I
Bajo los haces de luz solar que se
filtraban por el techo de la terminal, llegó por fin el tren y se detuvo
a esperar la entrada de la multitud. Entre el gentío, un hombre joven de
tez morena subió a un vagón, sujetando con puño firme la
mano blanca de su hija pequeña. Pasó un buen rato hasta que el
tren se puso en marcha.
Los ojos de la nena, medio dormidos,
distinguían en sus detalles cada una de las estaciones que surgían
por la ventanilla. Adentro, las formas rollizas de un solero estampado se
plegaban desganadas sobre la butaca de enfrente. Caracoles y flores alternaban
en el vestido. La nena levantó su cabeza y notó que la
dueña del vestido, una india arrugada con un pañuelo en la cabeza,
la miraba. Sus manos regordetas y ajadas excavaban con una cucharita de
plástico en el helado de frutilla que había en la taza. A Clarisa
le asqueaba el helado de frutilla. Encima, la vieja india no se cuidaba de comer
con la boca cerrada. ‘Hay que comer con la boca cerrada’, le
había dicho la maestra del jardín a Clarisa; pero esta
señora no respetaba las normas. ‘Porque comer con la boca cerrada
es una norma’, había dicho la señorita.
Bastó un salto del tren para
que el contenido de la cucharita se derramase sobre el vestido de la vieja: un
caracol rosado se sumó a la colección. Clarisa vio cómo un
dedo de la india levantaba la crema de la tela y una boca carnosa se
engullía la mancha. Clarisa deseaba dos cosas: no ver más a la
vieja y llegar lo antes posible a la casa de su abuela.
En Longchamps se bajaron. Lejos de la
temprana muchedumbre que cruzaba el puente, dos pares de zapatos de distinto
tamaño reconocieron la tierra de las calles mal dibujadas, el crujido del
polvo en las suelas. El padre recordaba vagamente el recorrido; la nena
repiqueteaba en una cuadrícula imaginaria. Le preguntó a su padre
si, cuando llegasen, estaría la madre; el padre dijo que sí, que
estaría, pero que recién al día siguiente iba a poder
verla:
- ¿Por?
- Porque sí.
Clarisa vislumbró a su madre,
una señora con forma de trompo, oculta atrás de los árboles
del fondo -así llamaban sus abuelos a una huerta enmarañada y
desprolija que lindaba con el parque de los vecinos. Mantuvo cuanto pudo esta
imagen, pero la forma de una mariposa que revoloteaba en el camino la distrajo.
Clarisa se acercó: las alas eran anaranjadas con lunares negros y azules.
Si se acercara con una lupa, ¿se parecería la cara del insecto a
la que ella había pintado en el Jardín?. Su mariposa expulsada del
envase de plasticola roja sonreía, y alrededor, sobre la cartulina,
Clarisa le había hecho pintitas con los colores primarios de otros
envases. La señorita le aseguró que era la mariposa más
linda que había visto en la vida. Sin embargo, Clarisa dudaba: algo
desproporcionado había en esa figura. En lugar de la mariposa perfecta
del modelo, más bien le salió un manchón en forma de
espiral.
El padre golpeó las palmas
frente a una puerta de alambre, flanqueada por la ligustrina recién
cortada. El olor a hierba era tan fuerte que la nena sintió que le
raspaba las fosas nasales. La puertita con la pintura descascarada se
parecía al elástico de las camas de hospital. Clarisa se
aferró a los cuadraditos de resorte, apretó luego las mejillas y
la nariz contra el alambre y miró con expectativas el exiguo
jardín delantero que culminaba en una pared a la cal. La casa, ella lo
sabía, había sido dibujada por la inteligencia de su abuelo y
luego construida por aquellas manos rudas de viejo. Esperó la cara de
nada de su abuela Isabel, las cuencas redondas de sus ojos que no se fijaban en
parte alguna, su cuerpo insignificante y el único vestido que le
conocía: una especie de
jumper anaranjado con lunares azules y
negros. En cambio, el torso desnudo y macizo de su abuelo se asomó a unos
pasos del umbral.
-
¿Come va, don Mario?
¿Y osté, Clarisa?
El yerno, sin contestar, hizo un
gesto significativo con la cabeza; Clarisa se escondió detrás de
los pantalones altos de su padre. Aquí surgió la abuela Isabel
detrás del cuerpo del viejo y besó los ojos de su nieta:
-
¿Vio, Mario, qué
linda estano la rosa? - dijo mientras señalaba con el dedo un
floretón acosado por abejas. Clarisa sabía que no era una rosa,
sino otra flor de menor jerarquía que había observado en unas
láminas del Billiken. Igual la iba a pintar más tarde, cuando
volviera a su casa; si no con plasticola roja, por ahí el padre le
prestaría sus mejores témperas y así seguro que le
saldría más perfecta que la mariposa.
-
Pasen -dijo el viejo-
La
Nena estabano pregontando por la Clarisa.
Entraron. La nena se lavó las manos como le había mandado
el abuelo, almorzó y, sin comer el postre, salió a jugar
al patio. En el cuartito de herramientas -generalmente clausurado para
niños, pero vaya a saber por qué ese día la puerta
no tenía candado- encontró un balde de plástico;
luego se descalzó y sintió el frío de las baldosas
en los pies. Bajo la sombra de la parra, se dedicó a la metódica
tarea de llenar el balde con el agua que salía de una canilla del
patio y tirársela encima. Se empapó hasta temblequear.
La abuela salió de la cocina y
le dijo que podría jugar con los caracoles de la canaleta. Clarisa le
hizo caso y sumergió sus dedos en el agua barrosa, de donde sacó
unos cuantos caracoles. Volvió a llenar el balde de agua y los
sumergió allí dentro. Se entretuvo un rato metiendo y sacando
caracoles del agua, pero esa tarde hacía demasiado calor y el espacio era
demasiado grande. Mario salió del cuartito de las visitas, donde la
tenían guardada a la Nena, y cruzó el patio.
- Papá, ¿cuánto
falta para mañana? - le preguntó Clarisa, aparentando
indiferencia, mientras sometía a sus caracoles a saltos
acrobáticos.
- Falta.
Se amplió más y
más el espacio. Clarisa recordó que a esas ampliaciones del
espacio las llamaban ‘tiempo’. Cuando el patio se hacía
grande, pasaba un minuto; si se duplicaba, una hora; si se agrandaba lo
suficiente de manera tal que no se divisaba ya ni la casa ni el cuarto de
herramientas, un día entero. Se cansó de jugar con los caracoles y
los dejó en el fondo del balde; algunos flotaban. Arrancó una
ramita de ligustrina y la pasó a uno y otro lado dentro de la
canaleta.
Aburrida del patio, tiró el
palito al costado y se fue al fondo, donde la abuela arrancaba los malos yuyos.
- Abu, ¿por qué no
puedo ir al cuartito a ver a mami?
- ¡Ay chiquitina! -se
lamentó la vieja-
A la Nena le fachere una cosa e questa cosa é
mala para lo ninio. Te pose contagiare.
Clarisa estuvo un rato largo sentada
entre los yuyos: curioseaba lo que hacían las nenas vecinas. La mayor
tenía puesto un vestido de cumpleaños, el cuello con volados y
almidonado; a la menor le habían puesto un enterito y una camisa
también con cuello de volados. Según sabía, más
tarde las vecinas harían una fiesta, pero no la habían invitado.
Ahora se entretenían en sacarle la lengua a través de las
líneas del alambrado. Clarisa, haciendo gestos elocuentes con su mano,
amenazó con cascarlas a las dos. Las hermanas no le respondieron a su
modo: la mayor avanzó con prepotencia, los pulmones llenos de aire y el
pecho al frente. Pero tuvo la mala suerte de resbalar y cayó en el barro.
Los gritos de llanto se escucharon hasta en la China, como decía su
abuelo. Vino la madre y le dio un cachetazo a la del vestido sucio y le hizo una
cantidad de reproches. La nena dejó de llorar, se encogió de
hombros, dio media vuelta y se fue.
Clarisa volvió al patio. Ahora
los caracoles se habían trepado por la pared del cuartito de herramientas
que daba al patio. Esa pared solía estar húmeda; eso gustaba tanto
a los caracoles que se daban una vuelta por ahí para hacer sus conquistas
amorosas. Era toda una comunidad. Los caracoles se movían lentamente: si
torcían a la derecha, el espacio a su izquierda se agrandaba; si lo
hacían hacia la izquierda, sucedía lo mismo con el de la derecha.
Eso también se llamaba ‘tiempo’. Clarisa se daba cuenta ahora
de que los caracoles se movían en el ‘tiempo’. Podrían
compartir con ella ese lugar secreto.
Al borde de la pared, sobre una
baldosa color terracota, dos caparazones se unían simétricamente.
Ella los tomó e intentó separarlos, pero parecían pegados
con cemento. Entonces tironeó: apenas logró que los caracoles
salieran de su cueva, pero no separarlos. Los tiró dentro del balde con
agua.
Hacía más calor; la
abuela seguía arrancando yuyos bajo el sol. Ella soportaba las cosas
calientes. Otras veces Clarisa la había visto probar la temperatura de la
plancha para los bifes con la palma de la mano. En ese momento le daba la
espalda a su nieta, así que la nena aprovechó la oportunidad y se
lanzó hacia la puerta del cuartito de las visitas que daba al patio.
Ya su mano pálida se aferraba
al picaporte, ya empujaba con una rodilla la puerta de metal, ya su cuerpo
entero se esforzaba contra la fuerza de la puerta misma, cuando un manotazo la
apartó, la llevó al patio y la sentó en una silla de paja.
La voz torpe y ceñuda del viejo la retó:
-
Osté non pose entrare con
la Nena perque osté ....
Clarisa hizo un puchero y miró
fijo las baldosas del patio; se concentraba en lograr el llanto. El abuelo,
mientras, le hablaba: a la madre le habían hecho algo que hacía
mal a los brazos de los chicos. Pero ¿qué cosa?.
-
Non poso
dechire.
Pero como el viejo vio que Clarisa ya
lloraba y que hacía demasiado ruido, agregó:
-
Le fache lo brazo negro come ‘l carbón. Le quémano
lo brazo a osté.
II
La luz del crepúsculo se
bifurcaba en las ramas de parra y manchaba el cuerpo de Clarisa que jugaba
tirada en el piso del patio. Arriba, uvas incomibles - eran atemporales, nunca
madurarían-; abajo, tres caracoles corrían carreras, comandados
por una inteligencia infantil.
Clarisa apoyaba en las antenas su
dedo índice para estimularlos a competir; luego los alineaba y los dejaba
ir. Tanto ella como los caracoles sabían que la meta era la pared
húmeda. En sus giros, los caracoles podrían perder minutos u
horas: el espacio se ampliaba a derecha e izquierda. Eso también era
‘tiempo’: no saber quién llegaría antes, porque sus
recorridos eran distintos e irregulares. A veces, el caracol más grande
llevaba la delantera, pero una curva caprichosa podía dejarlo en el
último lugar.
Sus babas dejaban huellas pringosas en el piso. A Clarisa se le habían
secado las mejillas, ya no lloraba y se concentraba en la negligencia
de los caracoles. ¿Cómo se moría un caracol, abuelito?.
‘Con sal’, le había recordado el viejo. Cansada y aburrida
- ya anochecía - pensó cuál mataría primero.