Numero 16
Definición al arco
Eduardo Frajman

“…innumerables hombres en el aire, en la tierra y en el mar,
y todo lo que realmente pasa me pasa a mí.”
Jorge Luis Borges El Jardín de los Senderos que se Bifurcan

I

Hace por ahí de veinticinco años, la noche en que la Selección Nacional de Costa Rica clasificó por primera vez en la historia a la Copa Mundial de Futbol, Pablo y Daniel la fueron a mojar. Sus tatas, locos de entusiasmo por la victoria y la borrachera, los llevaron a un putero que frecuentaban y los certificaron como desvirgados, los primeros de mi grupo. El resto pasamos la noche tomando birra y bañándonos en la Fuente de la Hispanidad, delirantes de alegría por el inesperado e inaudito logro de nuestros representantes en la cancha. Gritamos “¡Viva Costa Rica!” y celebramos los nombres de los héroes que hicieron el momento posible. “¡Qué dicha que Medford entró con todo!” “¡Jueputa Gabelo más gato!” Pastor Fernández metió el último gol, de jupa, el gol que mandó a la Sele y al país apasionado a su primer Mundial. Pastor recibió la oportunidad porque la estrella y goleador de la Sele, Evaristo Coronado, estaba lesionado y no pudo jugar. Nosotros bailamos esa noche celebrando a Pastor Fernández, que por güavero y por la desdicha del otro se ganó la inmortalidad. Meses después, el director técnico Bora Milutinovic decidió no incluir ni a Pastor ni a Evaristo en el equipo que llevó a Italia ’90. Pastor recibió la noticia tan mal que colgó las tenis. Evagol siguió jugando un par de añillos más. Los dos tuvieron que ver desde la tribuna los momentos más gloriosos de la historia del futbol nacional.
Nos enteramos rapiditico que Pablo y Daniel la fueron a mojar. No teníamos celulares en esos días, como cualquier mocoso de hoy, pero la noticia corrió rápidamente de boca a oreja a boca y oreja. A la mañana siguiente se aparecieron los dos malditos con sonrisas agloriadas, faroleándose como putas caras. Los esperábamos en un grupo cerrado, en una esquina de la placita que daba a la entrada del colegio y que servía de cancha para las mejengas.
—Mae, ¡se me puso negra! – anunció Pablo, con cara de preocupado.
Me quedé atontado. ¿Sería posible? ¿Por qué pasaría una cosa así? Pero fue sólo un segundo hasta que me di cuenta que era pura paja y estaban todos los maes riéndose, así que me puse a reír también para hacer la finta. Pablo se dio cuenta y me señaló con el dedo.
—¡Ay sí, Moncho! Va a ver que a usted se le cae después. – y largó una de sus carcajadas que reservaba para mí. Y el grupo entero se rió con él. Se rieron todos de mí, hasta que se cansaron y volvieron a amontonarse sobre Daniel y Pablo para no perderse un solo detalle de la historia. Yo quería decirle a Pablo que me dejara en paz, que era muy difícil enterrar adentro de mi propia jupa el miedo y la anticipación, las ganas y el asquillo de metérsela a una mujer desconocida que quién putas sabe qué ha pulido con su empanada. Quería decirle que era un güevón que me jodía a mí para tratar de olvidarse de su semerendo complejo de inferioridad. Quería romperle la jacha a codazos. Pero no le dije nada.
Al rato se apareció Camacho, un mae de quinto año que se había cansado de los maleantes de su clase y se había encariñado de algunos de nosotros, especialmente de mí. Por supuesto que Camacho sabía por qué Pablo y Daniel se habían convertido en el centro de atención. Se acopló a la conversación y en dos toques dejó claro que, bueno, los maes la habían mojado pero no por eso dejaban de ser un par de inexpertos que no sabían ni mierda de sexo o de putas o de como hacerle tan buen sexo a las putas que al final ni le quieren cobrar a uno.
—De aquí a fin de año todos ustedes la mojan. – sentenció Camacho, enjachándome. – Así le bajan los humos a este par de culeolos.
Esa mañana pasó contándonos miles de historias sobre sexo, cosas que le pasaron a él, a sus hermanos o a sus primos, a maes que conocía y a maes que no pero que eran fuentes de rumores increíbles y a putas con las que se había amigado en sus vueltones por todos los prostíbulos de Chepe, como el mae que se metió al cuarto con una puta y la hembra gritó tan duro que las otras empezaron a hacer fila afuera para que les diera turno, o el otro que cogía y cogía pero tardaba como una hora y media en regarse y lo echaron del putero porque resultaba una pérdida de harina. Esa mañana disfruté en puta las historias de putas del archivo infinito de Camacho, pero en ningún momento me abandonaron la angustia y la tembladera de patas que me daba pensar que pronto, algún día, mi propia experiencia sería recontada por un güevón así, en medio de un grupo de carajillos agitados por el prospecto de convertirse en hombres.
Me dio cólera que los dos guápiles optaron justo por esos días ir a culear, no que fue decisión de ellos pero igual. Los meses anteriores las había pasado de pelitos, mamando con las notas y sudando con el sufrimiento de los partidos eliminatorios de la hijueputa Sele. El genio Bora, que fue el técnico de México en el 86 y llevó al equipo anfitrión a una actuación muy respetable, había adoptado una estrategia muy enigmática para Costa Rica en el torneo clasificatorio de la CONCACAF. En cada partido, contra Jamaica, Trinidad y Tobago, El Salvador, Guatemala, la Sele salía a todo en el primer tiempo. Atacando duro con Evaristo de centro delantero y el mediocampo de Juan Cayasso y Alexandre Guimaraes mandándole centros de los lados. En varios partidos Costa Rica metió un gol en los primeros cinco, diez minutos. Inmediatamente Bora mandaba al equipo para atrás a hacer búnquer, tomando ventaja de la fuerte presencia de la defensa anclada por Mauricio Montero y del mejor portero de la historia de Costa Rica, Luis Gabelo Conejo. Podían pasar setenta minutos en que Costa Rica no pasaba de la media cancha pero mantenía la ventaja del gol. Minutos eternos, electrizantes, escalofriantes, que cada muerte de obispo ofrecían el fugaz placer de un contraataque del correcaminos Hernán Medford. En el cole vivíamos con la Sele; rompíamos cosas con entusiasmo quinceañero cuando ganaban y con furia adolescente cuando perdían. Cada uno en su casa también, viendo los partidos en la tele de la casa un domingo de familia, comiendo gallos de pollo asado y tomando Bavaria con el tata o guaro con la mama. Era una sensación extraña para jóvenes machos como nosotros, compartir una alegría o una tristeza, unos tragos con los tatas. Entenderlos. Entendernos, para variar. Pero eso para mí sólo hacía más difícil traer las notas a la casa, aguantarme la gritada de mi mama y las amenazas de mi tata, que se creyeron que el abrazo que les di después de aquel gol de Medford representaba algo más permanente.

II

El fin de semana siguiente Marcio, Raúl y Cecilio Centeno la fueron a mojar. Fuimos todos a nuestro putero favorito, donde los sábados temprano en la noche no pedían cédula, las mesas y los baños estaban medio limpios y los culos eran buenos y bonitos y baratos. En esos días era de los más común para carajillos de colegio pasar largas noches viendo a las melenas bailar, primero una canción para mostrar sus cuerpos envueltos en vestidos elásticos y tallados de brillantes colores, y luego otra para que deliberada pero sensualmente se los quitaran, seguidos del sostén y el calzoncito, y presentaran al mundo su desnudez en tacones altos, sus tetas refulgentes y sus cusucos misteriosos. Las mirábamos bailar y nos jumábamos y nos reíamos porque para nosotros el sexo era un libro abierto. Eramos hombres ya, y un vistazo a los pelitos privados de una pelirroja teñida era nuestro derecho y nuestro placer. A veces hablábamos con las putas, ¿cuánto es?, les preguntábamos, les comprábamos un trago o les pagábamos dos mil pesos por un meneo en el regazo. No sé si hoy en día harán eso los chiquillos de quince, dieciséis años, cuando los puteros no dan abasto de tanto turista y los precios se han ido para la estratósfera. Yo me conocía aquel chante de arriba abajo. Algunas de las muchachas hasta me saludaban.
Pablo y Daniel se colocaron cerquita del escenario, reinando sobre el resto. ¿Y ahora quién se atreve? Me jaté de que de ahí en adelante íbamos a pasar todos los sábados ahí mismito, esperando a que poco a poco cada uno tomara el valor, se pusiera los huevos, y pasara por el aro de fuego. Entendí también que mi momento llegaría tarde o temprano. Sentí al tragar un hueco en el estómago que aprendí muy chico a reconocer como pánico. Tendría que hacerlo porque la alternativa era la risa de Pablo. Pero pasara lo que pasara el momento vendría después. No esta noche. Esta noche era para los que siempre quisieron ser los primeros pero no tuvieron las agallas. Los que ahora no aguantaban saber que otros eran más machos que ellos. Marcio, Raúl y Centeno venían preparados, cada uno con plata de los tatas o que venían ahorrando para unas tenis o el último caset de su artista favorito, y un condón nuevecito en el bolsillo.
—Vaya, mae, de una vez. – me gritó Camacho de buena manera cuando terminó una canción. En el escenario una morena (ESTRELLA, informó el anuncio por los parlantes que rodeaban al lugar) vestida de policía se preparaba para el número siguiente, en el que se vendería más descaradamente.
—La próxima, mae. – le dije, y me dejó en paz. Se encogió de hombros, batió las palmas, y se levantó de su silla para ir a orinar.
—¡Estrella! – llamó a la bailarina – buscame cuando terminés.
Así que Camacho también la mojó esa noche. Lo hizo para darnos valor a mí y a los otros maes, lo cual me pareció muy bien.
Marcio y Raúl tardaron poco en escoger. Marcio se fue con un machita chiquitita, chiquitita que dijo llamarse Zafiro, y el otro por algún motivo se encariñó con una señora que parecía de la edad de mi mama y estaba cubierta de tanto maquillaje que debajo de sus ojos parecía que se habían derretido dos Chocoletas. Zafiro nos dijo que las otras muchachas le decían Lástima. Cecilio Centeno no se animaba. Pasaron los minutos y las horas, Marcio mojándola con Zafiro y Raúl con Lástima, y Centeno nada. Pablo aprovechó para decirle de todo al pobre mae, que pasó la noche escondido detrás de una mesa tomando whisky tras whisky, porque harina no le faltaba.
—Mae, Centeno. ¿Diay qué? Yo sé que no es porque no tiene para pagarle. – Pablo se mudó de su silla a una al lado de Centeno. – Mae, no se acule. Le prometo que no se le pone negra. – Echó una carcajada que atrajo a varios otros. Hasta que Camacho (ya vuelto de su encontrón con Estrella) le dijo que la llevara suave.
No importaba que, aparte de Pablo y Daniel y los maes a la obra, éramos todos virgos. Esta sería la noche en que Cecilio Centeno la fue a mojar y no le dieron los huevos. Me imaginé los cuentos que armarían Pablo y Camacho sobre cómo al pobre mae no se le paraba y en cualquier momento se le caía porque igual la llevaba de sobra. El mae también lo debe haber visualizado porque de golpe se levantó, le mandó un enjache furioso a Pablo, se le acercó a Estrella y en menos de tres minutos jalaron para el cuarto.
—Jueputa Centeno más güevón. – dijo Pablo, y se pidió otro tapis.

III

Casi ninguno del resto la mojamos ese año. Terminamos tercero y nos vimos mucho durante las vacaciones, claro. Algunos trabajaban, otros pasamos meses en el colegio reponiendo las materias que mamamos, otros se fueron a la playa o se la pasaron jalándosela durante meses. Algunas veces volvimos al putero, pero nadie se animó, tal vez porque queríamos estar seguros de hacerlo a la vista de la audiencia completa, o tal vez porque nos faltaba el ánimo de la Sele. El Mundial Italia 90 no era sino hasta junio.
Teníamos edad para acordarnos del Mundial de México en el 86. Éramos chiquitos en esos días y no sabíamos ni verga. Cuando llegó el Mundial vimos al mundo entero obsesionado con el futbol. En las pulperías vendían álbumes de calcomanías de los jugadores; con una página para cada país y mini-biografías sobre las estrellas. Zico y Sócrates de Brasil, el francés Platiní, Hugo Sánchez, Emilio Butragueño, los italianos, los alemanes. Hasta el día de hoy me acuerdo las horas que pasé leyendo en La Nación los resúmenes de los partidos. Pero más que nada me acuerdo del futbol. Porque por un mes en mil novecientos ochenta y seis nos la pasamos pegados a la televisión cuando no estábamos en la escuela. Con seis o siete maes nos escapamos una tarde de clase de música a la soda de la esquina y vimos a Maradona meter un gol con la mano de Dios y uno con las piernas de Dios, y nos enamoramos del futbol para siempre. Jueputa que aquel Mundial estuvo bueno. Yo me acuerdo veintitantos años después del gol de tijera de Negrete, de los malabares de Maradona, del pase que le mandó a Burruchaga en la final para ganarle a los alemanes. Me acuerdo del partido entre Brasil y Francia, en el que Zico y Platiní fallaron penales. Me acuerdo de haber llorado cuando Brasil perdió. Esperábamos que el del 90 estuviera igual de tuanis, más con Costa Rica jugando. Pero, veintipicos años después, aparte de los partidos de la Sele no me acuerdo nada de ese Mundial.
Esperamos muchos meses. Empezamos de nuevo clases pero parecía que el país entero estaba como el burro. Por esos días alguna persona en la Federación Costarricense de Futbol tuvo una idea genial para promocionar a la Sele. En un video que comenzó a correr intermitentemente en las cadenas de televisión nacional, el equipo completo, cada uno de los jugadores en el uniforme roji-blanqui-azul, se acomodó como un coro y le cantó una serenata a Costa Rica. “Loooo dareeemos toooodoooo. En el Mundial lo daremos tooodoooo…. Con confianza y optimismo, con valor y dignidad, todo lo vamos a dar. ¡Todo lo vamos a dar!” La cámara mostraba las hileras de hombres y luego revoloteaba entre las caras de nuestros héroes. Mauricio Montero, liguista de por vida, con bigote y melena. Juan Cayasso, el traidor para los liguistas, el mejor jugador de Costa Rica, principesco en su gracia. Guima, alto y flaco, el brasileño que se acomodaba en media cancha y tiraba los pases largos. Medford, el milpero más rápido que una bala. El Macho Ramírez. Claudio Jara. El capitán Roger Flores. Gabelo. Cada cara traía una hilera larga, larga de memorias para todos los seguidores del futbol de Costa Rica. O sea, para todo el mundo. La cámara ondeaba de arriba a abajo, para capturar las caras serias de aquellos que en aquel humillante espectáculo (¿que quiere qué? ¿que cante? – me imaginaba yo a Mauricio Montero aullando – ¿usté’stá loco?) demostraban su orgullo al representarnos a todos frente el mundo. Casi nada, mae.
En esos días de expectación vi tombos, vendedores de chances, banqueros en saco y corbata, maes grandes y serios en las aceras de San José, limpiándose a escondidas lagrimas de los ojos al escuchar la canción. “Todo lo vamos a dar. ¡Todo lo vamos a dar!” Imposible caminar por los pasillos de la escuela y evitar escuchar a algún güevón haciendo como un trombón, “looooooooo dareeeeeemoooos toooooooooodoooooooo….” El país entero vivía con la Sele.
—¡Qué lindo mensaje!, —decían los profesores en el cole, los analistas en Teletica, nuestros tatas en las chozas. —¡Qué manera de honrar los valores de Costa Rica!
Pero yo en esa canción oía otra cosa que no me hacía tanta gracia. Yo no quería oír que somos un paisito chiquitito que va a darlo todo para no hacer el ridículo. Jueputa. ¡Qué manera de recalcarle a uno la inferioridad! ¿Por qué no se fueron a entrenar y a contestar estupideces a los periodistas? ¿Por qué no van a ver si ganan y ya? ¿Por qué tenían que recordarle a uno quién es y dónde vive y cuál es su lugar en este mundo? Me cago en la Sele. Igual se los van a reverguear los tres partidos.
Para pasar el rato entre clases y visitas a los puteros empezamos a mejenguear todas las tardes después del colegio, como carajillos de segundo grado. Siempre había algún chance para mejenguear, un fin de semana o en las horas de gimnasia. En esos años nos pasábamos la mayor parte del tiempo libre no jugando sino persiguiendo culos. Pero los meses y luego semanas antes del mundial fueron otra cosa. Nos volvió la fiebre y en cada oportunidad que encontramos nos fuimos a la canchita de atrás del colegio. Colocábamos dos camisas celestes para marcar los goles. Jugábamos cinco contra cinco o seis contra seis, sin portero. Cuando estaban, Marcio y Daniel, que eran los mejores, se repartían al resto entre ellos, asegurándose que no había un equipo muy montado, a diferencia de lo que pasaría cuando la Sele jugara contra las potencias mundiales. Mejengueábamos horas y horas. Marcio manejaba la bola como Guima, anclado en el medio campo y mandando agujas a Pablo, que milpeaba creyéndose Medford, igual de chiquitillo y rapidito, igual de maricón cuando evitaba los roces con los defensas. Jacinto jugaba de líbero, nuestro Mauricio Montero, imposible pasarle por encima porque era un bicho, o por los lados porque se movía muy bien y mantenía los ojos en la bola y no en los pies del que atacaba. Daniel era Cayasso, el príncipe con la bola, meneando las caderas para confundirlo a uno y pasándole la bola entre las patas o tropezarlo con su propio pie. Cuando jugábamos con portero Camacho era Gabelo, galletísima para brincar justo y desviar la bola con la punta de los dedos. ¿Y yo? Yo era al que se le iba la bola por debajo del taco, al que ponían de defensa izquierda porque por lo menos ahí contribuía, al que siempre escogían de último cuando dividían los equipos. No había nadie en la Sele como yo.

IV

Entre el principio de año y el Mundial Enrique, el Chino, Lechuga, Fabio Pérez y el Gemelo la fueron a mojar. Pablo y Daniel fueron una segunda vez cada uno, para no dejar dudas. Salíamos los sábados con las mujeres de la clase, las que no andaban con cabro. Ninguno de nosotros tenía cabra. Ni Camacho, que a veces se apuntaba. Íbamos al cine o a bailar, a cenar a Macdonals o a alguna soda en el centro. Las conversaciones giraban invariablemente alrededor del sexo. Que cuál actor estaba guapo, cuál actriz la más rica. Jodíamos a las hembras por no querer coger, por jurar que se quedaban vírgenes hasta el matrimonio.
—¿Qué le importa, Moncho, si no le faltan putas? – me dijo una vez Anabel.
Las dejábamos en la casa y nos tomábamos el bus para el putero, adonde el que se atrevía y tenía la harina la mojaba mientras el resto cosechábamos cirrosis y disfrutábamos el show.

V

El primer partido de Costa Rica en el Mundial Italia 90 fue un lunes, y nos dieron feriado del colegio. Costa Rica aterrizó en un grupo difícil, con Escocia, Suecia y Brasil. Bora era cauteloso y optimista en las entrevistas, igual que los jugadores, que prometían darlo todo. Pero todos entendíamos que Costa Rica iba a perder con Brasil, probablemente con Suecia, y que un empate con Escocia sería la única salvación contra el bochorno. Por desgracia tocó que el primer partido sería contra Escocia, el otro equipo débil del grupo. Si hubiera sido contra Brasil hubieran podido sacarse la nerva de la primera vez cuando no tenían nada que perder. La tensión, bordeando con pánico, se sentía en las calles vacías esa mañana. Nosotros nos quedamos cada uno en su casa, viendo el partido con la familia. Mi mama preparó bocas en silencio toda la mañana. Mi tata hacía análisis por teléfono con sus amigos. Mis hermanillos se revolcaban por el piso inocentes a la magnitud del momento. El corazón me retumbaba en el pecho mientras los equipos cantaban los himnos nacionales, como si el resultado de aquella mejenga tuviera alguna relación conmigo, con mi vida, con mi suerte. Salieron temblorosos los ticos aquel domingo, en su debut en la final de la Copa Mundial de Futbol de la FIFA. Por dicha o por milagro el único que se inyectó hielo en las venas fue el portero Luis Gabelo Conejo.
Yo venía diciendo hacía años que Gabelo era un gatazo, protegiendo el marco de su equipo de San Ramón. Saprissa por aquellos años tenía buenos porteros, y siempre iba a la Sele uno o el otro. Pero Bora debe haber reconocido algo en él, pues lo colocó en el marco de la Sele y lo convirtió en figura de fama mundial, por lo menos por dos semanitas. Gabelo se jugó la vida contra Escocia. Paró todo lo que le mandaron. Gabelo volaba por el aire y parecía que sus brazos se estiraban más de lo humanamente posible. Los escoceses se palmeaban los costados en frustración, se gritaban entre ellos, no sabían qué era aquello. Dominaron todo el primer tiempo sin poder atravesar la muralla impenetrable de Gabelo. Si el partido hubiera terminado cero-cero, Costa Rica hubiera hecho mejor presencia en el Mundial de lo que nadie se esperaba.
Pero comenzando el segundo tiempo pasó algo impensable. Costa Rica sorprendió saliendo al ataque, brillantez de Bora, y agarraron a la defensa escocesa desprevenida. Una, dos veces se acercaron y las cosas se voltearon y ahora eran los escoceses los que buscaban el empate. Faltaba poco para el cero-cero. Bailábamos ya en la Suiza centroamericana. Y entonces Claudio Jara recibió un pase dentro del área, cuando toda la defensa de los otros se concentraba en el lado derecho. Pero el zurdo Cayasso se deslizó por la izquierda, y Jara le puso un pase ¡DE TACO! perfecto en el pie derecho. Cayasso lo puso en la red, pero no antes de tocar al portero escocés. No fue la mejor definición. Pero mae increíble el pase de Jara hijueputa, y Cayasso metió el primer gol de Costa Rica en un mundial. En vez de celebrar salvajemente, Cayasso trotó hacia la esquina del corner, levantó los brazos y alzó la cabeza al cielo con una sonrisa angelical, como si no entendiera dónde estaba, lo que había hecho, como si no hubiera sido su pierna la autora del milagro. El país entero retumbó. Juro por mi madre que escuché un rugido entumecedor en las calles vacías de mi barrio, como una ola invisible de alegría. En el estudio de televisión los comentaristas no hablaban. Chillaban. Aullaban. Perdieron cualquier semblanza de profesionalismo. ¿Qué otro momento así verían en su vida? ¿Cómo superar tal alegría?
A lo Bora, la Sele se recogió como un armadillo en la defensa y obligó a los escoceses a atacar con incremental desesperación. Si no hubiera sido por Gabelo se iba todo al carajo. ¡Qué hijueputa mae más gato!
Esa noche varios maes del grupo la fueron a mojar. Como al día siguiente había clases nos dimos una vuelta más temprano por el chante. Íbamos con las agallas puestas y las jaretas listas. Quedábamos pocos virgos. El otro Gemelo, Leche’agria, Jacinto, Peludo y yo. A la mañana siguiente sólo Jacinto y yo quedamos como los aculados.
Me cagó la alegría esa noche Pablo, que no me dejó de joder por no atreverme a mojarla. Yo sentía mi cara ardiendo de vergüenza y de miedo y de furia al hijueputa enano que no paraba de joder y de reírse. Quería meterle un vergazo en la oreja que lo dejara tirado en el piso del putero. Quería que todo el mundo se riera de Pablo, o de Jacinto, o de la puta gorda que merodeaba entre nosotros y siempre terminaba sola. Quería decirles a todos que me dejaran en paz, jueputa, pero no dije nada.

VI

Por dicha el segundo partido lo perdió Costa Rica. Gabelo estuvo otra vez estelar, y los brasileños no supieron definir excepto por un güevazo que le pegó a Montero en la rodilla, dejó aturdido a Gabelo y le pasó por las manos. Me llamó Pablo para llevarme a mojarla esa noche, viernes nada menos, pero le dije que estaba muy agüevado y me quedé en la choza agradecido de que no le metieron una aporreada a la Sele.
Jueputa que habían hecho buena actuación. Más de lo que nadie se esperaba. Victoria contra Escocia, casi empate con Brasil. Increíblemente, había posibilidad de pasar a la segunda ronda. Después de dos partidos Brasil tenía seis puntos (le ganó a Suecia en el primero), Costa Rica tres, Escocia tres (por ganarle a Suecia también) y Suecia cerote. Si Brasil le ganaba a Escocia, Costa Rica ocupaba un empate nada más para avanzar; si la Sele perdía con Suecia era casi imposible. Si Escocia y Brasil empataban y Costa Rica también la cosa se ponía bien peluda, y si Escocia ganaba el avance de Costa Rica era casi imposible. A menos que le ganáramos a Suecia. Pero eso era un sueño. Ni los más patrióticos comentaristas se atrevieron a sugerir tal cosa. Más que nada se discutía si Costa Rica debía salir de una en búnquer y rezar que Brasil hiciera lo que debía.
La llamada de Pablo me confirmó que, pasara lo que pasara, yo tendría que hacer presencia la noche después del partido. Nos dieron feriado del colegio (el partido era el otro martes) y a güevo salíamos a festejar. A menos que perdiera la Sele. Pero no me atreví a desear eso. “Looooo daremos tooooodo…” Quedaba la posibilidad de salir del negocio la noche del sábado, y así ver ya tranquilo el partido el martes. Pero al ocurrírseme tal cosa se me tapó la garganta y empecé otra vez a sentir el hueco en el estómago. Llamé a Camacho y le dije que nos fuéramos a buscar vida solos. Terminamos en un barcillo en Hatillo alternando birras y shots de tequila.
—Mae, ¿qué’s el miedo de ir a coger de una vez? – me preguntó, pero de buenas, porque de verdad le interesaba y no para joderme la existencia.
—No sé, mae. No me cuadra eso de que todo el mundo lo esté esperando a uno afuera. Y me dan asquillo esas putas – mentí.
—No jodás, carepicha. Usted va, se pone el condón, la mete y la saca. Ya la próxima la disfruta más. ¿O es que me va a salir playo? – metió su mano entre mis brazos cruzados y me pellizcó un pezón.
—¡Jueputa, Camacho!

VII

El miércoles veinte de junio de mil novecientos noventa Costa Rica jugó su partido contra Suecia, el último de la primera ronda del Mundial. Nos quedamos en la choza, otra vez nos dieron feriado del cole, clarísimo estaba que las autoridades gubernamentales tenían clarísimas sus prioridades. Si no nos hubieran dado feriado igual no hubiéramos ido. Yo decidí quedarme en la choza, viendo el partido solo. Mis tatas y hermanos se fueron adonde mis primos pero por más que me rogaron les dije que no y que no y me quedé en la choza. Con suerte un empate mandaba a la Sele a la segunda ronda, y los suecos quedaban afuera. Eran monstruosos los suecos. Altos, machos, parecían un ejército de vikingos que por el día se vistieron en shorts azules y camisetas amarillas. Nada que ver con los brasileños, que incluso en ese mundial que jugaron mal, sin estrellas como Zico, igual parecían personas normales, multicolores, que venían a jugar futbol, a darlo todo. Al ver a las fila de suecos cantando su himno nacional en su idioma incomprensible me dije que se iba todo a la mierda, perdía la Sele y yo la iba a tener que ir a mojar con esa derrota pesándome en el alma.
Bora, por supuesto, salió buscando el empate, jugándosela con los porcentajes y la seguridad de que Escocia perdía con Brasil. Los dos se jugaban al mismo tiempo. Los suecos salieron a ganar, con su futbol elegante y sus centros al área, donde los dioses escandinavos podían cabecear al arco sin molestarse por la pulgas defensoras de aquel paisillo centroamericano del que seguramente no habían oído en sus perras vidas. En el minuto treinta y dos del primer tiempo un tal Johnny Ekström metió gol de jupa. Se le fue a Gabelo que igual venía bien, protegiendo el arco y los sueños de todos los ticos, dándolo todo, pero no parecía ser suficiente, los machos del norte contra los ticos del paisillo de mierda.
¿Quién sabe qué le habrá dicho Bora a la Sele en el medio tiempo? Brasil y Escocia habían terminado el primer tiempo cero a cero. La cosa estaba peluda. ¿Había chance de pasar incluso perdiendo? Solo, en mi casa, me puse a llorar. Pero algo les dijo Bora, o tal vez Roger Flores, el capitán, hizo un discurso como en las películas. O tal vez Gabelo o Cayasso o Guima levantaron la frente y rezaron por un milagro. Lo que sí es que Costa Rica salió a atacar y los suecos devolvieron. Si hubieran armado un búnquer a lo Bora seguro ganaban y se acababa el sueño. Pero no fue así, y la Sele jugó un partidazo, de verdad lo dieron todo, y yo lloraba y lloraba porque yo sabía que no tenían más que dar e igual no era suficiente, que el mundo es así, algunos pueden y otros no, que no bastaba darlo todo. Hasta que Gabelo hizo una parada de antología. Voló Gabelo como un ángel alado, y mandó la bola para adelante y se fueron todos pa’rriba y en un centrazo al área de los gigantes Roger Flores metió un cabezazo perfecto que empató el partido en el minuto setenta y cinco. Otra vez oí el rugido en la calles. Los comentaristas en la televisión bailaron tanto que la cámara en el estudio se fue al piso. Un empate mandaba a Costa Rica adelante. Lo sabían los ticos y los suecos. Lo sabíamos todos.
Suecia se mandó a atacar, pero la defensa tica y Gabelo los mantuvieron al borde. No entraba nada. Atacaban y atacaban los suecos, lo daban todo, pero no pasaban. Todo el equipo se abalanzó para el medio campo tico. El partido se acababa y el empate los mandaba para la choza. Y de repente Guima recibió la bola y miró hacia adelante y no vio a nadie y le debe haber mandado un mensaje telepático a Medford porque el mae echó carrera, la bala Medford, el carajillo de veintidós años que nos había dado a todos esperanza, la bala Medford se fue para adelante y Guima le mandó el pase y Medford iba solo, solo, y la voz en el televisor gritaba ¡solo Medford! ¡vamos Medford! ¡Medford, Medford, Medford! Medford hizo una finta que dejó al portero sueco tirado afuera del área y suavemente rodó la bola al arco y la voz de la televisión no se lo creía y seguía gritando ¡Medford, Medfrod, Medford! Hasta que volvió la realidad y el tiempo empezó a moverse y en el minuto ochenta y ocho de aquel partido en aquel miércoles toda Costa Rica gritó junta ¡GOOOOOOOOOOL!
Me levanté del sofá y bailé y lloré y le pedí perdón a Bora y a Gabelo y a Guima y a Cayasso por no creerles, por no esperar el milagro, lo imposible. Y me sentí seguro que Costa Rica iba a seguir ganando y se iba a llevar la Copa Mundial de por debajo de las ñatas de los brasileños y los alemanes y los argentinos. Y bailé y bailé y grité como un loco ¡Viva Costa Rica! Hasta que me agoté y me dejé caer en el sofá y me quedé ruleado.

VIII

Esa noche Camacho y Pablo y todo los hijueputas maes me llamaron cien veces hasta que acepté levantarme, bañarme y dejarme llevar al putero donde finalmente la iba a ir a mojar. Nos abrazamos al vernos y hablamos de la mejenga, de la verga del gol de Suecia y del retorno a la vida de Flores y del golazo, golazo, golazo de Medford, pase de Guima, increíble, jueputa.
Entramos al chante y la alegría se esfumó, y a mí el hueco en el estómago se me agrandó y sentí que no podía respirar. Camacho se sentó a mi lado y juntos apreciamos a las muchachas bailando en el escenario. De repente todas parecían gordas, feas sucias, nada que ver. La voz en el parlante las presentaba. ¡Zafiro! ¡Mónica! ¡Sheila!
—¿Y esa, Moncho?, decía Camacho.
—Ni a putas, mae.
Estaba pensando en agarrarme el estómago y decir que me entró una diarrea cuando se subió CARINA al escenario. Guapa estaba Carina, guapísima. Tenía pelo bien colocho, oscuro, que le llegaba hasta los hombros. Bajita, pero con un cuerpazo. Pocas tetas, poco culo. Como me gustan a mí. Andaba un vestido ajustado, todo negro, la falda apenas cubriéndole el rabo y unos tacones altísimos. Bailó, como sus colegas, tres piezas: una completamente vestida, una haciendo el striptease, y la última desnuda completamente excepto por los tacones. No me acuerdo qué canciones eran, ¡mirá qué güevón!
Le pedí a Camacho que me hiciera el trámite. Él se fue a esperar que Carina se pusiera la ropa de vuelta. Como si nada se le acercó y conversaron unos minutillos.
—Cinco, Moncho. Un tucansillo.
Tragué duro.
—Bueno, mae.
—¿Con cuál, Moncho? – gritó Pablo, que se apareció de algún lado. Le señalé a Carina.
—Mae, esa era la que yo quería. – dijo, poniendo cara de sorprendido. - ¡Qué tirada, Moncho! Mejor escogete otra.
Lo sugirió como si fuera lo más natural, como si el muy cabrón no supiera lo que me había costado a mí tomar la decisión.
—¡Jodás, Pablo! – fue lo único que me salió de la boca.
—¡Jodás vos, mae! ¿Faltan putillas en el chante? Buscate otra, güevón.
Sentí mis piernas doblarse, como si no tuviera más fuerzas para estar parado. Era una reacción de mujeres, de maricones, no tener fuerza para enfrentar al que lo amenaza a uno, pero así estaba yo. Pero Camacho vino al rescate. Agarró a Pablo del brazo y le dijo algo que no escuché. A mí me dijo que fuera a buscar a Carina, y que la usara con salud.
De cerca parecía tener veintipico de años. No era una roca disfrazada con maquillaje. Me agarró la mano y me llevó atrás, adonde estaban los cuartos.
—¿Cómo te llamas? – me preguntó. No, “¿cómo te llamás?” sino “¿cómo te llamas?, hablando de “tú” y no de “vos.”
—Pablo. – mentí.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho. – mentí otra vez.
Se sentó en la cama y me mostró los muslos que la faldita cortita del vestido no intentaba tapar. Bajita era la cama, con un colchó delgado y una sábana con flores de colores pintadas encima. El cuarto estaba iluminado por un bombillo rojo, como yo me había imaginado.
—Yo tengo veintidós. – me dijo. – Mis papás son italianos y nos vinimos cuando yo estaba chiquitilla.
No sé por qué me ofreció ella ese bocadito de información. Seguro me estaba tratando de hacer sentir mejor. Yo le quería preguntar cómo llegó a ser puta, una muchacha tan guapa, de tatas italianos, con ojos inteligentes. Le quería decir que mejor la dejábamos así, y yo les contaba a todos que me la mandé y ella se buscaba brete de secretaria o enfermera. Le quería decir que estaba guapísima y me la quería mandar pero le tenía miedo y pavor. Sentí mi corazón retumbando como un martillo en mis costillas y no le dije nada.
—¿Es tu primera vez? – me preguntó Carina, con dulzura, porque ella ya sabía la respuesta.
—Sí. – esta vez ni se me ocurrió mentir.
—Quítate la ropa.
Me desabotoné la camisa, y pieza por pieza me deschingué.
—¿Tienes un condón?
Yo saqué el que andaba en la billetera. En el cuero quedó la marca redonda que dejó el hule, como un anillo pero más grande.
—Ven aquí, - me susurró, en una voz que quería ser sexy pero sonaba más a lástima – no tengas pena.
Me acosté en la cama de espaldas. Carina se levantó y me dejó que la viera deslizar su vestido hacia el suelo. Ella vino a la cama y se me puso encima. Me miró a los ojos por un momento y me dio un beso en los labios. Un piquito nomás. Yo sentí ese beso en todo el cuerpo, y sentí un poquito de su lipstik quedarse pegado en mi boca. Carina me besó el pecho y bajó, me besó la panza y siguió bajando. Cerré los ojos. No sabía qué estaba haciendo ella, ni qué tenía que hacer yo. Pero sentía su boca en mi piel y me sentía mejor, más calmo. Me quedé inmóvil. Y sentí algo de repente. No entendí por un instante qué era, pero me invadió un calambre en todo el cuerpo. Abrí los ojos y entendí. Carina me la estaba mamando. Así se sentía una mamada. Puse la cabeza en la almohada y cerré los ojos, agradeciéndole a Dios y a la Virgen y a Carina esa sorpresa inesperada, incomparable, bienvenida como ninguna otra antes o después en mi vida. Solté aire por la nariz, para intentar a hacerle entender a Carina la dicha que me estaba dando.
No sé por cuánto tiempo me la mamó Carina. Habrán sido unos minutitos nada más. Abrí los ojos al no sentir más su boca. Carina abrió rápidamente la envoltura del condón y me lo desenrolló sobre la verga. Se acostó junto a mí y me jaló del hombro, colocándome sobre ella. Yo no traté de tocarle las tetas o el culo, ni de besarla. Puse me cabeza al lado de la suya y ella me puso dentro suyo. Por instinto, gracias a Dios, supe como moverme, y le di y le di a Carina. Ella empezó a respirar más rápido.
—¡Sí! Así, mi amor. Sí, sí, ¡sí!, ¡SI!
Se estaba haciendo, claro. No sentía nada la gran puta. Yo la odié por eso. Todavía la odio, creo. Y me volvió la nerva y por más que le di no me podía regar. Sentí el olor de su perfume y su suspiro de exasperación. Oí la cama rechinar a ritmo conmigo. Se me secaron los labios y mi corazón empezó a martillarme otra vez las costillas. Traté. Lo di todo, jueputa, pero no pude. Tampoco es que debe haberse esperado mucho Carina, la semerendísima zorra, que se iba a llevar cinco mil pesos por darme una micro mamadita. Cinco minutos, tal vez, hasta que decidí que aquello no iba a terminarse nunca. Se la saqué y me torcí para desmontarla.
—No te preocupes, - me dijo. – Es muy normal.
No me ofreció ayudarme a acabar. Y yo no le pedí tampoco. Me levanté de la cama y me vestí, y me fui del cuarto sin decirle nada. A la media hora estaba bailando otra vez en el escenario, aunque después de esa noche, tras docenas de visitas al chante, no la vi nunca más. Por dicha.
Salí del pasillo que llevaba a los cuartos y Camacho me agarró de un abrazo.
—¿Y, Moncho? ¿Qué se siente no ser virgo más?
Centeno y los Gemelos me dieron la mano, me palmearon la espalda. Pablo, carepicha, me compró un whiskito para celebrar.

IX

Costa Rica perdió cuatro a uno contra Checoslovaquia en la segunda ronda del Mundial. Gabelo no jugó aquel partido, jueputa sal. Se jodió la pata o alguna mierda así. En su lugar defendió el arco Hermidio Barrantes, que se llevó todas las culpas y todas las iras, pobre mae, como si no lo hubiera dado todo.

Eduardo Frajman nació en 1975 en San Jose, Costa Rica. Recibio su doctorado en ciencias políticas de la Universidad de Maryland. Es autor de varios artículos y ensayos sobre politica latinoamericana y otros temas.