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La oficial López colgó el auricular parsimoniosamente. Otro chistoso más. La denuncia era de lo más absurda: en la Facultad de Filosofía y Letras un estudiante yacía muerto en el patio. La oficial cortó sin contestar. No le extrañaría que se tratara de algún pendejo que se había fumado un porro. Probablemente le duraría dos horas, al cabo de las cuales descubrirían que sólo había estado desmayado. Este tipo de denuncias eran frecuentes. Y hoy era un día tranquilo. Normalmente atendía a veinte o veinticinco estúpidos que (por lo visto no tenían nada que hacer) deseaban notificar a la policía o que les había parecido ver a unos encapuchados asaltando el almacén de la esquina o que a alguna mujer descuidada le había sido arrebatada la cartera en plena Avenida Rivadavia. Y no faltaba el que desconfiaba del olor dudoso que provenía de la casa de la vieja de al lado, a quien habrían asesinado de manera no menos dudosa. Y hoy no habían pasado ni dos horas desde la última llamada falsa. Cierto que muchos no inventaban, sino que se limitaban a exagerar algo que tenía parte de verdad. Pero aquella vocecita ronca de hacía un par de horas, ella estaba segura, la había oído antes. El Padrino versión treinta años menos, aunque probablemente estuvieran utilizando un pañuelo entre la bocina y la boca para despistar. La voz se arrepentía de haber matado y descuartizado consecutivamente a su novia, después de haber descubierto que lo había engañado. El cuerpo yacía en un llano. ¡Ah! Él era Marilyn Manson.
- Sí, y yo soy Marilyn Monroe - le había contestado la oficial antes de cortar.
En la central seguían sin filtrar los llamados.
Después había venido la hora del almuerzo y los coqueteos habituales con el principal Virgile. La oficial ya estaba harta de rodeos. Ya iba siendo hora de que él se le declarara. Tres años de intercambios de opiniones del tipo de si debían usarse o no balas de goma en las manifestaciones de protesta, de haber perseguido, atrapado y golpeado hasta dejar a los delincuentes llenos de moretones, de comunicarse a través de "afirmativos" y "negativos" le habían bastado para saber que ambos tenían la misma visión de las cosas.
Antes de salir para encontrarse con él en el bar de Directorio, la oficial pasó por el baño, se maquilló y se ordenó un poco el flequillo. Se repitió frente al espejo que antes del postre le sacaría una cita. Ella era Ivone, Ivone López. Sus rasgos del altiplano contrastaban con su nombre de pila. Pero de eso Ivone no tenía la menor conciencia. Le bastaba con sentirse diferente con su nombre exótico. Además había leído una reseña de
Auch! en el diario, donde se decía que la película prometía acción, intriga y sexo. Un punto de partida para derivar al principal hacia aquel tema al que le costaba tanto arribar.
- Esta semana estrenan una con Jenifer López - insinuó la oficial tocaya de la famosa actriz de Hollywood, con la que sólo tenía en común el apellido. Su metro cincuenta y su cuerpo en forma de trompo acentuaban el contraste.
- Afirmativo. Un bodrio, me dijeron - sentenció Virgile.
La oficial no se desmoronó y volvió a la carga.
- Es un policial. Jenifer es una oficial muy eficiente y atractiva. Ella y su compañero tienen que encontrar a un asesino serial que descuartiza prostitutas.
- Ah, ¿sí? - se entusiasmó él.
- Afirmativo.
- Y el tipo ¿cómo las mata? - preguntó el principal con ojos lúbricos.
- Primero las viola y después les saca las tripas. En el proceso, ninguna sobrevive - la oficial hizo una pausa para ver el efecto positivo que sus palabras tenían en el principal. Entonces remató:
- Tiene una fantasía con Jack el destripador.
Virgile parecía entusiasmado. Incluso preguntó si el asesino se violaba a la tal Jenifer también.
- Hay que verla para averiguarlo -insinuó la oficial-. A propósito, ¿dije ya que ella y su compañero están muy enamorados?
Cuando dejaron el bar, Virgile se había dejado convencer de ir al cine. A la oficial López no le había pasado desapercibido el que el principal aceptara a regañadientes; sin embargo lo atribuyó a que se estaba haciendo el difícil. Una vez en el cine sería pan comido.
Con estos pensamientos, volvió a su puesto de telefonista. Tenía a medio leer la
Gente de la semana. Leyó con avidez notas acerca de romances entre actores y modelos, y se detuvo a chusmear lo que llevaban puesto las estrellas de cine en los cocteles, apreciando el buen gusto y criticando el malo, como si ella fuera parte de ese círculo.
Entonces se produjo la llamada con lo del chico muerto en la facultad. A ella justo le venían con pavadas. Y si la denuncia estaba fundada, no iba a ser ella la que iba a mover un pelo.
- ¡Esos zurdos! - gruñó.
Ivone estaba hasta acá de ellos. Si no era una marcha, era una sentada o alguna de aquellas boludeces que alteraban el orden. Cada semana acudía a la comisaría alguno de los vecinos porque le habían ensuciado el frente recién pintado de su casa con un cartel aclamando al Che.
El teléfono volvió a sonar.
- Comisaría tres cincuenta y ocho, oficial López al habla.
La voz de hacía un momento habló histérica:
- Oficial, es urgente hay un...
- Un estudiante muerto en el patio. Sí, ya lo sé - respondió la oficial con parquedad.
- Parece que saltó de la terraza - chilló la voz del otro lado- No sabemos qué hacer. Vengan pronto.
La oficial se ofuscó:
- Oiga. Usted no me da órdenes a mí - amenazó.
- Disculpe, es que estoy muy nerviosa - dijo la voz.
La oficial no hizo caso al comentario y manifestó:
- Para estar segura de que la denuncia es real, necesito sus datos.
- Lll..los míos. ¿Por qué los míos? -tartamudeó la voz.
- Usted es la denunciante ¿no? - preguntó la oficial, impacientándose.
- Es que no es una denuncia. Yo sólo quiero informar de una muerte, pero no tengo nada que ver con el asunto.
- Eso no es algo que vaya a decidir precisamente usted - rugió la oficial.
La voz no dijo ni "mu".
- Y si pretende que informar sobre una muerte no es hacer una denuncia - embistió la oficial - me pregunto quién es la universitaria acá.
La voz tragó saliva.
- ¿Estamos de acuerdo?
- Sí - murmuró la voz.
- Entonces creo que podemos continuar - se complació la oficial - A ver, vengan esos datos. Nombre de la denunciante.
- Victoria Warren.
La encuesta prosiguió de manera bochornosa. Vicky tuvo que darle información acerca de ella, de sus padres y hasta de sus abuelos. Incluso si tenía gato o perro y, en caso de haberlo, cómo se llamaba. La oficial sonó despectiva cuando Vicky declaró que tenía un gato de nombre Edipo.
Cuando colgó, Vicky estaba pálida de la humillación. Esa medio analfa de policía le había dado en donde más le dolía: su profundo y minucioso conocimiento de la gramática. Además, ¿a ella le había parecido o la oficial le había largado, antes de cortar, un "zurdita de mierda"?
Clarisa la sacó de sus reflexiones al preguntarle qué había dicho la Policía.
- Vienen para acá.
Mientras volvían al patio, Vicky bramaba en su interior. La situación era de lo más inconveniente. A ese idiota de Daniel Sirva se le había dado por saltar de la terraza justo el día y la hora en que ella tenía seminario.
µ
Lo contrario pensaba Virgile, quien se volvía loco con las muertes, sobre todo si se trataba de la de un puto zurdo o de un zurdo puto. Como fuera. Llamó de inmediato a su superior al celular.
- Sí - atendió Peyrou con pachorra.
- Señor, tenemos un 17 - 24 en la Facultad de Filosofía y Letras.
- ¿Un qué?
- Un 17 - 24 - repitió Virgile.
- ¿Qué es eso?
- Es que son los nuevos códigos. Ya están en vigencia, comisario - se explicó el principal.
Peyrou se había olvidado completamente de ellos.
- Claro que están en vigencia: entre los subalternos - mintió el comisario - Así que dígame rápido de qué se trata, si quiere evitar ser sancionado por insubordinación.
A Virgile le temblequearon las piernas.
- Una muerte. Un estudiante que se tiró de la terraza, señor.
- Bien. Así está mejor.
Virgile sintió el alivio del perro que se salva del castigo. Incluso estuvo tentado de mover el rabo.
- Vaya inmediatamente al lugar del hecho. Llévese con usted a la oficial López y llame al forense. Junten a los testigos. Me reuniré con ustedes allí en media hora.
Dicho lo cual, colgó.
Virgile, por su parte, mandó llamar a la oficial López.
- Tenemos un 17-24 - le dijo, apenas ella cruzó el umbral.
- Afirmativo. Yo le pasé los datos, principal - le recordó ella.
- Afirmativo - repuso el principal, que se había olvidado de que la oficial ya estaba al tanto del 17-24 - Precisamente, como usted tomó la llamada, va a participar de la investigación que está a mi cargo.
- ¿De veras? ¿Con usted? ¿Los dos juntos? - contestó Ivone con ojos soñadores, pero, al ver la expresión del principal, enseguida repuso la compostura - Ejem... afirmativo, señor.
- Llame al forense y luego prepare la patrulla. Me reuniré con usted en cinco minutos.
Una vez que se hubo retirado la oficial, Virgile procedió a prepararse para el interrogatorio que tendría lugar en la Facultad de Filosofía y Letras. Necesitaba estar a solas con sus pensamientos cada vez que se venía algo que trascendía los robos a supermercados que poblaban, como condecoraciones, en su foja de servicios. Y con alguien más importante: su machete. Lo tenía desde que se había recibido de oficial y sentía locura por él. Lo llamaba Coronel, en honor a su abuelo, y lo amaba como a su madre, lo cual era mucho decir. Compartían tanto en común que el principal pensaba que estaban hechos el uno para el otro.
Pero, si bien el abuelo se había destacado como militar, el nieto ni siquiera había logrado pasar los tests psicológicos para ingresar en el ejército. Invariablemente, los distintos psiquiatras que habían tenido que sufrir las respuestas delirantes del menor de los Virgile, coincidían en el diagnóstico: maníaco obsesivo, con mezcla de componentes sádicos, narcisistas y fetichistas. Un peligro para las fuerzas armadas.
Y ni los contactos del coronel sirvieron de nada: su nieto, jamás de los jamases, sería un militar como el resto de la familia. El viejo, al fin, se resignó, después de una larga mañana de haber estado prendido al teléfono tratando de convencer (o más bien de amedrentrar) sin éxito a aquellos a los que había hecho un favor en el pasado. ¡Desagradecidos! Los tiempos habían cambiado. Antes bastaba con decir el nombre de Virgile para tener a todos reverenciando: "sí, coronel", o "desde ya a sus órdenes, mi coronel".
Decepcionado, se sentó en el amplio sofá de su piso de Libertador y encendió el televisor. Pasaban un novelón endemoniado, así que cambió de canal. Allí, lamentablemente, reinaba la tanda publicitaria. Una mujer le cambiaba los pañales a un bebé que sonreía gustoso. Que el coronel supiera, cagarse encima no tenía nada de placentero. Después un aviso de electrodomésticos y, enseguida, una música conocida le levantó el ánimo. Ahí el símbolo de la Policía Federal Argentina ocupaba toda la pantalla y una voz en off clamaba: "Joven argentino, si tienes entre 18 y 25 años cumplidos..."
Pero cómo no se le había ocurrido antes. Apagó el televisor, hizo un par de llamadas y se tiró a dormir una siesta. La imagen de su nieto vestido con el uniforme de la policía ocupó la mayor parte de su sueño.
Dos días después, el joven Virgile comenzaba el curso de ingreso a la policía. Los tests no tenían allí ninguna importancia. Al revés de lo que sucedía en el ejército, aquí la demanda era desesperadamente mayor que la oferta de trabajo.
Así que su vida de policía se la debía a su abuelo y lo menos que podía hacer era dedicarle su machete. Por eso ahora lo lustraba con sumo cariño, mientras rumiaba sus posibles hazañas: el Coronel, erecto, amenazando a un zurdo que se negaba a cooperar; el Coronel, de perfil, apaleando las sienes de un profesor amanerado; el Coronel, en acción, penetrando el culo de un profesor puto y zurdo.
Porque, a no dudarlo, todos los profesores zurdos eran putos. Sin ir más lejos, el año pasado sus subalternos habían arrestado y, posteriormente golpeado y culeado a un tal Bolaños, que estaba acusado de haber asesinado a su novio. Desde entonces, los oficiales habían inmortalizado el silogismo: todos los profesores son zurdos, Bolaños es puto, ergo, todos los profesores zurdos son putos.
El razonamiento violaba alguna premisa lógica, que Virgile pasaba por alto sin ningún sentimiento de culpa, pero eso era lo de menos. A él le bastaba que la idea de que los zurdos eran putos tuviera validez universal; para sus subalternos, el hecho de violar a alguien o algo, lo que fuere, fuente de distracción de su rutina de arrestos, interrogatorios y golpes.
Con estos pensamientos, el principal se sentó junto a la oficial López en la patrulla y le ordenó conducir al lugar del hecho. Y no es que al principal le encantara llevarse a la oficial al interrogatorio, después de que ella prácticamente le había sacado de la boca el "afirmativo" para acompañarla al cine. Pero órdenes eran órdenes, y las del comisario eran más órdenes que las otras.
Ahora que había tenido oportunidad de reflexionar en frío, estaba arrepentido de haberle dado el "afirmativo" a la oficial. Sobre todo porque sospechaba que éste era el primero de muchos más. Tenía la impresión de haber dado comienzo a una cadena infinita de afirmativos, que tendrían el altar como rellano en su carrera a la nada. Virgile sintió escalofríos. Cuanto más conjeturaba de la futura salida con su subalterna más temía. Por ejemplo, el segundo afirmativo de la lista interminable. Porque, según Virgile imaginaba (e imaginaba bien), la oficial no era una niña impoluta. Dos indicios lo llevaban a hacer esta conclusión. Uno eran las constantes insinuaciones que había en sus charlas. La oficial siempre intentaba derivar las conversaciones hacia aquellos rumbos. Otro, más temible aún, la oficial pasaba ampliamente los treinta. En fin, a esa altura de la vida debía haber tenido unos cuantos "allanamientos" y era evidente, por su parloteo, que se proponía hacer uno en la persona de su superior. Y ahí es donde entraba el segundo afirmativo que implicaba la entrada a un hotel alojamiento (la palabra "telo" estaba excluida del vocabulario del principal, vocabulario tan contradictorio, que, sin embargo, permitía la inclusión del calificativo "puto").
A Virgile se le enrojecía la cara, como si estuviera siendo víctima de un ataque de hipertensión, de sólo pensar en que existía la posibilidad, por más remota que fuera, de entrar en uno de esos hoteles. Y no se trababa de que asociara en su mente alguna experiencia traumática en relación con estos lugares. Por el contrario, las inspecciones que había realizado en ese tipo de casas durante los años que llevaba de servicio habían sido experiencias muy placenteras, más que nada porque todas habían concluido con el arresto de alguna que otra prostituta y, en la mayoría de los casos, con la clausura del establecimiento. No, el problema era entrar en uno de esos hoteles para hacer "ya se sabe qué". Porque, si había algo que asustaba al principal era a "ya se sabe qué". Le temía como se teme a lo desconocido.
"Ya se sabe qué" era indispensable para traer niños al mundo, mandato de la Naturaleza que debía ser cumplido tarde o temprano en la medida de las propias posibilidades. Tarde o temprano también, para alivio del principal, se produciría el crecimiento de esos niños, a los que Virgile temía en segundo orden de prioridades.
En una palabra, el principal nunca había establecido contacto sexual con una mujer, poseía un conocimiento muy deformado (por medios de comunicación varios, entre los que se contaban las
Playboy) del cuerpo femenino y, lo que era más penoso aún y consecuencia inevitable y a su vez causa paradójica de los dos hechos anteriores, no tenía el más mínimo tacto con las mujeres. Había innumerables ejemplos de esta falta de delicadeza, que las mujeres que habían tenido la poca suerte de cruzarse con Virgile jamás olvidarían. Innumerables habrían sido también los insultos, si no fuera por el uniforme de policía y la placa que llevaba puestos. La mayoría de tales encuentros habían ocurrido unos años atrás, cuando el actual principal Virgile era oficial a secas, antes de que lo trasladaran a Caballito, no tenía auto y, por lo tanto, se trasladaba en colectivo. Precisamente en la parada del colectivo era donde se producían las mayores muestras de indignación, cuando el oficial, con su uniforme recién planchado, bloqueaba el paso de alguna dama y trepaba como un mono al colectivo. O frente a las puertas dobles y automáticas del ascensor de un edificio de la City, donde había hecho guardia durante un año. Si daba la casualidad que el entonces oficial Virgile y un ejemplar del sexo opuesto se hallaban en el mismo piso a punto de tomar el ascensor, apenas se abrían las puertas, él se lanzaba en estampida, derribando con su hombro abultado, en su carrera, a la mujer de turno. En tal caso, Virgile no se molestaba en ayudarla a incorporarse, sino que, habiéndose apresurado a oprimir el botón, cerraba las puertas automáticas. El que tuviera o no lugar una decapitación dependía de la destreza de la mujer para esquivar obstáculos.
Sin embargo, inconsciente de estos actos indeseables, Virgile esperaba encontrar una esposa dócil que le diera hijos. Tal mujer debía cumplir con una condición: agradar a su madre, con la que vivía en un caserón de Almagro y de cuyo deseo de que su hijo permaneciera soltero el principal era absolutamente ignorante. Pero tal mujer, intuía, no era la oficial López.
En resumen, Virgile se embrollaba con intereses contradictorios entre lo que él deseaba (o no) y su supuesto papel de macho. De tales embrollos salía invariablemente mareado y con vómitos. Y ésta no sería la excepción. Dos cuadras antes de llegar al lugar del hecho, hizo detener la patrulla a la oficial López frente a una estación de servicio y salió corriendo al baño, donde permaneció media hora dando arcadas.
En la patrulla, ajena a los esfuerzos del principal -por ahuyentar a sus posibles esposas y por expulsar el almuerzo-, Ivone esperaba al hombre de sus sueños.
µ
Peyrou no solía incluir al principal en sus sueños. De hecho, las pocas veces que Virgile se colaba en sus desvaríos nocturnos se trataba de pesadillas, producto de una cena cuyo plato principal había sido lechón o de haberse masoqueado con un documental acerca del Tercer Reich.
Virgile era un bruto. Aunque, si lo pensaba bien, todos sus subalternos eran unos brutos. Pero el principal sobresalía por su grosería. Además lo sospechaba depravado. Más de una vez le había descubierto una sonrisa de satisfacción durante los interrogatorios. Todavía sufría de temblores cada vez que se acordaba de la vez que habían capturado a Yuyito, un dealer al que le venían siguiendo el rastro desde hacía tiempo. Yuyito era una pieza clave para desentrañar una red de narcotráfico tendida en el barrio de Caballito. La prensa ya estaba al tanto y, para que la Policía apareciera airosa ante las cámaras, se necesitaban más nombres. Como el dealer no largaba prenda, hubo que recurrir a métodos más convincentes. Peyrou sabía que el principal era famoso por hacer cantar hasta a una vaca, aunque ignoraba cómo. Por eso no dudó en encargarle el trabajito a su segundo. Ni tardó mucho en lamentarlo. Media hora después de haber dejado solos en su oficina a Virgile y Yuyito, encontró el lugar a la miseria. El escritorio estaba salpicado de sangre; el vidrio que lo cubría se había roto en uno de sus bordes, como si alguien lo hubiera usado de apoyo para martillar algo; los libros de la biblioteca - entre los que se hallaba una primera edición inglesa de
El candor del Padre Brown- yacían desparramados, en parte, sobre el escritorio, en parte en el piso. Allí encontró también a Yuyito, semiinconsciente, ensangrentado, hecho una piltrafa humana; a su lado, de pie, el principal, cinto en mano, también ensangrentado, miraba al recién llegado con la expresión satisfecha del niño que recibió un juguete nuevo.
Peyrou se aferró al marco de la puerta para no caer redondo al piso. Los flujos corporales, en especial la sangre, le daban vahídos.
- ¿Qué?...¿qué le pasó a mi oficina? - preguntó casi sin aire.
- El reo se niega a cooperar - fue la breve respuesta de Virgile.
- Si lo sigue azotando, probablemente ya no esté en condiciones de hacerlo - vociferó el comisario - Ni eso ni muchas cosas más.
Tuvo que inhalar profundamente antes de seguir:
- Se suspende el interrogatorio hasta nuevo aviso. Haga el favor, llévelo a la enfermería y que limpien este chiquero.
- Pero, señor, si ya está por cantar - replicó Virgile defraudado.
- Nada. Que cante en la ducha. Eso si le queda alguna parte que pueda solfear.
En efecto, Yuyito estaba tan desfigurado que Peyrou no podía distinguir dónde tenía la boca. Virgile salió cabizbajo. Apenas se quedó solo (y eso era más que un decir, considerando el despojo que lo acompañaba), hizo tripas corazón, corrió a levantar
El candor del Padre Brown y lo escondió en la solapa del saco. La profanación involuntaria de este ejemplar lo había irritado más que nada, porque se trataba de su libro de cabecera y porque, escondido como había estado, no quería que lo vieran sus subalternos.
En esas ocasiones, Peyrou no podía aborrecer más a nadie en el mundo. El principal ocupaba un lugar privilegiado que excluía otros seres. Entonces, una rata de puerto no era tan espeluznante. La crueldad ilimitada así como el maltrato de los volúmenes de su biblioteca exhibían la baja instrucción de su segundo. Él, Isidoro Peyrou, condenaba la violencia. Él, a diferencia de sus subalternos, era universitario. Incluso había profundizado sus estudios en el extranjero. Él también, a diferencia de sus subalternos, no había tenido que subir uno a uno los escalafones de la Policía para llegar a comisario. Al contrario, le asignaron el puesto apenas vuelto de Inglaterra, donde había obtenido un master en Literatura Policial Inglesa, calificación
First Class.
El responsable de su empleo actual (el primero de toda su vida) era su hermano Osvaldo, veinte años mayor, que era juez en lo penal. Diez años atrás, cuando se enteró de que Isidoro volvía a la Argentina, echó mano de sus influencias para ubicarlo en la Policía. No es que le preocupara el futuro profesional de su hermano menor, sino que necesitaba tener algún pariente sanguíneo en los altos mandos del área de vigilancia de Caballito. Tal persona debía cumplir con el requisito de haber tenido poco contacto con el delito, de modo de no reconocer a un delincuente aunque lo tuviera delante. De hecho, lo mejor es que hubiera tenido el menor contacto posible con el entorno. Y el candidato ideal era Isidoro, cuya sociabilidad se restringía a un par de bibliotecarios. Un paparulo así, pensaba Osvaldo, nunca podría darse cuenta de los chanchullos que el juez tenía con los delincuentes de la zona. Y, más aún, lo mantendría ingenuamente al tanto de sus detenciones en un informe diario, de modo que el juez neutralizara a los soplones con celeridad.
Así pues, el juez, luego de haber corrido la voz por todo el cuerpo de la policía de que su hermano tenía sólidos conocimientos criminológicos y de haber advertido a Isidoro de que ni mamado mencionara su título universitario, implantó al benjamín de la familia en la jefatura de policía.
Como escoba nueva barre bien, el flamante comisario arrancó con buenas perspectivas. Estaba convencido de que los años dedicados al estudio de técnicas narrativas en la composición del policial lógico encontrarían su justificación al aplicar las mismas técnicas a la superficie textual de la vida cotidiana. Pero, al poco tiempo de ejercer su cargo, comenzó a intuir que las cosas no salían como él había esperado. Algo no encajaba y, después de noches en vela, terminó por comprender qué. Si él, luego de haber extraído un modelo de la trama general del cuento policial, hiciera un calco de ella y, por otra parte, realizara lo propio con las historias de criminales que veía a diario y, finalmente, superpusiera un pliego a otro, los diseños contrastarían. En los policiales, los malhechores, a pesar de su capacidad innata para el crimen, eran seres pintorescos, gente bien, pleno dominio de la sintaxis y del idioma, fumaban cigarrillos importados, aspiraban rapé, en fin, tan encantadores, que uno terminaba por sentir simpatía por ellos. Los reos con los que se cruzaba diariamente, en cambio, eran seres repulsivos, que dominaban sólo una octava parte del vocabulario (la soez), escupían y eructaban mientras se les tomaba declaración, estaban frecuentemente drogados y olían a vino
tetra brik. En esos mismos policiales, los malhechores, a pesar de su encanto, eran encarcelados siempre. Por otra parte, hasta donde él había comprobado, sus subalternos solían perder a los delincuentes durante las persecuciones; si no los perdían, los quemaban a balazos; y los pocos que capturaban con vida salían libres dentro de las veinticuatro horas, tras haber dejado en concepto de fianza el ochenta por ciento del botín en la comisaría.
En esos tiempos también intuyó por qué Osvaldo lo había apremiado para que ocultara su pertenencia a la clase universitaria. No era nada prudente que esto se supiera en un gremio que tachaba a los universitarios de izquierdistas, homosexuales y subversivos por naturaleza. Pero lo que no intuyó eran los tejes y manejes de su hermano y continuaba informándole regularmente acerca de los interrogatorios.
De sus observaciones, el comisario concluyó que había dos mundos que debían mantenerse apartados si es que deseaba no enfermarse de los nervios: el mundo de la ficción policial y el mundo de la jefatura de policía. Así que, a partir de entonces, le dedicaría a su trabajo las ocho horas diarias reglamentarias; el resto del tiempo lo dedicaría a continuar sus investigaciones acerca de la técnica narrativa de los cuentos policiales. Los fines de semana saldría a cazar mariposas.
Y no se podía quejar. Ese orden que se había inventado funcionaba a la perfección. Nada alteraba la paz interior del comisario. Ni siquiera ese maníaco de Virgile. Hasta que aquel miércoles de diciembre, después de haber soltado a un conmovedor ejemplar de
buckeyes que imploraba por su vida con sus seis patas desesperadas, sonó su celular. Era el principal. Un estudiante había saltado de la terraza de la Facultad de Filosofía y Letras. Por lo menos esto contrastaba con la rutina de robos, narcos y asaltantes de
drugstores. Sin embargo, el hecho de que la muerte hubiera ocurrido en la Facultad de Filosofía y Letras, cuya biblioteca Peyrou visitaba asiduamente, no le cayó del todo bien. Significaba que en algún punto los dos mundos que había logrado mantener apartados con considerable éxito se habían intersectado.
µ
Seguía avanzando la tarde, cuando el principal, casi repuesto del episodio en el baño de la estación de servicio, llegó al lugar del hecho acompañado de la oficial López. Enseguida mandaron cerrar la facultad y reunir a los testigos en el patio.
Y ahí estaban, sentados en los bancos dispuestos en forma de pentágono, mientras el principal y la oficial, después de haberlos interrogado brevemente acerca del lugar y hora del incidente, inspeccionaban el cadáver, cuya cabeza reposaba en un charco de sangre. Tenía la camisa abierta y le faltaban algunos botones. Los anteojos se le habían soltado de la nariz ensangrentada y tenía los brazos abiertos en cruz.
Ulises se había acomodado en la punta del banco que le daba la espalda al bar de los estudiantes, con una piedra doblada en escuadra sobre la otra. Fumaba y, entre una y otra bocanada, observaba morbosamente el trato que le daban los policías al cuerpo inerte de Sirva. En efecto, el principal y la oficial se habían puesto guantes descartables y manoseaban aquí y allí en busca de indicios. Y era Virgile el que más entusiasmo ponía en la tarea, palpando ropas, revisando bolsillos. Debajo de una de las manos del occiso encontró un objeto brillante y se lo pasó a la oficial para que lo guardara. Con el mismo entusiasmo o más contemplaba Ulises al principal. A sus pies dormía el perro, indiferente a lo que pasaba. A su diestra, Darío soportaba con estoicismo las quejas de Beatriz que pensaba en poner una denuncia al cuerpo de policía, porque la estaban reteniendo contra su voluntad y no la dejaban ir a su casa a cambiarse. En otro banco, Clarisa era el jamón del sánguche formado por Vicky, a la izquierda, y el chico de la cola de caballo, a la derecha. Ahora que lo tenía más cerca podía reconocerlo. Era Visio, uno de los estudiantes que se encargaba de atender el bar del patio. Además era alumno suyo y ahora la estaba mirando para entablar conversación. La expresión de Clarisa la delató: ella, la profesora de prácticos, lo reconocía. Esto le daba vía libre a Visio para preguntarle acerca del examen de la semana anterior. Era el último del cuatrimestre y, como se había tomado con atraso porque la cátedra estaba atrasada con los temas (Clarisa repartía la responsabilidad entre profesores y alumnos), los estudiantes estarían ansiosos por ver si estaban habilitados para dar el final o no. Sin embargo, a Clarisa le impacientaba que los alumnos, o al menos la gran mayoría de ellos, estuvieran tan pendientes de la nota que se sacaban. Resignada, esperó la pregunta que se le venía:
- Profe, ¿ya corrigió los parciales?
- Sí. Se los pasé a la titular para que los revise. Así que la nota depende de ella - se cubrió Clarisa, aunque esa respuesta apresurada no eludía la siguiente pregunta.
- Pero, ¿aprobé o no aprobé?
- Aprobaron casi todos - dijo Clarisa con vaguedad.
- Ah, casi todos. Entonces hubo aplazos - afirmó Visio con tono de pregunta.
- Hubo algunos, sí - explicó Clarisa parcamente.
- Entre esos debo estar yo, posta.
Clarisa no estaba segura de eso. Los exámenes que había corregido eran sesenta. Al principio había emprendido la ciclópea tarea con euforia. Pero los garabatos de los alumnos así como la involuntaria imprevisión de que los exámenes iban a ser leídos por una profesora algo corta de vista y no por un perito calígrafo pronto la desinfló. A los veinte parciales, ya se estaba replanteando su optimismo; a los cuarenta, había perdido la alegría de vivir; a los cincuenta, se estaba dando golpes en la cabeza contra la pared. Los últimos diez fueron un verdadero calvario. Cuando terminó, lo único que deseaba en la vida era olvidar esos sesenta parciales y a sus sádicos autores. Así que enseguida se esforzó por olvidar los apellidos, aunque algunos, como el responsable del desastroso parcial que asociaba con el nombre de Visio, repercutían en su cabeza. Aún así, estaba casi segura de que no lo había desaprobado.
- Quedáte tranquilo que no estás vos -dijo finalmente.
- ¿Posta?
Tanto dudaba Visio que Clarisa empezaba a perder la confianza en su buena memoria que, para decir la verdad, no era tan buena. Afortunadamente, la salvó Vicky:
- Las notas van a estar en la cartelera del departamento a partir de mañana. Aguantáte hasta entonces.
Visio desistió y cambió de tema:
- ¡Qué garrón nos vamos a comer!
- La verdad - contestó Clarisa, por decir algo.
- Posta que de acá a la cana.
Clarisa no recibió muy alegre este comentario. No le gustaban los policías y la perspectiva de pasar la noche en la comisaría le gustaba menos.
Pero el disgusto por los policías se empobreció con la aparición del profesor Hidalgo, quien venía acompañado por Orione, el encargado de intendencia. Al parecer, se había quedado encerrado en el cuarto piso, después de que Orione, obediente a las órdenes del principal -su padre era un policía retirado que había criado a su hijo como si fuera un oficial más-, hubo cerrado la reja que daba a la escalera. La autoritaria educación de Orione padre era una de las causas de que el profesor Hidalgo se viera obligado a dar gritos de auxilio para que lo sacaran de esa jaula del cuarto piso. La otra causa era la dedicación ilimitada y casi excluyente del propio profesor a los pormenores del dictado de su materia, indiferente a cualquier cataclismo. Porque, si Hidalgo no se hubiese encaprichado en hacer sus fotocopias a cinco cuadras de la facultad -donde costaban cuatro centavos y eran de excelente calidad- y se hubiese entregado, como los demás, al instinto de curiosidad característico del ser humano y de otras fieras, que lo llevaría a permanecer en el patio a seguir los acontecimientos derivados de la caída de un cuerpo al vacío, hoy no estaría enjaulado en el cuarto piso rugiendo por su libertad. Es decir, hubiese previsto que la policía no tardaría en llegar y que, como se estaba ante una situación excepcional, las salidas del edificio serían bloqueadas. Pero Hidalgo era incapaz de reconocer una situación excepcional aunque lo obligaran a ello. Después de cruzarse con Vicky y Clarisa, la del moño lamentable, caminó calles, esperó el cambio de luces de los semáforos hasta llegar a su destino. Y ya se apresuraba satisfecho hacia la biblioteca, ya estaba llegando a las puertas mismas del templo del saber, cuando recordó que le había dejado las llaves a Clarisa, de moño horripilante. Lanzó un insulto en latín, acallado sólo por el entrechocar de las puertas metálicas. Pero ni entonces supo que estaba en problemas, sino que se encaminó confiado hacia las escaleras. Tres veces gritó al encontrarse con la reja, tres veces le contestó el eco de su propia voz. Ya creía que se quedaba allí para siempre. Sin embargo, la suerte estaba de su lado. Gracias a que Orione ya estaba algo entrado en años y le costaba bajar los escalones -más porque había tenido un accidente en la rodilla hacía unos meses-, y más gracias todavía a que la edad no había hecho estragos en sus oídos, es que los gritos del profesor no fueron emitidos en vano.
Ahora, ya en el patio, la oficial López, dejando a un lado su tarea, y con los mismos guantes con los que había estado manipulando el cadáver, procedió a sentar al profesor de golpe en uno de los bancos. Vicky y Clarisa intercambiaron miradas de complicidad cuando vieron que Hidalgo llevaba en la mano, junto a unas fotocopias, el ejemplar que había sacado de la biblioteca, pero sin el papelito blanco como señalador. Ambas podían leerse los pensamientos puesto que, en esencia, rumiaban lo mismo: por qué su profesora no era tan imprudente como Hidalgo. La de exámenes que hubieran aprobado sin tener que estudiar como loros. Y ahí estaba la oportunidad sin que nadie la aprovechara.
En ese momento llegó el forense para encargarse de la inspección del cadáver. El principal lo dejó hacer y, cuando vio que éste había concluido su tarea, le pidió un breve informe.
- ¿Y bien?
- Luego de un examen minucioso, puedo asegurar que se trata de una muerte -gritó el forense. Tenía una voz en falsete que desagradaba a Virgile y que, más de una vez, lo había llevado a sospechar de la sexualidad de su interlocutor.
- ¿Está seguro?
- Le tomé el pulso, principal.
- Bien, ¿qué más?
- El occiso cayó, presuntamente de lo que parece ser la terraza, directo al patio y se quebró la cervical. Muerte instantánea.
- ¿A qué hora?
- No más de cuarenta y cinco minutos atrás, principal.
- Buen trabajo, Beltrán - lo felicitó Virgile - Parece que, a primera vista, su informe concuerda con lo que dijeron los testigos cuando llegamos. Aunque, después habrá que ver - el principal no se fiaba de esos universitarios, sobre todo del que lo venía mirando de hacia rato. Fumaba como trolo, echando levemente la cabeza hacia atrás cada vez que daba una bocanada.
- Espere a que venga el comisario para llevarse el cuerpo - agregó.
Pero no hubo que esperar mucho, porque apenas terminó de decir esto el principal, llegó el comisario Peyrou para hacerse cargo del interrogatorio. Miró de reojo el cadáver y pidió informes. El principal le transmitió lo que habían dicho los testigos. El forense, por su parte, le repitió lo que le había dicho minutos antes al principal. Pero el comisario no reaccionó igual que aquél.
- Ya sé que está muerto y que se cayó, "presuntamente" de la terraza - protestó en voz baja para que no lo escucharan los testigos - Hasta ese perro lo sabe. Lo que necesitamos es algún indicio de lo que le pudo haber pasado al occiso.
- Un asesinato, señor. Sin dudas - acotó, lúbrico, Virgile.
- O un accidente - agregó Beltrán.
Peyrou dudó de la capacidad mental de esos dos para hacer conjeturas.
- También pudo haberse suicidado - objetó la oficial López- El mes pasado vi una con Harrison Ford.
La oficial ya encaraba rumbosa el comentario de la película, pero Peyrou la interrumpió. Se guardó para sí la opinión que le merecían el principal, el forense y la oficial y le dijo a Beltrán:
- Quiero decir: si vio algo raro en el cuerpo.
- Bueno, si usted lo mira bien...- empezó a decir Beltrán.
Pero el comisario no tenía intenciones de mirar el cadáver. No quería darse la cabeza contra el piso, víctima de un desmayo.
- Ya lo ha hecho usted por mí, Beltrán - apuró el comisario.
- En fin, la posición en que cayó es extraña. Los brazos abiertos, medio descuajeringado y de espaldas. Nada premeditado. No parece un suicidio, señor. Tampoco un asesinato. Más bien parece que la víctima resbaló y cayó.
- Eso lo veremos.
- ¿Algo más?
- La muñeca de la mano izquierda está quebrada.
- Bien. Quiero una autopsia urgente.
Dicho lo cual despachó al forense y se dispuso a interrogar más a fondo a los testigos. Empezó por el encargado de intendencia, que, por su función, debería tener alguna idea de los movimientos en el edificio. Le preguntó si había visto entrar o salir a alguna persona más del edificio además de las presentes. Pero en todo el día Orione no había visto a nadie más que a los que estaban sentados en los bancos y que había permanecido en su puesto de trabajo y allí había almorzado. ¿Estaba seguro? En los veinte años que llevaba siendo encargado, se había acostumbrado a memorizar las caras de los que entraban y salían del edificio y eran unos cuantos durante el dictado de clases. ¿No iba a poder hacerlo ahora que la gente que acudía era muchísima menos, sobre todo habiendo huelga? Pero el comisario quería saber si Orione no se había movido de su puesto. Para nada. ¿Era posible que alguien se hubiera escapado de su vigilancia? Absolutamente imposible, ya se lo acababa de decir. La oficial tomo nota de esta declaración.
Así que el encargado no había estado presente en el momento en que el occiso había caído. Se acercó al grupo que estaba reunido en los bancos.
- ¿Alguno de ustedes vio caer al occiso?
- Yo, oficial - contesto Pablo.
El que había respondido era un melenudo, que parecía despeinado con prolijidad. El principal Virgile no tuvo la menor duda de que estaba en presencia de un zurdo. Pero el comisario se abstuvo de cualquier comentario mental y se limitó a corregirlo:
- Comisario, comisario Isidoro Peyrou.
- Yo, comisario - se disculpó Visio.
- ¿Nombre?
- Pablo, Pablo Visio.
- Ocupación.
- Estudiante.
El principal Virgile anotó mentalmente el nombre. Más tarde buscaría los antecedentes de aquel zurdito. No dudaba de que reunía todas las condiciones para ser sospechoso.
- Bien Visio, cuente lo que vio - dijo el comisario- López, tome nota.
- Estaba en casa fumándome un Camel...
- Domicilio - interrumpió Peyrou.
Visio dio su dirección.
- A media cuadra de acá - aclaró.
- Continúe.
- ¿Dónde iba?
- Decía que estaba en su casa.
- Así estaba, fumando tranqui cuando suena el teléfono. Era una de la agrupación. "Ya que estás, ¿por qué no te das una vuelta por el bar y ves si está todo posta?", va y me dice. Yo pienso: "¿por qué no movés ese culo grasoso y vas vos". Pero igual no la mando a ver si llueve porque no tenía ganas de ponerme a pelear con esa cotorra. "En cinco minutos voy", le digo, "Bueno, pero apuráte y después te llamo, no sea cosa que estén preparando algo", dice ella.
Al comisario lo turbó el lenguaje del testigo. Tras años de enfrascarse en la lectura de
papers, la jerga académica se le había hecho carne, y había terminado por creer que la comunidad universitaria excluía otros códigos al trasponer el umbral de la facultad. Así pues, no había esperado que un estudiante universitario hablara como Yuyito. De hecho, Peyrou entendía muy poco de lo que decía Visio, pero sí le quedó claro que había unos, no se sabe quiénes, que tramaban algo.
- ¿A qué se refería? - preguntó el comisario con tono de sospecha.
- Es que ahora estamos en conflicto con la UAU.
- ¿La UAU?
- Es otra agrupación de estudiantes: Universitarios Activos Unidos. Ahora salen con que no apoyamos a los no docentes cuando hicieron la huelga por los incentivos de sueldo. Pero es todo verso. Para ganar votos.
- Comprendo. Así que ella tenía miedo de que desordenaran el bar -dijo el comisario, satisfecho de haber entendido al fin algo.
- ¿"Desordenar"? Los de la UAU te llenan el bar de basura y no dejan una ventana en pie. En las elecciones del año pasado, nos tuvimos que agarrar a piñas porque uno de la UAU se había afanado nuestras papeletas. ¡Para qué! A uno de los nuestros hubo que llevarlo de urgencia al hospital, porque le habían quebrado una botella de cerveza en la jeta.
El comisario se sobresaltó. Los Universitarios Activos Unidos eran demasiado activos para su gusto. Visio continuó:
- Igual yo me quedo fumándome tranqui mi Camel, porque '
festina lente', ¿no profe? - dijo, dirigiéndose a Clarisa Tejez- Apago el pucho y me las tomo. Llego a la facu (la puerta estaba abierta), voy al bar. No hay moros en la costa ni nada raro. "Vine al pedo", me digo. Entonces me vuelvo, cierro con llave. Y ya voy a cruzar el patio, cuando oigo que alguien gritaba.
- ¿Hora?
- Las cuatro y cuarto - contestó Visio, tras dar un vistazo a su reloj pulsera.
El comisario se estaba inquietando.
- Me refiero a la hora de entonces.¿Qué hora era?
- Las tres, más o menos.
- Y dice que escuchó unos gritos. ¿De dónde venían?
- De arriba - dijo Visio, señalando la terraza con el índice.
- Y la voz, ¿era de hombre o de mujer?
Visio reflexionó un poco. O parecía que reflexionaba. Al final dijo:
- La verdad era como una voz de mina.
- ¿ "Como"? No podría ser más preciso.
- Es que no estoy seguro.
- Asegúrese.
- No sé. Podía ser un chabón con voz finita - dudó Visio - Pero gritaba como una mina. Sí, creo que era una mina.
- Bien. ¿Qué gritaba? - dijo el comisario.
- Perdón, señor - interrumpió la oficial López, mientras hacía girar la punta de la birome en su barbilla - Al final, ¿qué pongo? ¿Hombre?, ¿Mujer?
El comisario se rascó la nariz como hacía cada vez que se ofuscaba. ¿Por qué sus subalternos tenían que ser tan lerdos?
- Mujer. ¿Acaso no está oyendo al testigo? - dijo indignado.
- Afirmativo, señor.
- Si es así, ¿para qué pregunta?
- Para estar segura, sabe. Este informe puede terminar en el juzgado y tiene que ser preciso - se explicó ella.
Peyrou la miró con frialdad.
- Seguimos - dijo dirigiéndose a Visio - ¿Qué gritaba esa mujer?
- Nada. Algo como "¡auh!", "¡auh!".
El comisario no entendía si eran gritos o si se trataba de aullidos. Se lo hizo saber al testigo, que, nuevamente, era lo menos exacto posible. Y la tosca expresividad de Visio no ayudaba.
- ¿Gemidos? - sugirió Peyrou.
Visio pareció inspirarse.
- Gemía de dolor.
Peyrou apartó la mirada del testigo. A su lado, la oficial murmuraba algo con el principal.
- Perdón, oficial López, ¿le pasa algo?
- Es que no sé como se escribe "chabón".
- Con "b" de buena - la corrigió. Iba a emplear otro calificativo como ejemplo, pero su buena educación lo contuvo.
- Ah, ¿sí? Hubiera jurado que no- dijo la oficial y largó una risita infantil al principal. Pero Virgile no le prestó atención. Estaba muy interesado en el asunto de los gemidos.
Peyrou ignoró a la tonta de la oficial.
- Continúe, Visio.
- Ahí me quedo duro en medio del patio. Y pasó lo más raro. Porque entonces el que gritaba era un chabón.
La oficial se indignó:
- No ve, señor. El testigo no se pone de acuerdo en si es hombre o mujer. Así no se puede.
El principal, por su parte, se acercó al oído del comisario:
- Es cierto, el testigo se contradice. Sugiero que lo detengamos como sospechoso - dijo, entusiasta.
El comisario dejó caer la cabeza y miró al principal con odio. ¿Quién se creía que era para decirle qué hacer?. Pero el principal no se dio por aludido y malinterpretó el movimiento que su superior había hecho con la cabeza como señal de asentimiento. Dio un paso al frente.
- Queda detenido como sospechoso de la muerte de el occiso. ¿Cómo se llama? - le preguntó a la oficial.
- Pablo Visio - contestó ella con devoción.
- No el sospechoso, sino el muerto.
- Ah. Déjeme ver. Lo tengo anotado por aquí - dijo la oficial buscando en su cuaderno de notas - Daniel Sirva.
- Bien, queda detenido por la muerte de Daniel Sirva - y ya estaba abriendo las esposas y se disponía a hacer uso de ellas, ante la mirada horrorizada de Visio, cuando el comisario se salió de sus casillas.
- ¿Qué cree que está haciendo?
- Llevando a la jaula a este asesino.
- ¿De qué asesino me habla? ¿Está loco? - vociferó el comisario. Pero se dio cuenta de que la pregunta estaba de más. Hacía tiempo que sabía que el principal tenía el cerebro dañado, posiblemente a causa del forceps, al que la partera habría tenido que recurrir, sin duda, para traer semejante engendro al mundo. Y, curiosamente, la hipótesis del comisario, por una vez, concordaba con los hechos. El día del parto, la señora Virgile estaba especialmente irritable en su casa de Almagro. Para colmo, su marido tardaba mucho en llegar. Media hora antes lo había llamado para avisarle que tenía contracciones y que, por lo tanto, debía pasar a buscarla cuanto antes. Finalmente, decidió ir sola al hospital. Salió a la calle para tomar un taxi en el momento menos oportuno: el hijo de los Gómez pedaleaba a toda velocidad su bici por delante de la casa de los Virgile. En su carrera, se llevó por delante a la señora Virgile, quien cayó de trompa contra las baldosas. Los vecinos la llevaron inconsciente al hospital y así permaneció dos días hasta que la despertaron los llantos del pequeño Virgile. Con todo, el hecho fue beneficioso para la madre, puesto que se evitó los dolores de parto. No así para la partera, que, después de luchar una hora con el forceps para sacar al pequeño Virgile del vientre materno, cuando al fin lo logró, el perverso bebé la vomitó de arriba abajo, manifestando a edad temprana su misoginia.
Al comisario le importaban muy poco las vicisitudes de la familia Virgile.
- Pero señor, ¿no estaba usted de acuerdo? - protestó el principal.
- No. Y si sigue con sus impertinencias el que va a terminar enjaulado es usted.
El principal temblequeó.
- Afirmativo, señor.
El comisario se volvió hacia su testigo.
- A ver si entendí. Dice que escuchó primero una voz de mujer y después una de hombre. ¿Entonces había dos personas?
- Es posible - dijo Visio.
- ¿Cómo sonaba? Quiero decir, la voz del hombre.
- Más ronco. Así: "¡auhg!", "¡auhg!".
- Otro gemido. ¿Era de dolor?
Como se quedara callado, el comisario insistió:
- Responda.
- No. Era más ronco, como le dije. Como si estuvieran haciendo fuerza, ¿me entiende?
El comisario lo entendía perfectamente.
- ¿Nada más?
- Sí. Hubo otro grito, pero más largo: "¡auu!", "¡auu!". Y ahí nomás veo al chabón que pasa volando delante del ascensor, rebota en las baldosas y salpica sangre para todos lados. Si hubiera visto el batifondo que hizo.
El comisario se estremeció. Por suerte se había perdido la escena. Por su parte el principal, que tampoco había visto la escena, gozaba con el relato de Visio.
- Y usted, ¿qué hizo? - preguntó Peyrou.
- Me acerqué a ver si podía ayudarlo. Al pedo, ya estaba fiambre.
- ¿Está seguro?
- Bueno. No le tomé el pulso ni nada de eso, pero cualquiera que se caiga de una quinto piso no tiene muchas posibilidades, ¿no cree?. Además, estaba todo ensangrentado. Y no pude mirar mucho porque ahí nomás se abren las puertas del ascensor y aparece esta mina - y señaló a Beatriz con el dedo - que va y se pone a gritar como una descosida.
- Abrevie, Visio - lo apuró el comisario.
Pero Visio no pudo abreviar porque en ese momento se escucharon ruidos que venían desde la parte superior del edificio.
- Creí que había revisado todas las dependencias - lo amonestó Peyrou al encargado.
- Y así fue, pap... Digo, señor comisario - se defendió Orione.
El comisario se acomodó el cinturón y puso los brazos en asa, de modo que las alas del saco quedaran suspendidas.
- Bien. Enseguida continuamos con el interrogatorio. Virgile, usted se queda a cargo de los testigos. Oficial, acompáñeme. Usted también, Orione, si es tan amable.
Dicho lo cual, los tres se pusieron en marcha.