criminólogos y periodistas; su imagen apocalíptica iba muy de acuerdo con su nuevo lenguaje, lleno de metáforas, vibrante y mordaz, y si bien aceptó que por razones sociales no era conveniente andar por allí con el camisón del hospital, satisfizo esta necesidad adquiriendo un traje blanco y amplio, que daba la idea de una túnica y armonizaba a la perfección con la blanca cabellera que se dejo crecer libremente. El hombre ganó la simpatía de las masas y el desconcierto de sus antiguos enemigos, quienes nunca pudieron averiguar el origen del misterioso Epstein-Müller. Su éxito más resonante fue la renuncia del actual jefe de policía.
Sus nuevas esposas, Ema y Amanda, sé vieron arrastradas en torbellino de febril actividad y llegaron a parir los hijos de Epstein-Müller casi sin darse cuenta y en forma casi simultánea; éstos fueron bautizados como Arthur Alexander y Charles Alexander. Años más tarde, Arthur Alexander engendró a Robert, quien engendró a Nathaniel, quien engendró a Oseas, quien engendró a Lamec, quien engendró a Jerome, quien engendró a Parsifal, quien engendró a Peabody, quien engendró a Orestes, quien engendró a Michael, entre otros; y Charles Alexander engendró a Woodrood, y éste a Elmer, y éste a Samuel, y éste a Desmond, y éste a Pinjas, y éste a Oswald, y éste a Edward, y éste a Cuauhctemoc, y este a Phineas, entre otros, pero esto no atañe directamente a nuestro relato.
La Banda del Ciempiés seguía causando estragos casi a diario. Una tarde, justo a la hora de la salida de las empleadas en una zona de grandes tiendas, en un periquete se formó el espantoso muñeco que, en rápidas ondulaciones, se movió durante dos cuadras buscando víctimas; éstas eran por lo general las empleadas más jóvenes, quienes se veían aferradas por manos nerviosas que les arrancaban las ropas, dejándolas en cueros en cuestión de segundos. Los chillidos de las mujeres ensordecían los oídos en varias cuadras a la redonda y se imponían incluso al ruido de las matracas y panderetas del Ciempiés. Entre los integrantes de la crapulosa Banda había dos o tres que se dedicaban a sacar fotos de las muchachas desnudas; el flash de las cámaras relampagueaba sin cesar, y luego esas fotos fueron enviadas a la prensa, la que, doloroso es decirlo, les dio amplia publicidad. Otro día, aunque el hecho nunca pudo ligarse fehacientemente con la Banda del Ciempiés, fueron robados simultáneamente todos los vehículos de los cuartelillos de bomberos y de una serie de hospitales, y todos confluyeron puntualmente a las cinco de la tarde en una de las más grandes y transitadas avenidas, haciendo sonar sus sirenas en los tonos más agudos y desplazándose sin control a toda velocidad, atropellando a todo lo que se pusiera en su camino, tanto coches como ómnibus como indefensos peatones; todo era aplastado, chocado, arrasado, en medio del ulular de las sirenas y del humo de los incendios de los coches y el griterío de todo el mundo.
Jonathan Morris, a todo esto, había logrado una serie de datos alarmantes, inaccesibles al público; en un principio, se fue apartando de sus actividades habituales, y por último se trasladó a un lejano país latinoamericano, poco antes de que comenzara la guerra con los chinos.

21. La guerra chino-norteamericana

La guerra desatada por los chinos contra los Estados Unidos fue breve pero muy destructiva. Durante meses los chinos estuvieron preparándose en absoluto secreto, mientras seguían los vejámenes mutuos en las personas de sus respectivos diplomáticos y crecía la tensión. Tanto en los Estados Unidos como en una serie de países más o menos cercanos geográficamente, la mayoría de los residentes chinos fue recibiendo instrucciones y unos planos con los que podía construirse a muy bajo costo y de manera muy simple una maquina voladora individual, destinada fundamentalmente a arrojar bombas. Estas bombas, atómicas aunque de limitado poder, por su pequeño tamaño pudieron ser fácilmente contrabandeadas desde China hasta los puntos estratégicos, tanto en valijas diplomáticas como en los bolsillos de toda clase de viajeros. De este modo, en pocos meses, varios miles de chinos que vivían en Occidente tuvieron en sus casas unas máquinas de volar construidas por ellos mismos, mediante un ingenioso plano y con materiales que se basaban esencialmente en las botellas descartables, de plástico, de distintas bebidas, equipadas con minibombas atómicas. Cuando llegó el día señalado, a la hora cero comenzó el bombardeo. Desde miles de hogares chinos despegaban los extraños artefactos con su carga mortífera, que debían dejar caer desde las alturas sobre ciertos puntos convenidos del mapa. Los artefactos estaban equipados además con un ingenioso dispositivo engaña-radares, basado en la difracción de las ondas, lo que hacía aparecer en las pantallas de radar una imagen multiplicada por varias decenas, sin que se pudiera distinguir cuál de ellas correspondía a la máquina auténtica. Con la aparición simultánea de decenas y aun de cientos de estas máquinas, que fluían sobre distintas capitales estadounidenses desde distintos puntos del globo de manera incesante, durante días y días, la multiplicación de imágenes llenaba de puntos prácticamente toda la pantalla de los radares y los neutralizaba por completo.
Durante esos días reinó un terror sin medida. Uno de los primeros objetivos de las bombas fue la Casa Blanca, que quedó totalmente destruida, lo mismo que varias manzanas de sus inmediaciones, y en estos bombardeos pereció el presidente de la República, así como la mayoría de sus colaboradores más inmediatos. También se destruyeron represas, grandes almacenes, depósitos de armas, usinas, puentes y gran cantidad de puntos vitales de la gran nación del norte. Desde luego, la mayoría de estos aviones caseros no regresaba jamás a su punto de partida; o bien caían, víctimas de sus propias bombas, o bien explotaban en el aire por fallas de fabricación, antes o después de cumplir con su objetivo. Lo cierto es que el ataque, basado tanto en el número como en la sorpresa, a pesar de su inmenso costo en vidas humanas fue perfectamente eficaz.
El gobierno, acéfalo, y lo que quedaba del Ministerio de Defensa tardaron en reaccionar y en hacerse una idea de dónde provenía el ataque y de cuáles eran los medios utilizados; se intentó un contraataque, dirigido a China continental, pero, en medio del caos, no era posible coordinar correctamente las fuerzas como para obtener algún resultado. Como consecuencia inmediata, el gobierno, o lo que quedaba de él, fue fácilmente derribado por un grupo de extremistas de ultraizquierda que se hizo cargo del poder y estableció de inmediato un acuerdo con los chinos para cesar las hostilidades, en nombre de la fraternidad socialista; a los chinos, de cualquier manera, no les costó mucho llegar a un acuerdo porque ya las bombas se habían terminado, los objetivos habían sido alcanzados en su mayoría y no tenían ningún plan para la continuación de la guerra. Luego, el gobierno norteamericano de ultraizquierda fue fácilmente derribado por un grupito de ultraderecha, y las luchas internas siguieron sucediéndose durante largo tiempo hasta que finalmente se logró un gobierno más estable, de carácter democrático, que se dio a la tarea de una larga y difícil reconstrucción nacional.

22. El secreto de la Banda del Ciempiés

La historia aquí narrada se basa en una compleja investigación de documentos y recortes de periódicos, y en entrevistas personales o por correspondencia con gente que tuvo alguna relación con los hechos. Muchos datos me fueron aportados directamente por Jonathan Morris, el monje budista. A la sazón, él se encontraba alejado del periodismo y manejaba una extraña oficina de negocios; había adoptado la identidad de un español, y se había radicado en un país latinoamericano. Hablaba un idioma español perfecto, con leve acento madrileño. Paralelamente a su indefinida actividad comercial, llevaba adelante su misión religiosa y, a través de los años, había formado un número importante de discípulos. Cuando lo conocí, Jonathan Morris era ya un hombre de edad muy avanzada; sin embargo, sus movimientos eran ágiles y sus ojos, de mirada serena aunque penetrante, parecían ajenos al paso del tiempo. Una vez que completé estos apuntes, fui a visitarlo.
-Está bien -dijo, cuando terminé de leérselos.
-No estoy tan seguro -dije yo-. Mira, es posible que el lector deje pasar el hecho de que no se dice más nada de Angus y Betty; que se conforme con la incertidumbre acerca del pasado y del futuro de Molly, la pequeña vendedora de violetas; y lo mismo con todos los otros cabos sueltos de la historia, los que evidentemente se han perdido en la confusión de la guerra y de las sucesivas revoluciones. Pero lo que el lector no podrá perdonar jamás, es el hecho de que no se diga una sola palabra del enigma de la Banda del Ciempiés, ni de esa otra Organización criminal más vasta y todopoderosa. No sabemos quiénes eran, ni cuál era la intención de aquel ridículo muñeco, ni el porqué de esas agresiones tan salvajes y tan gratuitas a la sociedad.
-Es cierto -confesó Jonathan. Tras una breve reflexión, sus ojos brillaron con malicia-. Podrías decir que se trata de un símbolo-agregó.
-Mira, Jonathan -dije, pacientemente--. Me consta que tú sabes mucho, muchísimo más de lo que dices.
-Es posible -admitió-, Pero, ¿qué te hace pensar que me hace bien saber lo que sé, y que al lector también le haría bien saberlo?
-Eso no me importa -respondí, con cierta irritación-. Para un escritor sólo cuenta la salud de su relato, no la de los lectores.
-Entonces debes fabricar un final literario. Después de todo, ¿qué es eso que llaman "la realidad de los hechos"?
-Oh, conozco tu filosofía. Pero un trabajo basado en la investigación no debe concluirse con un parche postizo. Mientras escribía -agregué, después de una pausa-, se me ocurrió una hipótesis, que barajé todo el tiempo como algo posible, y no hubo ningún hecho que la desmintiera; se me ocurrió que la Banda del Ciempiés había sido creada sólo como una fuente de noticias para los diarios. Que detrás de la Banda no había otra cosa que el dueño de un periódico, o una sociedad de dueños de periódicos; fíjate cómo éstos multiplicaron sus ventas desde la aparición de la Banda -los ojos de Jonathan Morris se habían ido estrechando hasta recuperar lo que debió ser su primitiva naturaleza oriental; y a través de las ranuras entre los párpados fulguraron algunas lucecitas.
-Allí tienes algo -dijo, al fin-. Te diré, es la mejor teoría que he escuchado jamás acerca de la Banda. Seguramente, allí tienes algo.
-¿De modo que es eso? -exclamé, con entusiasmo.
Morris encendió uno de los escasos cigarrillos que se permitía, aunque no los fumaba, después de la pitada inicial solía mantenerlos entre los dedos de una mano sin parecer volver a recordarlos. Me miró en silencio durante un largo minuto. Su rostro se había vuelto inescrutable.
-No -dijo, entonces-. Es la mejor teoría que he escuchado, pero está tan lejos de la verdad como todas las otras.
Y, sobre este tema, nunca pude sacarle una palabra más.