Nota de la autora: los personajes de este relato son ficticios, no así los sitios por donde transitan, reconocibles para los habitantes de la Buenos Aires del año 2000. No obstante, es posible que algún lector encuentre en estos seres imaginarios algún parecido casual con personas reales. En ese caso, no debe preocuparse: a todos nos ha pasado alguna vez.

1

Clarisa Tejez entró resuelta en la biblioteca de filología con las manos perdidas entre su cabellera, tal vez forcejeando con una hebilla. Así la vio aparecer Darío Sensi, el bibliotecario: los codos en alto y las manos atrás de la nuca, como si alguien la estuviera apuntando con un revólver en la espalda.
- Hola, Darío. ¿Cómo estás?
- Hola, Clarisa -respondió él, riéndose -¿Cómo te va?
Clarisa se preguntó, como tantas otras veces, de qué se estaría riendo Darío. Como otras tantas veces se contestó que no tenía la menor idea. Enseguida pensó que ese preguntarse y contestarse mentalmente acerca de la risa de esa persona que conocía como ‘Darío’ se había vuelto, paradójicamente, un movimiento más instintivo que racional, a pesar de que lo realizara por el ejercicio de su raciocinio. Aunque esta reflexión, también, se le había ocurrido otras tantísimas veces.

Lo cierto es que Darío no tenía la menor conciencia de su risita sarcástica y ahora estaba entreteniéndose con la computadora, absolutamente olvidado de que no estaba solo en la biblioteca. Ella dejó su bolso en una silla y se traspapeló entre las estanterías del fondo. Al rato volvió con el Ernout 1 bajo el brazo y se acomodó en una silla junto al ventanal que daba al patio de la facultad. Darío dijo:
- Voy al baño. Enseguida estoy de vuelta. ¿Me cuidás?
- Andá tranquilo – le contestó Clarisa – Igual, no creo que venga alguien hoy.
Se refería a que ese miércoles había paro de docentes y de no docentes.
- Sí, pero por ahí viene alguno a buscar bibliografía – objetó él.
Y sí, podía ser. Después de todo, estaban en la primera semana de exámenes de diciembre. Aunque ese día no se tomaran finales, era probable que algún alumno viniera a último momento a buscar aquel artículo que el profesor le había dado para estudiar a principio de año. Nunca faltaba algún paracaidista. A pesar de todo, se preparaba para dictar una clase de recuperatorio esa misma tarde. ¡Carnera!. Ella y todos los de Clásicas.
Era una tarde brillante de verano. La ventaja de estar en el cuarto piso (el penúltimo del edificio) era que en un barrio residencial como ése, desde la altura, se podía contemplar una parte considerable del cielo. (Lástima ese tanque de agua que obstaculizaba la vista.) El sol le entibiaba agradablemente el perfil derecho, pero ahora debía apurarse: en dos horas tendría que dar la clase y le faltaba averiguar algunas cositas. Miró la hora en su reloj de pulsera: las tres menos cuarto pasadas. Bueno, lo mejor era ordenarse. Por ahí convenía empezar por eso que le había preguntado una alumna el miércoles anterior: la diferencia entre serva y ancilla. ¡Qué molesta! En las últimas clases se había tomado la costumbre de interrumpir con preguntas insidiosas, que, indudablemente, buscaban tantear el grado de erudición de su ayudante de trabajos prácticos. Pero Clarisa había logrado salir del paso decorosamente prometiendo que averiguaría el contraste de significados, si es que lo había, para la próxima clase. Que era hoy. Por eso mejor dejarse de pensar en cómo zanjar su relación profesor – alumno, darse de lleno a lo menos afectivo y abrir de una vez por todas el bendito Ernout.
Tras una minuciosa consulta, las cosas resultaban como sigue: "servahace referencia a la condición jurídica. En castellano, equivaldría a la ‘esclava’. Un bien, una cosa que se vendía y se compraba", les diría a los chicos, "En cambio ancilla refiere al oficio, es decir la ‘criada’, para decirlo de alguna manera". Anotó cada uno de los significados en una hoja rosada y en el margen superior el número de clase y la fecha: seis de septiembre del 2000. Listo con la diferencia entre servaancilla. Clarisa se incorporó, se asomó a la ventana y vio a un chico cruzando el patio. Volvió a mirar la hora: las tres pasaditas. Luego volvió a sentarse y se puso a cantar improvisadamente Ahora me quedo más tranquila, un tema de los ’80.
Pero no pudo continuar, porque la taparon unos gritos que venían del patio. Ella evocaría el suceso, años más tarde, en versiones perfeccionadas por las revoluciones del tiempo y rotaciones de imágenes que llamamos ‘recuerdos’: aullidos fragmentados, primero; un golpe seco, como un estruendo, después; y entonces, el malestar en el estómago porque se daba cuenta de que algo pasaba, la sensación de que su mejilla se enfriaba a causa de la nube que ocultó, fugitiva, el cielo de la facultad. Hasta que decidió acercarse con prudencia a la ventana y observó a través del vidrio.
Entonces pudo contemplar una escena sombría. En el patio, junto a las puertas verde inglés del ascensor que llevaba al ala derecha del edificio, eran claramente visibles un hombre tirado boca arriba, sus brazos abiertos en cruz y un líquido rojo que corría por detrás de su cabeza. Sobre él, se inclinaba ahora el chico que había visto antes. Un rubio, de pelo lacio y largo atado en una cola de caballo. En ese momento regresaba el bibliotecario.
- Rápido – le gritó Clarisa – Esto hay que verlo.
Él se arrimó a su vez al ventanal. Clarisa notó que Darío respiraba con dificultad y que, después de ver lo que había pasado en el patio, su cara se había vuelto gris. Pero enseguida se recuperó.
- Tenemos que ir a ayudar, me parece –sugirió Clarisa.
El bibliotecario estuvo de acuerdo.
Antes de salir, con su parsimonia habitual, Darío cerró con llave la puerta de la biblioteca del Instituto, y juntos se dispusieron a esquivar el embrollo de compartimentos. A Clarisa siempre le daba vértigo desplazarse por esos pasillos, porque su distribución imitaba al laberinto. Uno nunca sabía cómo ni cuándo saldría. Además no corría el aire en ese piso, lo que más de una vez le había provocado baja presión.
Por fin llegaron a la escalera principal, cercada por ventanales circulares que, a pesar de estar cubiertos por afiches de las agrupaciones centro-estudiantiles, no impedían perderse el desarrollo de los acontecimientos. El de la cola de caballo ahora daba gritos de alarma y dos personas se iban acercando al cuerpo tendido. Una chica que había cometido la imprudencia de bajar al patio en el ascensor pintado de verde inglés, gritaba al no saber cómo salir del cubículo sin pisar sangre, mientras las puertas dobles se cerraban como decidiendo por ella. En el descanso del segundo piso, Clarisa reconoció la espalda del profesor Hidalgo, quien oteaba a través del vidrio escurriéndose entre los intersticios que dejaban la ‘a’ y la ‘l’ de "ARRIBA LA WALSH" en uno de los afiches. Cuando oyó los pasos que descendían detrás de sí, el profesor dio media vuelta y se dirigió al bibliotecario:
- ¿Qué pasó?
- Creo que alguien se accidentó – respondió Darío tranquilamente.
- Eso me pareció, pero estas pancartas infames me impedían ver – contestó el profesor con disgusto - ¿Nadie más que yo se da cuenta de cómo tapan y oscurecen la vista? Pero ya se va a acabar todo esto, algún día...
El bibliotecario no le respondió. Clarisa no supo si porque le otorgaba con su silencio o porque, sencillamente, no le estaba prestando atención.
- ¿Quién se quedó en el Instituto? – preguntó, intranquilo, el profesor.
- Nadie. Tuve que cerrar – contestó Darío, mientras bajaba las escaleras.
Hidalgo descendió maquinalmente, imprimiendo su fastidio en cada peldaño. A menudo lo irritaban los modos de Darío. ¿Sería posible que el conjunto de los bibliotecarios fuera tan indolente? Incluso se podría plantear: x tal que x es ‘bibliotecario’; x equivale a y, tal que y es ‘indolente’. O mejor: todos los bibliotecarios son indolentes; Darío es bibliotecario; ergo, Darío es indolente. Se disponía a complicar la operación agregando variables referidas a los administrativos y a los jefes de departamento, pero la chica que los acompañaba lo sacó de sus especulaciones. Apenas le había prestado atención; ahora, de pronto, no podía quitar los ojos del broche estrambótico con que había sujetado su cabello: una especie de moño de terciopelo violeta. ¡Qué mal gusto! Por lo demás, le agradaban sus pies ágiles y pequeños. No recordaba que hubieran sido presentados. Sin embargo, para llamar la atención del bibliotecario, se puso a hablarle:
- ¿Sabe? Justo iba para el Instituto. Mañana tengo mesa de examen y necesitaba elegir los temas. Por suerte, son dos alumnos que se presentan. Pero veo que ahora voy a tener que esperar...
Darío captó la indirecta.
- Si quiere, le presto las llaves del Instituto.
- ¿De veras? Me hacés un gran favor.
Tan pronto como Darío le alcanzó las llaves, el profesor se precipitó escalera arriba a las zancadas, cosa de recuperar el tiempo perdido. Para Clarisa fue evidente que al profesor Hidalgo lo tenía sin cuidado el infeliz de allá afuera, como la mayoría de quienes lo rodeaban. Le parecía que esta actitud era consecuente con su forma de ser y sus intereses. Más aún, era un alienado por elección.
Cuando llegaron al vestíbulo, Darío se adelantó, abrió la pesada puerta que llevaba al patio y la sostuvo para dejar pasar a Clarisa. Una muestra de caballerosidad que ella no pasó por alto, teniendo en cuenta lo urgente de la situación. Enseguida volvió a ver al de la cola de caballo. Si lo hubiese fotografiado desde el primer momento en que lo vio, obtendría posturas muy diversas que probarían su condición tridimensional; pero nunca lo abarcaría en su totalidad. Esta vez le tomaba el pulso al tipo tirado en el piso. También reconoció, con fastidio, el perfil de Ulises Dudot; permanecía inmóvil, con la cabeza tirada hacia atrás y su mochila colgada al hombro, observando a los recién llegados. A sus pies, un perro de la calle le husmeaba los pantalones.
De un costado surgió Victoria Warren (Vicky):
- Malas noticias – dijo – Es Daniel Sirva. Parece que está muerto.

µ

Peyrou se dirigía a ninguna parte en particular. Simplemente había hecho arrancar su auto, después de un almuerzo más que opíparo en el bodegón de enfrente de la comisaría, y había tomado por una de las callecitas de adentro. Sabía, eso sí, que iba a la parte norte de la ciudad. Eran las dos y treinta.
Cruzó Caballito, Almagro y esa zona confusa que en las guías de calles aparecía con el nombre de Balvanera; finalmente se detuvo en la avenida Córdoba, en el límite con Recoleta. Pensó en que si no viviera en una ciudad tan mal distribuida, en dos pasos vería la costa. ¿En qué mente perversa cabía bloquear a toda una población su acceso al río con canchas de tenis y estupideces por el estilo? Cierto que podría hacer un esfuerzo y llegarse hasta la costanera, pero entonces no le quedaría mucho tiempo y volvería demasiado tarde a la comisaría. Se resignó, entonces, a dar una vuelta y observar la fachada del cementerio. Despacio, porque todavía le sobraban tres cuartos de hora, iba atravesando calles y avenidas, relojeando embajadas, vichando las mansiones, hasta que un vuelo zigzagueante lo obligó a recurrir al freno de mano.
Ella había estado a punto de estamparse en su parabrisas y ahora revoloteaba entre los canteros, oleteando las alegrías del hogar. No había nadie en esas cinco esquinas. Abajo, sí, gracias al declive, se podía ver gente semidesnuda tomando el sol de la tarde. Peyrou apagó el motor y abrió la portezuela intentando no levantar la perdiz. Pero sus esfuerzos eran inútiles; ella ni siquiera había notado que había alguien más en la calle. Intempestiva, imprudente, se lanzaba ahora contra el saco hecho a medida de su cazador; sin embargo lo esquivó a tiempo y se posó en el asfalto.
El comisario encontró su oportunidad. Lamentó no haber traído su red, y se arrepintió de no haber apagado el celular que traía colgado imprudentemente del cinturón. Sin embargo ella no se había movido y mantenía juntas las alas. Pretendía, infantil, parecerse a la brea. Era posible que estuviera aterrada.
El dibujo que formaba el revés de sus alas semejaba una semilla de pistacho. Si hubiese estado entre estas semillas, a Peyrou le habría resultado prácticamente imposible localizarla. Por suerte se encontraba en el asfalto, y se recortaba contra un negro azulado que la hacia visible desde unos diez metros. El comisario ya se le estaba acercando, tanto como a metro y medio, metro, cincuenta centímetros... Ella, se veía, había analizado su situación e intentaba desesperadamente ahuyentar al acechante: con las alas desplegadas, ostentaba sus ocelos. Pero con eso no logró otra cosa que seducir más al intruso. Peyrou pudo observar los dibujos escamados y esa manchita iridiscente en la unión de sus alas. Se sorprendió, como otras tantas veces, de que ni el dibujo más representativo ni la foto más fiel pudieran superar la realidad, ese arquetipo de colores nítidos por el sol.
En un parpadeo ella le negó su atractivo y aparecía de nuevo la semilla de pistacho. Era ahora o nunca. El comisario dobló su columna, hizo equilibrio en puntas de pie y fue acercando poco a poco la mano derecha en forma de pinza. Un picoteo y la tuvo entre sus dedos. Se la llevó al auto, se sentó y cerró la portezuela. Satisfecho de su presa, buscaba con la mano izquierda en la guantera algún frasquito de vidrio. La posición no lo ayudaba, así que tuvo que salir del auto y entrar por el otro lado. Rodeó el vehículo, mariposa en mano. Pero como sintió que ella tiraba demasiado, se detuvo a observarla frente a frente. Movía las patitas desmoralizada. Peyrou, entonces, comprendió que nunca debía haberla mirado. Compasivo, la colocó sobre su mano izquierda; ella se agitó y enseguida se perdió en el aire.
En ese momento algo hizo bip. Era su celular.

µ

Al final resultó que la que estaba atorada en el ascensor era Beatriz Espuma, una estudiante de la cátedra del profesor Hidalgo. Darío la ayudó a bajar del ascensor y a saltar por encima del cuerpo de Daniel Sirva. Estuvo gritando un rato hasta que entre Victoria, Clarisa y Darío lograron calmarla. Como Ulises la miraba, ella se miró también y pudo tomar conciencia de su condición. Tenía manchas de barro y de un líquido rosado en la ropa. Protestó:
- Voy a tener que ir a casa a cambiarme. Venía del subte para la facultad y ...
Entonces se detuvo y señaló a un cachorro que se acercaba tímidamente al círculo.
- Ése perro tarado me saltó encima.
Y lo amenazó con su sandalia. El perro, que, a pesar de su condición paria, había aprendido a reconocer a las personas sensibles, corrió a esconderse detrás de Darío.
- Vamos a tener que llamar a la cana – reparó el de la cola de caballo.
- Podríamos usar el teléfono de la biblioteca – sugirió Ulises – Digo, así no gastamos.
Vicky se ofreció a ir. Clarisa la acompañó. Para hacer más rápido, tomarían el ascensor del frente.
Cuando se abrieron las puertas, vieron a Hidalgo salir satisfecho con un ejemplar de los Menaechmi 2 de Plauto bajo el brazo, edición Les Belles Lettres, cuyas páginas estaban divididas en partes iguales por un papelito que sobresalía a modo de señalador. Clarisa reconoció en él un fragmento del formulario para el préstamo de libros.

- Le decís a Darío que me lo llevé para fotocopiar. Ahora se lo traigo – le dijo entregándole las llaves del Instituto a Clarisa.
- Se ve que ellos también ven Plauto en quinto – comentó Vicky apenas el profesor estuvo lo suficientemente lejos.
Con "ellos" se refería al conjunto de alumnos que estudiaban con la cátedra del profesor Hidalgo, que no era, por supuesto, tan buena como aquella a la que pertenecían Clarisa y Vicky; con "quinto" hacía referencia al quinto nivel de latín. Vicky agregó:
- Pero, ¡qué estupidez!. Cualquiera puede darse cuenta de que va a tomar Los Gemelos en el examen.
- Podríamos vender la información – sugirió Clarisa.
- Incluso estamos seguras de que el pasaje es uno de los del medio.
- ¿Sabés? Conozco un método para deducir cuál es – dijo Clarisa – Uno puede tener la certeza de qué es lo que estaba leyendo una persona antes de cerrar el libro.
- ¿Cómo es?
- Sencillo. Con sólo volver a abrir el libro con delicadeza, como sin prestarle atención. Ley de Murphy: se va a abrir justo en la página donde se cerró.
Pero pronto olvidaron la conversación porque habían llegado al cuarto piso.



1 Nota del editor: Se trata del canónico Ernout, A-Meillet, A: Dictionnaire Etymologique de la Langue Latine, Paris, Klincksieck, 1932, en un tomo, de tapas duras, color rosa viejo

2 Los Mellizos


Eloísa Suárez nació en la ciudad de Buenos Aires en 1970. Durante varios años enseñó latín en la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Sus elecciones literarias van un poco a contrapelo de lo que se está editando actualmente y sus cuentos se pueden enmarcar dentro del género fantástico en sentido amplio, abarcando tanto el policial como los cuentos de terror. Reconoce como influencias literarias a Rodolfo Walsh, Manuel Peyrou, Poe, Chesterton y Hawthorne, por mencionar algunos.