Capítulo HHH
Ahora sí es verdad que me encontraba de verdad en la
calle. Y lo peor de todo: con mi ritmo habitual de vida la plata no me
alcanzaría ni para tres meses. Llamé a Laureano a Miami y le
expliqué la situación.
—Bueno, véngase pues, y aquí lo acomodamos,
viejito.
Pero qué va. Estando en la soledad del apartamento que
alquilé en la Alta Florida me puse a meditar. Y me acobardé. Ese
cachaco debía hallarse metido hasta el pescuezo en un negociazo de a
kilos. Quizá toneladas. Con razón ostentaba ese
Pent House
en Coral Gables, se desplazaba en un BMW, y aquel
beeper que no paraba de
sonar nunca. Esos negocios no van conmigo. Hay que tener los nervios
supertemplados, o como dicen los gringos,
you gotta have guts. Y las
esféricas bien puestas.
Agarré una depresión increíble. Estuve
días enteros sin hacer nada, contemplando los aguaceros mojar las faldas
del Ávila a través de la ventana corrediza y tomando Polar como un
campeón. La desidia total, en suma. Intenté comunicarme con
Charlie. Marqué para México y para Los Ángeles sin
resultado alguno. Con mis amigos de Caracas ni lo pensé.
I was
overwhelmed and I didn’t want to pretend that things went on as usual.
Shame on me, at last.
There were several times that this thought hit upon
my head that I was doomed. Nevertheless, I wanted to sort things out, even if it
was for the last time, with a grand finale. I knew I could make it. But
how?
Los dos primeros días fueron terribles. La misma
pregunta iba, venía, retornaba y se me retorcía en el occipucio.
"¿Y ahora qué hago? ¿Para dónde cojo? Gran
dilema". Después, de la misma manera como había venido, se
diluía en el placer del ocio y la nada.
Me la pasaba desnudo, encendiendo alternativamente el
televisor, la radio, el tocadiscos, el betamax, el microondas y alguno que otro
cachito. Los recuerdos de todas ellas me atacaban en ráfagas fugaces,
empezando por Cheryl y finalizando con Ornela. Le daba unos toques al viejo y
leal Chancleto para solazarme en el recuerdo de interminables fornicaciones. La
erección no tardaba en llegar y,
as usual, se me afiebraba la
imaginación con nuevas maneras de hacérmela. Utilicé
lechosas, botellones de agua mineral, dispensadores de papel aluminio, conchas
de plátano, bistecs crudos, huevos batidos y un sinfín de
adicionales sucedáneos de vulvas. Sin olvidar las viejas y queridas manos
de israelita desocupado, vago y aberradito que Yijova me dio. Uno de estos
días, lo juro por los cimientos del Muro de Los Lamentos, me
dedicaré a describir concienzudamente, bien sea en un tratado o en un
manual, las quinientas millones de posibilidades de que uno dispone para
hacérsela y disfrutarlo a plenitud, casi como si fuera
the real
thing. Apuesto que será todo un
best seller.
I became, on
those lazy and penniless days, not only the undisputed king of lies but also the
king of el cucazo loco — y sin muñeca inflable.
A la semana y pico tuve que salir a reencontrarme con el mundo.
La nevera se había vaciado, tanto de Polar como de pan y mayonesa
kosher. Pero la excusa principalísima, no podía ser de otro
modo, fue que, al fin, ubiqué a Ornela.
Había olvidado pedirle su teléfono en Caracas. No
me quedó más remedio que coger la guía y contemplar la
posibilidad de contactar a todos los abonados apellidados Pérez. Empresa
ciclópea, por decir lo menos. El dedo índice se me
ampollaría.
No, thanks. El sólo esfuerzo de esforzarme en
pensar en el esforzado esfuerzo de esforzarme me daba calambres en la silla
turca del esfenoides. Hasta que me acordé de Javier Grimán. Di con
su número en el amasijo de mis papeles y,
holy heavens, al primer
intento me respondió el susodicho.
—Ay, pero qué eztupenda zorpreza, amigable Benny.
¿Dónde te habíaz metido?
En realidad el tipo no me caía mal. No tardé en
sonsacarlo para llevarlo a terrenos de mi interés, verbigracia,
Ornela’s whereabouts.
—Sí, vale, la ando buscando porque ... porque no
nos veíamos desde que estudiábamos bachillerato, tú sabes,
nosotros éramos muy amigos y teníamos un montón de
años cada quien por su lado hasta que nos encontramos en tu fiesta en
Miami
"
God save the mighty king of bulshit", no pude
dejar de pensar
.
—Qué cheverízimo ...
—Ella y yo éramos casi como hermanos.
—Grandiozo, amigable Benny.
—Y bueno, qué te digo, la otra noche me robaron el
carro saliendo del "Gazebo" con todo lo que cargaba adentro: el
maletín, la agenda, tarjetas, todo, vale, me dejaron en la calle.
Entonces me dije: Javier Grimán es el hombre y aquí me tienes,
pidiéndote que me hagas la segunda.
El tipo soltó un suspiro grueso del otro lado de la
línea.
—Qué encantado eztoy de volver a zaber de ti. Te
diré que no haz podido llamar en mejor momento. Mañana,
prezizamente, voy a ofrezerle una zena ezpezial a Orne. No te preocúpez,
no va a venir mucha gente. Ez algo maz bien íntimo. Y, por zupuezto, que
tú eztaz cordialízimamente convidado, amigable Benny.
—Oye, magnífico.
—Y tú zeraz la zorpreza de la noche porque no
pienzo dezirle a Orne que te he invitado.
Me veía, pues, en la obligación de abandonar el
redil. Cosa que, por lo demás, no me venía nada mal. Sentía
que estaba engordando y poniéndome fofito por la profusión de
cervezas, la inactividad mullida y el exceso de onanismo. Aparte de que me
estaba dando cierto pánico de perder el control, por efectos del alcohol
y del machiche, y, bueno, no deseaba volver a atentar contra mi vida, ni
siquiera accidentalmente. No me atrevía a desglosar tal pensamiento en
forma consciente. Se me erizaban los discos vertebrales de sólo
contemplar esa posibilidad tenebrosa. Pero si a ver a vamos, mayor era la
flojera de tener que buscar un mecate, un revólver o tener que
encaramarme en una silla para arrojarme al vacío desde un piso catorce. Y
ni hablar del dolor previo a la muerte. Alguien tiene que inventar un
método que le permita a uno autodespacharse sin el agobio del sufrimiento
corporal. Yijova nos envolvió en esta cáscara supersensitiva,
emanadora de olores y efluvios, degenerativa al correr de ese flujo
hipnopédico que llaman el tiempo y que engendra ese cataplasma palurdo al
que llamamos dolor físico. Según los ascetas, esta
acumulación de pasiones, a la larga, libera la esencia inefable escondida
dentro de la túnica corpórea. Con un estoicismo macizo y
transfigurado, por supuesto, y, ¿por qué no?, con una alta dosis
de masoquismo mesiánico, los avatares espirituales, las diversas
encarnaciones y advocaciones de Yijova, y el alma, en fin, para ponerlo de
manera escueta, rompen el cascarón orgánico a picotazos y
entonces, y sólo entonces, acaece el despertar absoluto a la vida
verdadera, esa donde los sentidos perciben únicamente lo positivo de lo
físico y lo metafísico a máxima capacidad, y donde las
cordiales definiciones con que edulcoran nuestras existencias dejan de tener
validez y le adjudicamos valores inefables a las infantiles tentaciones
terrenales. Pero si ni siquiera el redentor de los cristianos aguantó el
yeyo de los cuarenta días en el desierto y se la chilló
fuertemente al Padre celestial antes de someterse al bárbaro suplicio que
le infligieron los romanos y los fariseos, ¿qué se le puede pedir
al acobardado hijo de Moisés Möllerstein? ¿Benny el estoico?
¿Benny el espiritualizado en busca de redención? Palpé a
Chancleto y terminé sufragando por el jueguito de siempre. El jueguito
que Yijova quiere que juguemos para su deleite y su retroalimentación.
Ándele pues, diría Charlie.
Cuando regresé de Miami me tenían preparado un consejo de
familia. O, más bien, una corte marcial. José había
descubierto algunas facturas — por un monto insignificante —
de hoteles y discotecas frecuentadas por mí durante mis desplazamientos
por el interior del país. Buscando obviarlas para no tener que
rendirle cuentas, se las había cobrado al viejo como viáticos
atrasados. De haber dicho la verdad habría tenido que calarme siete
días — incluyendo el
sabbath — de monsergas
y reproches. La vieja no se quedaría atrás. José
estaba empeñadísimo en propiciar una campaña de austeridad
a carta cabal y, por supuesto, yo no tenía ninguna intención
de seguirle el paso a su ritmo anémico y bostezante. Instigados
por él y por Ruth — la cuñada nariguda y fisgonísima
—, los viejos se sobresaltaron por lo que dieron en llamar "los
desmedidos gastos de Benjamín". ¿Qué querían
ellos? ¿Que hiciera vida monacal en esos parajes alejados de la
gran metrópoli? Lo peor fue que la vieja se lanzó con la
acostumbrada letanía: que estás cometiendo actos impuros
con esas
goyyim, que estás ofendiendo a Yijova con esas
costumbres perversas, que cómo es posible que te degrades a ti
mismo de esa manera, que ya tienes treinta años y todavía
no te has decidido a sentar cabeza con una buena y decente muchacha de
esas que no se pelan una ceremonia en la sinagoga, que el otro día
vino el rabino muy extrañado porque no te ha visto por allá
ni una sola vez desde que volviste de los Estados Unidos. Saqué
a relucir mis argumentos: yo no era un simple agente viajero, yo soy un
ejecutivo con un Em-Bi-Ei obtenido en UCLA, yo tengo mis propios planes
para transformar radicalmente el
modus operandi de Importadora
"La Selecta", C.A., y trabajar — en lo sucesivo —
con espíritu corporativo en ambientes de dinámicas gerenciales,
yo no puedo llegar a hoteluchos de tercera clase porque uno de mis deberes
como líder empresarial es impresionar tanto a la clientela como
a la competencia, yo estoy soltero aún y no puedo limitar mis aspiraciones
afectivas al limitado mundo de la sinagoga, yo sostengo que el mundo es
bien ancho y tenemos que integrarnos y mezclarnos y adoptar las costumbres
del país que nos acoge, es más — recalqué firmemente
—, yo me siento más venezolano, en primer término,
y más
american, en segundo lugar — por algo he vivido
buena parte de mi vida en el Norte —, que cualquier otra cosa, yo
no quiero verme rechazado, yo no deseo verme señalado siempre como
un extraño y un forastero y un
alien, yo quiero unirme al
sabor, yo no quiero vivir en Tel Aviv ni en Jerusalén atemorizado
por la posibilidad de que un palestino exaltado me zampe un bombazo mientras
aguardo a una preciosidad israelita en un café al aire libre, yo
me conformo con vivir en Caracas y pasarme mis temporadas en Miami tranquilito
y sin molestar a nadie. Lo único que no me atreví a decir
fue que, a pesar de que Chancleto está circuncidado, ello no es
óbice — como dicen los políticos ramplones —
para que desista de buscar maneras de introducirlo, embutirlo y atornillarlo
en lubricados agujeros gentiles.
Poco faltó para que José me cayera encima. Ruth,
su narizona y motolita mujer, no dejaba de estrujar una servilleta y
murmurar:
—¡Oh, qué blasfemias! ¡Oh, qué
blasfemias!
—Eres un impío — soltó José,
apretando los dientes.
—Y tú un sometido — respondí,
at
once.
—Malnacido ... ¡renegado y traidor a tu raza!
— me gritó.
¿Qué se creyó ese patán?
Perdí los estribos por su insolencia. Salté como picado por un
abejorro y lo arrinconé de un pescozón. Mi vieja y la narizona
arrancaron con unos gemidos histéricos.
El viejo llamó al orden antes de que José pudiese
reaccionar.
—¡Basta ya!
Me amonestó severamente advirtiéndome que estaba
suspendido por un mes de cualquier labor en el negocio. Habían planeado y
calculado todo para atarme de pies y manos.
It was a goddamned set
up!
—No hace falta. ¡Ya renuncié!
Ruth destelló en sus ojos un timbrazo de
satisfacción. No era para menos. Siempre había ambicionado que
José heredara todo. Ahora tenían en bandeja de plata lo que
habían anhelado. Sentí asco e indignación. Sin mirar
atrás, salí tirando portazos. Recogí mis cosas y me fui a
un hotel. No quería saber nada más de ellos. A los tres
días, alquilé el apartamento en la Alta Florida y me
mudé.
Llegué de primero a la cena, inducido por la flagrante
premura de Javier Grimán. Andaba en una onda de dieciochescas
representaciones y etiquetas, así que me dejé llevar por el
ingrávido sainete de mi anfitrión.
—¿Y cómo haz eztado, amigable Benny?
— Javier me servía un destornillador de Tanqueray.
—Ocupado, vale. Ando metido en varios negocios pero la
situación está requetedura. La gente se restringe mucho en
año electoral.
—¡Qué faztidio éztaz
campáñaz tan lárgaz! ¡Y "Bicho Loco" cada
día maz inquieto! Tengo un dolor de juanétez que no lo zoporto
...
—Ese hombre está condenado a seguir aspirando a la
presidencia
forever and ever — comenté, luego de un alargado
sorbo.
—Hoy me le hize el muziú y le dije que me
zentía mal con la gripe, porque zinó me tendría pegando
bríncoz por ézoz cérroz de Dioz.
Sonó el timbre. Una mucama chaparrita abrió.
Javier se adelantó a recibir a sus invitados. Pude oler el siseo de las
telas femeninas y escuchar el olor a perfume parisino.
Javier tomó a Ornela del brazo y la acercó a
mí.
— ... ezpero que te acuérdez de él —
le dijo, señalándome.
Nadie lo habría podido notar. Nos sonrojamos y
empalidecimos, al unísono, tres veces en cuestión de fracciones de
segundos. En un tris, Ornela recobró el aplomo y me infundió
confianza.
—¡Pero si es Benny! ¿Cómo
estás tú, delincuente?
Definitivamente, la chama era un avión.
—Arnaldo, ven. ¿Te acuerdas de Benny? Estuvo con
nosotros en la fiesta que dio Javier en Miami.
—¿Qué hay de nuevo? — extendí
mi mano con una sonrisita de profeta galileo.
—Mmmmmm ... bien.
Javier venía ahora con una mujer de poco más de
treinta años — al menos así lo creí en ese momento
—. Era un tantico más alta que Ornela, tenía el pelo no muy
largo, de un color como de paja oscura. No se podía decir que era
deslumbrantemente bonita, pero detentaba un encanto muy particular. Se
acercó con su alargada cara haciendo gala de una sonrisa que me
terminó de descorrer los picaportes glandulares.
—Encantada, Fedora Téllez — su voz era ronca
y agradable.
Tomamos el aperitivo desarrollando el consabido
small talk.
Javier no había olvidado la explicación que le di sobre mi
interés por Ornela, la cual sazoné con un par de historietas
más, ingeniadas sobre la marcha.
—Nunca me habías hablado de Benny, Orne — se
quejó amablemente Fedora.
Por primera vez le ganaba una de avioncismo a la muchacha
porque no supo qué contestar de inmediato. Yo posaba mi mirada
lánguida — tenía el Clark Gable subido esa noche — de
la una a la otra, preguntándome cuál me gustaba más, si la
madura o la tierna.
—Es que la vida lo arrastra a uno por cualquier parte,
sobre todo en esta ciudad loca. Si no nos hubiésemos encontrado en Miami,
así tan de sopetón ... — reprimí la risa con un
esfuerzo encomiable.
—¡Ay, no me recuérdez eza noche, que ezo fue
un verdadero dezaztre! Pero cambiémoz el tema, por Dioz. Entónzez,
Fedora, ¿cuándo te échaz al agua?
Fedora me miró sonriendo.
—Chico, aquiétate. ¿Quieres provocar un
escándalo?
—Ezo ez lo único interezante que ze comenta en
Carácaz por éztos díaz. Ademaz, ¿qué tiene de
malo? Tú érez una mujer muy atractiva y con un futuro por delante
que maz preziozo no puede zer. ¿No te pareze, amigable Benny?
Ahora Ornela me miraba con unos ojos que chispeaban
detrás de gruesos cristales.
—Ese es un tema donde me confieso ignorante por
completo.
—¿Cuál? ¿El de loz atractívoz
de Fedora?
—No. El del matrimonio.
—¿Y eso por qué, Benny? —
preguntó Fedora, sin dejar de acicalar la noche con una sonrisa que
tenía de todo.
—Ya estuve casado una vez y no resultó.
—¿Dónde? ¿Cuándo? —
Ornela pareció saltar en un ensogado de proporciones moleculares. De
repente, recordó el embustazo que yo le había contado a Javier
—. Esa no la sabía, Benny. Como teníamos tanto tiempo sin
vernos.
—Fue en el Norte. Ahí fue donde me di cuenta que
el matrimonio es un estado de gracia que siempre será vedado a gente como
yo.
—Eso me interesa, Benny. ¿Cómo eres
tú? — inquirió Fedora.
—Soy un lobo solitario, soñador e imaginativo.
Algunas veces inescrupuloso de una manera infantil, otras veces heroicamente
banal. Y, de tanto en tanto, querencioso como un cachorro regalón, porque
soy insaciable cuando me quieren. De hecho, mi canción favorita es aquel
bolero que repite incansablemente: "emborráchame de amor".
"Chupa, cachete", pensé.
—Puez déjame dezirte que no te conzebía de
eza forma. Ziempre creí que donde mejor te dezenvolvíaz era en el
arduo mundo de loz negózioz, zerrando tranzacziónez en loz
córroz burzátilez y dándole parejo a loz númeroz.
¡Zi zupiéraz qué malo zoy para laz matemáticaz! Hazta
ezte prezizo inztante temí confezártelo por miedo a que te
deziluzionáraz de mí.
—No, vale — chasqueé la lengua —, todo
lo contrario.
Fedora fumaba con cierta gracia felina.
—Yo también creí lo mismo. La
impresión que causas a primera vista es que eres un alto ejecutivo, de
esos que no dan ni piden cuartel en el agreste mundo de los negocios.
Difícil imaginarte, por consiguiente, como tú mismo te has
descrito.
Ornela se separó un tanto de su novio, quien
había encendido un televisor aledaño y se había
transportado a la procelosa dimensión de la novela de las nueve.
—Mmmjú, Benny siempre fue medio poeta —
corroboró haciéndose mi cómplice y clavándome sus
ojillos inquisidores.
—Tienes que enseñarme lo que escribes —
solicitó Fedora.
—Cuando quieras ... — le correspondí su
arrobadora sonrisa.
Ornela se incorporó preguntando qué tomaba cada
quién.
—Pero no te moléztez, chica. La cachifa noz puede
zervir loz trágoz.
—Deja. Yo voy. Para mí no es molestia.
—¿Y a tu novio qué le vámoz a dar?
Por hoy ze acabó el café con leche.
Fedora disimuló una plácida risotada, antes de
comentar.
—Por los momentos está inmerso en el imposible
romance que experimentan tres hermanas tocayas por un mismo y engominado
galán.
—¿Cómo va eso, mi amor? ¿Ya
cayó también Doris Wells en las garras de José Bardina?
— preguntó Ornela, rumbo a la cocina.
—Mmmmm ... bien.
Dejé transcurrir un minuto. Le pregunté
comedidamente a Javier dónde quedaba el baño.
—La zegunda puerta a la izquierda por aquel pazillo.
Fui hacia allá. Me volteé en el umbral. Fedora
reía con ganas de un chisme que le refería Javier. Para el novio
no existía otro mundo que la colorida pantalla. Llegué donde
estaba Ornela. De sorpresa, la tomé por la cintura y la volví
hacia mí.
—¿Qué haces? — preguntó con
cierto trémolo de pánico.
Sentí su cuerpo distenderse cuando la besé. Sus
labios ardían y temblaban sabiendo, paradójica y
simultáneamente, a fresas y nísperos. Acarició mi escaso
cabello mientras, afanosamente, yo buscaba su cuello con ansias de Nosferatu
saduceo. Mordí su boca. Parecía que nunca más
podríamos despegarnos. Tormentas de buganvilias desembocaban en una
adicción que destilaba fragancias alocadas. Metí mi mano por
debajo de su blusa y comencé a masajear su seno con suaves y
pequeños movimientos rotatorios. Se aferró a mí como si yo
fuese la única tabla de salvación en su vida.
—Yo, Benny ... quiero que me dejes ... por favor —
la escuché mentirse a sí misma.
Mi mano descendió por entre su aflojado pantalón.
Aparté la banda elástica de su pantaleta y palpé el bulto
afelpado de su sexo.
—¡No! ¡Aquí no! — musitó
con firmeza y se apartó.
El aire óqueo de locura pugnaba por no desvanecerse.
—¡Coño! ¿Qué me haces? —
murmuró a la par que se alisaba la melenita y procuraba darle orden a su
ropa, el mismo orden que ansiaba para sus pensamientos
—¿Estás loco, Benny? Nos puede ver mi novio.
—Vamos a darnos una escapada — le propuse.
—Vete, que puede venir Javier ... o Arnaldo ... por
favor.
Pude percibir su aturdimiento.
—¿Sí o no? — insistí, tomando
su mano.
—Después hablamos — respondió,
apretándomela y evadiendo mi cara.
—¿Sí o no?
—Sí, sí ... pero ahora vete para
allá.
Capítulo X
Todavía recuerdo el ocre pálido y descascarado de
las paredes del bloque. Al igual que nuestras vidas allí, el
oxígeno reptaba con acritud de estrechez pecuniaria. Todo era grasiento y
relumbroso, pegajoso al tacto y con rugosidad de perdigones usados.
Valdemar me acompañaba, como de costumbre.
Fumábamos, pareciendo las chimeneas de los viejos navíos de la
marina de guerra que siempre veíamos surtos en La Guaira. Y, por sobre
todo, hablábamos.
Era una noche en que la brisa masajeaba los escuálidos
arbustos de la vereda. De día se hubiera creído que el sol
atosigante era digno de Maracaibo o Cabimas. Los pocos árboles en ciernes
habían sido cuasiarrancados, inmisericordemente, por los muchachos
ociosos de la vecindad y sus camaradas de los cerros.
—No son sino pichones de malandros, desgraciadamente
— argüí yo, pensando: "los pobres".
—Energías fatuas — arguyó él,
carraspeando —. Víctimas de la carencia de canalización y
orientación.
—Habiendo tantas cosas por qué luchar —
aduje yo.
—Es la confusión reinante, producto de la
alienación — adujo él.
Avanzábamos sin querer apresurarnos. Desde detrás
de unas bombonas de gas que jugaban a centinelas de unas persianas raídas
en lo más profundo de su gris, provenía la cacofonía
delirante de varias telenovelas.
—Pan y circo — comenté, estrujando mis
pleamares contestatarias.
Su rostro cernió una media sonrisa, la misma que siempre
se le extraviaba entre los manglares de su barba.
—Ahora les ha dado por adaptar las obras de Gallegos y de
los Alejandros Dumas, padre e hijo — comentó, enjugando sus
rompeolas contestatarios —. Pero eso no les quita ni una ñinguita
de estupidez.
—Por algo es el huésped alienante — hice
gala del oleaje semiótico que se me había impregnado en tantas
horas de conversación en los cafetines de Humanidades.
A Valdemar le era imposible hablar sin sazonarme con un
repertorio de aspavientos mediterráneos.
—Es la caja de Pandora del siglo XX.
—¡Uy! — interjeccioné —
¡Qué barroco!
—Eso se lo escuché a uno de esos intelectualosos
de ateneo que estudian contigo.
No pude reprimir una ligera carcajada.
—Apuesto a que fue al "Gocho" Rojas.
—El mismo que viste y calza — afirmó,
acentuando la media sonrisa que se me antojó una media luna
islámica.
Escuchamos un ruido. Al parecer, un pipote de basura se
había tambaleado por obra y gracia de un gato realengo.
Valdemar atisbó en la semipenumbra. Las venas de su
cuello se hincharon con tensión de vejigas adriáticas.
—¿Quién está ahí? —
resopló, estirando las aletas de su nariz.
—Seguro que es un gato ... — y no había
terminado yo de decir la frase cuando una sombra brincó, evadiendo una
columna mal iluminada.
—Se aquietaron, pues — exclamó otra silueta
que surgió de entre la basura desparramada.
Sentí la mano de Valdemar en mi brazo. Me inspiró
algo de confianza, pero había unas arrugas de miedo que me
saltimbanqueaban por doquier.
Eran dos. Uno tenía una navaja corta. El otro
blandía una pistola oscura y anónima. Los ojos de ambos brillaban
con fulgor de borrascas jamaiquinas.
—¡Bueno, pinches, aflojando esas nedas! —
conminó el más bajito, la mano nerviosa en la navaja calcando
péndulos acérrimos.
Valdemar no movía ni un músculo. Yo deseaba
gritar y correr, pero su mano era un grillete que adormecía mi brazo. No
podía hacer nada, aun queriéndolo.
El otro me tumbó los libros de un zarpazo. Lo brusco del
movimiento hizo que Valdemar me soltara. Le vi remolinos de manchas en la cara,
como si estuviera aquejado de un carare acanelado. Se me abalanzaba.
Reculé.
—¿Qué passsa? ¡O se retratan con los
car’e palos o los quiebro a los dos! — chilló el enano.
Lo sorpresivo del acoso del careto me hizo trastabillar. Un
saliente del empedrado de la vereda se tropezó con mi talón. Mis
pies se enredaron con los de mi atacante. Ambos rodamos por el suelo.
—Bueno, ¿y entonces qué ... ? —
atinó a decir el enano, sorprendido por el percance. La navaja
describió un arco parabólico, yendo a escorar en la profundidad
viscosa de una tanquilla.
El otro se descuidó un instante. Valdemar le
propinó una violenta patada en el bajo vientre y un puñetazo que
le hizo sangrar la boca. El arma cayó al piso, cerca de mí. Yo,
mientras tanto, haciendo acopio de una valentía que me es desconocida, me
arrastré manchándome de sangre la ropa y cogí la
pistola.
—¡Apúntalo! — me ordenó
Valdemar.
Era increíble. Parecía una película que
estuviera viendo en un cine de barrio, una tarde cualquiera de calor agobiante y
con una de esas migrañas que te ponen a ver doble. Tenía el arma y
la miraba como si aquellos dedos que la estaban sujetando fueran unos dedos
superajenos.
Valdemar arrojó al enano con fuerza inusitada.
Cayó en un rincón como un bulto de ropa sucia. Me arrebató
la pistola con el mismo impulso y la introdujo dentro de su chaqueta. El otro
huía por entre los faroles eunucos (casi todos los bombillos
habían sido destrozados a pedradas).
—¿Estás bien? — preguntó,
ofreciéndome la mano.
Me incorporé por mis propios medios. Las piernas me
sabían a flan de adrenalina represada. Valdemar seguía con la mano
extendida, observándome con expresión de Shirley Temple rumbo al
orfanato.
—Ayayayay, mamacita ...
Nos viramos. El retaco se estaba sobando la rabadilla. Los
meniscos le tocaban la tiroides. Tenía los ojos virolos y los
párpados entreabiertos. De haber estado en Transilvania, lo habría
confundido con uno de los zombies alelados por la baba diabólica del
conde Drácula.
Valdemar lo alzó por el cuello de la camisa. No
tendría más de quince años, quizá catorce, pero bajo
la palidez blandengue del único farol no canibalizado se apreciaba un
conjunto de facciones duras. Era la propia cara del malandrín de barrio,
choro y maloso.
—¡Me malograste, desgraciao!
El ruido produjo el encendido de varias luces en los bloques
circundantes. Algunos torsos en siluetas achocolatadas se asomaban.
—¡Suéltame ya, coñ ...!
Valdemar le arreó cinco coscorrones más, con
furia.
—Shshshito — y lo obligó a callar.
—¿Qué escándalo es ese? ¡Ave
María purísima! — se oyó una voz de matrona
entremezclada con vicisitudes de folletón televisivo.
—¡Un atraco, doña Tarcisia! ¡Quisieron
robarlos, pero el muchacho de la chiva se defendió como un tigre, puso en
fuga a uno y al otro lo tiene ahorita guindao pu’el pescuezo! —
clarificó una voz cachifosa perteneciente a una cabeza enjalbegada con
unos rollos de papel tualé.
—¡Adiós canastos, ese como que es Canuto!
— prorrumpió un vozarrón que pertenecía a un gordo
que de día trabajaba con un camión repartidor de cerveza.
—¡Por fin lo agarraron! — se regocijó
una voz aguda adjudicada a una cajera de supermercado que, esa misma tarde, se
había teñido el pelo de amarillo candela.
—¡Llévenlo pa’la jefatura! —
exhalaron varias voces desde la seguridad de sus ventanas enrejadas.
Valdemar lo templó como un guiñapo.
—Ya escuchaste el veredicto, chiquito. Esta noche te sale
calabozo.
Por más que pataleó no logró zafarse. A
medida que avanzábamos, las luces del bloque se fueron apagando. En
algunas ventanas se veían los destellos grisazulados de los televisores
reflejándose por encima de los muros impertérritos de la
noche.
Y, de repente, me inspiró lástima.
—¿Por qué haces estas cosas? — le
pregunté, procurando darle a mi voz un matiz comprensivo a pesar del
desagradable rato que nos había hecho pasar.
Rehusaba mirarme. Insistí.
—¿Por qué te dedicas a robar?
—Porque es un malandrito ... — Valdemar se
interrumpió cuando le hice un gesto con la mano para que no
prosiguiera.
Continuaba con la cabeza gacha. Ya no intentaba liberarse de su
captor.
—¿Cuántos años tienes? —
inquirí, sin ningún resquemor en mi aliento.
Comenzó a mirarme lentamente, muy de soslayo. De
algún modo, logré tocarle cierta fibra aprensiva.
—Once ... — masculló, volviendo a bajar la
cabeza, como apenado.
—Tan chiquito y ladrón — comentó
Valdemar.
No sé qué sentí en ese momento.
Quizá fuese un mezclote de furia, contra el sistema anonadante e
insensible que empujaba a esas criaturas hacia las cloacas de la vida, y
compasión, piedad y ternura por esos desheredados. Los vemos tantas
veces, todos los días, en cualquier lugar de la gran ciudad ... ¡y
volteamos hacia otro lado, insensibles ante ese monumental agobio!
Después se nos revuelve el alma leyendo un relato de Charles Dickens,
describiendo las infinitas miserias del proletariado londinense en la
época victoriana. ¡Qué paradoja! Teniendo la viga incrustada
en la propia retina.
—¿Dónde vives?
Volvió a mirarme con el rabillo del ojo antes de
decidirse a contestar.
—Por ahí. En la vía ... — su voz
sonó un poco más perceptible.
—¿Cómo? ¿No tienes casa?
—Yo cuelgo donde me capture "El Callao tunay,
Tumeremo tumorro nay".
—¿Quéee? — no comprendí ni un
ápice.
—Que duerme donde lo coja la noche — tradujo
oportunamente Valdemar, procediendo a sacudirlo con ínfulas de titiritero
— ¡Habla claro, chiquito, que no te entendemos!
Sus facciones se distendieron, borrándose las asperezas
coralinas que rizaban su expresión de duro callejero. Creí que iba
a llorar. Al fin y al cabo no era más que un niño. Impulsivamente,
tomé su rostro con mis manos y, como por inercia, nos detuvimos.
—Canuto es tu nombre, ¿verdad?
Asintió, atisbándome con sus ojitos
vidriosos.
—¿Y tus padres, Canuto?
Nuevamente apartó la vista de mí.
—Mi vieja chambea por los lados del Nuevo Circo. De vez
en cuando m’l’arrimo con algodón d’España porque
lo que levanta no es muchongo.
—¿Y en qué trabaja, Canuto?
Levantó los ojitos y noté un dolor de
médulas, vientres, plaquetas y lágrimas cohibidas.
—Es prostiputa ...
Valdemar, el falso duro Valdemar, el aparente insensible
Valdemar, quedó tan conmovido que lo colocó nuevamente en el suelo
y apartó sus manos de aquella mínima marejada corporal. Al verse
libre, Canuto por poco resbala. Mi compañero lo sostuvo prontamente.
—¿Te sientes mal? — le pregunté.
—Es q’hace días q’m’está
latiendo el cajetín. De vainita me di antielote con par de balas
frías y un juguete de piñata.
Valdemar salió nuevamente en mi auxilio.
—Sólo ha comido dos perros calientes y un jugo de
piña en varios días.
—¿Por eso fue que intentaste atracarnos? —
pregunté.
Su faz pareció readquirir rigores de encrespamientos
submarinos.
—¿Qué tú quieres? Yo no he visto a
Linda y las tripochas m’roncan como mina y curveta en día
d’San Juan Bailongo.
—¿Y tu amigo? — proseguí.
—¿El "Leche Cortá"? Ese es un
ñero. Apenas vio al panal aquiles zumbando tacles como Bruce Lee
s’piró tó’soplao y m’dejó
tó’abollao.
Sin mediar explicaciones, saqué un billete de cincuenta,
el último que me quedaba hasta fin de mes, y se lo ofrecí.
—¿Qué haces? — preguntó
Valdemar,
Canuto me oteó con aire de extrañeza. No era a
menudo a objeto de atenciones semejantes, por decir lo menos.
—Tómalo — lo conminé.
Su vista se paseaba del billete a mis ojos y viceversa, con
torpeza de peñero queriendo atracar y la resaca
impidiéndoselo.
Al fin se decidió. Sus dedos pequeños y arrugados
rozaron los míos.
—Es para que comas algo ... y no te veas en la necesidad
de robar.
Valdemar quiso interponerse.
—Pero, ¿qué es lo que haces?
—Lo único en que puedo ayudar.
—¿A un malandrito? Mañana va a salir
igualito del retén, buscando a quién asaltar ...
—No lo vamos a llevar a la jefatura.
Valdemar se quedó atónito. Le taladré la
mirada con una expresión inequívoca: no pensaba retractarme. Al
fin, se encogió de hombros.
—Bueno. Sea como tú quieras.
Me torné hacia Canuto.
—Puedes irte.
Había un remolino de incredulidad y agradecimiento
infantil en su diminuta y redonda cara. Estrujó el billete y lo
guardó en un bolsillo de su gastado bluyín.
—No quiero que vuelvas a meterte en problemas.
¿Comprendido?
Me premió con una sonrisa abrillantada por un
pícaro candor antes de partir en veloz carrera, atravesando los
vericuetos de los bloques.
—Quién te entendiera — suspiró
Valdemar, sin resabios de enojo.
—No hay nada qué entender — respondí,
al tiempo que reanudábamos el regreso a mi casa. Volví a sentir la
misma brisa salobre, triste y cadenciosa de mi niñez.
Llegamos a una bifurcación de la vereda. Mi edificio
estaba a pocos pasos.
—Si quieres déjame aquí. No tienes por
qué llegarte hasta ...
—Quiero acompañarte hasta la entrada — me
interrumpió Valdemar —. Además, como están las cosas,
no desearía que salga otro malandro a despojarte de la plata, así
sea con la mejor voluntad de tu parte.
No había atisbos de sarcasmo en su comentario.
—Eres incorregible — puntualizó, con
simpatía de estrella marina.
—Soy incorregible — concordé, sonriendo.
La reja de entrada estaba próxima. Con la mano libre
saqué las llaves.
—Gracias por acompañarme, Valdemar.
Se aproximó con un donaire de pingüino acaudalado.
Su cara estaba muy cerca de la mía y exhalaba un aroma de vísperas
de onomásticos patrios. Todavía no sé por qué
dejé que me besara. Recuerdo claramente que las mejillas me ardieron y
que, cuando cerré los ojos, un vaivén de ínfimas pelotas se
destiñó en la pantalla púrpura de mis párpados. De
no haber dejado caer los libros, a lo mejor me hubiera quedado paralizada.
Valdemar se inclinó y los recogió. Estaba
aturdida.
—Hasta mañana — atiné a decir y me
introduje tras la reja.
—LauraÉ ... — susurró él al
trasponer yo los primeros escalones.
—¿Sí? — repliqué, al ver su
sombra borrosa y tiesa adosándose a los barrotes de hierro grasiento.
—Te quiero mucho ...
Tampoco sé aún la razón que me
llevó a responderle, casi tartamudeando:
—Gracias ...
Escapé, sintiendo que mis piernas eran un piélago
de arcillas y algas huérfanas. Sabía que sus ojos estarían,
durante largo rato, barrenando el toldo grumoso de la penumbra,
buscándome, ansiándome, percibiéndome. Las manos me
sudaban, impregnando los libros con una humedad embadurnada de uveros en los
playones. Habría deseado diluirme en cien millardos de átomos de
mar, pero se me interponía una piedad meticulosa que me hacía
buscar apoyo en la aspereza arenosa de la pared de los rellanos.
¡Cómo ansiaba el estado de la perfecta imperceptibilidad!
Una puerta se entrecerró con estrépito en uno de
los pisos superiores, dejando colar unos gorgorinos de maremoto nipón. El
encantamiento se difuminó entre perlitas efímeras, huertos en
claroscuro y sombras chinescas.
Me
detuve para recobrar el aliento y vencer las setecientas confusiones y
ochocientos cincuenta y nueve dudas que se agolpaban en el istmo que atavía
mi cabeza, mi corazón y mis egregios dolores cual cónyuges
de un mismo pálpito. Tal vez todo era la resultante de esa velada
tan repentina y fugaz. Valdemar me atraía, ciertamente, pero ...
no sé, me copaba una incertidumbre que velaba mi pensamiento. Sí,
definitivamente, eso era. No quería reflexionar. No debía
reflexionar. Por una vez debía detener la seguidilla de análisis
concienzudos que estrujaban mi cerebro. ¿Estaba enamorándome
de Valdemar? ¿O era, simple y llanamente, una atracción
momentánea, presta a eclipsarse a la menor contrariedad?
Nunca había pensado en serio en el amor. Por
algún motivo desconocido, no me veía desplomándome
víctima de un ensueño. O, por lo menos, así fue hasta que
Valdemar me besó. Era diferente. En el liceo tuve una —
¿cómo llamarla? — "aventurilla" con un muchacho.
Lo hice impulsada por el acoso de mis ¿amigas? Todas estaban
experimentando nuevas fronteras. "¿Para qué preocuparse,
chama?", me decían, "si ahora con la pastilla puedes hacer el
amor cuantas veces quieras y con quien quieras. Si me gusta un tipo, me lo lanzo
y punto". Algunas relataban, sin rubor alguno, la manera cómo lo
hacían, con cuántos lo hacían, las proezas de cirqueras que
hacían. Una se sentía como cucaracha en baile de gallinas. Por eso
fue que me atreví. Para integrarme. Me seleccionaron a un catire que
estudiaba en el 5º de Ciencias "B". Salimos en grupo para una
discoteca en Plaza Venezuela. Fue también la primera vez que bebí.
Veía a las muchachas darse besos apasionados con sus parejas.
Afortunadamente, el catire era medio tímido y lo más que se
atrevió fue a agarrarme de la mano, y eso porque la única cerveza
que me tomé se me subió rápido a la cabeza y me produjo
cierta turbación. De ahí, más nada. Seguimos
viéndonos durante las semanas siguientes; él me acompañaba
hasta el bloque, igual que Valdemar ahora, y nos despedíamos con un
besito púdico en la mejilla. Después de los exámenes
finales de aquel Julio caluroso y húmedo, las muchachas inventaron un
paseo a la playa. Se consiguieron varios carros y partimos. Jugamos con las
raquetas, preparamos un sancocho de pescado y, en fin, la estábamos
pasando bien. El catire no se despegaba de mi lado. Pero me dio mal
espíritu el que la mayoría de los muchachos (y varias de las
chicas también) estaban algo subidos de alcohol. Empecé a
preocuparme seriamente cuando oscureció y no veía por
ningún lado intenciones de regresar a Caracas. Mi asiduo escolta me trajo
algo de refresco intentando aplacar el evidente disgusto que ya se me notaba. La
bebida me supo algo rara. Al poco rato, comencé a sentirme mal, con el
vientre revuelto y la cabeza que me daba vueltas. Busqué un sitio
apartado para vaciar el estómago, estragada por las náuseas. El
catire venía tras de mí, atorado y procurando asirme. Me
recosté de una piedra del rompeolas y vi a una de las muchachas debajo de
un fortachón, ambos completamente desnudos. No aguanté más
y les vomité encima. Creo que perdí el conocimiento porque lo
único que recuerdo es que veníamos en un Jeep descapotado por la
autopista. Parecía como si las muchachas iban a estallar en sollozos
descontrolados. El fortachón increpaba al catire y le decía algo
así como "¿Tú como que eres imbécil? ¿No
sabes que la yoimbina (o algo parecido) puede ser peligrosa?
¡Animal!" Quisieron llevarme a una clínica y me negué.
Estaba bastante mareada pero podía mantenerme en pie. Me dejaron en las
cercanías del bloque, subí al apartamento y, gracias a Dios, mi
mamá y Ornela habían salido. Al día siguiente, tuve las
suficientes energías para aguantar con estoicismo el tifón de
regaños y recriminaciones.
Llegué, por fin, a mi casa. Largos años de
convivencia me habían enseñado que, por más cuidado que
pusiese al abrir la puerta, nadie me salvaría de los rezongos de mi
mamá por llegar tarde.
Las bisagras rechinaron con guayabo de gato castrado. Detestaba
aquel olor a cigarrillo mal apagado que se extendía a lo largo y ancho.
Mi mamá arrancó con una letanía prosaica, adormecida y
robotizada.
—Hasta cuándo esta carajita va a tener la
desfachatez de llegar a esta hora sin importarle que ...
La voz se fue apagando a medida que me iba desplazando hacia el
cuarto. De repente, algo me caminó por las pantorrillas y, por poco, no
suelto un grito que hubiera representado el apocalipsis con mi mamá.
Ornela reprimía la risa en un rincón. Estaba
manipulando un ratón de plástico accionado a través de un
tubito que finalizaba en una pera para inflar, parecida a la de un
tensiómetro. Sus ojos lucían más bizcos detrás del
escudo empañado de unos lentes gruesísimos.
—¡Chica, que me asustas! — le reclamé,
deseando no armar gresca que diera motivo a mi mamá para levantarse y
hacerme objeto de un barullo.
—¡Qué gafa eres! — Ornela sabía
cuánto aborrecía ese remoquete — ¡Siempre caes con el
mismo truquito!
—Ya cállate y duérmete.
—No tengo sueño.
—¿Y por eso vas a fregarme la paciencia?
—Estoy fastidiada.
Se subió a la parte superior de la litera.
—Vamos a jugar parchís, LauraÉ.
—No quiero jugar. No estoy de humor.
—Nunca me complaces.
—¿Tú estás loca? ¿A
quién se le ocurre jugar parchís a esta hora de la noche? No
sé por qué tienes que ser tan atorrante.
Comencé a desvestirme.
—¿Estás cansada, LauraÉ?
—Sí, estoy cansada. ¿Y qué?
Ornela se sentó en cuclillas en el borde superior de la
litera. Era síntoma inequívoco de que no tenía la menor
intención de dejarme tranquila por un largo rato.
—¿Estás cansada de tanto estudiar,
LauraÉ?
No le hice caso.
—Tan rico que es estudiar así, LauraÉ.
Mi mutismo pretendía disuadirla de continuar su tonto
juego de agobios.
—Si es que eso puede llamarse estudiar,
LauraÉ.
Me puse la franela larga con la que me gustaba dormir y me
encaminé hacia el baño.
—Con un novio tan chévere cualquiera estudia hasta
tardísimo todas las noches.
Me detuve en el umbral y me voltee.
—Ay, ¡y qué "chabocho" el beso que
se dieron junto a la reja!
Esto era el colmo.
—Mira, piojo — hice un esfuerzo para que mi voz no
se saliera de su cauce —, me sigues espiando y ... y ...
Me quedé con el dedo acusador en el aire.
—¿Se lo vas a decir a mi mamá? ¿O
prefieres que se lo diga yo?
Nos interrumpió el quejido ronco de ella, a la par que
un resplandor de fósforo recién encendido arrojaba vitrales
amarillentos en su habitación.
—Pero bueno, ¿es que no me vas a dejar dormir,
Laura Eunice? Todos los días es este mismo calvario, esta misma
vía dolorosa. Qué insensibilidad, Dios mío. La única
hora posible en que puedo descansar y vienes a perturbármela. No me
ayudas en nada de los oficios de la casa, no me ayudas en nada con tu pobre
hermana, no me ayudas en nada con los centavos que me obligan a luchar a brazo
partido para ganármelos ...
Podía ver, a través de los orzuelos
rígidos de la penumbra, las pupilas vivarachas de mi hermana en el
regodeo. Era su goce particular y nada podía disminuirlo.
— ... porque somos unas mártires, eso es lo que
somos Ornela y yo, nacidas para sufrir y embotagarnos de dolor. Todas las noches
me quedo ronca de tanto rezarle a San Judas Tadeo y a San Onofre para que nos
iluminen y tú, Laura Eunice, tú lo que haces es burlarte, porque
ahora vas a la universidad y te has entregado al ateísmo perverso de
...
"Variaciones sobres el mismísimo sempiterno
tema", pensé, "igual que escuchar Noti-Rumbos o Radio Reloj
Continente por las mañanas". Presumo que mi gesto de
resignación era evidente al trasluz de las sombras homogéneas.
Ornela se dejó llevar por la rutina.
—Métete al baño de una vez —
susurró, estirando la cobija con sus pies huesudos y puntiagudos.
— ... sí, sí, Laura Eunice, porque eres una
inconsciente y a veces soy presa de la angustia y el remordimiento, porque no
sé si habré engendrado ... cof cof cof ... si habré
engendrado una pécora ... cof cof cof ... una insensible ... cof cof cof
...
Cerré la puerta del baño y pasé la aldaba.
Afuera repercutía la voz de mi mamá que era un murmullo ahogado en
lagunas de tos. Cogí "Las venas abiertas de América
Latina", de Eduardo Galeano, y me enfrasqué en su lectura. Me
aislé del mundo durante un largo rato, desplazándome con ligereza
de vestal entre chapuzones de palabras que se enhebraban en mi pecho y me
hacían pensar en océanos inmóviles y gaviotas ciegas.
Cuando salí del baño, era bien de madrugada. A lo
lejos se escuchaba el interminable pasar de los carros por la autopista con ecos
de sinfonías tontas. Ornela dormía profundamente. Me acosté
y tardé un buen rato en conciliar el sueño. Una franja de luz se
posó sobre mis ojos.
"Mañana será otro día",
pensé, "y ya veremos". Las confusiones huyeron de mi alma. Me
vi a mí misma nadando desnuda en una playita rodeada de nebulosas
opacas.
Capítulo XX
Desperté y tuve conciencia de un laberinto de paredes
verdes. Todo estaba deforme, como visto a través de un lente gran
angular.
Pretendí incorporarme. La cabeza parecía que se
me iba a despegar del tronco. Además, una cadencia de marimbas
desacopladas hormigueaba por los linderos de mis vías gástricas.
En eso llegó una figura de contornos difusos, toda alba, atemperada y
eficiente.
—
Please, don’t move — me
recomendó.
Hice esfuerzos por fijar la vista, pero el mundo se bamboleaba
y se me salía de foco. Oprimí mis ojos varias veces hasta que, por
fin, los alrededores teñidos de una claridad, ahora verdiazul, se
estrellaron contra mi maltrecha percepción.
—
Try to rest. You are in a weak condition —
me aconsejó.
—
I’m feeling better now — mentí
y noté una sonrisa compasiva en su carita redonda de coneja cautiva.
Comencé a autochequearme. Sentí las manos y los
pies responder, pero con cierta torpeza de siestas vespertinas. Al menos estaba
completo, aunque podía asegurar, sin asomo de perjurio, que me
habían despegado recientemente de mi fraternal siamés
serruchándome la cabeza con una herramienta mohosa.
—
I’m starving — me quejé, sin
darme tiempo a recaer en la depresión.
—
Do you want me to bring you some food? — me
preguntó.
—
At once, please. Want to take my order?
Hubiera jurado que disimuló la risa (deber profesional,
no doubt). A medida que la vista se me iba aclarando me daba cuenta que
no era nada fea (las enfermeras tienen esa mala fama por doquier). Lo
único que perturbaba el conjunto era la boca. Tenía los labios
demasiado gruesos, para mi gusto, y creí notar que sus dientes estaban
algo manchados. A lo mejor era que se estaba haciendo un tratamiento de
conductos.
—
Only chicken broth for today, I’m afraid. You
are under strict observation and you cannot have anything else to eat, at least
for the time being.
Cerré los ojos y un aluvión de remembranzas me
aguijoneó.
—
Oh, by the way, your friends have been outside there
waiting to see you. If you feel alright now ...
Recordé.
—
Tell them to come in, please.
Salió y la fatiga sorda que me embargó no me
permitió solazarme con su pulcro andar de cachorra. Otra silueta se
estaba colando por las ranuras de mi pensamiento, como esas interferencias tan
frecuentes en las transmisiones de onda corta.
La puerta se abrió y dos bultos embriagados de un halo
turquesa entraron.
—¿Cómo te estás sintiendo?
Volví a abrir los ojos. Charlie y Laureano me escrutaban
con temor de cobayos rumbo a asépticos laboratorios de
linóleo.
—Mejor. ¿Qué me hicieron?
—De todo, carnalito — respondió Charlie, con
impecable acento del DF.
—Qué susto tan verraco nos hiciste pasar, viejito
— ripostó Laureano.
—Todo fue producto del descontrol. Ahora me tienen que
sacar de aquí.
—¿Cómo? ¿Estás loco? —
Charlie parecía el más impresionado de ambos.
—No estás en condiciones — clarificó
Laureano.
Quise levantarme y desistí cuando la cabeza me
giró transitivamente.
—Tranquilízate, Benny — Laureano puso una
mano en mi hombro.
Tragué saliva para lubricar mi pastosa garganta.
—A propósito — dije —,
¿cómo arreglaron mi ingreso a este hospital?
—Te salí de fiador con mi
Diners —
contestó Charlie.
—Te reembolso cuando lleguemos a "Eley".
Se miraron entre ambos.
—Estoy débil,
OK. Pero después de
comer, recupero energías y nos vamos. No soporto más este sitio.
Me parece que me voy a asfixiar.
—¿Qué van a decir los doctores cuando vean
que te marchas? — preguntó Laureano.
—
Fuck the doctors! — espeté.
`Precisamente en eso entró la
nurse con la
bandeja, la sopa, las galletas y un líquido color de tierra. Si
escuchó la imprecación mundana que acababa yo de soltar no
pareció darle mucha importancia. Me sonrió con sus dienticos
manchados y sus ojos de ónix. Era ancha de ancas, lo cual me
desagradó. La despedí de inmediato, haciendo caso omiso a sus
amables reconvenciones de que debía alimentarme lo suficiente para que lo
médicos me diesen de alta.
A pesar de que sentí como si me hubieran golpeado el
estómago con un diez mil toneladas de pan ázimo cuando
empecé a probar bocado, me engullí todo en un santiamén.
Tenía la mente en blanco.
—Alcemos el vuelo antes que aparezca otra enfermera
metiche — conminé, finalizando la comida y disponiéndome a
salir de la cama —. Salgan y me avisan si viene alguien.
Me vestí a toda prisa. Sentí mis manos ansiar
rebelarse. Hice acopio de toda mi capacidad de concentración y las
obligué a mantenerse firmes. Me pareció que habían
transcurrido millones de minutos cuando salí, al fin, de la
habitación.
—Órale, ¿te sientes bien? —
preguntó Charlie cuando me vio trasponer el umbral y vacilar un tanto a
causa de la brillantez aceitosa de las lámparas del pasillo.
—Sí. Andando.
Nos encaminamos. Temía a cada instante que surgiera,
desde detrás de una puerta de
mahogany, la presencia caderuda de
la enfermerita. Ya estábamos próximos al ascensor.
—No, por ahí no — ordené por lo bajo
y señalé la escalera de emergencia.
Laureano me sostuvo al hacérseme pesados los escalones.
Charlie me abrió la puerta de planta baja.
—No hay moros en la costa — advirtió y lo
seguimos.
Había numerosas personas por todos lados. Era un
día normal, evidentemente. Accedimos al
parking lot. El sol del
desierto se desparramaba con su temperamento insolente haciendo graznar el
asfalto. Llegamos al
Cutlass plateado de Charlie. Arrancamos de un
tirón. En cuestión de segundos ya estábamos en el
highway. Alcé un tanto la cabeza y miré hacia atrás.
Las siluetas de los hoteles y los casinos se borraban rápidamente bajo el
trasfondo del paisaje árido y hostil. Sentí algo de
náuseas.
—¿Estás seguro de que aguantarás el
trayecto? — me preguntó Laureano con la cara blanca y los labios
más rojos que de costumbre, semejándose a un gandul de las
caricaturas de Dick Tracy.
—Voy a dormir — fue toda mi respuesta.
Escuchaba sus voces a lo lejos, atravesando pasadizos
aéreos. "No me imaginaba que podía haberle pegado tan
duro", aseveraba Laureano con su cortesía relamida del norte
bogotano. "Tan tranquilo que se le veía en la mesa de
blackjack y el sustito que nos aventó, ándele pues",
comentaba Charlie. Y no se explicaban cómo fue que me paré, luego
de haber ganado casi seis de los grandes (
Buddy, you sure is lucky
tonite, dizque me decía una negrona sureña de amplias y
generosas tetas), y me fui, sin que nadie lo notara, a la habitación, y
varias horas después me encontraron botando una espuma verdiblanca por la
boca, y con el estómago sobresaturado de toda clase de tabletas para
dormir, y con el pecho sonándome como un fuelle oxidado, y se asustaron
de muerte porque creyeron que no había salvación alguna para
mí, y las
chorus girls que se habían levantado no
sabían si gritar o ponerse a llorar ante el mórbido
espectáculo que yo estaba dando a bocajarro en la alfombra de ese hotel
miliunanochesco, y yo (en el piso, pues) con la mirada de la muerte
autoinfligida resoplando desde mis córneas yertas, y los gritos de
somebody call an ambulance this is an emergency move it now!, y
llegó la ambulancia con su pito estridente, y me llevaron de urgencia a
ese hospital, y Laureano que no rezaba "desde la época del ruido,
vea usted" se acordó de golpe de todos los padrenuestros y las
avemarías y los yopecador que había aprendido en su edad de
colegial ("era la época de los Lleras, hijos de la gran puta"),
y qué verraquera tan grande, viejito, y Charlie "jíjole,
pinche cabrón, cuántos lavados de estómago que le hicieron
y cuántos enemas y todavía no me imagino por qué se le
ocurrió semejante tarugada", y Laureano que pronunció un solo
nombre y entonces la vi, nítidamente, sin parásitos en la
transmisión, claramente, sin
smog en el horizonte.
No la culpo por haberme dejado. Reconozco que me había
puesto insoportable, intolerable, inaguantable. No sé qué me
llevó a reaccionar de esa forma ante ella. Quizá fuera mi
recurrente gentefobia. A Cheryl le placía enormemente verse rodeada; le
gustaba recibir, preparar cenas, salir y aceptar invitaciones. Se integraba
rápidamente y a todos caía bien porque tenía la sonrisa
fácil y su reír era franco y halagador.
She’s a total
winner, me comparé con ella, definiéndome a la vez. Porque yo
ni siquiera tenía la menor idea de dónde estaba parado.
Me había convertido en el campeón de los
mentirosos. Pero, ¿dónde termina la verdad y empieza el embuste?
Bastaba que yo dijera que la situación era así y asao para que
todos los desaguaderos de la existencia se metamorfosearan. Nada más que
con mi conjuro. Quería jugar a Dios. Las acuarelas de la vida
desembocaban al calor y a la textura que yo les señalara. Y todo por
causa de los aburrimientos semitas que me sacudían los agobios.
Qué tedios tan inauditos e inauditables. Comenzando por
el
college. Ahí fue donde la conocí. Y donde la
perdí. Me dejó de un día para otro, sin previo aviso.
Hacía tiempo que no nos disputábamos y era, a no dudar, porque me
evitaba. Estaba harta de mis mentiras y mis sofismas. Era demasiado para su
espíritu de niña asentada y ultracuerda del
midwest,
perteneciente a ese mundo donde todo tiene un orden y una secuencia, donde todo
te previene para que ganes el cielo mediante el esfuerzo bienhechor, donde la fe
discurre sin preguntas engorrosas, donde el juego de
Monopoly de la
verdad se confunde con la rutina de las almas simples. Se cansó de mis
crueldades anodinas. Si por lo menos hubiera yo sido un
mobster, un
gamberro, un
hooligan o un malandro sediento de sangre, a lo mejor
nuestras vidas se habrían aliñado con un tantico de
excitación criminal, con una pizquita de tensión sadomasoquista
(¡uf!) y, digo yo, con unas migas de emoción óperajabonosa.
O quizá si lo hubiera intentado por el lado de la locura
artística, si hubiera errado por esos farallones empañados con una
mirada fragmentada en ayeres de vidrio y señales de ceniza en la frente,
con una paleta y un pincel y una voz oscurecida por pesadillas vetustas, a lo
mejor, repito, lo habría logrado con ella. Ah, pero a Cheryl le daban
grima (
she despised all of that, no matter what) los desórdenes
volcánicos en nuestras vidas.
Insisto, ¿es que acaso mi habilidad, mi pericia, mi
maestría en parir de la nada mundos impávidos y sutiles como
bombas de latón no es una de las formas más grandilocuentes del
arte? Para los arcaicos que sopesan la calidad de la creación sobre la
base de labores autoflagelantes y repetitivas,
a certain gift que emerge
del ocio y del tedio (como es el caso de quien suscribe) no es más que
escapismo pueril.
Absolutely not! Enfáticamente lo niego.
Reivindico la pureza de la pereza. Condeno el maniqueísmo aberrante que
ha pretendido relegar el arte sublime de mentir al desván de lo insulso y
lo objetable. Deseo el rigor del fuego eterno y del olvido reparador para todas
las moralidades inocuas e inicuas. Cheryl se disgustaba al oírme afirmar
que el universo obtendría su liberación inapelable, en estados
más avanzados del proceso evolutivo, cuando los hombres asumieran
definitivamente el rol de escultores de lo eterno. Y para llegar a ello hay que
elucubrar. Pero sin esforzarse en hipocresías sudoríparas.
Sólo hay que aguardar por las dinámicas espontáneas y
dejarse llevar por el ánimo creativo. Forjar de la nada. Inventar.
Mentir. Sin prefabricar ni rajarse el cacumen. ¿De qué han valido
en la historia los ardores del músculo y los recalentamientos
encefálicos? Los grandes aprovechadores del entorno vital han sido tipos
que tuvieron la buena fortuna de estar en el momento, la hora y el sitio
adecuados. Lo demás no vino sino por su velocidad en sacarle partido a la
situación presentada, pero eso es un don con el que se nace (
you have
it or you don’t have it). Definámoslo como un olfato esmerilado
en la combustión cromosómica: "
It’s only a matter of
grabbing your chance and don’t let it pass you by", I used to tell
Cheryl and her WASP state of mind made her unconfortable.
Debo reconocer, en este aparte de recomendable cordura, que
ella intentó encarrilarme por el buen sendero. Su comprensión y
devoción tuvieron visos de infinito. Cosa que no llegó a contagiar
su paciencia.
Llegué a amarla con ese sentido de lo posesivo que
enturbia siempre mi acomodo vital con el otro sexo. Quise construir un mundo
hermético, donde no tuvieran cabida las vibraciones palurdas del mundo de
las ratas y los coleópteros de dos patas. Vivimos momentos de intensa
dicha y placer cuando lograba apartarla por unos días de la
extraña exaltación de sus catarsis de
socialite. Y de
aquellos paroxismos de amor y sensibilidad caíamos, sin atenuantes ni
ecuanimidad, en un anticlímax atroz cuando me daba por sufrir estas
gozosas inactividades absolutas, estos dulces minutos de andar a la deriva por
las geologías de la vida sin hacer nada, sin pensar en nada, salvo darle
contento a Chancleto. Cheryl se exasperaba sin lograr entender que esa es la
epifanía de los seres como yo. Peor se puso cuando supo que hacía
tiempo me habían suspendido del
college por mis prolongadas
ausencias. Confesaré que la pericia manual de mi excelente carnal
Laureano Londoño Caycedo me había resuelto el problema del
ganapán pues, con cierta frecuencia, lograba hacerle llegar a mi viejo
una convincente copia certificada con las excelentes notas que estaba obteniendo
en mi carrera de
Business Administration.
¿Para qué autotrepanarme el cráneo con
vanas recriminaciones e insulsas vergüenzas? Podía quedarme en
California todo el tiempo que quisiera. El único problema era el asma
espiritual que me estaba produciendo la ausencia de Cheryl.
Me iba a volver loco si no la volvía a ver. La
tenía clavada en las costillas, en el bulbo raquídeo, en la
pleura. Intenté verter un paraguas de disciplina emocional que me
disuadiera de pensar en ella. Sabía que era imposible. Sentí mis
manos temblar. Hubiera querido beber, pero el recuerdo de mi estupidez, la noche
anterior en Las Vegas ...
Llegamos, por fin, a Los Ángeles. Charlie y Laureano
decidieron quedarse en mi apartamento, temerosos de una recaída en mi
estado de ánimo. Les aseguré que iba a seguir durmiendo. Laureano
salió a comprar
cheeseburgers. Charlie se embebió con la TV
donde pasaban un
rerun de "Columbo".
Me cambié de ropa. Abrí la ventana y me
escabullí por la escalera de incendios. Caminé hasta Sunset
Boulevard y detuve a un chicano cuya cara de dios sanguinario se compaginaba, en
cierto modo, con su oficio de
cab driver. Le di una dirección por
los lados de Rodeo Drive en una jerigonza que no era castellano mucho menos
inglés. El tipo entendió. La boca me sabía a consultorio de
dentista.
—Aquí es, vato — me señaló una
casa de elegante y bien cuidado césped.
Bajé y deseé dar marcha atrás porque me
acobardaba aquel zumbido que me acalambraba el estómago y me agarrotaba
las piernas. Respiré hondo para calmarme, me encaminé y
toqué el timbre con un dedo índice que manaba sudor como el
géiser de Yellowstone y temblaba como la falla de San Andreas.
Un rubicundo, con porte de Robert Redford en bermudas,
abrió.
—Cheryl
, please — le dije.
Puso cara de sorpresa.
—
I guess you have the wrong address. There is no
Cheryl living in here.
Su mirada tenía ecos sardónicos.
—
I know she’s here — insistí
—.
Let me in.
Se interpuso en mi camino. Le di un empujón y
penetré al interior.
—
Hey, what’s going on? —
exclamó, agarrándome por la camisa.
Con todo y lo débil que me sentía, le
asesté un manotazo. Me soltó y avancé por entre una
galería de muebles costosos.
—¡Cheryl! — llamé.
El rubicundo me saltó por detrás y me
aprisionó el cuello. La furia me encegueció y, acopiando todas mis
fuerzas, le soné el hígado de un buen codazo. Reculó un
tanto, soltándome. Me viré con la intención de arrearle un
puñetazo en esa cara de ídolo quinceañero, pero el muy
s.o.b. fue más rápido y me hizo aterrizar sobre la
telefonera con un directo a la oreja izquierda. Hubo un estrépito
circense.
—
Stop it!
Era Cheryl. Lucía un
T-shirt gaseoso que la
cubría hasta las rodillas,
with no underwear. Sentí
rabia.
Me erguí, mirándola fijamente.
—
Cheryl, I just ...
—
Benny, I don’t want to see you anymore
— me dijo, con un acento reseco y gélido —.
Please,
get out of here and don’t you dare to come back.
Un leve mareo me bailoteaba en las sienes.
—
I came to take you home with me — mis
palabras reverberaban.
Si tan sólo hubiese mostrado un gesto de dolor, de
comprensión, de amor.
—
Drop dead, Benny!
Me habría envanecido de dicha si su tono hubiera tenido
dejos de odio y amargura, porque eso significaría que todavía
existían brasas de amor recónditas. Pero sólo había
fastidio. Tedio.
Damned boredom!
No quería asumirlo de forma consciente, pero supe que
había perdido hasta el sentido del ridículo.
—
Cheryl, please, don’t ... leave me. I’m
begging you ... — y mi voz era un ruidito quejoso, con reminiscencias
de moco imberbe.
Sin mayor explicación, dio media vuelta y se
encerró, de un portazo, en una habitación.
—¡Cheryl! — grité, esforzándome
inauditamente para que no se me fueran los gallos.
El rubicundo me habló con cadencia de adonis
celuloidal.
—
You already heard it, pal. She wants you to
split.
Intentó tomarme por el brazo, pero me desasí.
Debió notar el aura de derrota que manaba desde la concavidad más
profunda de mis folículos pilosos porque no pretendió volver a
medirse conmigo. De todas maneras, mis fuerzas se habían esfumado. Si mis
ojos no hubieran estado tan secos y arrugados como unas
California
raisins habría llorado.
Salí, con andar desahuciado, hacia la noche de mi alma
(¡uf!)
Llegué a mi casa. Charlie y Laureano estaban
pálidos y asustadizos. Habían telefoneado a media humanidad al
percibir mi desaparición. Hice caso omiso de ellos y fui a la cama, sin
escalas, cubriéndome la cara con una almohada. Soñé esa
noche que me encontraba con Marilyn Monroe en una enorme recámara rosada;
ella me hablaba y no podía escuchar su aterciopelada voz; me
ofreció un puñado de pastillas, tabletas, píldoras, grageas
y comprimidos, de todos los colores habidos en el mundo; las tomamos con mucho
champagne y reíamos y reíamos mientras nos deslizábamos por
túneles potables ...
Al día siguiente desperté con una
sensación de termocauterio, como si me hubieran practicado una biopsia en
el espíritu. Tan sólo deseaba alejarme de todo. Le pagué a
Charlie lo de mi convalescencia. A Laureano le aflojé cien de los verdes
para que me forjara un diploma de graduación del
college.
El aeropuerto estaba repleto. Tomé el primer vuelo a
Miami. Todavía no había oscurecido por completo y ya estaba
subiendo por la autopista. Los ranchos parecían haberse extendido hasta
mucho más cerca del mar, por un lado, y del cielo, por el otro.
Caracas seguía siendo un despelote descomunal.
Capítulo XXX
¿Qué podía decir ella? Siempre
había estado de acuerdo con mis decisiones y esta vez no fue diferente.
Solamente comentó que tendría que trabajar el doble porque ya no
se trataba nada más del costo de mis estudios en la "Santa
Cecilia".
—Conseguí un apartamentico. No es gran cosa pero,
por lo menos, saldremos de aquí. Queda por Las Acacias.
¿Cómo te parece?
No pude menos que sonreír. Sabía, desde que tuve
uso de razón, que nunca había cejado en su empeño de
sacarnos (o debería decir, con toda propiedad, sacar
me) del
bloque. Sentía, aunque jamás lo manifestó
explícitamente, que era poco menos que un baldón. Algún
día saldríamos de abajo. De hecho, estábamos dando los
primeros pasos efectivos sobre el particular.
—El primero del mes entrante nos mudamos. Nuestros gastos
serán mayores pero siempre hay modo de arreglarse y ...
—Por eso no te preocupes — la interrumpí
—. Pienso trabajar. Así contribuyo con la manutención de la
casa y ayudo a descargarte de obligaciones.
Sus mejillas se hundieron al chupar con apetito. La brasa
refulgió durante dos segundos, como si quisiera evadirse de la punta del
cigarrillo.
—Mejor no. Te va a quitar tiempo y la universidad es
exigente.
—Cogí el turno de la noche.
Apagó el cigarrillo en una cenicerita cuadrada de arte
murano. El humo se colaba por entre sus sulfatados incisivos.
—¿A quién habrás salido tan
impulsiva? Carajo, eres igualita a tu papá en ese aspecto. Y eso que no
lo conociste. Siempre me vienes con los hechos cumplidos y las decisiones ya
tomadas.
La alusión a mi padre era, francamente, inusual. Al
darse cuenta de lo que había hecho, eludió verme y remató
la colilla con aspavientos cortos y espasmódicos.
—Lo único que espero es que no salgas como
él en cuanto a la inconstancia y lo disperso. Pero, ¿qué
estoy diciendo? Si eres la única de esta familia con perspectivas.
Me levanté para servirme un poco más de
café.
—A LauraÉ se le están abriendo
oportunidades.
Encendió otro cigarrillo. El temblor en sus manos no me
daba buena espina.
—Nos va a abandonar. Tú y yo lo veremos. Esa no
tiene sentido de la pertenencia y la solidaridad.
—No hables así, mamá. Es tu hija
también.
—Ornela, no nos engañemos. Yo la parí, la
crié y la eduqué. Y, sin embargo, es una extraña para
mí. Todo el tiempo permanece muda, todo se lo tranca y no comparte nada.
Nunca ha sido una de nosotras. Y ahora muchísimo menos que está
encuerada con ese vivíparo.
Solté una leve carcajada.
—No te rías. Quisiera regocijarme cuando pienso
que Laura Eunice está escarmentando en carne propia el pago a toda la
indiferencia hacia nosotras, su familia, que es lo único con lo que
cuenta verdaderamente a la hora de afrontar los topetazos de la vida.
¿Desde cuándo hace que no nos llama? ¿Desde cuándo
no viene a dispensarnos una visita y averiguar cómo estamos de salud?
¿Ah?
Un ligero acceso de tos cortó la amargura. No quise
decirle que, a veces, ella telefoneaba, cuando tenía la plena certeza de
que era yo quien iba a contestar. En su voz siempre se apreciaba un
extraño titubeo, una mezcla de remordimiento y nostalgia. Era
paradójico, pero nos llevábamos mejor entre las dos desde que se
había ido a vivir con Valdemar.
—Bueno, basta ya de hiel. A cada quien le llega su hora
de rendir cuentas y, en ese sentido, el Altísimo es la última
instancia. Que cada quien cargue con sus culpas — después de unos
cuantos tosidos continuó —. Hay una cosa que deseaba comentarte,
Ornela. Este, tú sabrás, no soy quién para juzgar porque
nunca tuve oportunidad de estudiar (ni siquiera pude completar el bachillerato),
pero de esa universidad "Santa Cecilia" se dicen cosas no muy buenas,
que si es pirata, que si han salido anuncios en los periódicos
solicitando profesionales pero que se abstengan los graduados de la "Santa
Cecilia", qué sé yo ...
—Mamá, no puedo quedarme de brazos cruzados
esperando que se acaben los rollos en la Central. Fíjate todo lo que le
costó a LauraÉ para graduarse.
—Sí, es verdad, ese es el punto. Y el
vivíparo ese todavía no termina su carrera, ¿verdad? Hay
que ver que mi pobre hija sí que es pendeja manteniendo a ese
vivián.
Miré el reloj.
—Me voy. No quiero llegar tarde — dije, y me
apresté a salir.
Ella recogió los restos del desayuno.
—Acuérdate que esta tarde tienes fisioterapia.
—Y es mi última cita también.
—Carajo, por fin salimos de eso. Este Domingo le voy a
prender dos velas al doctor José Gregorio Hernández para
agradecerle su infinita bondad en tu recuperación. Y sería bueno
que vengas conmigo.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? Ya
planifiqué irme con los muchachos para la playa este fin de semana.
La vi cruzar hacia el fregadero, con los platos y tazas de
plástico en las manos, el cigarrillo arqueado en la comisura de los
labios, y tratando de contener la tos para no derramarse los residuos de
café con leche encima.
—Bueno, chica, está bien — replicó,
sin trazas de acrimonia —. Iré yo sola. Pero la semana de arriba
vienes conmigo, mira que hay que pagar esa promesa entre las dos.
—Okey. Chao, pues.
A la media hora estaba en el tribunal. Aquel era mi primer
día como escribiente. Las mecanógrafas me veían, al
principio, con actitud de rareza. Debo significar que mi aspecto no podía
calificarse, de buenas a primeras, como muy ortodoxo. Mis anteojos eran
gruesísimos, de los llamados "culo de botella", siendo prolija
la enumeración de toda la gama de presbicias y astigmatismos que
agobiaban mi visión. Tenía (para más ñapa) hombros
de nadadora, aun cuando no soy muy afecta a cualquier clase de
extenuación física y, por contraste, mis pechos parecen dos
mitades de coco puntiagudas y erectas en sus ochenta y ocho centímetros
de diámetro (¿así se dice?). Hubiera querido tener los
labios más gruesos y la boca un tanto más ancha porque, con toda
sinceridad, no me satisface mucho que digamos mi sonrisa (aunque, a la larga,
una aprende a soportarse y a sacarle partido a sus aparentes desventajas). Ni
siquiera me gusta cuando me maquillo y por eso casi nunca me pinto. Hay gente
que me aconseja llevar el pelo más largo argumentando que mi cara es un
tanto cuadrada y que, de ese modo, se suavizarían mis rasgos. El problema
es que me fastidia la peinadera y la lavadera con que tienes que lidiar cuando
luces una melenita. De repente son resabios de la niñez (LauraÉ
solía descargarme con el sambenito de que yo, dizque, era medio basta y
medio cochina) cuando, a veces (o, más bien, muy a menudo), me daba por
pasar varios días sin bañarme, siempre contando con las oportunas
excusas de mis frecuentes enfermedades. Aunque, al dejar atrás la
pubertad, superé ese ingente estado patológico de aversión
al aseo, aún hoy en día procuro acortar mi estancia bajo la ducha
a lo mínimo indispensable (no soporto la idea de permanecer mucho tiempo
en actividades que no sean ciento por ciento productivas). Qué
filosofía, ¿no? Lo que pasa es que esta actitud ante la vida
siempre me ha arrojado excelentes resultados.
Al cabo de una semana ya me había conquistado a,
prácticamente, todo el mundo en el tribunal. Resalto el
prácticamente porque el secretario me costó un trabajo extra que,
a ratos, me hacía dudar de la eventualidad de hacerme acreedora de su
simpatía. Hablando con franqueza, se trataba de un tipo hosco, repelente,
amargado, acomplejado, vengativo y, además, resultó ser mi primer
contacto directo con el mundo corruptín. Durante un lapso relativamente
prolongado hice gala de todo mi repertorio de halagos y consideraciones con la
idea fija de ganármelo para mi causa. Debo aclarar, no obstante, que yo
no pasaba todavía de ser una muchachita medio ingenua recién
graduada de bachiller en Humanidades, medio crédula de todo lo que le
decían y medio inexperimentada en los verdaderos intríngulis de la
vida. Según mi mamá (ya la han escuchado), existía en
mí un impulso feroz (esa era su expresión textual), sin duda
alguna heredada de ese padre a quien nunca conocí, que me guiaba, con
terquedad de gallego, a la conquista de las personas que me rodeaban y
convertirme en un foco de atracción (impulso no del todo inocuo porque, a
la larga, terminaba organizando a esas gentes con alguna finalidad). Pues bien,
me di con ahínco a granjearme la buena voluntad del secretario del
tribunal (quien, de paso, fungía de jefe de los escribientes y, por ende,
mío). El hombre no cedía ni a las zalamerías ni a las
chanzas ni al jueguito del amigo secreto. Yo soy dura para dar mi brazo a torcer
y ya estaba a punto de tirar la toalla con el susodicho cuando, al fin, le
agarré una debilidad.
El cuento es como sigue. Durante mis últimos años
de bachillerato trabé buena amistad con Carmen Adilia Fragachán,
una llanerita buenamoza con quien me asocié para vender, aquí en
Caracas, varias
delicatesses que sólo se producían en su
pueblo natal, Santa Narda de Miguaque. Y no nos fue nada mal. A punta de pisillo
de venado, queso de mano y queso de cincho, lapa, chigüire y pavón,
en metódicos obsequios (sacrificando parte de mis ganancias), me fui
ganando la confianza del tozudo secretario. Demos gracias al Bendito (como dice
mi mamá) porque el hombre resultó ser muy buen diente y por
ahí Ornelita coló su caballito de Troyita. Al cabo de cierto
tiempo, me constituí en su inseparable mano derecha y empezó a
dejarme tajadas de las numerosas operaciones, no del todo sacrosantas, que
practicaba, con la venia oculta del juez, manipulando los legajos, expedientes y
sumarios de los pleitos más jugosos. Accedí, de hecho, al
conocimiento de vista, trato y comunicación con los abogados más
expertos en zancadillas, traspiés, retardos y/o aceleraciones procesales
(de acuerdo a las particulares conveniencias) y, en fin, con todos aquellos
veteranos en cualquier clase de componendas para obtener los más
pingües beneficios dentro de los diversos litigios que se ventilaban en ese
juzgado. Simultáneamente, avanzaba con paso firme y decidido, en la
carrera de derecho,
ejusdem.
Cada vez más se afianzaba mi certeza de que la
Universidad "Santa Cecilia" era, con bien ganados títulos, una
extensión o, más bien, una derivación de lo que
vivía todos los días en mi trabajo del tribunal. Para no perder la
costumbre, comencé a moverme de inmediato en esos predios como pez en el
agua. La oportunidad la pintaban más que calva. Sin duda alguna, era el
mejor sitio de Caracas y de toda Venezuela para iniciar contactos, para conocer
y dejarse conocer, para establecer lazos con una infinidad de personas que
deberían convertirse, una vez en el ejercicio profesional, en factores de
extraordinaria utilidad. En este punto divergíamos de plano (para variar)
LauraÉ y yo. Ella sostenía que la universidad debía ser,
ante todo y sobre todo, el
Alma Mater, vale decir, no solamente el sitio
donde uno adquiere una profesión que,
strictu sensu, no es sino
una habilidad vital con rango académico. Como aprender la
carpintería, pero una carpintería de suma envergadura. "Lo
importante no estriba en dotarse de un oficio o de un diploma que nos garantice
prebendas en la jerarquía social", me machacaba LauraÉ,
"sino aprovechar el entorno de profundización en el conocimiento,
por el conocimiento y para el conocimiento, enriqueciendo el espíritu y
accediendo a niveles más altos en la comprensión de los procesos
humanos". Y proseguía preguntándome si en la Universidad
"Santa Cecilia" existía un cineclub donde pasaran
películas de Luis Buñuel y de Ingmar Bergman, si se presentaban
orquestas sinfónicas o cuartetos de cámara, si había
exposiciones pictóricas, si tan siquiera venían los cantantes de
nueva trova cubana a realizar conciertos. Ajá, todo eso suena muy bonito,
le contestaba yo, pero con eso no se come, ni se compran apartamentos, ni se
puede viajar para Disneyworld. Ciertamente, la pobre LauraÉ se quedaba
sin poder replicar ante la solidez real de mis argumentos. Buscando
contradecirme, me enrostraba la pésima celebridad que, injustamente,
arrastraba mi universidad. "En la Santa Cecilia es más fácil
graduarse que conseguir puesto en el estacionamiento", intervenía
Valdemar con su fastidiosa condescendencia (siempre me llamaba "La
Cuñys", condimentando el apodo con cierto tonito chocante). Yo
defendía mi causa manifestando que entre mis profesores se contaban los
más afamados miembros de la Corte Suprema, del Consejo de la Judicatura
y, por si fuera poco, varios jueces (altamente conocidos) que llevaban algunos
de los casos más sonados en los medios tribunalicios. Sin dejarme
concluir la argumentación, LauraÉ se condolía del pobre
sistema judicial venezolano. "Con razón la justicia en este
país es una solemne cagada", espetaba, con su vozarrón
montaraz, Valdemar. Sin derecho a pataleo, LauraÉ iniciaba una larga
diatriba contra el ordenamiento clasista que sólo se guiaba por la
capacidad pecuniaria de los individuos y, sin más ni más, el
cuestionamiento se extendía a todo el sistema con lo cual (toco madera
por lo pavoso) ya estábamos hablando de política, que es una de
las cosas que más detesto de este mundo.
Ah, pero mejor es no quejarse. Ese ha sido uno de los mejores períodos
de mi vida. Por un lado, me consolidé en lo físico. Asumí
todas mis limitaciones y aprendí a sobrellevarlas,
transformándolas, más bien, en parte de mi inventario de
atractivos. Hay varones, por ejemplo, que se sienten inmensamente
atraídos por las mujeres con lentes porque intuyen que en ellas existe
mayor densidad espiritual e intelectual. Aparte de que nosotras tres no somos
nada feas. En sus fotos de juventud se puede apreciar en mi mamá una
mirada lánguida y profunda (a lo María Félix) y una boca
definitivamente carnosa, provocativa y misteriosa, con el pelo rizado que le
caía sobre los hombros dándole un aire de ninfa cabaretera, en el
mejor sentido de la palabra (ella se enerva cuando le hago estas comparaciones).
Lástima que la vida la haya tratado tan mal. Su matrimonio
naufragó estrepitosamente y ello le afectó sobremanera. La vida la
arrojó con dos hijas pequeñas al sendero de la dura lucha y
ahí mismo se inició un lento proceso de desgaste. Pero nadie puede
dudar que era bella en sus buenos tiempos. Y si no fuera porque LauraÉ se
ha dejado ganar por esa trastocada simpatía hacia las causas perdidas
(incluyendo el feminismo) y si procurase poner un poco más de
atención en su persona, digo, afirmo, enfatizo y reitero que sería
(de hecho lo es) una mujer de una espléndida y enigmática belleza.
Yo, por mi parte, más afortunada no puedo ser: he caído
víctima de siete mil infortunios durante mi niñez y, sin embargo,
sé que atizo reacciones de evidente atracción en unos cuantos
machitos. De pequeña padecí de una suerte de leucemia que no
pasó a mayores gracias a la entereza de mi mamá. Ella
sacrificó lo mejor de su vida para sufragarme un costoso tratamiento que
incluyó (¡y me erizo de sólo recordarlo!) unas
dolorosísimas punciones entre las vértebras para extraerme
líquido encefalorraquídeo. A resultas de la quimioterapia, mi
crecimiento se vio afectado, mi dentición fue anormal, se me cayó
el pelo y sobrellevé una palidez anémica que retrasó mi
desarrollo menstrual hasta casi los dieciseis años. Para colmo,
celebrando la culminación del tercer año de bachillerato, fui
arrollada por un vehículo (se dio a la fuga, el muy desgraciado, pero
algún día daré con él) y se temió que mi
pierna izquierda fuese amputada. Mi mamá le hizo la consabida promesa al
Dr. José Gregorio Hernández y, a fuerza de fisioterapia y mucha
constancia, logramos salvarla de manera total (aún me duele cuando el
tiempo se pone demasiado húmedo). Y no mencionemos toda la sarta de
sarampiones, lechinas, tosferinas, dengues (y pare usted de contar), de las que
no me salvé ni aun viviendo en el perenne encierro aderezado con
sobreprotección maternal donde transcurrió mi infancia. No era
para menos. A veces pienso que de ahí proviene el alejamiento entre
LauraÉ y mi mamá. Toda su atención se volcó hacia la
frágil, enclenque y quebradiza hija que, en ocasiones, coqueteó
con la muerte, mientras la otra crecía sana, sin problemas aparentes
pero, en el fondo, sintiéndose desdeñada. LauraÉ se
refugió en un escueto retraimiento que la llevaba a sumergirse en la
lectura. Pasaba días sin hablar. Yo, a pesar de mis precoces achaques,
siempre fui activa, emprendedora, comunicativa y muy dada a compartir con los
demás, quizá como compensación a las largas horas de
suplicio que, de por sí, le imponen a una instantes de involuntaria
soledad (hoy en día le tengo tirria a la soledad). Soy intuitiva,
impulsiva y no gasto mucho tiempo en disquisiciones trascendentes. Actúo
y fuera cacho. Después, evalúo las consecuencias de mis actos
(nunca antes). Mi mamá afirma que me parezco en eso a mi papá, con
la diferencia de que él fue (es) un fracasado, mientras que yo no me
arredro ante nada. En los pocos y raros momentos en que la inactividad me
gobierna y me siento de humor para meditar me pregunto: ¿cómo
pueden ser dos hermanas tan radicalmente diferentes? Creo que LauraÉ
muchas veces acondicionó sus reacciones para ser conscientemente distinta
de mí. Reconozco que, muy a menudo, me comporté como una atorrante
(siempre me calificaba de ese modo) con ella. No podía evitarlo. En esa
época gozaba fastidiándola. Hoy en día no. Confieso
abiertamente que me encantaría ganarme su cariño y su
admiración. Pero subsiste una barrera invisible de resquemor en ella. No
sé cómo definirlo. Me da la impresión de que se la pasa
luchando contra cierto remordimiento, clavado muy adentro, por no poder darse a
plenitud con mi mamá y conmigo. LauraÉ no es persona de malos
sentimientos. Todo lo contrario. He sido testigo del aprecio y de la estima que
ella es capaz de granjearse cuando se lo propone. ¿Por qué no
podemos ser, tan siquiera, amigas? ¿Por qué estamos signadas por
un pasado del cual no somos culpables? Presiento que mi mamá, sin querer
queriendo, le enrostró a LauraÉ buena parte de sus frustraciones.
Debe ser terrible para un hijo verse preterido al saber que sus padres ostentan
favoritismos. Me propuse enmendar esa terrible carga. Sé que soy capaz de
hacerlo. LauraÉ deberá saber que el amor entre nosotras no
podrá tener parangón.