Ilustró Saurio
Ríanse, ríanse.
¿Qué quieren que les diga?
Para muestra basta un botón.
Acá empieza la verdadera historia.
¿Por qué fuimos a lo de Miceli?
¡Qué humillación!
Resultó que tenía varicela.
Ríanse, ríanse.
Es una orden.
Un mordiscón, ¿quién se va a dar cuenta?
Habrá sido la rata.
I
Y a mí ... me mordió una rata. Así como les digo. Era una rata gigante. Fue este verano. ¿Se acuerdan que fui a pasar las vacaciones a la casa de mi tía, en Buenos Aires? Es la prima segunda de mi mamá.
Acá, ¿ven, en la pierna? Más de cerca, miren. ¿Les da vergüenza? Acá, en la parte del muslo. Como un moretón y estas cicatrices que forman un círculo...son los dientes de la rata. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete...qué sé yo cuántas marcas. Ya sé. Ustedes piensan que las ratas no tienen tantos dientes. Ésta sí. Por toda la boca. Llena estaba. Y bien afilados. Si hasta creí que me había sacado un pedazo de carne.
Ahora no me da miedo, porque ya pasó. Ese día, casi me muero. Si yo no corría más rápido, me comía viva. Igualito que a Solís los indios.
Ríanse, ríanse. Como se rió el doctor cuando acá en Telén me vio las marcas y yo le dije que eran de rata. Pero después las miró bien, más de cerca, y entonces abrió los ojos grandes así, como una lechuza. Y ahí fue cuando se la llevó a mamá a un rincón del consultorio y cuchichearon entre ellos. No supe qué decían, pero ella estaba toda blanca.
Cuando llegamos a casa, me mató a preguntas. Qué había hecho en lo de mi tía, con quiénes me había juntado, cuántas veces me habían mordido y un montón de cosas que ya no me acuerdo. Otro día me llevó a una especialista para que me revisara y que me hizo sacar toda la ropa. Me miró de arriba abajo y enseguida la oí que le decía a mi mamá.
—Quédese tranquila señora. Su hija está sana.
Mientras, yo esperaba en la camilla, muerta de frío, toda desnuda.
Ríanse, ríanse ahora. Aprovechen, porque cuando sepan la historia no se van a reír nada.
¿Les cuento de la casa de mi tía? Es una casa chorizo, con un pasillo largo hasta el fondo y las habitaciones a los costados. También hay una habitación de servicio, pero al pasillo da la ventana sola, porque la puerta está en otro lado. Linda, lo que se dice linda, la casa no es. Es bastante oscura y fría. Nunca entra el sol, ni por casualidad. A mí me daban ganas de salir todo el tiempo. Además, ¿para qué había ido si no para conocer Buenos Aires? Pero una vez en la calle, con todos esos autos que te quieren llevar por delante y los colectivos que te llenan la boca de humo, al final te dan ganas de volverte, porque la casa será oscura y fría pero por lo menos es lujosa. Los pisos siempre están lustrados. Todas las puertas tienen espejos. Los muebles son de cuando San Martín cruzó los Andes. En serio. Me lo dijo mi tía apenas llegué.
—Oye: este diván es del siglo XIX. Lo mismo, el juego de mesas y sillas del comedor.
Ríanse, ríanse. Ya les va a cambiar la cara cuando les cuente la historia de la rata.
Es así como les digo. Cada cosa en la casa tiene su historia. Si hasta hay un piano de cola, donde mi prima Juana practica sus lecciones. Hasta donde yo sé, la primera dueña del piano fue ... adivinen quién ... Mariquita Sánchez de Thompson. Después se lo fueron pasando de familia en familia hasta que le llegó el turno a mi tía. Es negro y brillante. Además está el cuadro de la tatarabuela en el comedor. Ocupa media pared. Si hasta parece que la hubieran pintado de tamaño real.
Ríanse, ríanse.
Mantel no usan, pero los cuchillos, los tenedores, las cucharas, las cucharitas también son de plata. Y siempre tienen a alguien que se los limpie.
Ésa es la casa. Impecable, si no fuera por las cucarachas. Está lleno. Abrís una alacena y te saltan encima. Mi tía se pasa el día persiguiéndolas con el raid. Ratas también hay, gigantes y sucias porque vienen del puerto. Pero no se ven tantas porque a ésas les gusta esconderse. Más que nada andan por el lavadero, que en realidad es una galería pegada a la cocina y que, a su vez, está pegada a un patio donde los vecinos de los departamentos de arriba arrojan basura. Papeles, cigarrillos, restos de comida. Hasta toallitas íntimas encontró mi tía. No está permitido que hagan eso, pero lo hacen, porque sí, porque se les da la gana. Mi tía no les puede decir nada. Una, porque en realidad el patio no es de ella, sino del edificio; otra, porque nunca los ve. ¿Cómo los va a ver si la galería está separada del patio por una mampara de vidrio de color amarillo y opaco? Ahí van a parar las ratas y las cucarachas, por la basura. Y, cada tanto, saltan a la casa y se esconden en el fondo de la galería, entre el lavarropas y la puerta que da a la habitación de servicio.
Una vez, mis primas encontraron una rata muerta. Fue un día que la mucama había salido a hacer las compras. Mi prima Jazmín me contó la historia.
—Aprovechamos que Socorro no estaba y nos metimos en su pieza a chusmear. Pero ella tenía todo con llave. Cuando salimos al lavadero ahí estaba la rata, revolcándose en el piso. Habría tomado el veneno que mamá le puso, no sé. Nosotras volvimos a la pieza. Ni loca íbamos a pasar por arriba de la rata. Tuvimos que salir por la ventana, para que Socorro no descubra que habíamos entrado en su pieza. Y después nos fuimos corriendo por el pasillo cada una a lo suyo.
¡No les conté de mis primas! Juana es la más chica. Es rubia, siempre está pestañando y le gusta reírse. Cualquier cosa le causa gracia. Menos los martes, a las seis de la tarde, que es cuando viene el profesor de piano. Espera sentada en el diván, toda seria, ni te habla.
Después está Jose, la del medio, que me lleva dos meses. Flaca esquelética, los ojos llorosos, la piel casi transparente, cola de caballo siempre tirante...vive histérica. ¿Será por el peinado? Si algo no le gusta, amenaza con irse de la casa. Así como les digo. Se calza la mochila al hombro al grito de “me voy”, pero nunca se va.
Ríanse ustedes, que no la tuvieron que aguantar. Es la consentida. De chiquita tuvo “fiebre de nosequé”, una enfermedad que te hace salir los ojos de las órbitas, y casi se muere. Será por eso que mi tía le da la razón en todo.
Jazmín es la mayor. Salió dientuda como la madre.
Ríanse, de nuevo. Sí, se llaman todas con “jota”. Para que les pegue con el apellido, creo, porque también empieza con “jota”. Y sí, ésta es dientuda. Es lo opuesto de Juana. Nunca se ríe. Y miedosa como ella sola. Una vez que fuimos al cine a ver una de terror, se la pasó toda la película abrazada a mí. Casi me ahoga. No me soltó hasta que llegamos a la calle.
A mi tío le dicen el Gordo. Ya se imaginan por qué.
Ríanse.
Es gordo y como todos los gordos hace chistes, de vez en cuando. Al principio no lo vi mucho, porque se iba muy temprano y volvía recién a la hora de cenar. ¡Tiene cada manía! Todos los días, después del desayuno, se sienta en el diván con una botella de whisky en una mano y un vaso en la otra y se sirve dos o tres veces antes de irse a trabajar.
Ríanse, pero así y todo nunca lo vi borracho. Eso sí, cuando está tomando no esperes que te haga ningún chiste. Una vez le quise hablar y me hizo un gesto con la mano para que me fuera.
Falta que les hable de mi tía Inés. Es dientuda, como les decía. Por qué no se arreglará esos dientes, digo yo. Ella y la hija. Mi mamá, apenas vio que las paletas me sobresalían, me llevó al dentista para que las limara. Mi tía no es coqueta como mi mamá. Nunca se pinta y no tiene gracia para vestirse. Ni siquiera se pone tacos, cosa que no le vendría mal porque es bastante petisa. ¡Y el pelo! Ni se gasta en teñirse las canas. Como lo lleva corto como un varón, las orejas le sobresalen. Si llevara el pelo largo y cubriéndole las orejas como mamá nadie se daría cuenta de que es orejuda. Lo mismo los bigotes. Cómo no se los depila, me pregunto. Es una cuestión de actitud. Si no fuera tan impaciente... Siempre hace todo a las apuradas, sin pensar, como la vez que mandó ahogar a la cría de la gata porque no sabía qué hacer “con todos esos bichos maullando”. Podría haberlos regalado, ¿no?
Tienen suerte de no conocerla porque ahí sí que llorarían. Yo hasta llegué a tenerle miedo. Igual me la aguanté nada más que porque quería conocer Buenos Aires. Encima, es sorda como una tapia. Para hacerte entender, hay que hablarle lento y en voz alta, así ella te puede leer los labios. Y si no te entiende, cosa que pasa la mayoría de las veces, se pone de un humor insoportable.
II
Ésa es toda la familia. Bueno, casi. Me olvidaba de mi primo Julián que murió hace dos años. Era chico, casi un bebé. Mi mamá me contó que fue durante un viaje a Europa. Antes, cuando sobraba la plata, viajaban todos los veranos y cada año visitaban un país distinto. El verano que les digo estaban en Italia, en Venecia. Una vez, mi prima Jazmín me mostró fotos de la ciudad. Quiere estudiar turismo y hotelería. Para la universidad le queda un año, pero ya se está preparando. ¡Qué sé yo cuántos idiomas estudia! Inglés, francés, portugués ... hasta alemán, si mal no me acuerdo. Nunca pierde ocasión de mostrar cuánto sabe.
—Para cruzar la calle hay puentes — te dice— Los italianos los llaman rivas. Hay que pronunciarlo con la “erre” suavecita como la de “amor”.
—No con la “erre” de “rata” —va y se le ríe Jose, que es todo lo contrario de la hermana. No piensa estudiar nada después del colegio. La verdad, no piensa.
Pero la otra ni registra que la están cargando. Ella sigue con su pose de maestra.
—Ahora, si vas de un lado al otro de la ciudad, hay que ir en góndola, que son unos botes brutales.
¿Qué quieren que les diga? Le encanta esa palabra. Y te la dice así, marcando bien la “l”.
Para Jose, Venecia es la peor ciudad de Italia.
—Es un asco. El olor a mierda te mata.
—Mentira —salta la otra.
Las dos se pelean para ver quién tiene razón. Jazmín, que es un lugar romántico, lleno de palacios y de flores. Jose, que la mugre y las ratas, que eso y vivir en el puerto son la misma cosa. Si hasta se pone a buscar pruebas en las fotos.
—¿Ves esto? —te pregunta y te señala un ventanal larguísimo que ya vi otras veces.
—Es el piano nobile o piso principal de los palacios venecianos—dice Jazmín, como si fuera algo obvio. Enseguida me aclara que el ventanal pertenece a la casa que alquilaron mientras estaban en Venecia. Pero Jose ni la escucha y te pasa una por una las fotos del ventanal. Parece una loca.
—Acá se ven las orejas de la rata. Y acá la cola. Y en ésta, los dientes que se te clavan en la yugular, como los de Jazmín.
—Salí tarada —salta la otra.
¿Qué quieren que les diga? La verdad es que no se ve si hay o no rata, porque Jose pasa las fotos tan rápido ... y Jazmín, de la bronca, le saca el álbum a la otra y se lo guarda.
No sé si Venecia es el paraíso o el infierno. Yo me acuerdo de Julián.
¿Les cuento?
Un día de lluvia, mi tío quiso salir a conocer la ciudad. Mis primas, claro, quisieron acompañarlo. Como Julián estaba con fiebre, mi tía se quedó. Lo hizo dormir y, antes de irse, dejó abierta la ventana, como le había dicho el médico, para que se renovara el aire. A eso de las tres, mi tía mandó a la mucama a comprar queso. Tardó muchísimo. La lluvia la demoraba. Las calles se habían inundado tanto que la pobre no podía volver a la casa. Mi tía nunca se enteró. Confiaba que la mucama iba a volver enseguida. Por eso se durmió, mucho, casi dos horas. Imagínense. La otra en la calle, con el agua hasta el cuello; mi tía durmiendo como un tronco. Nadie se ocupaba de Julián. Lógico: nadie puedo ver cómo cientos de ratas que, buscando refugio de la lluvia, se metían todas por la ventana que daba al cuarto del bebé. A las cinco en punto mi tía se fue a ver a Julián. Estaba destrozado, se lo habían comido vivo.
¿Qué quieren que les diga? Que esto ya lo oyeron, que no es la primera vez que un bebé es atacado por las ratas, que acá, yendo campo adentro, se saben muchas de esas historias, que son todas mentiras, si hasta hay mil versiones de una misma historia. No les voy a negar, pero ésta tiene lo suyo.
¿Les cuento?
Hacía una semana que yo estaba en Buenos Aires, cuando, hablando con Socorro, me entero que la historia de Julián era otra.
Como todos los domingos, mis tíos y mis primas se van a misa.
Yo me quedo. Digo que me duele la panza.
Mentira. Ni loca me llevan a la iglesia. Me aburro como una ostra. ¿Quién se aguanta al cura hablando como media hora del diablo y los pecados capitales? Nadie. Mis tíos y mis primas nomás, que son unos chupacirios, como una vez alguien dijo. Me tiro un rato en la cama, nada más que para disimular, pero apenas se van me visto y la busco a Socorro para que me dé un té.
—Ahí lo tiene, sobre la mesa. Ya estaba por llevárselo a la pieza—me dice. Allá las mucamas son muy educadas. Siempre te tratan de “usted”.
—¿Se siente mejor? —me pregunta.
Yo le miento que un poco, sí. Ella ya está cocinando para el mediodía. Va a haber guiso. Como ve que me voy, me llama:
—Quédese a tomar el té acá, sea buena, así me acompaña.
Me siento. ¿Qué pierdo? Si no tengo otra cosa qué hacer.
—¿Usted sabía que los señores tienen casa en el Tigre? —me pregunta, mientras corta las papas. Le digo que no tengo la menor idea, que ni siquiera conozco el Tigre, a no ser en los mapas.
—Es una herencia del señor —me explica y se larga a describirme la casa de punta a punta.
—Hay una pileta riñón. ¿Sabe lo que cuesta mantenerla limpia? Si hasta le paso el cepillito de dientes entre los azulejos, para sacarle los hongos. Siempre uso lavandina, porque me da más confianza que esas otras porquerías. Puro perfume y no desinfectan nada.
Le doy la razón. La verdad, ¿qué se yo de limpieza? Además, la lavandina me da mareos.
¿Qué quieren que les diga? Yo la escucho porque me interesa lo que me chusmea de mis tíos.
—Ellos saben ir los fines de semana. Yo voy con ellos, sólo el sábado. A la tarde me vuelvo a Lomas, que ahí están los míos. Si usted supiera el viaje que tengo —sigue ella.
Se estará quejando, me pregunto. Sigue con las cebollas.
—Estos tíos suyos son muy aprovechados. Ni los viáticos me pagan. Pero ahora que viene fin de mes, me planto y se los digo sin más.
Está resentida, es obvio. Le pregunto qué les va a decir.
—Que si no me aumentan, no sigo —casi llora. No sé si de bronca o por las cebollas.
¿A qué venía todo eso? Yo no les iba a ir con el cuento a mis tíos para hacerle de mensajera. Ustedes me conocen. A mí no me gusta estar en el medio. Además, no tengo tanta confianza con mis tíos. Yo trato de dárselo a entender. Pero igual, quiero que me cuente más. Por qué, le digo, justo ahora, que estaban de vacaciones, no van a veranear a la casa.
—¿No le digo? No quieren gastar ni un centavo de más. Les sale más barato quedarse acá, en la ciudad.
Cuando vuelvan de misa, voy a averiguar lo de la casa en el Tigre. Socorro salta enseguida.
—No, olvídese. Van a saber que yo le dije. Y ellos no deben querer que usted vaya.
¿Por qué no?.
—Debe ser por lo de su primo Julián —dice ella, haciéndose la misteriosa.
Esa no es ninguna novedad, ya sé lo que pasó en Europa. Ella sabe más de lo que yo sé.
—¡Qué Europa ni qué Europa! Yo le hablo de lo que pasó acá, en la casa del Tigre.
Y ¿qué pasó, si se puede saber?
—Fue justo un sábado. Sus primas jugaban a las escondidas con el hermanito. Julián ... no hacía mucho que caminaba. Pero era muy vivo, muy despierto. Se escondió tan bien que no lo encontraban. Pasaba el tiempo y él que no aparecía. Hasta que el padre se puso como loco. Dieron vuelta la casa, en los lugares por los que podía andar un chico tan chico. Nada. El señor siempre tenía miedo de que se cayera en el río y andaba a cada rato acusándola a la mujer de descuidada. Y ahora andaba también con esa idea. Llamaron a prefectura, porque ahí, como están en medio del río, no son la policía. Tardaron en venir. Después e pusieron trajes de goma y se metieron en el río. Un buen rato estuvieron, yendo con la lancha de un lado a otro. Y en eso andaban, cuando a uno de ellos se le ocurre revisar de nuevo la casa. La señora le dice que ya miraron por todas partes. Pero él, porfiado, insiste, entra y se pone a buscarlo por su cuenta. Y lo encuentra. Estaba en la parte de arriba de la casa. Yo ahí no voy nunca porque es escalera caracol y yo ya les dije desde el principio que no puedo subir escaleras. Cuestión que, no se sabe cómo, el chico se las arregló para subir solito. Ahí estaba, como dormido, dentro de un ropero. Los señores quisieron llamar a un médico para que lo reanime. Pero los de prefectura decían que ya no había caso. Y vino un doctor, vecino de ellos, que también sabe ir los fines de semana. Éste fue el que por fin lo dio por muerto y puso la firma cuando labraron el acta. “Muerte por asfixia” parece que pusieron, porque así dijo el doctor que pusieran, que tiene muchas influencias, igual que los señores. Pero la verdad es que el pobre Julián estaba lleno de moretones y le faltaban los pedazos de carne, que es lo que alcancé a ver cuando lo metieron en la camioneta para traerlo acá a la capital.
Le pregunto si en el Tigre hay muchas ratas. Socorro no me responde. En ese momento mis tíos y mis primas llegan de misa.
III
Dos días después de hablar con Socorro, supe que la despidieron. En su lugar trajeron a una flaca bastante antipática. Paraguaya, creo. ¡Cómo cambiaron las cosas después que vino ella! No por ella. Por ella no. Pero ayudó. No me planchaba la ropa, como hacía Socorro, ni me daba una taza de té si yo se la pedía. Apenas sí me saludaba. Supongo que porque yo no era de la casa. No era una de las hijas, quiero decir, así que no se sentía obligada. ¿Sabría mi tía? No sé, pero que las cosas cambiaron, cambiaron.
Para muestra basta un botón.
Ese día que les digo, me despierto como a las nueve. La luz de la habitación está prendida. Cuando veo la hora casi salto de la cama . A mi tía no le gusta nada que uno se levante tarde. A las siete suena el reloj. Por qué no me despertaron, no sé. Me visto en el baño y del baño camino por ese pasillo largo y negro que va a la sala. La casa está muy silenciosa. No hay nadie en la cocina. Hay tazas del desayuno, lavadas, escurriéndose. Por suerte, en un rincón de la mesada, veo la tetera, con el saquito colgando. Me sirvo los restos, media taza. En la alacena todavía quedan algunas galletitas de agua.
Ya me vuelvo a la pieza, con el té y las galletitas, cuando oigo el lavarropas funcionando. Salgo al lavadero y ahí me encuentro con la flaca antipática. Está planchando.
—¿Usted es la sobrina de la señora? —me pregunta. Ni me mira. Le digo que sí, pero enseguida quiero saber quién es.
—Asunción, la nueva empleada —me contesta. No le pregunto por qué, ni cómo, ni cuándo. Sí quiero saber dónde estaban todos.
—El señor, trabajando. La señora Inés y sus primas están en la casa de una pariente. Vuelven al mediodía —me dice, siempre con los ojos en otra cosa que no sea yo. Enseguida me da una parva de ropa mía.
—Si la quiere planchar, va a tener que esperar a que yo termine con la ropa de los señores.
Nada que ver con Socorro, que hasta me la acomodaba en mi cajón toda prolija.
Para muestra basta un botón.
Mi tía y mis primas volvieron a las doce y media hora después ya estábamos almorzando. Mi tía es muy exigente con los horarios de las comidas. Cenar, se cena a las nueve en punto. Nueve menos cinco nos sentamos a la mesa del comedor y alguien, casi siempre Jazmín, agradece al Señor por la comida, en voz baja. Asunción come en la cocina. Mi tío ocupa la cabecera y es capaz de tomarse una botella entera de vino él solo. Siempre está contando chistes. Los que más cuenta son los de judíos. Todos se ríen. Mi tía no. No es que quiera a los judíos, sino que, como es sorda, nunca sabe de qué se habla en la mesa.
La noche en que Asunción empezó a trabajar comimos pollo con papas. Mi tía Inés nunca calcula bien la cantidad. Cree que un pollo alcanza para siete personas —incluida la mucama. Todos nos quedamos con hambre. Mi tío protestó y le pidió a Asunción que preparara algo más de comer. Mientras esperábamos, mi tío contó más chistes de judíos. Al rato volvió Asunción con una fuente de fideos con salsa y un tazón con queso rallado. Los fideos estaban ricos. ¡Lástima que del queso ni me enteré! Mi tía y Jazmín se lo comieron todo.
Esa noche yo estaba sentada a un costado de la mesa, con el retrato de la tatarabuela enfrente. Es rubia y de ojos verdes. Está sentada en un sillón dorado y lleva un vestido turquesa, creo que de raso. Se ve que el pintor la quiso hacer más linda de lo que era porque le pintó las mejillas de rosa y los labios rojos. Serían para que le paguen mejor, no sé. ¿Vieron que, en los retratos, Belgrano y los otros próceres llevan tantos colores que parece que los hubieran maquillado. Con los vestidos igual. Le pintaban el brillo a los vestidos para que la persona pareciera más rica. La tatarabuela tenía plata, pero no tanta. Igual, el que la pintó no estuvo muy vivo, porque no se dio cuenta de disimularle los defectos.
Por ejemplo, ¿para qué la hizo sonreír? ¿No vio que así, sonriente, se le notaban los dientes de ratón? Mejor, la hubiese pintado seria. Y ¿para qué le hicieron rodete? ¿Nadie sabía, entonces, que la tatarabuela era orejuda? Aunque sea, le hubiera tapado las orejas con el mismo pelo.
¡Qué suerte que yo salí con orejas chicas y que no estoy dientuda!
Cuando terminamos de cenar, viene mi tía con la novedad.
—Hoy papá empezó sus vacaciones. Pasado mañana nos vamos al Tigre.
No me lo esperaba. Entonces, pensé, la casa del Tigre no estaba tan oculta como me había dicho Socorro. Eso sí. Ni mis tíos ni mis primas sintieron la necesidad de explicarme nada.
IV
A la mañana siguiente nos fuimos. Viajamos durante dos horas por la ruta hasta que llegamos al Tigre. Mi tío dejó la camioneta en un garage y de ahí caminamos hasta el Puerto de Frutos, que es de donde salen las lanchas de pasajeros que van para las islas. ¡Hay un aroma que ni les cuento! Es una cloaca. Ahí seguro que hay ratas, pero no vi ninguna. Y desde el puerto hicimos otro viaje de dos horas por el río hasta llegar al Paraná de las Palmas, donde queda la casa de veraneo de mis tíos.
Acá empieza la verdadera historia.
Íbamos por el río. La lancha avanzaba y removía el agua a su alrededor, tanto que a veces te salpicaba. Yo vi dos pasajeros que, de un sacudón que dio la lancha, quedaron empapados. ¡Un asco! Imagínense. Porque allá el río es marrón caca. No se rían. Si hasta sentís que vas flotando sobre un inodoro gigante. Bueno, ríanse si quieren...¿La rata? Por ahora ni noticias. Ya va a aparecer. No sean impacientes.
Los pasajeros fueron bajando en los muelles. A lo último, quedamos nosotros solos.
—Ya estamos en el Paraná de las Palmas, ¿no, papá? —pregunta Juanita.
—Sí, hija, sí. ¿Todavía no sabés el camino? —le contesta mi tío, como con fastidio.
La lancha entonces se acerca muy despacio a un muelle de madera, pintado de colores. Rojo y blanco, me acuerdo. Desde ahí se ve una casa viejísima, colonial, creo, que casi abarca la isla de lado a lado. Delante de la casa, hay canteros y carretillas con flores. Hay mucho colorido. Parece un lugar alegre.
Yo, por mostrar interés, quiero saber si ésa es la casa. Enseguida salta Jose.
—Calláte. Mirá si esto va a ser nuestra casa. ¿No te parece un poquito grande?
—Esto es El Tropezón, un hotel centenario, famoso por ser el lugar donde Leopoldo Lugones se quitó la vida. La familia Lugones fue ilustre por la picana —explica mi tío. Habla en voz alta, dándose importancia. A nosotras ni nos mira. El horizonte mira, como esperando que desde allá, en cualquier momento, venga el fantasma de algún Lugones. Por suerte vuelve en sí y le habla a mi tía nada más.
—¿No, Inesita, que Lugones estaba loco?
—¿Qué Lugones? —pregunta mi tía, que ni sabe de qué se está hablando.
—¡Mujer! Leopoldo, el escritor —protesta mi tío. Cuando se pone así, parece que va a morder a alguno. Pura alharaca, porque lo otro lo dijo bien bajito.
—Sorda de mierda.
Ella, claro, esto último no lo escucha. Pero de la historia se acuerda. Está en cualquier libro de Historia.
—Leopoldo, sí. ¡Loco de remate! Porque hay que estar loco para pegarse un tiro en la sien.
Mi tío le hace señas a un hombre que está sentado en otra lancha, cerca del muelle. La lancha está llena de canastos con naranjas, ciruelas y otras frutas.
—¿Tiene lavanda? —le pregunta mi tío.
El hombre se va adentro de la lancha y vuelve con un bidón lleno hasta el tope de un líquido violeta. Mi tío le paga y Asunción se apura a guardar el bidón. La lancha otra vez se pone en marcha. Veinte minutos después llegamos a la casa de mis tíos. Otro muelle de madera, todo destartalado. Descendimos de la lancha y caminamos por un sendero de tierra. Íbamos por la sombra, rodeados de árboles y helechos, hasta que de pronto se terminó el camino y sólo había parque y una casa casi tan vieja como el hotel de Lugones. Como las otras casas que ya vi en las otras islas, la construyeron sobre el aire. Bueno, es una manera de decir. La verdad es que debajo de la casa hay unos postes que la sostienen. Para entrar, hay que subir una escalera. Después supe que eso es porque el lugar se inunda bastante seguido, más que nada cuando hay sudestada. En la puerta hay un cartel con el nombre de la casa, “El Paraíso”, pero no sé si se lo pusieron mis tíos o algún abuelo o bisabuelo o tatarabuelo.
Adentro, no hay lujos como en Buenos Aires. Los muebles son rústicos; más bien precarios. Los pisos, de baldosa fría y húmeda. El aire, en sí, es tan húmedo y frío que no te dan ganas ni de respirar.
A mí me metieron en una habitación con Jose. Yo hubiese preferido otra cosa. Porque con ella nunca se sabe. Ya les dije que es una histérica. Encima, la habitación es muy angosta. Apenas entran las dos cuchetas, un roperito de una puerta y una silla. Jose, como siempre, no tarda en poner sus condiciones.
—Yo duermo en la de arriba. En el placard entra sólo mi ropa. Igual, voy a ser buena. Te dejo la silla.
Dejo mi bolso en la silla y miro por la ventana. Hay solamente paredón y enredadera.
—Para ver el río, tenés que ir al muelle —me explica Jose.
Me siento en la cama. ¡Qué decepción! Socorro había hablado de la casa del Tigre como si fuera qué sé yo qué.
Pregunto si hay pileta.
—¿Qué? ¿Ya te querés ir a bañar? —se burla mi prima.
Le digo que nada más pregunto por preguntar. Ella no me cree.
—Dale, no te hagás la tonta. Ya sé que ésa te contó todo.
Sola me puse en evidencia. Ya me iba a enterar igual si había o no pileta. ¿Para qué preguntar?
Pero ya está hecho. Entonces trato de pasar por tonta de verdad y le digo que no sé de quién habla.
—De la traidora —me contesta.
Dejo las cosas ahí. Al fin y al cabo, ¿qué tengo que ver yo con Socorro?
V
Pileta hay, sí. Pileta riñón, bastante amplia. Está en los fondos de la casa. Mi tía se la pasa protestando por el estado en que está la casa. Que hay mucho polvo en los muebles, que hay grasa en el horno. Y, sobre todo, la pileta.
—Hay que limpiarla. Así no se puede usar. Ya le pedí a Asunción que se encargue.
Estamos en la sala, comiendo unos sánguches. Mi tío salió no sé adónde, mi tía se va a dormir, Asunción limpia la pileta. Afuera empieza a lloviznar. Juanita ya está aburrida y de aburrida se pone a pensar en juegos de mesas.
—¿Quieren jugar al T.E.G?
A Jazmín le parece bien.
—Dale, ¿qué más vamos a hacer con este día?
—No sé. Por ahí a la prima se le da por ir a la pileta —se ríe Jose.
La dejo pasar. No quiero que mis otras primas sepan que yo sé lo de Socorro.
Pasamos el resto de la tarde jugando en el comedor. Bah, “jugando” es una manera de decir. Lo que es yo me la paso mirando cómo mis primas se matan por ganar países y continentes. En esos juegos pierdo enseguida.
Al día siguiente otra vez lluvia. Mis primas siguen jugando. Siempre la misma partida. Yo me encierro a leer en la pieza. Al tercer día, el cielo está encapotado, pero no parece que fuera a llover. Jose ya está harta del encierro
—¿Vamos a lo de Miceli?
Mis otras dos primas aceptaron la idea de inmediato. Enseguida se cambiaron y se fueron a maquillar. Yo me vestí como siempre.
—Y vos, ¿no te pintás? —me pregunta Jazmín.
Le digo que no uso maquillaje.
—¿Para qué se va a pintar? Así está bien —salta Jose.
En el camino, hablo con Jazmín. Vamos atrasadas en la fila. Jose y Juanita ya nos llevan como veinte metros. Quiero saber quiénes son los Miceli. Parece que es una familia de mucha plata, que ellas los conocen porque Ángelo, el hijo menor, va a la misma división que Jose. Y yo que pensaba que el colegio adonde iban era sólo de mujeres.
—Salí. Eso no existe más. Ahora son todos mixtos. El nuestro, además, es bilingüe. Podés estudiar inglés o francés. Vos elegís. Además tiene un campo de deportes en Pilar que es brutal.
—¿Por qué no dejás de usar esa palabra? —le grita Jose, que, al final, parece que nos viene escuchando— Parecés mamá, que usa esas palabras de cuando todavía era joven. Después, claro, la pobre se quedó sorda y no aprendió otra cosa.
Recién ahora me vengo a enterar que la tía no fue sorda siempre. Jazmín sigue hablando del colegio.
—En el campo, las chicas hacemos hockey y los chicos practican rugby. Es como si estuvieras en otro país.
¿Dé qué país me está hablando?
—Otro país, otro que no sea éste —me contesta. A ella le parece obvio.
Cuando llegamos, nos abrió la puerta un chico alto, más bien musculoso, morocho y con los ojos verdes llenos de pestañas. Estaba bien vestido, parecía recién bañado y, era imposible no olerlo, se había puesto bastante perfume. Lo único que lo arruinaba era un inmenso grano con pus en el medio de la frente. Se ve que le picaba porque se andaba rascando.
Ya habrán adivinado. Era Ángelo. Mis primas lo saludaron. Apenas me ve, pregunta, sin saludar.
—Ella, ¿quién es?
—Una prima lejana que vino a pasar las vacaciones a Buenos Aires —le explica Jose. Para ella quién sea yo no tiene ninguna importancia.
Ángelo nos hace pasar y nos señala los sillones. Le gusta hacerse el irónico.
—Están para que se sienten.
Tiene la voz tan grave que retumba por toda la sala. La sala...¡qué diferente de la de mis primas! Y no hablo sólo de la casa del Tigre. Acá, además de lujo, hay de todo lo que quieras. Películas, discos, qué sé yo... todas esas cosas que mi tía tiene prohibidas porque dice que “son vicios del demonio”. Pero no sé si se refiere al diablo o es la manera de insultar que tiene ella.
—No me dijiste cómo te llamabas —me dice Ángelo de repente con toda confianza. No me mira. Está ocupado en abrir una de las puertas de un modular que había en un rincón de la sala. Le digo.
—Yo te voy a decir Stephie, que es más corto. Él otro es muy largo y parece nombre de vieja —dice él, todo pedante.
Jose larga la risotada, Jazmín no. A mí el tal Ángelo me está empezando a caer bastante mal. Primero se te hace el amigo y después te critica el nombre. Si me dan ganas de llenarle la cara de dedos. Pero, ¿qué le voy a decir yo, si, después de todo estamos en su casa? Ahí él es dueño. Porque, ¿dónde uno es más dueño que en su propia casa?
Saca cuatro vasos del modular y de otro compartimiento, que resulta ser la puerta de una heladerita, se toma su tiempo para elegir una botella de vino y otra de Coca.
—El syrah es para mí. Lo otro es para ustedes, que no toman alcohol, ¿no? —pregunta. Si lo vieran. Se mueve como si fuera un lord inglés. Pero que yo sepa “Miceli” no es un apellido de alcurnia. O por ahí, sí, qué sé yo.
—Mamá no nos deja —dice Juanita. Jose la codea, bien fuerte. Pero él ni se entera.
Ángelo sirve las bebidas, nos las da a cada una en la mano y espera a que bebamos. Él bebe también y se larga a hablar de nuevo, con su vozarrón.
—Recién decía Jose que viniste a veranear a Buenos Aires. ¿Qué? ¿De dónde sos?
Le digo.
—¿Sabías, Ángelo? Mi prima viajó en tren —sale Jose. Nadie le preguntó, no viene a cuento. Pero ya sabe cómo va a reaccionar él.
—¿En tren? Debés haber tardado mil años —se ríe el otro.
No tanto, le digo, apenas unas horas. El tren tarda más que el micro, sí, pero tampoco hay que exagerar.
—Yo, en moto, le pondría tres horas, máximo —dice, el mandaparte..
Bebe el vino del vaso de a sorbos, lo saborea. Se ve que sabe tomar y le gusta demostrarlo. Un pedante, ya les dije.
—¡Qué bajón vivir en Telén! Ahí sí que no hay nada —me dice, como despreciando.
Ustedes me van a decir que cómo no lo agarré a piñas ahí mismo. ¿Qué se creía, hablando así? Era ofensivo. Tienen razón. Ya les dije: estaba en su casa. No me quedo atrás. Le aclaro que está equivocado. Que acá no nos falta con qué divertirnos. Hay muchos boliches, vamos al club, estudiamos. A él no le interesa.
—¿Quieren jugar al rapigrama? —me interrumpe. Un grosero.
Ninguna de nosotras conoce el juego.
—Es como el escrabel, pero acá se toma el tiempo —nos explica él.
Y de uno de las puertas del modular, saca la caja del juego y la pone sobre la mesa ratona. Después viene la explicación de cómo se juega. Es fácil. Hay que armar palabras en un crucigrama que se forma sobre la mesa, como en el escrabel, como él dijo. Para medir el tiempo se usa un reloj de arena.
La primera que pierde es Juanita. Lo único que se le ocurre son las palabras que aprende con el profesor de música. Corchea, fusa, semifusa. No tiene mucha imaginación, la pobre. Yo creo que por eso se la pasa riéndose, porque no tiene nada qué decir. ¿Pueden creer que perdió por una “t”? así como les digo. Tenía una “a”, una “o”, dos “s” y una “f”. Ya se cerraba la vuelta. Todos habíamos ubicado nuestras fichas y estábamos en cero. Ella se desespera y, claro, pone lo primero que se le viene a la cabecita.
—“Fa sost”. Ahí tienen —dice, toda triunfante.
—¿”Fasost”? Eso no es una palabra —protesta Jose.
—Claro que sí. Es la abreviatura de “fa sostenido” —explica Juanita.
Le digo que, en realidad, ésa no es una abreviatura. Jose no pierde el tiempo y se agarra de lo que yo digo para dejarla fuera de juego.
—¿No ves que no va? Igual, voy a ser buena. Podés poner “fasos”, que sí es una palabra. ¡Qué lástima! No hay caso, te sobra la “t”.
—Jose...¿de dónde sacaste vos esa palabra? —salta Jazmín. Quiere que todos vean que está indignada.
—De un noticiero —le miente Jose.
—¿Sabés qué quiere decir? —insiste la otra.
A Jose no le conviene que la otra sepa.
—No, no sé. Pero es una palabra, ¿no? —pregunta Jose, haciéndose la inocente.
La hermana parece que le cree. La santurrona.
—No la vayas a decir delante de mamá porque le va a dar un infarto —dice.
—Está bien, mandona. Igual, aunque la diga, no me va a escuchar —se ríe Jose.
Le digo a Juanita que existe la palabra “fastos”. Pero, según Jose, no se vale soplar.
Al rato, Jazmín también queda afuera por una “x”. Los otros tres seguimos. Nadie quiere perder, menos Jose. Pero yo soy demasiado buena con las palabras.
Tengo la “o” y ahora me viene la “x”, la maldita. Le toca el turno a Ángelo. Aprovecha una “e” que ya está en el crucigrama para formar el pronombre “se”. Pero todavía le sobra una ficha. Después supe que era una “j”. Sigo yo. La jugada de Ángelo me viene bien. Y más, porque me saco de encima la “x” y, encima, me quedo sin fichas. Formo la palabra “sexo”. ¿Para qué? Hay que ver cómo saltan las otras. Jazmín...ya se imaginarán lo que dijo. Y Jose...como le sobran tres fichas, ahora le conviene hacerse la santa. Les digo que la palabra no tiene nada de malo. Nada más indica la diferencia entre lo femenino y lo masculino. Si no existiera la palabra “sexo”, ¿cómo distinguís un toro de una vaca?
—O una rata de un ratón —se ríe Ángelo, mientras se rasca el grano en la frente. Parece que es un tic. Yo también me río. Las otras no. Menos Jose, más que porque perdió que por otra cosa.
¿Por qué fuimos a lo de Miceli?
VI
Esa medianoche estalló la tormenta.
—Me voy, me voy ya mismo de esta casa.
Los gritos son de Jose.
—O se va ella o me voy yo.
La casa retumba, parece que se viene abajo. Desde la habitación, yo escucho que todos corrían por el pasillo hacia la sala. No me animo a ir también. Lo de Jose, ya sé, tiene que ver conmigo. Desde que salimos de lo de Miceli que no me habla. Igual, salgo. Me mata la curiosidad. Camino con cuidad hasta el final del pasillo y me asomo. Ahí, agarrada al picaporte de la puerta, está Jose, con su mochila en la espalda, agitando su cola de caballo. Los ojos llorosos se le salen de las órbitas y las venitas casi revientan en su piel transparente. Mis primas quedaron a mitad de camino, lo mismo que Asunción. Mi tío espera sentado en un sillón. Mi tía extiende los brazos como la Magdalena y llora y le implora.
—Las secuelas, Jose. Por favor, calmáte.
Pero mi prima, que ya me vio, se tira al piso, se enrolla toda como un bicho bolita y grita más y más fuerte.
—Que se vaya porque me mato.
Mi tía, no sé cómo, ya sabe que estoy cerca.
—Andá a la habitación, por favor. A dormir.
En ella, el “por favor” nunca es un pedido, es una orden.
Hago como me dice, pero ¿qué me voy a dormir? Ya es de día cuando logro pegar un ojo.
Me desperté casi al mediodía. La cama de Jose estaba hecha. ¿Habría dormido en la habitación, al final? ¿Se le habría pasado la rabieta? Nada que ver. Cuando me vio deambulando por la casa, mi tía me llamó.
—Oye: vamos a hablar. En la cocina.
Estábamos sentadas a la mesa. No me sirvió el té ni nada. Se largó a hablar de una, sin esperar que yo le conteste. Se ve que tenía todo pensado.
—Ahora que no hay nadie en la casa, podemos conversar en paz —comienza. Habla entrecortada, apurada. Se ve que tiene mucho que hacer después y no quiere perder demasiado tiempo con esto.
—Ya sé todo. Ayer anduviste seduciendo al menor de los Miceli.
Así dice: “seduciendo”. Esa palabra usó. ¿Pueden creer? Como si ésa fuera mi ocupación. Creo que me puse colorada, por la acusación, no porque me sintiera culpable, que no era así. Mi tía sigue machacando.
—Y no me vayas a decir que no, porque no me vas a convencer. Bien conozco a tu madre.
¿Qué tenía que ver mi mamá? No tuve que preguntarle porque ella ya tenía sus razones.
—De chica...no dejaba a nadie en paz.
¿Cómo voy a dejar pasar eso? Quiero saber de qué habla.
—No te hagás la tonta. Hablo de los caballeros.
Entonces, si yo no entendía mal, me estaba queriendo decir que mi mamá, de chica, hacía vaya a saber qué cosas. ¡Qué humillación!
Ya sé. En ese mismo instante, tendría que haberle dado vuelta la cara, me tendría que haber levantado, me tendría que haber vuelto a Telén a contarle todo a mi mamá.
¿Quieren saber por qué no hacía todo eso? Yo quería conocer Buenos Aires, a toda costa. Había viajado kilómetros para eso. No me iba a rendir ante los caprichos de mi prima ni, mucho menos, por las sandeces que dijera mi tía.
En ese momento, mi tío entraba en la casa. Como si lo hubiera oído, mi tía lo llamó para que viniera a la cocina. Yo, mientras, miraba de reojo las hornallas de la cocina, las alacenas, la heladera. Tenía el estómago vacío y ya me empezaba a torturar.
—Oye: hay dos cosas que vos debés saber —me dice mi tía apenas lo ve a mi tío sentado— La primera. Esta familia tiene un acuerdo con la familia Miceli. Ese acuerdo, ancestral, consiste en unir las dos familias, los dos linajes, por medio de un casamiento entre nuestros hijos. Esos hijos son Ángelo y nuestra Josefina. No quiero que nadie lo arruine. Menos, alguien con antecedentes. Por eso mismo, desde ahora te prohíbo, no que no lo veas porque eso sería imposible, sino que hables lo menos posible con el menor de los Miceli. Lo segundo. Ya no podemos considerarte como si fueras una de nuestras hijas. Eso pudo ser en un principio, ahora ya no.
Si alguna vez ellos habían pensado considerarme una hija suya, yo al menos no me había enterado. Mi tía no para un segundo. Me mira a los ojos. Menos mal que no escucha lo que pienso.
—Nosotros lo sentimos así más que nada de lástima por lo que pasó con tu padre, por el error que cometió tu padre al dejarse influir por ideas tan terribles.
—Ideas que casi le cuestan a nuestra Nación el título de tal —agrega mi tío.
—Por suerte, en ese momento hubo quién lo enderezara, aunque algunos no concuerden con los métodos. De cualquier manera, vos no tenías la culpa. Debíamos tratarte como una página en blanco —continua ella.
—Hacer tabula rasa —aclara él.
Hablan de mi papá como si fuera un chico. ¡Qué humillación!
Yo nunca lo entendí, a mi papá, digo. Menos lo iban a entender ellos ahora. ¿Quieren saber por qué no les dije nada? Yo ya estaba en Buenos Aires, me había salido con la mía. Mientras ellos no me echaran, no me iba a volver por mi cuenta.
—Eso no lo vamos a poder cumplir. Nuestras hijas son Jazmín, Jose y Juanita. Vos sos lo que sos: una prima lejana. Nada más —es lo último que dice mi tía.
Ya no me aguanto y me largo a llorar, de la bronca.
—Jose...
Esta vez es mi tío el que habla, no a mí ni a mi tía, habla en voz alta, como si enunciara una verdad universal. Como esas leyes matemáticas, ¿vieron?
—Jose es la más buena de nuestras hijas, la más noble.
Mi tía se acomoda el audífono para escucharlo mejor. Se le ve esa oreja puntiagua y cartilaginosa y las venas de sangre azulada palpitándole en los recovecos. Me dan escalofríos.
—Que Jose es la más buena, ¡sorda! —casi grita mi tío, se levanta y se va. Esta vez mi tía lo escucha, se va también, para otro lado.
Recién entonces puedo desayunar.
VII
Dos días después me subió la temperatura. Además, tenía el cuerpo y la cara llenos de granos. Hasta el cuero cabelludo me picaba. A mis tíos no les quedó otra que llamar al médico.
—Es una eruptiva —dijo el médico apenas me vio— Nada grave.
Resultó que tenía varicela. Tan grande. ¿Cómo podía ser?
—Por contagio. Esto puede pasar a cualquier edad. Sugiero que aíslen a la paciente —insistió el médico.
Quise saber cuánto tiempo iba a estar así.
—El proceso dura unos diez días aproximadamente —me dijo él.
Mis primas no se la agarraron vaya a saber por qué. Mis tíos, igual, tomaron precauciones y me trasladaron con todas mis cosas al altillo, hirvieron las sábanas y las toallas que había usado y me prohibieron las visitas. Las únicas que podían verme eran Asunción y mi tía, que ya habían tenido varicela.
Después supe que Ángelo también había caído enfermo y que, era obvio, él me había contagiado. ¿Cómo, si yo casi no lo había tocado? Entonces me acordé del grano en la frente y las fichas del juego.
Como dijo el médico, pasé diez días encerrada en ese altillo oscuro, sin vista al exterior. El único lugar por donde entraba la luz, sólo a la mañana, era una tragaluz situado a dos metros del piso. Había, eso sí, un bañito de uno por uno, con el inodoro, un espejo y una ducha, que nunca usé, porque no había rejilla. Una vez la abrí y, en dos segundos, el agua ya había llegado al piso de la habitación. Pocos muebles: la cama, una mesita de luz con un velador, una silla y un ropero de madera tallada. El ropero donde habían encontrado muerto a Julián. O por lo menos eso creía yo, porque en toda la casa no había otro altillo ni otro ropero dentro de un altillo. Por las dudas, en vez de guardar mi ropa ahí, como era lógico, la acomodé en la silla.
Durante días, no me faltó con qué entretenerme. Llevaba siempre en mi bolso un libro que, antes de irme, había pedido prestado en la biblioteca de acá, en Telén. Las mil y una noches. Largo como el título. No había tenido oportunidad de leerlo. Ésta era la ocasión. Lo leí día y noche hasta que me ganaba el sueño. Así, leyendo, pasaron los días, bajó la fiebre y granos se fueron yendo. Volvió el médico y me dijo que estaba mejor, que ya podía estar en contacto con los demás.
—Eso sí. Que nadie le toque las cicatrices. Todavía contagian —le avisó a mi tía.
Apenas se va el médico, mi tía ya me organiza la vida.
—Oye: mañana juntá tus cosas y te volvés a la habitación con Jose.
Esa noche termino el libro. ¿Qué hacer? Ya sé: el ropero. Sería una estupidez que irme del altillo sin siquiera ver qué hay dentro. Abro las puertas. Está vacío. Abro los cajones. Vacíos también. No dejo rincón sin chusmear. Me agacho y miro por debajo del mueble. Nada tampoco. Despejo la silla y la arrimo al ropero. Subí y miro por encima del mueble. Está lleno de polvo y pelusa, pero, debajo del polvo hay un montón de papeles. Meto la mano entre el polvo y agarro una pila, al tun tun.
No se crean que no me dio asco. Vaya a saber cuánto tiempo venía acumulándose esa mugre ahí arriba. ¿Saben que eran los papeles? Fotos, fotos enmohecidas. En una estaba mi tía de más joven, sonriendo, siempre con los dientes de ratón. Había otra con Juanita y Jazmín, en malla. Jazmín la abrazaba tan fuerte que parecía que la estaba ahogando. Otras tres fotos eran de un bebé. Una en la cuna, otra en el andador y otra, de más grande, caminando mientras arrastraba un camioncito. Esta última estaba movida. Igual se distingue bien. El nene sonríe a la cámara los ojos azules, casi transparentes, se cuatriplican. Atrás hay un espejo y en el espejo la imagen de una mujer, tiene el pelo largo, que sostiene las cámara. ¿Es una mujer o una rata? Tiene las orejas puntiagudas y ¿me equivoco o ese pelo largo y duro que sobresale de la cámara, casi tocando el marco del espejo, es la punta de un bigote? No supe si el nene era Julián, porque yo nunca lo había conocido y, además, ni loca les preguntaba a mis primas.
Dejo todo como estaba y, para disimular, le echo pelusa y mucho polvo encima. No sea cosa que mi tía se dé cuenta de que estuve curioseando.
VIII
—Hoy me levanté buena, así que te voy a permitir que vengas de excursión —es lo primero que dice Jose, apenas entro en la cocina. Ya es otro día, ya pasó la varicela. Puedo aguantar cualquier cosa.
Jazmín está sentada junto a Jose. Asunción sirve el té. Juanita se fue de compras con mis tíos al Puerto de Frutos.
Qué excursión es ésa, pregunto.
—Ángelo nos invitó a navegar por las islas —explica Jazmín.
Les digo que no estoy segura de ir, que, aunque estoy curada, todavía tengo algunas cicatrices en la pierna. La verdad es que no quiero saber nada de una salida con Jose, aunque ahora parezca predispuesta. No sé si por lástima por la varicela o qué sé yo.
—¿Y qué? Ángelo también tiene cicatrices. Y sale igual. Dale, vení —insiste Jazmín
Ahora sí que no tengo excusa.
A las diez salimos y un rato después ya estábamos tocando el timbre en la casa de Ángelo.
—Vamos a cruzar la isla. Hay que caminar un buen rato —dice. Todavía tiene el grano en la frente, sin cicatrizar.
Anduvimos una media hora antes de llegar a la orilla donde Ángelo tenía su lancha. Él no le dice “lancha”; la llama con otro nombre que entonces no entendí y que, menos que menos, me acuerdo ahora. Estaba sobre la arena, tapada con una lona verde. Así la había dejado el padre, que la había usado la noche anterior. Ángelo la destapó. Estaba bastante descuidada, incluso en algunas partes se veía cómo se la iba comiendo el óxido. No es gran cosa, pienso, si no, no la dejarían así como para que se la lleve el primero que pase. Encima, parece que hay poco espacio.
—Pueden ir nada más que dos personas —dice Ángelo.
—Entonces ¿cómo hacemos? —pregunta Jose.
No hay muchas opciones. O vamos de a dos o vamos de a dos.
—Hacemos varios viajes —dice él.
—¿Qué sentido tiene ir por separado ? Así no vamos a poder recorrer el río todos juntos —protesta Jazmín.
—No vamos a recorrer el río, vamos a cruzarlo nada más, para llegar a la Isla de las Ratas —le explica él.
—¡Vos estás mal! —salta Jazmín —Ni loca voy allá.
—Salí, amargada. Si no querés, no vayas. Yo me anoto —salta la otra.
Ya estoy mareada con tanto vas vos, voy yo. ¿Qué era eso de la Isla de las Ratas?
—Está desierta, no hay nadie. Nada más que matorrales y ratas —me explica Jazmín.
—Por eso la llaman la Isla de las Ratas, ¿qué otra cosa pensabas? —se ríe Jose.
Que va, que viene, al final quedan en que Jose va a cruzar primera, porque es la más valiente y no le da miedo quedarse sola en la isla mientras Ángelo hace los otros viajes. Se acomoda en el asiento junto a Ángelo y antes de salir le grita a la hermana.
—Cuidála bien a tu prima lejana —se ríe y aclara—, vos que sos tan buena prima lejana—y se ríe, se ríe. La lancha se aleja y todavía se escuchan las risas.
No la entiendo.
—No le hagas caso —me dice Jazmín.
Le digo que no sé por qué se la agarró conmigo.
—Ya se le va a pasar. Mi hermana parece un lobo, pero la verdad es tan mansa como un cordero —me dice ella. Yo creo que es lo contrario, pero no se lo digo. Que se engañe. No cuesta nada. Se sienta en la arena. Me pide que la acompañe.
—Jose, en el fondo, te quiere —me dice— Como te quiero yo ... como te queremos todos.
Me abraza, me acaricia, me besa. Y sigue diciendo.
—Sos nuestra prima, ¿cómo no te vamos a querer?
Le aclaro que, como dice Jose, soy una prima lejana, nada más. Ya estoy medio nerviosa. Un poco porque Jazmín está bastante cargosa, y otro poco porque eso de la Isla de las Ratas no me gusta ni medio. Se me viene todo a la mente: Venecia, el ventanal, Socorro hablando en la cocina, Julián. Me sudan las manos, me cuesta respirar, ¿son palpitaciones las que siento? La verdad, quiero salir corriendo. Ya es tarde. Desde lejos vemos que vuelve la lancha. Jazmín me suelta y se levanta de un salto. Ángelo quiere saber a quién va a llevar ahora. Mi prima le dice que me lleve a mí, que no es bueno que me quede sola en la orilla. Entre los dos me ayudan a subir. Yo, la verdad, no quiero saber nada, pero tengo tanto mareo que ni siquiera puedo decir qué me está pasando. La lancha se pone en movimiento y yo me agarro bien del asiento. Creo que me voy a morir. Ya nos vamos alejando, cuando de repente, Jazmín sale con algo que no te esperabas.
—Díganle a Jose que me vuelvo a casa. Que la pasen lindo —y se da media vuelta y se va.
Yo tiemblo, como una lechuga. Y sí, me voy a morir, no hay otra. Si llego a la isla, si es que llego con vida, me esperan las ratas y, no sé qué es peor, la antipática de Jose. Me muero, no hay dudas.
Ríanse, ríanse. Ahora yo también me río. Pero en ese momento, pensé que me había llegado la hora. La lancha avanzaba y no había nada más que cielo y agua. Arriba, el cielo, abajo, el agua. O me asfixiaba o caía desmayada y me ahogaba en el agua. Porque, ¿qué me iba a rescatar el Ángelo ése?
No sé cómo hice, creo que me puse a cantar una canción para mis adentros, o si conté hasta mil, la cosa es que logré llegar hasta la isla. Ahí, en la orilla, rodeada de arena y matorrales, está Jose, sentada, esperándonos. Yo como que no quiero ver. Nada más espero poder salir del bote y arrojarme en la arena hasta que se me pase. ¡Qué alivio! Pero entonces yo no sabía con qué iba a salir Ángelo. Le silba a mi prima. La otra le contesta con otro silbido y le saca la lengua.
—Ah, ¿sí? —le dice él, como diciendo “ahora vas a ver” y la desafía— Te esperamos del otro lado de la isla. Chau, Jose, a ver quién llega primero.
La lancha pega una vuelta y nos alejamos de Jose. La otra lo insulta y también a mí, que voy con él. Yo le quiero decir que no haga eso, que me va a traer problemas con mis tíos, pero no me salen las palabras. Nada más la veo a Jose que desaparece entre los matorrales.
Vamos rodeando la isla. No es tan grande como parece. ¿Cien metros tendrá? Como mucho. Eso sí. Es puro matorral y piedras. Yo sigo cantando o contando, ahora no me acuerdo. No importa. Lo que importa es que me da resultado, porque ya estamos llegando al otro lado y ya casi que se me va el mareo, tanto que ya ni me acuerdo de que lo tenía.
—Acá estamos —me dice Ángelo—Vamos a embarrarnos un poco.
Es cierto. La lancha no se mete mucho en la arena. Para llegar a la orilla, hay que hacer unos metros en el agua. El suelo es barroso y cuando caminás parece que pisas caca. Un asco. Encima, el agua me llegaba casi hasta la bombacha. Lo peor son los jeans. ¿Vieron? Cuando están mojados, te pesan el triple.
—Si te sentás al sol se te secan más rápido —me asegura Ángelo, mientras amarra el bote.
No hay mucho lugar que digamos. ¿Cuánto podía haber de costa? Dos metros de largo y uno, uno y medio de ancho. Arena, no había. Todo era barro seco y una que otra piedra, que no servían ni para sentarse. Ahora sí, una vez que venciste el mal humor, que te acostumbraste a estar sentada sobre el barro, que ya te quedaron las manos pastosas, ahora sí, decía, mirás a lo lejos y sólo está el agua y más allá el horizonte. Yo estaba entre impresionada y muerta de miedo, porque la vista era única, pero también me sentía un puntito en medio de la nada y parecía que en cualquier momento me iba a hundir, con isla y todo. Y ya siento que me vuelven las palpitaciones. ¿Por dónde andará Jose?
Ríanse, ríanse. Pero nunca la pasé peor, creo. Y lo veo a Ángelo que se acerca y ya se me sienta bien al lado y me pasa el brazo por el cuello, me apretuja con su mejilla mi mejilla y dice.
—Vos sí que sos buena, Stephie.
La que me falta, que ahora venga éste a querer “seducirme”, como dice mi tía. O algo peor.
—No tenés maldad, sos confiable. ¿Te cuento un secreto? —me pregunta.
Si querés, le digo yo. Que haga lo que quiera, pero que deje de agarrar. No sé cómo decírselo. Parece que de alguna forma se lo hago entender porque enseguida me suelta, se pone serio y habla. No me mira, mira la nada. Es como si hablara para sí mismo.
—Yo sé que tus tíos me quieren casar con Jose. Pero yo no la quiero.
¿Le cambió la voz o a mí me parece? Porque suena menos grave. No sé, él está más relajado. Ya no me parece un pedante. ¿Será?
—¿No te diste cuenta? Es una cabeza hueca.
No le digo ni que sí ni que no. Porque, si Jose aceptó el desafío y ahora está atravesando la isla, puede caer en cualquier momento.
—Ellos y mis padres, todos, planean un casamiento al estilo Máxima Zorriguieta con el Príncipe de Holanda. Ya reservaron en el Alvear. La fecha es dentro de dos años.
Le pregunto qué es el Alvear. Él se ríe, me dice que tengo que venirme a vivir a Buenos Aires, que si no, no voy a aprender nada del mundo. Y enseguida vuelta a mirar la nada y a hablar con esa voz suavecita, casi de mujer.
—A mí no me van a ver el pelo. Para entonces, yo voy a estar en Francia, España, África, China, ¿quién sabe?
Entonces a éste también le gusta viajar. Le pregunto si él también piensa estudiar turismo como mi prima, si sabe muchos idiomas.
—¿Turismo? ¿Idiomas? Para recorrer el mundo no hace falta estudiar ni saber nada. Alcanza con una buena mochila y un buen compañero, que se prenda en todas.
Con quién va a ir, le pregunto. Y miro de reojo, para todos lados, a ver por dónde puede venir Jose ...No, falta para que me muerda la rata. Esperen que ya va a llegar.
—A Mariano —sigue diciendo él— lo conozco de rugby. Compartimos todo. Cuando le propuse este viaje, enseguida estuvo de acuerdo. Al otro día ya tenía los pasajes. Nos vamos dentro de un mes. Empezamos por Ibiza, España. Ahí están las mejores playas y la onda es la mejor. Te sentís libre, te sentís vos mismo.
No creo que sea necesario viajar para eso.
—Estás equivocada. Acá, en Buenos Aires, no puedo. Allá hay espacio para mí —me asegura.
Entonces, como dice Jazmín, cualquier país es mejor que éste.
—No, no cualquiera —me corrige— No se trata de países. Tiene que ver con ser yo mismo.
Este Ángelo me está mareando. ¿Quién otro vas a ser, si no? No tengo ganas de discutir. Le pregunto a qué otros lugares va a ir, aparte de España.
—Me muero por volver a Venecia. Cuando fui, hace unos años, apenas estuve dos días.
Dale con Venecia. Qué tiene ese lugar, me quieren decir. Ángelo se entusiasma y habla como si ya estuviera ahí.
—Pasear en góndola por los canales, por abajo de los puentes. El gondoliero canta “oh sole mio”. Mariano se broncea con el torso desnudo. ¡Es lo más!
¿Está hablando en serio o me está cargando? No sé. La cuestión es que me ve confiable, como me vio confiable Socorro en su momento.
—Con vos puedo hablar porque no sos una chupacirios como tus primas, ¿no, corazón?
Tanta confianza parece que le doy que hasta me da consejos.
—Cambiáte ese nombre que te pusieron. Te mataron. Hacéte llamar Stephie, como la de Mónaco.
En ese momento se oyen ruidos detrás de nosotros. Los dos nos damos vuelta y en eso la vemos a Jose que sale de los matorrales. Ángelo cambia la voz.
—Por fin llegaste. Hace rato que estamos acá, tomando sol.
A Jose se le salían los ojos de las órbitas. Hablaba furiosa.
—Es la última vez que me hacen esto. Ya van a ver, los dos.
Pero Àngelo me defiende.
—No te la agarres con Stephie.
Jose ya está histérica.
—Me la agarro con quien se me canta.
Ángelo se ríe.
—Seguí así, vos. Con ese carácter te vas a quedar solterona.
Esa palabra basta para que mi prima cambie la cara, la voz, el malhumor. Hasta se vuelve solícita.
—¿Quieren comer?
Sí queremos. Ella saca la vianda de su mochila y, por un rato, reina la paz. Ángelo se acostó boca arriba y desde ahí habló con voz grave, como de ultratumba.
—Ustedes no saben la historia de esta isla. Yo sí. Hace mucho, antes de que naciéramos nosotros, ni nuestros padres, ni nuestros abuelos, cuando solamente vivían los indios, y los españoles recién se animaban a explorar el río, las islas estaban unidas y formaban un bloque. Pero un invierno hubo una inundación tan grande que la tierra se empezó a separar. Hay algunos lugareños que todavía se acuerdan. No lo vivieron, pero se acuerdan, porque escucharon la historia de sus abuelos tantas veces que ya les parece que les pasó a ellos. Y tiemblan cuando te cuentan que los pobres indios estaban parados en la orilla y, de pronto, se desprendía el pedazo de tierra y salían navegando por el río hasta el mar, donde se ahogaban. Estos indios no sabían nadar y cuando les pasaba esto ya no había nada qué hacer, les había llegado la hora o su dios los había desgraciado, como ellos pensaban, porque no podían volver nadando a la costa. Así, se fueron muriendo los indios uno por uno o, el que podía, se iba más al norte, para el lado de lo que hoy es Entre Ríos. La tierra se fue desprendiendo hacia el mar y las únicas que sobrevivieron fueron las ratas, porque, más vivas que el indio, sabían nadar. La mayoría se refugió en esta isla porque acá la tierra es más profunda y es más difícil que se desprenda. Cavaron túneles y se mantuvieron calentitas hasta que pasó el frío. Mientras, se fueron reproduciendo y las crías, por estar bajo tierra, les salieron albinas, de ojos rojos. Esta camada no podía soportar la luz del sol. Desde entonces viven bajo tierra y salen únicamente de noche. Por eso es difícil verlas.
—Entonces vámonos, antes que nos muerda alguna —dice Jose, un poco en joda, un poco en serio. Yo de verdad tengo miedo.
Es hora de volver. Nos metemos en el río y caminamos sobre el fondo de barro hasta el bote. Entonces pienso si no habrá ratas albinas por ahí cerca. No soy la única que lo piensa.
—¡Cuidado! —grita Jose— Viene nadando una rata.
Dónde, dónde, pregunto. Ella señala un remolino en el agua. No veo nada.
—¡Que te muerde! —insiste.
Corro como puedo hasta el bote. No me dan las patas. Y grito. Jose se mata de risa.
Todo mentira.
XIX
Esa noche hizo tanto calor que tuvimos que refrescarnos en la pileta. Mi tío se fue a dormir temprano.
—Oye: quédense un rato, no mucho. Mañana nos volvemos a Buenos Aires —dice mi tía antes de irse a su pieza. Nadie la escucha.
Juanita hace largos de croll. Jose se tira de cabeza, sale de la pileta, se vuelve a tirar de cabeza y así. Yo me quedo en la escalinata, hablando con Jazmín, que quiere saber cómo nos fue en la isla.
—Entonces, ¿no viste ninguna rata? —me pregunta.
Por suerte, no vi ninguna ni quiero ver.
Hay luciérnagas en los árboles. Con mi prima contamos las luces. Juanita sale de la pileta. Habla con un cansancio ... como si hubiera cruzado el Atlántico.
—Un baño y me voy a dormir. Mañana es martes.
¿Y?
—Las clases de piano —me recuerda Jazmín.
Claro. ¿Se puede ser tan fanática?
Jose se tira una vez más de cabeza y viene nadando hasta nosotras. Está exaltada.
—Tengo una canción.
—¿Qué canción? —le pregunta Jazmín
—La inventó Alejo, un compañero de Francés, ¿la canto?
—No la cantes —casi le ordena la otra.
—Ustedes se la pierden —dice Jose, se envuelve en una toalla y se va adentro de la casa, silbando. Se va a bañar, supongo. Jazmín la mira cómo se va y se muerde los labios y niega con la cabeza como burlándose “mmh, ¡qué hambre!”.
—Es una tonta. Vení.
Salimos del agua. Queda una sola toalla, no hay ojotas. Mi prima la comparte conmigo y así, abrazadas, saltando por el pasto, llegamos a la casa. Un poco más, y está el piso frío de la cocina.
—Me dio hambre. ¿Querés algo?
Mal no me viene. Quedaron unas tostadas de la merienda y hay queso crema. Nos devoramos todo. Al rato cae Jose, ya en camisón.
—Ahora sí, la canto —amenaza.
Y bueno, si la quiere cantar, que la cante. ¿Qué tiene de malo?
Las primas lejanas sí ... saben pasarla bien
Como amigas inglesas se juntan para el té
Ratatouille, omellette y ... queso con cibulette,
se lo untan con el dedo, un beso...si vous plait?
—Es una grosería —dice la otra. Está muy seria. Pero Jose insiste.
—¿Por qué? No hay ninguna mala palabra.
—Es una grosería y punto.
—No es —le contesta Jose y se pone a cantar casi a los gritos.
—Calláte, por favor. Vas a despertar a mamá —casi le suplica la otra.
Jose no sabe de súplicas. No tiene compasión.
—Si, justo ella me va a escuchar —se ríe y sigue cantando.
Jazmín se levanta y se va. Yo me voy detrás de ella. Buen intento. Jose me detiene en el camino. ¿Cómo? Me agarra de la tira de la malla. Tiene más fuerza de lo que parece. Eso que es flacucha.
—Vos no te vas.
Es una orden. Me empuja contra la silla y me obliga a sentarme. ¡Qué bruta!
Pero si me tengo que bañar ... A ella no le importa.
—Hay tiempo. Antes, me tenés que contar todo.
Todo, ¿qué?
—Lo que hablaste con Ángelo.
La verdad, yo no había hablado. Prácticamente fue un monólogo.
—Entonces, ¿de qué habló él? —me pregunta mi prima.
Qué sé yo, que me cambie el nombre.
—¿Eso solo? No te creo —insiste ella.
Sí, ahora me acuerdo. De un amigo, un tal Mariano, compañero de rugby. Más no le pienso decir. Lo del viaje a Europa que se entere por otro.
—¿Cuando no? Siempre habla de ése. No tiene otro tema —se queja mi prima.
¿Qué? ¿Ella lo conoce? Claro, si van al mismo colegio. Y lo conoce bastante, parece.
—Es una marica. A fin de año hubo una fiesta en la casa de Alejo, en San Isidro. Me lo quise llevar al baño y él “que no, que es muy tarde, que ya me vuelvo a casa”.
No digo ni “mu”, no opino.
—¿Qué? ¿Pensabas que yo me iba a aguantar? ¿A esta altura? ¡Qué estupidez! Eso dejáselo a mis hermanas, que se creen todo lo que dice el cura —se ríe Jose y se va, cantando.
Qué será ratatouille. Mejor, ni pregunto.
X
De vuelta en Buenos Aires, a mi tía le dio un ataque de generosidad. Un día, después del desayuno, le dijo a Jazmín.
—Oye: para que le muestres la ciudad a tu prima —y le dio un fajo de billetes. ¡Como si hubiera sabido lo que yo estaba esperando desde el comienzo de las vacaciones! Fuimos al cine, al shopping y, ya era tarde, a la Iglesia de Buenos Aires, que los ingleses llenaron de cañonazos. Todavía están las balas incrustadas en la torre del campanario.
—Papá quería que la conozcas —me dijo Jazmín, que se tomaba muy en serio eso de hacer de guía.
A las seis y media estábamos de vuelta. Mi tía nos espera en la sala.
—¿Te gustó el paseo? —me pregunta.
Claro. Mi tía anda con tos.
—Ahora necesito que me ayudes. Asunción se tuvo que ir —me explica, entre carraspeos.
Lo que quiera, estoy a sus órdenes. Espero que no sea limpiar los baños. O peor: el patio ése lleno de basura.
—Nosotras vamos a misa. ¿Podés preparar la cena?
No es una buena idea. Nunca cociné en la vida, pero otra no me queda. Las dos vamos a la cocina.
—Acá, en la heladera, tenés la carne. Y allá, debajo de la mesada, están las papas y las batatas. Podés agregarle unas calabazas en rodajas y cebollas también. Oye: sacále bien la grasa a la carne. Te va a costar un poco, aunque no tiene mucha porque es peceto. Poné mucho de papas y batatas así se llenan y la carne rinde más.
Mi tía habla a las apuradas, sin darse tiempo a respirar. No sé si la sigo muy bien. Y bueno, hago lo que me salga y ya está.
—¿Vas a ser capaz de hacerlo? Oye: es carne al horno. Hasta el más idiota lo haría —me dice mi tía y se va. Por fin.
Cuando veo el peceto ...¡qué triste! Más chico no pudo encontrar en el súper. ¿Y con eso pretendía alimentar a seis bocas? Con razón insistía con las papas y las batatas. Ella sabrá. ¿Con dos kilos de papas y uno de batatas alcanzará? No hay a quién preguntarle. Lleno la asadera de aceite, tiro las papas y las batatas ... peladas y cortadas, ¿qué se creen? ¡No soy tan bestia! Y la carne en el centro. La salo. Creo que me pasé con la pimienta. Cinco cebollas. La calabaza la dejo para otro día. Si no, que la corte mi tía si es maga. Al horno y me voy a mirar tele. Es la hora de los noticieros. Mataron a un mozo en un bar de San Telmo durante un asalto. Nosotras estuvimos ahí a la tarde y ni enteradas. Viene un olorcito. Corro a la cocina. Casi se me quema. Doy vuelta la carne y lo otro, como me dijo mi tía. Parece rico. Tengo hambre. ¿Y si pruebo la carne? Mal no está. Hay que saber cómo va la cosa.
Un mordiscón, ¿quién se va a dar cuenta?
Todo al horno y ya estoy por volver a ver la tele cuando la veo, reflejada en el espejo dela puerta. No, no es la rata. Es mi tía, sentada en un sillón, junto al piano. ¿Me está mirando? No sé, pero seguro que vio todo. Y ahora, ¿dónde me meto? Se oyen las voces de mis primas en el palier. Jose viene directo a la cocina.
—¡Qué olor! Se te quemó —me acusa.
No, casi.
—Menos mal, porque, con el hambre que tengo, te mataba —me dice. Hay necesidad de pasarme el dedo por le cuello, como si fuera un cuchillo y me estuviera degollando. No la aguanto. Sale al lavadero. Vuelve enseguida, gritando como nunca.
—¡Una rata! —y se agarra el pecho con la mano como si le costara respirar.
Enseguida cae Juanita, que oyó los gritos. Le explico lo que pasa.
—¿Mamá? —me pregunta.
Eso no se lo digo, porque es como ponerme en evidencia de que mi tía me vio y que yo vi que me vio. Que la busque, debe andar por ahí. Juanita se va.
—¿Qué esperás? Dame un vaso con agua. Ya. ¿No ves que me desmayo? —me ordena Jose.
Le doy el agua. Ganas de tirársela en la cara no me faltan. Juanita vuelve.
—No encuentro a mamá ni a Jazmín. ¿Quién la va a sacar? —me pregunta.
A quién, quiero saber.
—A la rata.
Pobre, está casi tan histérica como la hermana.
No sé si es por hacer una obra de bien, lo menos probable, o porque me quiero sentir superior a mis primas o porque la veo a Jose débil, en todo, que se me da por ofrecerme a espantarla. A la rata, digo.
—¿Qué vas a espantar vos? Ni a un mosquito ... —se burla Jose. Pero ya ni la escucho. Estoy en el lavadero. ¡Qué oscuridad! Dónde estará la llave de luz, me pregunto, mientras tanteo la pared. ¿Y si la rata anda por ahí, cerca de mi mano? Porque que caminan por las paredes, caminan. Apenas se me ocurre esta idea, saco la mano de inmediato. Tiemblo toda. ¿Por qué mejor no vuelvo? Es peor aguantarse después el ridículo. Imagínense a Jose, cómo se va a reír. Igual, hay que animarse a andar así a oscuras, prácticamente como un ciego. Parada ahí, sin saber qué hacer, hay algo que no me había dado cuenta. Es un ruido, como de un motor. Claro, es el lavarropas. Está al fondo de la galería, ya lo dije, y después hay una curva de un metro, no más. ¿Se habrá metido ahí la rata? Digo, por el calorcito del motor. O por ahí no. Por ahí ya se fue y yo estoy haciendo de idiota, creyendo que le voy a ganar no sé a quién. Ni siquiera tengo una escoba a mano para espantarla. Ya estoy por pegar la vuelta cuando me acuerdo que sobre el lavarropas mi tía suele dejar el jabón en polvo. El plan ya lo tengo. Camino bien lento, mido cada paso y, cuando me quiero acordar, choco contra el lavarropas. Tanteo el artefacto: la puerta redonda de vidrio. Sigo, sigo. Hay un ángulo, una arista más bien. Es la tapa. Busco, busco sobre la superficie hasta que mis dedos rozan algo crujiente. Es la bolsita del drive. La levanto. Pesa. Está llena. Rápidamente me la llevo contra el pecho. Es mi arma, hay que cuidarla. De pronto, el motor del lavarropas se detiene. Todo está en silencio. O casi todo, porque puedo oír mi respiración y como un eco de mi respiración que es de otro. Y siento una presencia familiar y extraña a la vez. Y ya algo puedo ver porque las pupilas se acostumbraron a la oscuridad. ¿Qué es lo primero que distingo? Dos bolitas que brillan, sí, en el recodo de la galería, junto al lavarropas. Los ojos de la rata, serán. ¿Tan grandes? Ya distingo los contornos de las cosas. El borde de la mampara que separa la galería del patio, la forma de cubo del lavarropas y los ojos ... no están solos. Son parte de un cuerpo gigante, con cabeza, tronco y todo. Las orejas son puntiagudas, hay bigotes y dientes que brillan con la luz de los ojuelos. Es la rata, ¿qué otra cosa? Ni lo dudo: abro la bolsa de un tirón y le arrojo de una vez todo el contenido. Lejos de irse, mi rival ni se inmuta. Enseguida escucho que alguien tose y la voz de mi tía que anda cerca.
—Oye: ¿sos estúpida?
La rata sigue ahí. Va a atacarme, seguro. Rápido. Corro por la galería en busca de la puerta de la cocina. Menos mal que corrí, si no, yo creo que me comía. La siento detrás de mí y casi que no, pero ¡ay! Los dientes me alcanzan la pierna, bien arriba, en el muslo. Rengueando llego a la cocina. Estoy a salvo. Pero sangro.
Así fue como me mordió la rata.
XI
Ya estamos todos. Son las nueve y la mesa está servida. Jazmín, como siempre, bendice los alimentos. La tatarabuela dientuda me mira desde el cuadro. El olor a perfume invade el comedor. Hay polvo blanco por todas partes. Quieras que no, todas tenemos algo de jabón en el pelo: yo, Jose, Juanita. Mi tía, de la bronca, se dio una ducha. Hasta Jazmín huele a drive.
—No le siento el gusto a la comida. Tengo la nariz tapada —se queja Jose—Asunción te va a matar cuando vea el lío que hiciste en el lavadero. ¿A quién se le ocurre?
No se preocupen. Yo lo limpio.
A mí me duele la pierna. Eso que me puse litros de agua oxigenada.
Mi tío, el Gordo, a punto de cortar la carne, observa.
—Alguien mordió el peceto.
Mis primas me miran, como esperando una respuesta. Mi tía también, como con odio, ¿cómo escuchó?
Habrá sido la rata, digo, por dar una respuesta.
A nadie le importa.
Al otro día fui a la estación, tomé el tren y me vine. Con las ganas que tenía de seguir conociendo Buenos Aires, igual me vine. Fue una estupidez, ya sé.
Ustedes, seguro, harían lo mismo.
La ciudad es la ciudad y todo lo que quieran. Lástima que, a cambio, hay que aguantarse a las ratas.