Las hermanas del sol
Las Hermanas del Sol
Clarisa Díaz Brausen

1

La residencia de las Hermanas del Sol quedaba en el centro de la ciudad. Hacia allí dirigía sus pasos la pelirroja Jimena, muy ansiosa. Una amiga de la facultad le había recomendado el lugar: allí daban albergue y comida a las universitarias a cambio de realizar distintas tareas domésticas en la casa. Después de caminar cuatro cuadras por la avenida y otras tantas por una calle un poco menos poblada, Jimena llegó al número que le habían indicado. Era una mansión enorme, estilo inglés. Una puerta de madera de grandes proporciones se alzaba dominando el espacio.
Tras dejar su mochila en el piso, Jimena llamó y esperó. Nadie contestaba. Jimena insistió y volvió a esperar. Como la respuesta fuera la misma, se acercó a la ligustrina que bordeaba la puerta y espió por entre las pequeñas hojas. Desde allí vio que junto a la casa se extendía un gran parque cuyo fin no podía divisar. Salida de la nada, apareció una hermosa silueta de mujer que la dejó embelesada. La figura vestía un camisón rosa y sus cabellos dorados volaban al viento. Pronto desapareció tras de la casa. Había dejado su estela áurea por todo el césped. Jimena deseó conocer a aquella mujer que parecía ser de mediana edad. “Seguramente debe de ser muy linda”, pensó. Una voz la sacó de sus ensoñaciones:
—¿Buscás a alguien?
La voz, que era clara y cantarina, provenía de una joven que estaba ubicada a sus espaldas. Jimena se dio vuelta. La chica era rubia y su cabello lacio, muy prolijo, emanaba un perfume de jazmines. Llevaba en ambas manos sendas bolsas de supermercado. Jimena tartamudeó, nerviosa porque la habían pescado in fraganti espiando. Sin embargo, los ojos verdes, grandes y en apariencia inocentes de la rubia la tranquilizaron. Al fin, mientras levantaba su mochila del piso, Jimena dijo:
—Vengo de parte de Nancy. Soy estudiante de periodismo, como ella.
La rubia pareció buscar en su memoria mientras revoleaba los ojos.
—¡Oh, sí! ¡Nancy! –dijo—. No es residente, pero viene muy seguido. ¿Querés ser residente?
—Sí –dijo Jimena y lanzó la perorata que tanto había practicado frente al espejo—. Me urge. Estoy sin trabajo y recién llegada del interior. ¿Tienen lugar?
—Algo nos queda. Pero tenés que saber que nos conducimos según reglas muy estrictas. Antes, vas a estar un día a prueba.
—Estoy totalmente de acuerdo –se apresuró en decir Jimena.
La rubia sonrió complacida y le pidió a Jimena que sostuviera las bolsas. Luego sacó de su campera un juego de llaves y abrió la puerta que demostró ser menos pesada de lo que parecía. Las dos jóvenes entraron a la vez. Adentro estaba oscuro y Jimena tardó en acostumbrar sus ojos para que descubrieran las formas de los objetos que la rodeaban. En la oscuridad, sintió que una mano pequeña le palpaba la cola y luego desaparecía sin dejar rastro. No podía ser la chica de grandes ojos porque en ese momento estaba cerrando la puerta. Jimena se sintió incómoda. ¿Dónde se había metido?
—Soy Samantha –dijo la rubia.
—Yo soy Jimena.
—Muy bien, Jimena: acompañáme al comedor. Las Hermanas están desayunando.
Las dos muchachas caminaron por un pasillo interminable. Por fin, una puerta se abrió y la luz inundó el pasillo. Entraron. Siete pares de ojos, sentados alrededor de una gran mesa de madera, se posaron en Jimena. Las chicas, todas ellas rubias, de pelo lacio y de ojos claros, como Samantha, le parecieron a Jimena el producto de un muy laborioso trabajo de parto. Tan parecidas eran entre sí que de veras resultaban como hermanas. Sin embargo, sabía por su amiga Nancy que todas ellas no eran otra cosa que universitarias que, como ella, habían ido a parar a la residencia por necesidad.
—¿Es nuestra nueva hermana? –dijo la más pequeña de todas. Sonreía de lado a lado y sus ojos brillaban como zafiros.
—Eso está por verse –se apresuró en decir Samantha—. Si acepta nuestras reglas, se queda.
—Que se quede, que se quede. Así seremos las diez Hermanas –palmoteó la pequeña.
— Para eso, tenemos que hacerle una demostración de nuestras reglas de convivencia primero. ¿Están listas? ¿Terminaron con su desayuno? –preguntó Samantha.
—Sí –contestaron a coro.
—Bueno, las presento. Ella es Jimena. Jimena, ellas son Nadia, Celina, Caterina, Monique, Crisaida, Teresa y la pequeña Berta.
Jimena se sintió confundida con los nombres y el aspecto tan semejante de las muchachas y, salvo por Berta, que era la única que había hablado y que era, en conjunto, de piel ligeramente más morena que la de las otras, no pudo distinguir a ninguna.
—¿Dónde dejo las bolsas? –quiso saber Jimena, dirigiéndose a Samantha.
—¡Oh! Monique te ayuda.
Una rubia alta, de límpidos ojos color miel, se levantó de su asiento, tomó las bolsas y las colocó sobre la mesada. Luego fue guardando los alimentos, ya en la alacena, ya en la heladera. Terminada la tarea, Monique volvió a su lugar y Jimena fue invitada a sentarse junto a una de las chicas cuyo nombre no recordaba. En ese momento, Samantha tocó una campanilla que sacó del bolsillo de su campera. Automáticamente, las chicas comenzaron a acariciarse el cabello unas a otras. Samantha las observaba sin tomar parte en el asunto. Jimena también miraba, sin entender. De pronto, la chica junto a la cual estaba sentada le pidió que le rascara la espalda. Algo tímida, Jimena la rascó.
—¡Más fuerte, más fuerte! –le exigía su nueva amiga.
—¿Cuál era tu nombre? –le preguntó Jimena, mientras aumentaba el grado de su rascada.
—Crisaida. ¡Ah! Así, así. Así me gusta –suspiró la otra.
Pronto Jimena notó que todas estaban suspirando y gimiendo de placer. Crisaida le preguntó.
—¿Querés que yo te rasque la espalda a vos?
—No sé –titubeó Jimena.
—¡Dale! Te va a encantar.
—Bueno.
Jimena le dio la espalda a Crisaida; se recogió el cabello y lo colocó a un lado para que su compañera obrara con más comodidad. Mientras, las demás rubias lanzaban unos “ah” de satisfacción mientras les acariciaban el cabello o les rascaban alguna zona sensible del cuerpo. A través de su campera, Jimena sintió las uñas afiladas de Crisaida que rasguñaban arriba y abajo.
—¿Te gusta? –le preguntó Crisaida.
—Más o menos. Una cosquillita.
—Tenés que sacarte la campera.
Jimena obedeció: se sacó la campera, la dobló y la sostuvo entre sus brazos. Los “ah” de placer de sus compañeras, mientras, inundaban la cocina. Ahora Jimena sentía que las uñas de Crisaida la arañaban con fuerza.
—¡Ay!
—Si duele, es mejor –sentenció Crisaida.
Jimena no estaba muy convencida de la verdad de esta frase, pero decidió dejarse llevar. Al rato, su espalda se acostumbró tanto a los arañazos que necesitó que la rascaran más fuerte. Al mismo tiempo, sintió un cosquilleo muy agradable que venía desde abajo y le recorría la panza hasta el pecho. Estaba a punto de pedirle a su compañera que lo hiciera con más fuerza, cuando Samantha hizo sonar la campanilla nuevamente.
—Terminaron los quince minutos de mimos. Ahora, cada una a su habitación –ordenó—. Las veo en un rato en la sala superior, como de costumbre. Teresa, acompañá a Jimena a su habitación.
Una rubia regordeta y de caderas anchas dejó su silla y tomó a Jimena de la mano.
—Vení conmigo –le dijo.
La mayoría de las chicas dejó sus asientos y salió en malón por la puerta de la cocina.

2

De la mano de Teresa, Jimena siguió a la manada por el pasillo hasta la sala. De allí, las rubias corrieron escaleras arriba, donde estaba la segunda sala de la mansión. Una vez en el piso superior, Samantha abrió las ventanas para que entrara la luz y se aireara el ambiente.
—Por acá –le indicó Teresa a Jimena.
Las dos se adentraron por un pasillo estrecho que llevaba a innumerables habitaciones. En la última puerta se detuvieron. Sólo allí Teresa soltó la mano de Jimena y abrió el picaporte. Dentro había tres camas en hilera; dos, deshechas. La luz entraba por dos pequeñas ventanas.
—Pasá. Esta es la habitación que comparto con Berta –le dijo Teresa—. La cama del medio es la tuya. Junto, tenés una mesa de luz para vos solita. Podés poner tus cosas ahí, hasta que se decida si te quedás o no. Recién ahí, vas a poder acomodarte del todo.
—Por mí está bien. Igual, sólo tengo dos mudas de ropa –dijo Jimena.
Teresa ya no hizo caso de ella y se dedicó a hacer su cama. Jimena colocó la mochila en el piso; sacó las mudas de ropa y las ubicó sobre la cama junto con los elementos de aseo personal que le había dado su madre la noche anterior, en la que había dejado su pueblo para venirse a la gran ciudad.
—Te esperamos en la sala –le dijo Teresa, que ya había terminado con su tarea.
Jimena abrió la puerta de la mesa de luz y puso la ropa. Para los elementos de aseo, eligió el cajón. Cuando lo abrió se encontró con una cosa extraña dentro. Era algo similar a un pepino, pero de color rosado. Jimena lo tocó tímidamente con un dedo y comprobó que, tal como parecía, su textura era muy similar a la de un pepino. Lo tomó entre sus manos y lo sacó del cajón. Lo observó detenidamente, lo manoseó de una punta a la otra. En su base había un disyuntor que decía “on/off”. Jimena, llena de curiosidad, lo puso en “on”. El artefacto empezó a vibrar. “Es un masajeador”, pensó.
Como nadie la miraba, comenzó a pasarse el aparatito por el brazo. Le provocaba un cosquilleo muy satisfactorio. Tan buena estaba la cosa, que probó con la espalda, sobre todo arriba donde la musculatura estaba contracturada por el viaje en micro. El efecto era altamente relajante. “Ah” suspiró suavemente. “¿Y si pruebo adelante?” se preguntó. Sigilosamente, se levantó de la cama y se dirigió a la entrada de la habitación. Una vez allí, abrió la puerta. No había nadie en el pasillo. Así, no era probable que la pescaran. Jimena se fue a la cama y se dejó caer de espaldas. En esa posición, se pasó el aparatito por las tetas, en cada pezón, por sobre la camisa. “Vrrr, vrrr”, hacía el aparatito. “¡Ah!, ¡ah!”, hacía Jimena.
“¿Y si voy más abajo?”, se preguntó. Dudó un momento, temerosa de que alguien la descubriera. “Es un poquito nomás”, se dijo para darse ánimo. El aparatito fue bajando por la panza hasta llegar al pubis, donde Jimena lo apoyó. “Vrrr, vrrr” hacía él; “¡Ah!, ¡Ah!”, suspiraba ella.
La puerta se abrió de golpe y entró Berta, en delantal, quien, al ver a la nueva residente en estos menesteres, largó una carcajada. Jimena soltó el aparatito, que voló al piso, donde rodó hasta ir a parar debajo de la cama.
—Se ve que ya conociste a Manuela, ji, ji –le dijo Berta.
—Ma … ¿Manuela? –preguntó Jimena, mientras se incorporaba.
—Es nuestra amiga nocturna. Nos ayuda a dormir –le aseguró Berta—. ¿Ya ordenaste tus cosas?
—Sí, me falta el shampoo y el cepillo de dientes. Los iba a guardar en el cajón, cuando encontré a Manuela –explicó Jimena.
—Tenemos que ir a la sala. Esperáme que hago mi cama y vamos juntas.
Jimena obedeció. Cuando Berta terminó, las dos chicas dejaron la habitación y reanudaron su camino por el pasillo rumbo a la sala superior.

3

—Acá estamos limpiando – le dijo Samantha a Jimena apenas la vio—. Vas a tener que ponerte un delantal.
Estaba claro: se esperaba de ella que limpiara junto con las otras. Jimena asintió. Berta la condujo hasta un placard donde se guardaban los delantales. Desgraciadamente, sólo quedaba uno manchado en las axilas y con un tremendo olor a chivo. Jimena, deseosa de que la aceptaran, se mostró complaciente:
—Me lo pongo igual. Quiero ayudar –dijo, mientras lo descolgaba de la percha.
—Dejame que te ayudo –le dijo Berta, que enseguida le quitó el delantal de las manos y procedió a ponérselo manga por manga. Hacía movimientos muy suaves y ondulantes que la cosquilleaban. ¿Le parecía a ella o Berta realmente le estaba rozando las tetas con sus pequeñas manos mientras le abrochaba el delantal? Jimena no pudo evitar sentir el hormigueo que subía desde abajo del pubis hasta la boca del estómago.
—Ya estás lista –le dijo Berta y, juntas, se fueron a limpiar los muebles con un trapo. Samantha se acercó y les aconsejó que usaran Blem. Así lo hicieron. Al cabo de un rato, el resto de las chicas bajaron para ir a limpiar la sala del piso de abajo. Berta y Jimena, solas arriba, repasaban un gran aparador que ocupaba casi toda una pared. Berta se rio.
—¿De qué te reís? –quiso saber Jimena.
—De que te molesta el olor a chivo, ji, ji.
—Es espantoso. No veo la hora de sacarme este delantal –confesó Jimena.
—¡Oh, no! ¡Es delicioso! Me encanta el olor a chivo. Yo me crie en la montaña, ¿sabés? Teníamos muchos chivos. Mi papá los cuidaba como si fueran hijos. Tanto, que yo los consideraba mis hermanos. A veces, los llevaba a pastar y cada tanto se me perdían. Tenía que ir a buscarlos. ¡Qué trabajo! ¿Sabés? Tenían un miembro peludo los chivos y yo lo acariciaba fuerte, fuerte, hasta que les hacía saltar la leche.
Jimena se incomodó por esta confesión. Berta continuó. El sol que entraba por la ventana le iluminaba su piel color caramelo:
—Ahora vos tenés una mezcla de olores: rosas y chivo. ¡Qué rico!
Jimena estaba turbada.
—¿Sabés qué me gustaría? –prosiguió Berta.
—¿Qué? –preguntó Jimena, temerosa.
—Lamer tus axilas.
A Jimena nunca le habían pedido algo semejante. El “no” fue rotundo.
—¡Dale! –insistió Berta—. Acá ya terminamos de limpiar. Es un ratito.
—¿Un ratito?
—Sí.
Jimena lo pensó. Entonces dijo:
—Pero estoy en desventaja: vos olés a madera de un bosque de primavera y yo …yo ¡a chivato!
La mancha del delantal le había impregnado la ropa y la piel de las axilas.
—Así, así, así me gusta a mí –le cantó Berta, mientras dejaba deslizar su mano por la espalda de Jimena.
El aroma a bosquecillo de la pequeña de piel de caramelo era muy atractivo e irresistible. Al fin, Jimena dijo:
—Bueno, pero vamos adentro del placard. No quiero que nos vean.
—¿Por? –preguntó Berta.
Jimena no le contestó. Juntas fueron al placard y se encerraron. Encendieron la luz.
—Sacate el delantal y la ropa –le ordenó Berta.
—¿Me quedo en corpiño? –preguntó Jimena, cohibida.
—Claro, tonta. ¿Cómo te voy a lamer, si no? Ji, ji. –se rio Berta.
Jimena se sacó el delantal infecto y lo arrojó al piso. Hizo lo mismo con la camisa.
—Ahora levantá los brazos –ordenó nuevamente Berta. Jimena obedeció: sus axilas despidieron un tremendo olor. ¿Cómo podría gustarle eso a su amiga? Jimena todavía dudaba, pero Berta olía tan bien que se dejó llevar.
Berta se acercó al cuerpo tembloroso de Jimena. Sus cabellos suaves y largos le rozaron las tetas. La besó en la boca e introdujo su lengua en punta, que le recorrió los dientes uno a uno. Jimena abrió más la boca y dejó que la lengua de Berta entrara hasta lo profundo. Nuevamente sintió el cosquilleo ahí abajo y su camino hasta la boca del estómago. Despacio, tímidamente, ella se entregó a la danza de las lenguas.
—¡Ah, ah! ¡Qué linda lengüita! –exclamó Berta—. La tenías bien escondida. ¡Mala, malita, dame más!
Siguiendo las órdenes de Berta, Jimena introdujo la lengua en la boca de su compañera, chupeteo, lameteó los labios, las mejillas, las orejas de su interlocutora hasta que la otra dijo “basta”.
—¡Ahora el premio! –volvió a ordenar Berta y, acto seguido, comenzó a lamer la axila izquierda de Jimena.
—¡Ah, ah! ¡Qué delicia! –exclamaba entre susurros.
Jimena permanecía en silencio, sin entender a su nueva amiga, que ahora pasaba a la axila derecha. ¿Le desabrocharía el corpiño? ¿Le lamería los pezones? No. Berta seguía dando lengüetazos a su parte preferida. Jimena sentía que el cosquilleo aumentaba. Ahora Berta ponía la lengua en punta y recorría el interior de la axila mientras, con ambas manos masajeaba los pechos de Jimena, que ahora se sentía fluir. Pronto Berta acercó su pelvis a la pelvis de Jimena y comenzó a frotarse.
—¡Ah, perra, perra!
Jimena se desorientó con el insulto, pero, en su interior, debía admitir que le gustaba un poco. Se frotó ella también y, contorneándose, logró acercar su boca a la oreja de Berta que iba y venía al ritmo de los lengüetazos. Con los dientes, más bien fuerte que suavemente, tomó el lóbulo de la oreja y lo mordisqueó una y otra vez.
—¡Ah, ah! –gimió Berta— ¡Perra, perra malvada y corrompida!
Esta vez Jimena no se amedrentó. Estaba excitadísima. Siguió frotándose con más fuerza contra la pelvis de Berta, que lamía la axila de su compañera a lo loco. Las exclamaciones se duplicaron:
—¡Ah, ah, Jimena! ¡Acabo, acabo!
Berta echó su cuerpo encima de Jimena, quien, a su vez, sintió un cosquilleo muy fuerte en su concha que no llegó a convertirse en orgasmo. Así como estaba, metió la mano por su pantalón y su bombacha y pudo comprobar que estaba toda mojada. Berta la ayudó a vestirse y, juntas, salieron del placard, no sin antes apagar la luz. Jimena ya no tenía más olor a chivo. Tanto la había lamido su amiga.

4

Bajaron las escaleras rumbo a la sala. Allí el resto de las rubias se afanaba por repasar los muebles y encerar el piso.
—¿Por qué tardaron tanto? –quiso saber Samantha, algo molesta—. Acá ya no las necesitamos. Vayan al parque a levantar las hojas que en un rato empieza la ceremonia.
—¿Ceremonia? ¿Qué ceremonia? –preguntó Jimena.
—Honramos al sol del mediodía –le explicó Berta.
Las dos muchachas fueron a la cocina y de allí salieron por un ventanal al parque. Recogían las hojas y las depositaban en una gran bolsa. El sol se acercaba al cenit. Ya estaban terminando con la tarea, cuando aparecieron las otras residentes presididas por Samantha.
—Tenés que desvestirte –le dijo Samantha a Jimena.
Mientras, las otras chicas, incluida Berta, se iban sacando pantalones, polleras y camisas y formaban con ellas una montaña sobre el césped. Jimena, al ver que las paredes altísimas que lindaban con las casas vecinas protegían a las Hermanas de miradas indiscretas, las imitó. Los cuerpos voluptuosos de las Hermanas embelesaron a Jimena.
—Debemos cortar pequeñas ramas de los árboles –le explicó Samantha.
El sol de las doce menos cuarto calentaba aquel día de verano. Jimena sintió que su piel pecosa se entibiaba. Las Hermanas, cual bacantes, ahora corrían por todo el parque. Saltaban y arrancaban las ramitas más débiles de los árboles. Crisaida la animó a unirse a ellas. De a poco, Jimena fue acercándose a un árbol añoso y, tras pegar un saltito, le arrancó una rama bastante grande.
—¡Ah, no! –protestó una de las rubias—. ¡Nena mala! Eso lastima al árbol.
—Perdón –se disculpó Jimena.
—Que perdón ni perdón. Esto amerita un castigo –replicó la otra.
—Celina tiene razón –se metió Samantha— Las ramas deben ser más chiquitas.
—Eso: castigo –sentenció Celina.
Y con una ramita le pegó en la nalga izquierda a Jimena.
—¡Ay! –se quejó ella.
Sin quedarse atrás, le pegó a su vez a Celina en la cola con la gran rama. La otra, reaccionó de manera inesperada:
—¡Ay! Sí, así me gusta. Pegáme más –gritó de placer.
Como se lo pidiera, Jimena volvió a pegarle en la cola.
—¡Más, más y más! –imploraba la otra.
Jimena la azotó una y otra vez hasta que le sacó algo de sangre.
—¡No pares! –lloraba Celina de emoción.
Las otras Hermanas se habían acercado para mirar y ahora, comprendiendo que el juego era tan redituable, comenzaron a azotarse las colas unas a otras con las ramas hasta ensangrentarse, olvidadas por completo de su celebración del Sol. Por todo el parque cundían los grititos de “ay” y “ah”, que expresaban el dolor y el placer casi al mismo tiempo. Ahora golpeaban con las ramitas las piernas, las tetas , las espaldas y el cuello. Jugaban a hacerse marcas. El sol del mediodía les hacía brillar la piel teñida de rojo.
De pronto, una voz femenina, que provenía de las alturas, las interrumpió:
—¿Qué están haciendo?
Todas abandnaron los azotes y miraron hacia arriba. En una ventana del segundo piso estaba la mujer que Jimena había visto en camisón en el momento de su llegada a la casa. Tenía una sedosa melena rubia que Jimena deseó tocar. ¿Olería rico como las demás? La mujer continuó diciendo:
—Es la hora de brindar nuestro fuego al gran astro por el cual son posibles todas las cosas en la Tierra. ¡A obrar, entonces!
Dicho esto, desapareció.
Jimena quiso saber:
—¿Quién es?
—Es nuestra Hermana Mayor, Marisol –contestó Samantha—. Ya la vas a conocer.
Laboriosamente, todas fueron depositando las ramas en el centro del parque. Jimena hizo lo propio. Teresa fue a la cocina y volvió con una caja de fósforos y papeles de diarios. Encendió una fogata. Mientras duró el fuego, las Hermanas danzaron en círculo, como posesas, hasta caer inertes en el suelo. Jimena las imitó, sin entender del todo la ceremonia. Una vez consumida la llama, se levantaron, se vistieron y fueron entrando una a una en la casa. Jimena vio que Samantha no se abrochaba la camisa y dejaba al descubierto dos enormes tetas.

5

—Ahora a cocinar –ordenó Samantha.
Las Hermanas comenzaron su tarea de pelar papas y cortar carne para asarla al horno.
—Hay que poner la mesa –le indicó Samantha a Jimena.
Jimena puso individuales, platos, vasos y cubiertos; luego ayudó a lavar los utensilios de cocina. Al cabo de un rato, una fuente de vacío con papas al horno llegaba a la mesa. Se sentaron a comer. Las Hermanas del Sol cocinaban muy bien. Jimena disfrutó de la comida. De postre había mousse de chocolate de la noche anterior. Sentada enfrente de Samantha, Jimena no podía dejar de ver las grandes tetas que se escapaban de la camisa. Se notaba que eran suaves, coronadas cada una por una gran areola color carmesí. Samantha no tardó en notar las miradas de su admiradora. Se abrió aún más la camisa, tomó la cucharita, la hundió en el postre chocolatoso y se untó con su contenido cada uno de los pezones.
—¿Te gustan mis tetas? Vení a chuparlas –la invitó.
Jimena miró a uno y otro lado. Todas las rubias la observaban expectantes.
—No –dijo.
—¡Dale! Te morís de ganas. ¿O no? –le insistió Samantha.
Jimena volvió a mirar en rededor. Las miradas de las chicas la cohibían.
—No –repitió.
Samantha se rio al tiempo que daba un salto y se subía a la mesa. Una vez allí, se puso en cuatro patas y acercó las tetas a la cara de Jimena, que se quedó paralizada de la estupefacción. Samantha le refregó las tetas en la cara. Pronto las mejillas y la nariz de Jimena se embadurnaron con el chocolate.
—Se ensució la nena –dijo Samantha, haciendo pucherito—. La voy a limpiar.
Yendo con su lengua directo a las mejillas de Jimena, comenzó a lamer.
—¡Ah! ¡Qué rico! –exclamó—. Mezcla del dulce del chocolate con el saladito de tu piel.
Samantha lamía con ganas. Jimena sintió un cosquilleo en todo el cuerpo y, sobre todo, en la concha. Así de excitada, no pudo resistir la tentación y se arrojó sobre las tetas de su amiga. No sabía por cual empezar; tan imbuida estaba de pasión. Al fin se decidió: tomó entre sus manos la teta derecha y lamió el embadurne. A cada lamida, Samantha respondía con un “ah” de placer. Ahora Jimena también degustaba la combinación de sabores: chocolate con piel dorada. Y cuanto más lamía, más aumentaba el cosquilleo en su concha.
Una vez que Jimena hubo limpiado bien la superficie, chupeteó con todas las ganas del mundo. Las otras Hermanas reían extasiadas. Alguna de ellas la alentó:
—¡Dale, Jimena, que vos podés!
Estimulada por estas palabras, Jimena chupeteó y chupeteó y después pasó a la teta izquierda.
—¡Así, bebé! –exclamó Samantha— ¡Qué bien chupás, siendo tan novata! Más, más.
Jimena ahora acompañaba el chupeteo con unos masajes en las tetas.
—¡Ah, puta! –gritó Samantha—. Que alguien me masturbe así acabo.
Monique dejó su postre y corrió a socorrer a su amiga. Con dos dedos aplicó masajes en el clítoris: uno, dos; uno, dos.
—¡Ah, sí! El orgasmo clitoridiano: ya viene. ¡Ahhhhhhhh! –acabó Samantha.

6

Era la hora del estudio. La mayoría de las chicas se encontraba en la biblioteca porque tenían finales que rendir. Jimena, que todavía no había empezado la facultad, se fue a dormir una siesta a su habitación. No llevaba ni cinco minutos sola cuando apareció en la habitación Teresa.
—¿Vos también vas a dormir? –quiso saber Jimena.
—Sí –dijo Teresa—. No tengo nada que estudiar. Tengo diez en todas las materias.
—¡Te felicito!
Teresa le agradeció mientras se ponía en pelotas. Jimena la observaba de reojo. Su compañera era hermosa: tenía una cola firme y rozagante y sus pequeñas tetitas apenas le sobresalían del pecho. En conjunto, era una figura bastante atractiva. Teresa descubrió las sábanas de su cama y se acostó boca abajo. Pronto empezó a roncar. Con los ruidos que emitía su nueva amiga, Jimena no podía conciliar el sueño.
Después de un rato, se levantó, se dirigió a la cama de Teresa dispuesta a darle un sacudón para que se callara. Pero una vez que llegó allí, la piel blanca de la durmiente la sedujo. Con su mano pecosa, recorrió la espalda de Teresa, que se removió en la cama. Suavemente, Jimena la destapó y contempló su cola. Realmente era soberbia. Tentada, Jimena siguió con la mano su camino hacia el ano. Separó una nalga con su otra mano y lo observó. Era color carmesí con unos pelitos rubios que lo coronaban. Jimena se estaba excitando cada vez más. Con la ayuda de ambas manos, Jimena separó las dos piernas de Teresa: una concha rubia y rosada quedó al descubierto. La acarició con los dedos de una mano. Entonces su amiga se despertó. Jimena apartó la mano y la escondió tras su espalda.
—¿Qué pasa? –le preguntó Teresa que había advertido que su compañera la había estado toqueteando.
—No podía dormir –se apresuró a explicarle Jimena.
Teresa se rio:
—¿Samantha te dejó calentita?
Jimena asintió. Teresa dijo:
—Tengo la solución: Manuela.
Teresa se puso a buscar el consolador por toda la habitación.
—Está debajo de mi cama –le indicó Jimena.
Teresa corrió hacia allí, se perdió por debajo del acolchado y reapareció al instante con el aparatito en la mano.
—Acostáte –le ordenó.
Jimena no estaba muy convencida.
—¿Qué vas a hacer?
—Primero unos mimos y después te la meto en la concha –dijo Teresa, y encendió el vibrador.
Jimena seguía dudando:
—No sé.
—¡Vamos! Te va a gustar.
Jimena se acostó boca arriba en su cama. Manuela en mano, Teresa se colocó por encima de ella y le dio un largo beso en la boca. Sus lenguas pronto se encontraron. Jimena empezó a sentirse excitada. Sus lenguas ahora se rozaban frenéticamente una contra la otra. El calor de los cuerpos aumentaba. Teresa, mientras, le desabotonaba la camisa e introducía la mano que le quedaba libre por entre la tela del corpiño hasta encontrar una teta. Suavemente comenzó a masajear en redondo, apretujando con cada vuelta de reloj. Jimena sentía la concha cada vez más caliente. Teresa abandonó la teta y dirigió su mano hacia la bombacha de Jimena. Una vez allí, la introdujo en busca de la concha.
—Estás toda mojadita –le dijo—. Sacáte la bombacha: es momento de que te la meta.
A Jimena le dio miedo.
—Mejor no –dijo.
—¡Dale!
—No.
—Yo te enseño. Estoy bien calentita. ¿Por qué no me la metés vos a mí?
Teresa le entregó a Manuela. Sin dejar de manosear la concha mojada de su amiga, se puso en cuatro, se dio la vuelta, de modo que su propia concha quedara en primer plano para Jimena y le rogó:
—¡Cojéme!
Jimena, con la concha de Teresa enfrente de su cara, se excitó aún más. Ya podía ver el flujo de su amiga gotear. Abrió la boca y dejó que la savia golpeteara su paladar.
—¡Cojéme! ¿Qué esperás? –le insistió Teresa.
Jimena cobró valor: chupó a Manuela y la introdujo en la concha de Teresa.
—¡Ah! –exclamó ella—. Ahora el mete saca.
Jimena hizo el movimiento que se le pedía.
—¡Ah! ¡Así, así! –le imploró Teresa.
Jimena aumentó el ritmo. La concha de Teresa se hinchaba con cada entrada de Manuela.
—¡Ah! Decime “puta”, decime “puta”—pidió Teresa.
—Puta, puta.
—¡Ah! Más fuerte que ya acabo. ¡Ahhhhhhhh!
Tras llegarle el orgasmo, Teresa se desplomó sobre el cuerpo de Jimena y, al punto, se quedó profundamente dormida.

7

Cuando Jimena despertó, Teresa estaba de pie, vestida, junto a su cama y la zamarreaba:
—Debe de haber empezado la clase de gimnasia –señaló—. Vamos, apurémonos que nos la vamos a perder.
Jimena bostezó.
—Pero yo no tengo equipo de gimnasia. Vine en jeans –protestó, mientras se incorporaba.
—No importa. Son las reglas.
Jimena terminó de vestirse y acomodó su cama. Las dos chicas salieron de la habitación y caminaron por el largo pasillo hasta la sala superior. Desde la planta baja provenía una música que a Jimena le resultaba conocida. Sin dudas era “Starting over” de John Lennon. Teresa le indicó que bajaran. Una vez en la sala inferior, Jimena pudo ver a las chicas ejercitándose al son de la música. Se veían muy bellas flexionando las torneadas piernas y brazos, moviendo las caderas a derecha e izquierda, bamboleando los rubios cabellos hacia arriba y hacia abajo según lo requería la coreografía.
Jimena entró, tímida, y se ubicó detrás de ellas. Teresa la secundó. Dirigía al grupo Samantha, que, a su vez, manejaba el CD player a su antojo. Así, repitió unas diez veces el mismo tramo de la canción según lo exigían los distintos movimientos. Cada tanto, Samantha paraba la música y se acercaba a una de sus pupilas para indicarle el movimiento adecuado. Acompañaba sus palabras con suaves caricias en los glúteos de la joven en cuestión y, al finalizar, le propinaba una ligera palmadita en la cola. Por fin le tocó el turno a Jimena. Samantha le dijo:
—Esos pantalones no son muy cómodos que digamos. ¿Por qué no te los sacás?
Jimena se desabrochó el cinturón, luego bajó el cierre de la bragueta y soltó sus jeans, que cayeron al piso, dejando al descubierto sus piernas blancas como la leche y cubiertas de pecas. Entonces todas pudieron ver que la parte inferior de la bombacha estaba pringosa.
—¡Mmm! ¿Te estuviste revolcando con Teresa? –preguntó Samantha entre risas.
Jimena rio también.
—Sí, es una perra –dijo Teresa.
—¿Te hizo acabar? –quiso saber Samantha.
Jimena negó con la cabeza.
Samantha hizo un puchero y puso voz de niña:
—¿Te cuesta? ¡Pobrecita! –dijo, mientras le introducía la mano en la entrepierna—. Nosotras, como buenas hermanas, te vamos a ayudar.
—Eso, eso –gritaron todas, mientras se abalanzaban sobre el cuerpo lechoso de la pelirroja Jimena y la arrojaban al piso. Rápidamente la despojaron de sus ropas: dos le sacaban la bombacha tomando a cada lado de cada pierna, otras dos tiraban de su camisa encargándose cada una del lado derecho e izquierdo respectivamente, y, luego, entre todas, prácticamente le arrancaron a dentelladas el corpiño, que quedó hecho jirones por todo el piso del saloncito. Jimena al principio se resistió, pero el aroma a flores que exhalaban los cabellos de las muchachas y los propios cabellos azotándole las diferentes partes del cuerpo la excitaban cada vez más. Una multitud de manos suaves y tersas la manosearon de arriba abajo.
—¡Miren! –exclamó una de las chicas cuyo nombre Jimena no podía identificar y que le había echado mano a la entrepierna pelirroja— ¡Se está mojando ahora mismo!
Samantha se rio y dijo:
—Le encanta a la muy puta. ¡Vamos, bocas y manos a la obra!
Los ocho pares de manos se retiraron momentáneamente del cuerpo palpitante de Jimena para deliberar cómo se repartirían el trabajo. Dos se concentrarían en su cara, dos en sus tetas y dos en su concha. Las otras dos masajearían todo el tiempo. Así resultó que Berta y Celina comenzaron a besarla graciosamente por todos lados de su cabeza: orejas, nariz, ojos. Mientras Berta le acariciaba el cabello rojo como el fuego, Celina introdujo su lengua en punta en la boca de Jimena y comenzó a masajearla en su interior. Después ordenó a Jimena que pusiera su boca formando una “o” y la lengua entró y salió como el miembro de un chivo en la vagina de una chiva, según dijo Berta. Otra, que Jimena identificó con el nombre de Nadia, y Monique se ocuparon de la operación tetas: Nadia de la izquierda y Monique de la derecha. Primero lamían suavemente por la parte blanca de la teta, llena de una pelusilla colorada; después, con las lenguas afiladas, se enfocaron en la punta de los pezones: uno, dos; uno, dos; uno, dos. Jimena sentía cada vez más placer y se mojaba más y más.
—¡Ah, ah! –suspiraba.
—¡Eso, pelirroja: gozá! Te vamos a hacer acabar como loca –le dijo Samantha que dirigía el operativo.
La cara de Jimena era el emporio de las lamidas; Nadia y Monique introducían las tetas izquierda y derecha de su nueva amiga dentro de sus respectivas bocas y chupeteaban sin cesar a un ritmo alocado. Caterina y Teresa masajeaban todo el cuerpo. Ahora Jimena derramaba flujo profusamente. Era el momento de proceder a lo más importante: la concha. Samantha se la había reservado para sí, mientras que Crisaida se encargaría de otra tarea. Juntas separaron las piernas de Jimena, las flexionaron y las elevaron hasta colocarlas encima de su vientre. Crisaida se agachó, se hizo un bollito delante del culo de la pelirroja, abrió la boca, sacó la lengua y lo lamió.
—¡Está limpito! –exclamó.
Colocando su lengua en punta, lo más dura que pudo, la introdujo dentro del ano y comenzó el ejercicio del entra y saca, entra y saca. La reacción de Jimena no se hizo esperar y lanzó unos “ah, ah” de placer.
—¡Qué gustito saladito! –exclamó Crisaida y continuó con su tarea.
Samantha se ubicó por encima de Crisaida y colocó su cabeza arriba de la de ella de modo que así le quedaba en primer plano la concha abierta y peluda de Jimena. Hizo de su lengua una esponja y lamió, salivando profusamente, el clítoris de la pelirroja.
—¡Ah, putita! –exclamó—. Tenés gusto a clara de huevo a punto nieve. ¡Qué rico!
Y lamió una y otra vez el clítoris de Jimena que ahora estaba alzado como una pija. Lamió así, ininterrumpidamente, hasta que por fin, Jimena, con tanto estímulo, acabó.
—¡Eso es! –exclamó Samantha, al comprobar que el clítoris ahora se contraía a cada espasmo de la acabada de Jimena— ¡Decínos “putas”, decínos “putas”!
—¡Pu … pu …tahhhhhhhh! –gimió Jimena.
—Eso es, eso es: ahora vas a acabar por la concha –dijo Samantha y afiló su lengua para, acto seguido, introducirla en la vagina de la pelirroja. Las demás Hermanas reanudaron el operativo de lamer, chupar y manosear las otras partes erógenas del cuerpo de Jimena. Una vez que la lengua de Samantha entró limpiamente en la concha de Jimena, aquella pudo comprobar algo que venía sospechando: la muy puta era virgen. Así se lo comunicó a sus compañeras.
—¡Sí! –gritaron todas al unísono.
—¡Otra hermana que llegó virgen y pura como todas nosotras! –exclamó Berta— ¿Qué hacemos?
—Después nos encargaremos de eso –sentenció Samantha—. Ahora, la acabada vaginal.
Volvió a introducir su lengua en aquel lugar privilegiado y procedió al ejercicio del mete seca, mete saca, mientras las demás hacían lo suyo. Así estuvieron más de media hora, durante la cual Jimena acabó ocho veces y largó toda la lechita que Samantha chupó y tragó con esmero. Todas se retiraron del cuerpo que había quedado exhausto en el piso y se fueron a las habitaciones a merendar.

8

Después de la merienda, las Hermanas volvieron a la biblioteca a continuar con sus estudios. Jimena y Teresa se fueron al parque y se sentaron al pie del árbol más añoso.
—Llevo aquí todo el día y todavía no he visto a Marisol –dijo Jimena.
—Ni la vas a ver. Está muy ocupada –repuso Teresa—. Mañana tal vez.
Jimena se lamentó en su interior. Realmente deseaba conocer a Marisol. Desde la casa vino Nadia y se sentó junto a ellas. Mientras caminaba, Jimena tuvo tiempo de observarla con detenimiento. Era de huesos muy flacos. No obstante, poseía unas tetas redondeadas y simétricas que sobresalían por encima de su abdomen y un culito parado y bamboleante que invitaba a tocarlo.
—¿No estudiás? –le preguntó Jimena.
—Ya está por hoy –le contestó Nadia—. Si sigo así, me voy a embotar. Necesito un rélax.
Dicho esto, se tiró boca arriba sobre el pasto. No habría estado así ni dos segundos, cuando Teresa se arrojó encima de ella y le hizo cosquillas.
—Ja, ja, ja. Me vas a matar –se rio Nadia.
Jimena se animó y le hizo cosquillas ella también. Nadia reía como loca. Teresa la soltó y se fue hacia las piernas. Le sacó una a una las zapatillas y le cosquilleó la planta de un pie. Nadia no podía más. Jimena le desabrochó la camisa y la cosquilleó bajo las axilas. Nadia aullaba de la risa.
—¡Ahora, a desnudarla! –arengó Teresa, mientras le desabotonaba el pantalón y le bajaba la bragueta.
En un santiamén la dejaron completamente desnuda. Entonces la cosquillearon por todas partes del cuerpo. Nadia reía como una condenada.
—¡Ahora la 69! –ordenó Teresa.
Dejó de cosquillear a Nadia, se desvistió y se puso en posición para una lamida prometedora. Ahora la cara de Teresa daba a la concha de Nadia y la cara de Nadia a la concha de Teresa. Entonces comenzaron a lamerse con frenesí. Jimena las observaba. De pronto, Teresa se dio cuenta de su falta de hospitalidad.
—Vení, participá –le dijo.
—¿Cómo?
—Ponéte en la misma posición que yo y entre las dos le lamemos la concha a Nadia, mientras ella nos la lame a nosotras.
Jimena se sacó la ropa e hizo como se le decía. No sabía por qué lado disfrutaba más. Cuando lamía la concha de Nadia, su lengua se entrechocaba con la lengua de Teresa, lo que aumentaba más el placer. Por otro lado, Nadia no se quedaba atrás con las lamidas y Jimena podía sentir su suave lengüita cuando pasaba por su caverna rumbo a su clítoris.
—¡Ah! –decían todas a la vez—. ¡Ah!
La concha de Nadia era un paraíso. Estaba bien lubricada. Tenía un delicado sabor a aceite que exudaba de entre los labios. Su clítoris era pequeño y rosado.
—¡Ah! Voy a acabar –dijo Nadia.
—Yo también. ¡Ah! –dijo Teresa.
Nadia y Teresa acabaron a la vez. Jimena pensó que esta vez se quedaría con las ganas, pero Nadia la tomó fuertemente por las piernas y la lamió con tantas ganas que pronto acabó ella también. Así, todas llenas de saliva en sus conchas, las tres se vistieron y continuaron conversando bajo el árbol.

9

Después de cenar, Jimena se encargó de lavar los platos. Las demás chicas dieron las buenas noches y subieron a sus habitaciones. Una vez que terminó con su tarea, Jimena apagó la luz de la cocina, recorrió el pasillo que la llevaba hasta la sala; de allí, subió las escaleras hasta el piso superior y, de allí, caminó hasta su habitación. Ahí la esperaban Berta y Teresa.
—¿Lista para Manuela? –le preguntaron al unísono.
—Ya saben que soy virgen —se excusó Jimena.
—¿Y? Qué mejor que Manuela para que te desvirgue –le dijo Berta.
—Ni loca. ¿Acaso a ustedes las desvirgó ese aparatito?
—¡No! –respondieron las otras dos a coro.
—¿Entonces?
—¡Aguafiestas! –le reprochó Teresa.
Las tres chicas permanecieron en silencio por un rato. Al fin, Berta dijo:
—¿Te gustaría ver algo interesante?
—¿Qué?
—Acompañános.
Nadia y Teresa abandonaron la habitación. Jimena las siguió. Las tres se detuvieron ante una puerta que estaba al fondo del pasillo.
—¡Mirá por ahí! –le ordenó Berta a Jimena mientras le señalaba el agujerito de la cerradura.
Jimena hizo caso. Parecía mentira, pero desde un agujero tan chiquito se podía ver casi toda la habitación que estaba del otro lado. Dentro, Samantha, en pelotas, le chupaba las tetas a Crisaida, que se había sacado la camisa y que, a su vez, le acariciaba la concha peluda. Enseguida Samantha agarró con ambas manos las tetas de su amiga y las manoseó al tiempo que la besaba en la boca. Luego, sin dejar de masajear, le recorrió el cuello con la lengua y le dijo:
—¡Qué saladita estás, Crisaida de mi vida!
Crisaida no paraba de masturbarla. Mientras estaba en esta operación, Samantha le sacó la camisa, los pantalones y la bombacha. Jimena, que ya se estaba excitando, pudo admirar las partes de Crisaida. Realmente era una belleza, con su cola redondeada y rosada y los pelitos rubios de la concha que brillaban con la luz del único velador que estaba encendido en la habitación.
—¡Lluvia dorada! –exclamó Samantha.
—Como todas las noches, mi vida –le contestó Crisaida.
—Sí, amada mía, pilláme que me lo merezco –le imploró Samantha.
—¿Se portó muy mal la nena? –preguntó Criseida poniendo voz de pucherito.
—Mal, muy mal –se apresuró a decir Samantha.
—Mala, nena, mala –la reprendió Criseida.
Samantha se inclinó ante su amiga y con sus manos se agarró las tetas y las levantó, apuntándolas hacia la concha de Crisaida.
—Mojáme toda –pidió.
Crisaida se agachó apenitas y de su concha dorada empezó a brotar el pis que caía en cascada sobre las tetas de Samantha, de donde desbordaba y se desparramaba por su abdomen hasta el piso.
—Así, así. ¡Qué tibio está hoy! –exclamó Samantha—. ¡Me vas a hacer acabar, linda!
—Tengo más –le aseguró Criseida.
Dicho esto, largó otra chorrada de pis sobre la cara de su amiga que ya alcanzaba el éxtasis.
—¡Ah! –gimió Samantha—. Acabo, ¡oh!
En ese momento, Berta abrió la puerta desde afuera. Las dos amantes miraron hacia la salida y descubrieron a las tres chicas que permanecían en el umbral. Jimena todavía estaba agachada en posición de voyeur.
—¡Miren quién estaba espiando! –la traicionó Berta.
Samantha y Crisaida largaron la carcajada.
—¡Nuestra novata! –exclamó Samantha—. Que pase, así tiene de lo mío.
Berta y Teresa agarraron a Jimena cada una de un brazo y la arrastraron hasta el centro de la habitación. Una vez allí, la arrojaron al piso y Crisaida se les unió para tomarla por las piernas.
—¿Así que espiábamos? –preguntó Samantha—. Ahora vamos a ver lo que es bueno.
Entre todas la desnudaron. Jimena se resistía. No sabía qué se traían sus amigas. Por un momento se arrepintió de haber entrado en la mansión. Mientras, las otras le sostenían los miembros y los aplastaban fuertemente contra el suelo.
—¡Ay! Me hacen daño –dijo Jimena.
—¿Te lastimamos? ¡Pobrecita! –le dijo Samantha, que se colocó a horcajadas de Jimena.
—¿Qué me van a hacer? –quiso saber Jimena.
—¡Lluvia dorada! –exclamaron todas.
Samantha largó una catarata de pis sobre las tetas de Jimena, que ahora sentía la tibieza del líquido recorriendo su cuerpo, cosquilléandolo. Jimena se relajó; luego sintió su concha caliente.
—¡Ah! –suspiró.
Mientras largaba el último chorrito de pis, Samantha la besó en la boca.
—¿Te gustó? –le preguntó.
—¡Ah! –gimió Jimena. Tan excitada estaba que ya no podía hablar.
—Yo también quiero pillarla –reclamó Berta.
—Y yo –la secundó Teresa.
Samantha se retiró del cuerpo de Jimena y les dejó lugar a sus amigas que ya se bajaban los pantalones del pijama y se dirigían hacia los lugares privilegiados de la novata: Berta a las tetas y Teresa a la concha. Una vez así posicionadas, largaron el chorro amarillo que estimulaba la punta de los pezones y el clítoris de Jimena. Tan fuerte salía el pis, tanto masajeaba las zonas sensibles de Jimena, que todo resultó en una hermosa acabada.

10

En esto estaban las Hermanas del Sol, cuando se escuchó un portazo y correteos provenientes de la planta baja. Así desnuda y meada como estaba, Samantha abandonó la habitación y corrió escaleras abajo. Al poco tiempo volvió a la estancia superior a los gritos:
—¡Ladrones! ¡Entraron ladrones!
Asustadas, las otras Hermanas salieron de sus habitaciones –algunas en camisón, otras en pijama y otras en pelotas— y se reunieron con Samantha en la sala superior. La única que permaneció en su lugar, paralizada por el éxtasis del orgasmo que acababa de tener, fue Jimena. Ahora escuchaba voces de hombres que subían por las escaleras.
—¡Quietas! –gritaban las voces masculinas.
—¡Socorro! –gritaban las Hermanas.
Las voces de los hombres ahora estaban en la sala superior. Jimena se levantó del piso, caminó por el pasillo y desde el umbral de la puerta que daba a la sala pispeó la situación. Dos hombres morochones blandían sendos látigos y lo dirigían a los cuerpos de las Hermanas, que se abrazaban unas con otras.
—¡Ah, putas! –decía uno de los hombres—. La próxima vez dejen bien cerrada la puerta.
—Fue una joda entrar en esta casa –dijo el otro.
—¡Y qué sorpresa! ¿No, Gurdo?
—Sí, Hugo. ¡Qué festín nos vamos a dar!
—Señores ladrones, por favor, no nos maten –dijo Samantha—. Llévense todo lo que quieran, pero no nos hagan daño.
Los dos hombres se echaron a reír a carcajadas.
—¿Ladrones nosotros? –dijo Hugo—. Nosotros no estamos interesados en cosas materiales. Nosotros vinimos por ustedes.
—Si no son ladrones, entonces ¿qué son? –preguntó Samantha.
—Somos cojedores profesionales –le respondió Gurdo.
Las Hermanas se pusieron a gritar como locas.
—No, por favor, señor cojedor: no nos coja. Sepa que nunca una pija entró por nuestra concha –sollozó Samantha.
—¿Concha? ¿Y a quién le interesan las conchas? –protestó Hugo, haciendo sonar su látigo contra el piso—. Nosotros queremos culos. ¡Vamos, en posición!
—¿Nuestros culos? ¡Oh, no, señor cojedor! ¡Piedad! –imploró Samantha.
—¡Basta! ¡Pónganse como perritos todas! –ordenó Gurdo, haciendo sonar su látigo en el aire.
Entre sollozos, las Hermanas se colocaron en el piso en cuatro patas, con la retaguardia apuntando a los dos malvados.
Jimena, muerta de miedo, observaba todo esto desde su escondite.
—¿Nos va a doler mucho? –quiso saber Samantha.
—Un poco, al principio. Después les va a gustar –aseguró Hugo.
—Miente, miente usted –protestó Samantha, mientras el cojedor Hugo le manoseaba las nalgas.
—Si digo que no va a doler mucho es que no va a doler mucho –contestó Hugo—. ¡Mmm! ¡Qué colita!
Ya Gurdo se bajaba los pantalones y los calzoncillos y una tremenda verga se alzaba deseosa de fiesta. Del bolsillo de su campera sacó un pomo de vaselina y una tira de preservativos. Arrancó uno, se lo colocó meticulosamente, se untó la pija y luego colocó una cantidad abundante en el ano en flor de Samantha. Una vez terminada la tarea, procedió. Su enorme verga entró hasta los testículos en el delicioso agujerito de Samantha.
—¡Ay, hijo de puta! –gritó ella. Gurdo hizo caso omiso de las palabras de la chica y se abocó al prolijo ejercicio del uno, dos; uno, dos.
—¿Te gusta, puta? –quiso saber.
Samantha callaba. Sin embargo, según pudo notar Jimena desde su puesto de observación, no salían exclamaciones de dolor de su boca. Muy por el contrario, al rato, empezaron las palabras placenteras:
—¡Ah, sí, macho man! Dame más fuerte, más fuerte.
El cojedor Gurdo aceleró el ejercicio, mientras que con sus dos manos apretujaba las dos nalgas de Samantha, que ahora reclamaba golpes de látigo. Hugo, que observaba la escena, la azotó en la espalda.
—Nunca gocé así. Más azotes, más –pedía Samantha— ¡Ah, señor cogedor, cójame que acabo!
—¡Ah! ¡Puta, puta! ¡Ahhhh! –exclamó Gurdo.
Acabaron a la vez. Hugo dijo:
—Mi turno.
Se sacó los pantalones y quedó en pelotas. Con un miembro aún más grande que el de Gurdo, la emprendió con el culo de Samantha, con forro, pero sin vaselina.
—¡Ah, bruto! –protestó ella— ¿No era que ustedes son profesionales?
Pero Hugo ya se había entregado al operativo del mete saca en un culo previamente dilatado y Samantha cambió sus “ay” por sus “ah” y acabó unas quince veces, latigazos de Gurdo de por medio.
—¿Quién sigue? –preguntó el cojedor Gurdo.
Todas las Hermanas clamaban por una sesión relajante como la que había tenido Samantha y ella misma pedía el bis. Jimena, que permanecía en las sombras, no quería por nada del mundo que le dieran por el culo. Volvió sobre sus pasos. “Tengo que salir de esta casa antes de que estos dos me descubran”, pensó. “Con tal de que no me rompan el ano, soy capaz de saltar desde una ventana”.

11

“Pero así desnuda no puedo ir a la calle”, pensaba Jimena. Caminó por el pasillo en busca de la habitación de Samantha donde habían quedado sus ropas. Como no recordaba bien el itinerario, terminó por equivocarse de puerta. La habitación estaba iluminada a media luz. En la cama, descansaba la mujer que había visto a la mañana en camisón y que, más tarde, había reprendido a las Hermanas del Sol cuando andaban a las azotainas por el parque. Estaba en bata, pero se notaba que debajo no llevaba nada puesto. La luz de un velador antiguo le iluminaba la cara. Desde la entrada, Jimena percibía el olor a rosas de su cabellera rubia, que le caía en cascada hasta la cintura. Su rostro tenía algunas arruguitas, pero, en conjunto, era espléndido, con sus límpidos ojos azules. Jimena se excitó al ver que la bata ocultaba un par de enormes tetas.
—¿Vos sos Marisol? –le preguntó Jimena.
—Y vos debes ser Jimena, la nueva residente –le respondió Marisol.
—Por ahora estoy a prueba –corrigió Jimena.
—Te falta un solo obstáculo en esta carrera –le aseguró Marisol.
—¡Ah! ¿Sí?
—¡Vení! –le ordenó Marisol.
—Pero … los hombres de la sala. Nos quieren dar por el culo –objetó Jimena.
—¡Oh! No te preocupes por ellos –la tranquilizó Marisol—. Vienen todas las semanas a esta hora y hacen su función. Les pagamos con comida.
Jimena asintió. Comprendía las necesidades de sus nuevas compañeras.
Marisol se abrió la bata e, inmediatamente, sus enormes tetas salieron desparramadas.
—Soy toda tuya –dijo.
Jimena no lo dudó y se arrojó sobre el cuerpo de Marisol, a la que había estado deseando desde el mismo momento en que había llegado a la casa. Las tetas eran tan grandes que Jimena se perdía entre ellas. Lamió como loca esas ubres que desprendían un néctar blancuzco y agrio. Después chupó y tragó el líquido mientras Marisol gemía de placer:
—Así, así, preciosa. Me estás volviendo loca.
Y al rato de las succiones:
—Besáme en la boca así nos amaremos.
Jimena subió por el pecho tibio, recorrió el cuello con la punta de su lengua y desembocó en una boca tierna y roja como una frutilla. Introdujo su lengua muy suavemente. La otra hizo otro tanto con la suya. Ahora las lenguas se buscaban la una a la otra y se contorneaban al ritmo del placer. Jimena sintió un calor en el pecho: verdaderamente estaba amando a esta mujer. Después del largo beso, volvió a descender por el cuerpo de Marisol.
—Chupáme la concha –le rogó la rubia.
Jimena colocó sus dos manos en ambas tetas y comenzó a masajearlas mientras su boca descendía y besaba el gracioso ombligo. Luego bajo hasta la concha peluda de Marisol y comenzó a lengüetear toda la zona. Mientras lamía, notó que a cada pasada de lengua el clítoris se hacía más grande. Entusiasmada, lamió y lamió hasta que el clítoris alcanzó las proporciones de la verga de Gurdo. Entonces, se lo introdujo todo en la boca y succionó con fuerza como si viniese el fin del mundo.
—¡Ah, bebé! Me vas a hacer acabar. Más, más –gimió Marisol.
Jimena, alentada por estas palabras y por la erección del clítoris, siguió chupando hasta que Marisol acabó y le llenó toda la boca de leche tibia, que Jimena tragó con placer.
—¡Ah! –dijo Marisol— ¡Cómo me hiciste gozar!
Jimena, más que entusiasmada, lamió de nuevo el clítoris que seguía hinchado como una gran pija.
—¿Querés que te desvirgue? –le preguntó Marisol.
—¿Cómo sabés que soy virgen?
—Yo sé todo lo que pasa en esta casa. Por algo soy la Hermana Mayor –le aseguró Marisol—. ¿Querés que te lo meta? Así las desvirgué a mis Hermanas.
Jimena ya estaba más que excitada.
—Metémelo, por favor –le pidió.
Marisol la alejó de sí sólo para tomarla por el tronco y darla vuelta en una cabriola sorprendente. Jimena quedó boca arriba en un abrir y cerrar de ojos. Marisol le dio un beso y comenzó a masajearle las tetas con ambas manos, mientras su pelvis se refregaba a la pelvis pelirroja. Jimena abrió las piernas y dejó entrar el gigantesco clítoris en su vagina.
—¡Ay! –gimió, primero de dolor, después de placer—. —¡Ah, así, guacha!
Por fin estaba siendo desvirgada y su pareja bombeaba como un cojedor profesional.
—Hacéme acabar –imploró.
Marisol le daba al uno, dos; uno, dos, y decía:
—¿Así, bebé? ¿Así?
—Sí, sí, madre, seguí.
Jimena alcanzó el éxtasis:
—¡Ahhhhhhhhhhhhhh!
Después del acto, las dos quedaron abrazadas en la cama y se prodigaron mimos.
—¿Querés más? –le preguntó Marisol.
—Sí, otra vez, me matás.
Y las dos se revolcaron nuevamente y acabaron juntas unas veinte veces. Con el último orgasmo, Jimena supo que, si así se lo permitían, no se iría por nada del mundo de la residencia de las Hermanas del Sol.

12

Ya amanecía cuando Marisol y Jimena abandonaron la habitación para salir en busca de las otras Hermanas. En la sala, encontraron los cuerpos desnudos de las chicas desparramados por el piso. Dormían como bebés. En una esquina, Gurdo roncaba y Hugo, a su lado, jugaba con el látigo.
—¡Despierten! ¡Despierten ya! –les ordenó Marisol.
Las muchachas, reaccionando instintivamente ante la voz de la Hermana Mayor, fueron despabilándose y bostezando. Hugo sacudió a Gurdo para que se despertara.
—¡Levántense todas!
Las Hermanas hicieron como se les decía.
—Tengo que hacerles un anuncio –continuó diciendo Marisol—. Debemos darle la bienvenida a Jimena: ha pasado con éxito la iniciación y hoy es nuestra nueva Hermana.
Las chicas gritaron de alegría y corrieron a felicitarla. Las tetas de todas se entrechocaron en un caluroso abrazo grupal.
—Ahora, ¡vístanse y bajemos a desayunar! –les ordenó Marisol.
Todas hicieron lo propio y fueron bajando por las escaleras.

Clarisa Díaz Brausen nació en San Isidro (Buenos Aires, Argentina) en un año del siglo XX que ella se niega a revelar. Ha escrito muchísimas novelas y cuentos eróticos que aún permanecen inéditos. Las hermanas del sol es el primero de sus escritos que ella decide dar a la luz, aunque confiamos que en el futuro libere algunas obras más de la oscuridad a las que las ha exiliado.