Primer capítulo de Cuatro Correctísimos Criminales
El señor Asa Lee Pinion, del Chicago Comet, había cruzado la mitad de America, todo el Atlántico y, finalmente, incluso Piccadilly Circus, en busca de la notable, si no notoria, persona del conde Raoul de Marillac. El señor Pinion quería conseguir lo que se conoce como “una historia”, para publicarla en su diario. La consiguió, pero no la publicó. Era una historia demasiado exagerada, incluso para el Comet. Un cuento chino más chino que el mismísimo Emperador y la Gran Muralla juntos, una patraña difícil de creer y comprender. La verdad es que el señor Pinion decidió no arriesgarse a la crítica de sus lectores. El presente escritor, que se dirige a un público más exaltado, más espiritual y más divinamente crédulo, no encuentra razón para imitar el silencio del reportero.
Realmente, la anécdota que le contaron era bien increíble, y el señor Pinion no era intolerante. Pese a que el Conde se la pasaba rompiendo la noche y magullando su reputación, era muy posible que esta no estuviera hecha tan añicos como decían. Por más ostentosas que fueran su extravagancia y su vida de lujos, al fin y al cabo estas no dañaban a nadie excepto a él mismo; y si bien se juntaba con los disipados y degradados no se sabía que interfiriera con los inocentes o los honrados. Pero aunque no era creíble que el noble fuese tan negro como lo pintaban, ciertamente tampoco era tan blanco como lo pintaba la loca historia que se relató aquella tarde. La historia la narró un amigo del Conde, demasiado amigo, amistoso al punto de la imbecilidad, como pensó el señor Pinion. Supuso que se trataba de un engaño o un delirio, por lo que no la publicó en su diario. Sin embargo, es gracias a esta anécdota altamente improbable que el Conde de Marillac aparece al comienzo de este libro, como introducción a las cuatro historias que se contaron paralelamente a la suya.
Pero había un hecho que le había resultado raro desde el comienzo al periodista. Sabía muy bien que le iba a ser difícil encontrar al Conde en algún lugar, ya que él se la pasaba yendo de un compromiso social a otro de un modo que se calificaba apropiadamente como “veloz”. Y no se ofendió cuando Marillac le dijo que sólo podía dedicarle diez minutos en su club de Londres antes de ir a un estreno teatral y otras festividades subsiguientes. Durante esos diez minutos, sin embargo, Marillac fue muy amable, respondió las preguntas sociales bastante superficiales que el Comet quería que respondiese y muy afablemente le presentó al periodista a tres o cuatro amigos o compinches del club que estaban con él en el salón y que siguieron estando allí luego de que el Conde partiera radiante y centelleante.
–Supongo –dijo uno de ellos– que el viejo sinvergüenza se fue a ver la nueva obra pícara con los sinvergüenzas de sus nuevos amigos.
–Sí –gruñó un hombre corpulento junto a la estufa–. Se fue con la persona más sinvergüenza de todas, la señora Prague. Autora dice ser, cuando sólo es alguien culto y no una persona educada.
–Siempre va a los estrenos de esas obras –asintió el otro–. Quizás piense que no haya una nueva función si la policía allana el local.
–¿De qué obra se trata? –preguntó con voz amable el norteamericano. Este hombrecillo tranquilo con una cabeza larga y un refinado perfil de halcón era mucho menos bullanguero e informal que los ingleses.
–“Almas desnudas” –dijo el primer hombre, con un gruñido débil–. Versión dramática de la novela que sacudió al mundo “Las flautas de Pan”. Arremete forzadamente con los hechos de la vida.
–También es atrevida, alegre y propone un regreso a la Naturaleza –dijo el hombre junto al fuego–. Se habla mucho de “Las flautas de Pan” aunque, me parece, más que flautas son caños de cloaca.
–Sabe –dijo el otro–, la señora Prague es demasiado Moderna, por eso volvió a Pan. Dice que no puede resignarse a que Pan haya muerto.
–Creo –dijo el grandote un poco violentamente– que Pan no sólo está muerto sino pudriéndose y apestando en la calle.
Los cuatro amigos de Marillac intrigaban al señor Pinion. Obviamente eran amigos bastante íntimos y sin embargo no parecían, en su conjunto, del tipo que podían siquiera ser conocidos. El mismo Marillac era lo que uno podía esperar, bastante más inquieto y demacrado de lo que sus atractivos retratos podían dar a entender, algo comprensible debido a sus trasnochadas y su creciente edad. Su cabello enrulado aún era tupido y oscuro pero su barba puntiaguda gris se encanecía rápidamente, sus ojos estaban un poco hundidos y tenía una expresión más preocupada de lo que podía inferirse desde lejos a partir de sus vivos ademanes y su rápido caminar. Todo eso coincidía con el personaje, pero el tono del grupo era diferente. Sólo uno de los cuatro parecía pertenecer de algún modo al mundo de Marillac, con un porte algo militar y ese fino matiz que sugiere un diplomático. Tenía un rostro parejo, bien afeitado y muy impasible. Estaba sentado cuando se inclinó cortésmente para saludar al extraño pero algo en la inclinación sugería que, de haber estado de pie, habría chocado sus talones. Los otros eran completamente ingleses y completamente diferentes. Uno era el hombre corpulento, con sus grandes hombros encorvados pero poderosos y una enorme cabeza que aún no era calva pero estaba surcada por cabellos castaños bastante delgados. Lo que más llamaba la atención de él era la indescriptible sugestión de polvo o telarañas que tiene todo hombre fuerte que lleva una vida sedentaria, posiblemente científica o intelectual pero con seguridad oscura en sus métodos, si no en sus efectos; la especie de hombre de clase media con un hobby y que parece haber sido desenterrado con una azada. Era difícil de imaginar una contradicción más completa con el notable meteoro de la moda que era el Conde. El hombre a su lado, pese a que era más avispado, era igual de sólido, respetable y libre de pretensiones de elegancia: un hombre bajo y cuadrado, de rostro cuadrado y anteojos, que se veía como lo que era, un médico clínico ordinario y ocupado de los suburbios. El cuarto de los incongruentes íntimos de Marillac francamente era un desharrapado notable. Un andrajoso traje gris colgaba flojamente en su cuerpo enjuto y su cabello oscuro y su barba bastante descuidada sólo con buena voluntad ser excusada como “bohemia”. Sus ojos llamaban la atención por estar bien hundidos en su cabeza y, paradójicamente, resaltar como carteles. El visitante no podía evitar ser atraído a ellos continuamente, como si fuesen imanes.
En conjunto el grupo lo incomodaba y apabullaba. No era meramente una diferencia de clase social, era una atmósfera de sobriedad e, incluso, de trabajo digno y mérito, que parecía pertenecer a otro mundo. Los cuatro hombres en cuestión eran amistosos de un modo modesto e incluso embarazoso y conversaban con el periodista de igual a igual como si se tratase de una conocido cualquiera en el subte o tranvía, y cuando más o menos una hora más tarde lo invitaron a cenar con ellos no se sintió tan incómodo como debería ante uno de los fabulosos banquetes dignos de Lúculo1 que daba su amigo el conde de Marillac.
Porque no importaba cuán serio o no se tomaba Marillac el importante drama entre el Sexo y la Ciencia, no había duda de que le daba aún más importancia a la cena. Tenía fama de ser un epicúreo de corte casi clásico y legendario y todos los gourmets de Europa reverenciaban su reputación. El hombrecito de los lentes mencionó este hecho cuando se sentaron a cenar:
–Espero que le resulte satisfactoria nuestra sencilla comida, señor Pinion –dijo–. El menú habría sido seleccionado mucho más cuidadosamente si Marillac hubiera estado aquí.
El americano lo tranquilizó con amables comentarios sobre la cena del club y añadió:
–Supongo que es cierto que él hace de la comida un verdadero arte.
–¡Oh, sí! –dijo el hombre de lentes–. Siempre hace las cosas correctas en los momentos incorrectos. Eso es lo ideal, supongo.
–Pareciera que se toma demasiadas molestias –dijo Pinion.
–Sí –dijo el otro–. Elige sus comidas con mucho cuidado. O sin cuidado, según mi punto de vista. Es que soy médico.
Pinion no podía sacar su vista de los ojos magnéticos del hombre con las ropas raídas y el cabello enmarañado. El hombre en ese momento miraba del otro lado de la mesa con curiosa fijeza y cuando se hizo un silencio, intervino repentinamente:
–Todo el mundo sabe que él es muy particular en el momento de elegir la cena. Pero apuesto que no hay una persona en un millón que conozca el principio en que se basa para elegirla.
–No se olviden –dijo Pinion, con su suave acento– de que yo soy un periodista y me gustaría ser esa persona en un millón.
El hombre frente a él por un momento lo miró fijamente y con cierta extrañeza y luego dijo:
–Estoy indeciso... Mire, ¿usted tiene curiosidad humana además de la periodística? Digo, ¿querría esa persona saber aunque el millón permaneciera ignorante?
–Oh, sí –dijo el periodista– tengo un montón de curiosidad, incluso de las cosas que me cuentan confidencialmente. Pero no logro entender por qué deben ser tan confidenciales las preferencias de Marillac en champagne y tórtolas.
–Bueno –respondió el otro gravemente– ¿por qué cree que elige esas cosas?
–Creo que tengo un pensamiento un poco conservador al respecto –dijo el americano– pero sospecho que él prefiere las cosas que le gustan.
–Au contraire, como dijo el otro gourmet cuando le preguntaron si había comido en el barco.
El hombre de los ojos curiosos abandonó su tono frívolo, se hundió por un breve rato en un profundo silencio y luego siguió hablando en un tono tan diferente que parecía que se trataba de otra persona la que hablaba en la mesa.
–Cada época tiene su propio fanatismo, que es ciego a cierta necesidad particular de la naturaleza humana: los Puritanos lo son a la necesidad de divertirse, la Escuela de Manchester2 a la necesidad de la belleza y así sucesivamente. Existe una necesidad en el hombre, o al menos en muchos hombres, que no está de moda admitir o permitir hoy día. La mayoría de las personas tienen un toque de ella en las emociones más serias de la juventud; en algunos pocos arde como una llama hasta el final, como ocurre aquí. La Cristiandad, especialmente la Cristiandad Católica, ha sido acusada de imponerla pero, de hecho, más bien reguló e, incluso, refrenó esa pasión en vez de forzarla. Existe en todas las religiones, llegando a un extremo salvaje y frenético en algunas religiones de Asia. Allí los hombres se atraviesan con cuchillos, se cuelgan de ganchos o van por la vida con sus brazos marchitos levantados rígidamente, crucificados en el aire. Es el apetito por lo que uno detesta. Marillac lo tiene."
–¿Qué demonios...? –comenzó a decir el aterrado periodista pero el otro siguió hablando:
–Para hacerla corta, es lo que la gente llama Ascetismo, y uno de los errores modernos es no permitir que esa pasión exista realmente salvo en personas escasas pero bien auténticas. Quien vive una vida de incesante austeridad y renunciamiento, como hace Marillac, está rodeado de extraordinarias dificultades y malos entendidos en la sociedad moderna. Esta puede entender alguna moda puritana en particular, como la Ley Seca, especialmente si se aplica a otras personas, y mucho más si estas personas son pobres. Pero un hombre como Marillac, que se impone a sí mismo no sólo la abstinencia del vino sino de los placeres mundanos de todo tipo...
–Disculpeme –dijo Pinion en su tono más cortés–, espero no cometer jamás la falta de respeto de sugerir que usted ha perdido la chaveta así que le pido que honestamente me diga si yo la perdí.
–La mayoría de las personas –contestó el otro– responderían que es Marillac el que enloqueció. Tal vez lo hizo; de todos modos, si la verdad se conociera, ciertamente se pensaría que sí. Pero no es sólo con el fin de evitar ser llevado a un manicomio que él esconde su ideal de ermitaño simulando ser un hombre de mundo. Es parte de su idea total, en su única forma tolerable. Lo más reprobable de estos faquires orientales que se cuelgan de ganchos es que son muy llamativos. Eso los hace un poquito vanidosos. No niego que los Estilitas y otros de los primeros ermitaños también cayeron en el mismo error, pero nuestro amigo es un anacoreta cristiano y entiende la máxima de “Cuando ayunes, unge tu cabeza y lava tu cara”. A él no se lo ve con hombres que ayunan, sino con los que celebran festines. Lo que sucede es que ha inventado una nueva forma de ayunar.
El señor Pinion del Comet río repentinamente, una risa cortante y sorprendida, porque era muy inteligente y ya había entendido el chiste.
–¿No querrá decir que...? –comenzó.
–Bueno, está clarísimo, ¿no? –respondió su informante–. Él se atiborra con todas las cosas más lujosas y costosas que no le gustan. Especialmente con las que detesta. Bajo esa pantalla nadie puede acusarlo de ser virtuoso. Permanece protegido por una muralla de ostras repulsivas y aperitivos desagradables. Para ser breves, hoy el ermitaño debe recluirse donde sea, excepto en la ermita, y si Marillac lo hace en los lujosos y dorados hoteles modernos es porque allí es donde sirven la peor comida.
–Es una historia extraordinaria –dijo el americano, arqueando sus cejas.
–¿Comienza a entender la idea? Si le traen veinte hors-d'œuvres y él elige las aceitunas, ¿quién va a suponer que las odia? Si concienzudamente analiza la carta de vinos y finalmente elige un Hock3 bastante recóndito, ¿a quién se le ocurriría que toda su alma se alza disgustada con el mero hecho de pensar en un Hock y que, encima, que él acaba de elegir el más desagradable de ellos? Mientras que si él pidiera en el Ritz arvejas secas o un mendrugo de pan seguramente llamaría la atención.
–Lo que nunca puedo entender –dijo el hombre de lentes nerviosamente– es qué beneficio saca de todo eso.
El otro hombre bajó sus ojos magnéticos y lo miró con cierto embarazo. Finalmente dijo:
–Yo creo poder entenderlo, pero no sé si puedo explicarlo. En cierta ocasión sentí brevemente algo parecido, sólo que en una única dirección particular, y me di cuenta de que me era casi imposible explicárselo a alguien. Existe una única señal del auténtico místico y asceta de este tipo: que no quiere que otros hagan lo mismo que él. Quiere que los demás tengan todo los vinos y cigarros que se les antojen y desvalijaría al Ritz para dárselos. Cuando el místico quiere mandonear a los demás se hunde en el lodazal de la degradación y se convierte en el reformista moral.
Se hizo una pausa en la conversación y luego, repentinamente, habló el periodista:
–Pero, vean, esto no tiene sentido. No es sólo su despilfarro de dinero en comida y alcohol lo que le ha dado a Marillac un mal nombre. Es todo lo que hace. ¿Por qué es tan fanático de esas obras de teatro eróticas y de todas esas cosas sensuales? ¿Por qué sale con una mujer como la señora Prague? Eso no lo hace parecer un ermitaño, por cierto.
El hombre frente a Pinion sonrió y el más robusto a su derecha giró levemente mientras lanzaba una especie de risa gruñida.
–Bueno –dijo–, es evidente que usted jamás ha visto a la señora Prague.
–¿Qué quiere decir? –preguntó Pinion y esta vez la risa fue generalizada.
–Algunos dicen que es su “Tía Solterona” y que es su deber ser amable con ella – empezó a decir el primero de ellos pero el segundo lo interrumpió ásperamente:
–¿Por qué llamarla “Tía Solterona” cuando ella parece una...”
–Por supuesto, por supuesto –contestó el primero precipitadamente – y por qué decir “parece”, si vamos al caso.
–¡Qué decir de su conversación! – refunfuñó su amigo– ¡Marillac se la aguanta por horas!
–¡Y su obra! –asintió el otro–. Marillac soporta los insoportables cinco actos de ella. Si eso no es ser un martir...
–¿Lo ve usted? –gritó con cierta excitación el hombre desaliñado– El Conde es un hombre culto e, incluso, educado. Además es latino y lógico hasta el punto de la impaciencia. Y sin embargo se la aguanta. Soporta cinco o seis actos de un Drama Realmente Moderno, Intelectual E Incisivo. El Primer Acto en el que se dice que la Mujer ya no va a estar más en un pedestal; el Segundo, en el que la Mujer ya no va a estar más en una caja de cristal; el Tercero, en el que la Mujer no va a ser más un juguete del hombre y el Cuarto, en el cual ella no va a ser más una propiedad privada; todos los lugares comunes. Y aún le faltan tragarse dos actos más, en los que ella ya no va a ser más esclava de la casa o una marginada arrojada del hogar. Él ya la vio seis veces sin que se le moviera un pelo. Ni siquiera se le oía rechinar los dientes. ¡Y la conversación de la señora Prague! Que su primer esposo nunca entendía nada, que su segundo parecía como que entendía, que su tercero hacía como que sí la entendía, y así sucesivamente, como si hubiera algo que entender. Usted sabe cómo son esos idiotas profundamente egoístas. Y él se aguanta con placer incluso a esos idiotas.
–De hecho –dijo el hombre robusto con su modo melancólico–, uno podría decir que él inventó la Penitencia Moderna. La Penitencia del Aburrimiento. Los cilicios y las ermitas en el más desolador de los páramos no resultarían tan horribles a los nervios modernos como eso.
–Por lo que ustedes me cuentan –reflexionó Pinion–, yo estaba buscando a un buscador de placeres bailando de puntillas y lo único que encontré fue a un ermitaño parado de cabeza. –Luego de un periodo de silencio dijo abruptamente– ¿Realmente es verdad esto? ¿Cómo lo descubrieron?
–Es una historia bastante larga –contestó el hombre frente a él–. Lo cierto es que Marillac se permite un festín por año, el día de Navidad, en el que come y bebe lo que le realmente le gusta. Cuando lo conocí comía callos encebollados y bebía cerveza en un pub tranquilo de Hoxton, y de un modo u otro terminamos contándonos confidencias. Usted comprenderá, por supuesto, que esta conversación también es confidencial.
–Por supuesto que no la publicaré –dijo el periodista–. Me tratarían de lunático si lo hiciera. La gente hoy día no entiende este tipo de chifladuras y realmente me pregunto por qué usted le da tanta importancia.
–Bueno, es que yo también le conté de mi caso, sabe –le respondió el otro–. En cierta manera se parecía un poco al de él. Y luego le presenté a mis amigos y él se convirtió en una especie de presidente de nuestro pequeño club.
–Oh –dijo Pinion, sin comprender demasiado–, no sabía que ustedes eran un club.
–Bien, somos cuatro hombres unidos al menos por un lazo común. Como Marillac, todos tuvimos oportunidad que vernos peores de lo que éramos.
–Sí –gruñó bastante agriamente el hombre corpulento–, todos hemos sido unos Incomprendidos. Como la señora Prague.
–El Club de los Incomprendidos es un poco más alegre que ella, sin embargo –continuó su amigo–. Somos bastante joviales, considerando que nuestras reputaciones fueron mancilladas por crímenes oscuros y repugnantes. La verdad es que nos hemos consagrado a un nuevo tipo de historia detectivesca... o servicio detectivesco, si prefiere. No perseguimos crímenes sino virtudes ocultas. A veces, como en el caso de Marillac, están muy bien escondidas. Y como sin duda usted tendrá razones para replicar, le diré que a nuestras propias virtudes las ocultamos con enorme éxito.
La cabeza del periodista comenzó a girar un poco, pese a que estaba bastante acostumbrado a frecuentar tanto a locos como a criminales.
–Pero creí que habían dicho que sus reputaciones estaban mancilladas por el crimen –objetó–. ¿Qué clase de crímenes?
–Bien, el mío fue asesinato –dijo el hombre a su lado–. La gente que me condenó lo hizo porque no aprobaban el asesinato, aparentemente. La verdad es que yo fracasé bastante como asesino, al igual que en tantas otras cosas.
La mirada algo azorada de Pinion se posó en el siguiente hombre, quien respondió alegremente:
–El mío sólo fue un fraude común. También un fraude profesional, del tipo que ocasionalmente hace que te expulsen de tu profesión. Algo como el falso descubrimiento del Polo Norte por parte del Dr. Cook4.
–¿Qué significa todo esto? –preguntó Pinion, mirando inquisitivamente al hombre de enfrente, quien había sido la voz cantante en lo que a explicar se refiere.
–Oh, robo –contestó este con indiferencia–, el cargo por el que efectivamente me arrestaron fue hurto menor.
Se produjo un profundo silencio, el cual pareció establecerse de modo misterioso, como una nube creciente, en el rostro del cuarto miembro, quien hasta el momento no había pronunciado palabra. Estaba sentado derecho, con su modo bastante rígido y extranjero; su rostro bello y severo seguía inmutable y sus labios no se habían movido ni siquiera para murmurar. Pero ahora, cuando el repentino y profundo silencio parecía desafiarlo, su rostro se endureció aún más y cuando habló lo hizo con un acento extranjero más que extraño, como si fuese casi inhumano.
–He cometido el Pecado Imperdonable –dijo–. ¿Para qué pecado Dante le reservó el último y más bajo infierno, el Círculo de Hielo?
Como nadie habló, él respondió a su pregunta con el mismo tono ahogado:
–Traición. Entregué al Gobierno, a cambio de un soborno, a los cuatro compañeros de mi partido.
Algo se enfrió dentro del extranjero sensible y por primera vez sintió que el aire a su alrededor era siniestro y extraño. La calma continuó durante medio minuto más y luego los cuatro estallaron en estruendosas carcajadas.
Las historias que contaron, para justificar sus fanfarronadas o confesiones, se narran aquí de modo diferente, ya que ellos aparecían en éstas en la periferia y no en el centro de los acontecimientos. Pero el periodista, a quien le gustaba recopilar todas las cosas curiosas de la vida, se interesó lo suficiente como para registrarlas y luego reproducirlas reformadas. Sabía que había sacado algo notable, aunque no lo que había esperado, de su persecución del elegante y extravagante Conde Raoul de Marillac.