Recuerdos de provincia


La casa abandonada
está llena de cajones
con botellas vacías
de Canada Dry
y telarañas
y polvo de ladrillo
de las canchas de tenis
del club Gascón.
Nos metemos a investigarla,
para eso están las casas abandonadas,
para que los chicos las exploren
y las ratas se refugien,
es el 76 y todo agujero
es un agujero de bala
para nosotros,
jóvenes detectives arqueólogos ovnitólogos
hay un misterio en esta casa
y debemos develarlo,
un fantasma quizás
o una gioconda con tres ojos
o, simplemente,
las pruebas de un asesinato
sin resolver.

En una pared está lo que buscamos,
un azulejo decorado con rocoquientas filigranas
y una leyenda que despierta mi interés:

¡Si el joven supiese...!
¡Si el viejo pudiese...!

Aquí hay un mensaje en clave,
algo que yo debía descifrar,
un desafío para el infalible poder deductivo
del Agente Secreto Saurio.

¡Si el joven supiese...!
¡Si el viejo pudiese...!

repito una y otra vez,
tratando de conjurar su sentido oculto,
de invocar las voces fantasmales que esconde
y que creo oír muy muy a lo lejos.

A los demás chicos enseguida
les interesa un carajo
el metafísico azulejo,
para ellos de pronto
se ha vuelto
mucho más divertido
tirar las botellas de Canada Dry
al techo de chapas,
romper los vidrios de colores
de las ventanas,
tocarle el culo a las chicas,
jugar a la sardina.

Después tuvimos que irnos,
alguien vino a retarnos
o simplemente nos aburrimos
de estar entre la roña,
la casa abandonada fue demolida
y el club hizo parrillas y un quincho
en el terreno
pero el misterio aún queda
rondando el lugar,
como una presencia culposa
que interroga a socios y no socios:

¿Cuándo
en la historia de este país
se tomó tanto Canada Dry
como para llenar varios cajones?

Son etapas.

En la vereda unos gorriones picotean migas o algo así,
es en alguna parte de Chacarita un domingo pasado el mediodía,
si mal no recuerdo es el año ochenta y seis
y yo iba de casa caminando a lo de Leo
a hacer el número cuatro de 74 Metros,
hubiera sido más rápido y más práctico tomar el 39
pero yo lo prefería así,
perderme por los barrios casi a punto de siesta
o de terminar los ravioles,
pensando las pavadas que pensaba entonces
y que aún hoy pienso,
autorreportajes que, a lo más,
han servido para afianzar ciertas estructuras rígidas en mi cabeza,
hipotéticos brazos que no daré a torcer si llegase la oportunidad,
y así me encuentro con los gorriones,
picoteando migas o algo así de la vereda dominguera de Chacarita,
por alguna extraña razón que todavía no alcanzo a comprender
(solo me animo a suponer que la influencia franciscana del Euskal Echea
fue más fuerte de lo que creía y se me pegaron más delirios místicos
de los necesarios)
me encuentro increpando en el pensamiento a los pájaros
con paternal benevolencia:
"¡Coman, hijos, coman!"

Los gorriones ni se inmutan y yo sigo mi camino.

Tres casas más allá, desde una ventana enmosquiterada
y con cubiertos entrechocándose como cortina musical,
una voz increpa con paternal benevolencia a su progenie,
quienes quizás juguetean con los ñoquis o el pesceto:
"¡Coman, hijos, coman!"

Me quedo frío, aterrado y extasiado a la vez,
sintiendo que una luz extraterrena invade mi cuerpo
y que luego sale de él,
sé que estoy brillando azul celeste como una llama de acetileno,
sé que estoy flotando a medio centímetro del piso,
sé que he tocado uno de esos tantos vectores que llevan a las cosas a moverse
y a estar en determinado sitio en un mismo instante de tiempo
para conservar la perfecta armonía geométrica del universo.

En aquella época solía maravillarme cuando me ocurrían cosas como esta.
Ahora ya me acostumbré.

En el medio del mar, del mar, del mar...

Hace mucho tiempo
(no puedo precisar cuándo,
digamos que tenía catorce
con un error de
± 3 años)
yo estaba cagando.
Cagaba un enorme sorete,
realmente un gigantesco sorete,
duro, ancho, interminablemente largo
y, lo peor de todo, pinchudo,
el hijo de puta me raspaba el ano,
cada milímetro que avanzaba
era una verdadera tortura.
Y no es que no estuviese acostumbrado:
en aquella época
(como ya dije
tendría 14 ± 3 años)
yo cagaba larguísimos
y enormes
soretes,
pero este era demasiado,
con esas púas que tenía,
era como cagar un palo borracho.
Así que me di por vencido,
yo solito no iba a poder con él,
necesitaba ayuda
y se la pedí a la única persona
que había en la casa,
además de mí y el sorete,
una tía abuela
que vivía con nosotros:
"Tía..., tía..."
gemí,
"por favor...
traeme una
cuchara..."
Obviamente, ella preguntó
para qué quería una cuchara
si yo estaba en el baño
cagando.
A lo que yo contesté,
como si fuese la cosa
más lógica
del mundo:
"Porque tengo un sorete trabado
y necesito algo para hacer palanca
y destrabarlo".

Como se pueden imaginar,
mi tía no me trajo la cuchara
ni nada que se le parezca,
(estoy tentado en decir que
me mandó a cagar,
pero es un chiste obvio)
y a la larga
el sorete salió
como salen todos los soretes,
pero este no es el punto,
sino reflexionar en las cosas
que se nos ocurren hacer
en momentos de extrema
necesidad,
qué perversa puede resultar
la mente humana
en el medio de la
desesperación...

No,
mentira,
el objetivo de este poema
era contar una historia con
soretes.
¿O acaso se pensaron
que yo iba a escribir
algo con moraleja?
¡Vamos!
¡Qué poco me conocen!

¿Qué culpa tengo yo si soy hermoso?

No paro de tirarme pedos,
tengo un terrible olor a patas,
vivo en un eruto permanente,
como con la boca abierta,
me pican los huevos,
estoy constantemente contracturado,
larguísimos mechones negros
asoman de los agujeros de mi nariz,
tengo granos en la pelada,
en la barba,
en el bigote,
en la espalda,
en el culo,
de tanto en tanto tengo que resoplar
para sacarme un bollo seco y peludo
que intenta asfixiarme,
hablo a los gritos y escupiendo,
trabándome
palabra sí
palabra no
o si no me encierro en un mutismo
que hasta los muebles parecen loros.
Eso sí,
tengo unos ojos...

¡A ver esas palmas!

Creo que fue en primer año
(o, a lo sumo, en segundo)
que el Curcho nos explicó
que las poesías tienen

ritmo
y
rima

y que,
si bien en los versos
la rima puede estar ausente
el ritmo en la poesía debe
estar siempre presente.

Lo que me lleva a preguntar
(con veinte años de retraso):
¿Qué ritmo puede tener
la poesía escrita
por un aparato como yo
que necesita realizar
un grandísimo esfuerzo de concentración
para poder hacer palmas
sin ir-
se
a
la
mier-
da
al
tercer
aplau-
so?

¡Maldito seas, Ray!

No fue muy buena idea
ponerse a leer en el recreo
"Remedio para melancólicos",
a cada rato alguien me interrumpe
preguntándome
si estoy triste,
si me siento bien,
si se murió mi abuelito.

No me lleva mucho tiempo darme cuenta
que piensan que se trata de un libro de autoayuda.
Y de nada sirven mis explicaciones,
que sólo son cuentos de ciencia ficción
lo que hay tras las tapas azules
con el angelito llorón
de la quinta edición
(febrero de 1974)
de Minotauro,
comienza a correr la bola por el colegio
de que estoy melancólico,
que ando llorando por los rincones,
aullándole a la luna
y escribiendo poemas
de amor.

¡Maldito seas, Ray!
¡Teniendo el libro cuentos mejores, como
"El maravilloso traje de helado color crema",
"La peluca", "El pueblo donde no baja nadie"
o "Eran morenos y de ojos dorados"
justo se te ocurre usar el título
de esa tonta e insulsa
historia de amor!

Una semana después llevé
"Las maquinarias de la alegría".
Todos respiramos aliviados.

La pregunta por la técnica

Una paloma vuela algo agitada,
se posa de apuro en el asfalto de Thames
y es apachurrada frente a mis ojos por un taxi
mientras espero que abra el semáforo.

Me shoquea bastante el hecho,
y no por cursilerías del tipo
"¡Ay, la palomita, la palomita,
pobrecita la palomita!"
porque a mí, la verdad,
las palomas me parecen unos animales repulsivos,
bichos inmundos, infectos, repelentes,
no son precisamente el objeto de mi compasión
ni de mi empatía,
mi conmoción viene
porque no puedo evitar
comenzar a pensar
en las nuevas experiencias de muerte
que la tecnología ha instalado en el mundo,
no dejo de ponerme en la mente
(pequeña, por cierto)
de ese repelente pajarraco que
de repente estaba,
de repente no,
en este valle de lágrimas,
trato de imaginar
cuál fue su percepción,
qué sintió en esa fracción de segundo
en que dejó de ser un animal emplumado
y se convirtió en un desparramo de tripas
sobre la calle.
¿Se puede sentir dolor
o pánico
o lo que sea
cuando no te quedan
ni cuerpo
ni cabeza
para experimentarlos?
No lo sé,
sólo sé que parece una muerte horrible
terminar con todos tus huesos rotos
y tus órganos internos
aplastados en el pavimento
y preguntándote
"¿Eh?
¿Dónde estoy?
¿Qué pasó
que yo no me enteré?"

En realidad,
ahora que lo pienso,
son las mismas preguntas
que uno se hace en vida,
lo único que cambia es
que quizás estás
un poquito más
incómodo y disperso
que de costumbre.

Ah y que cagar es bastante más difícil
cuando tu intestino quedó pegado en la rueda
de un taxi que a esta altura del poema
ya debe de haber llegado a Warnes.

Crítica de la Razón Instrumental.

Desde hace media hora o más un tipo en la televisión
habla sin parar con un acento latinoamericano imposible de identificar,
(doblaje obviamente porque el quía tiene una cara de yanqui que se cae)
alaba las virtudes y los múltiples usos
de una especie de pelapapas plástico a manija,
con un nombre absurdo:
"Rotator" o algo así,
como si la función fuera sinónimo de la identidad,
como si con sólo verlo no nos diésemos cuenta
que el aparato trabaja dándole vueltas a su manija.
El tipo habla y comenta las maravillosas virtudes del "Rotator",
para demostrar sus múltiples usos coloca
una papa entre dos pinches que el aparato tiene,
gira la manija y la cáscara sale en tiritas,
saca la papa, pone un limón,
gira la manija y la cáscara sale en tiritas,
saca el limón, pone una cebolla,
gira la manija y la cáscara sale en tiritas,
saca la cebolla, pone un pepino,
gira la manija y la cáscara sale en tiritas,
saca el pepino, pone una papaya,
gira la manija y la cáscara sale en tiritas,
saca la papaya, pone una palta,
gira la manija y la cáscara sale en tiritas,
con cada vegetal que pone entre los dos pinches
habla como si mostrase una novedosa función del "Rotator",
explica con un inexplicable entusiasmo todas las diferentes cosas
que podemos hacer con este maravilloso invento de la técnica moderna,
pero siempre es lo mismo,
se gira la manija y
la cáscara sale en tiritas,
sin importar qué fruta o vegetal utilices,
se gira la manija y
la cáscara sale en tiritas,
se gira la manija y
la cáscara sale en tiritas,
se gira la manija y
la cáscara sale en tiritas.

El tipo realmente está extasiado con el "Rotator",
la mina que lo acompaña está extasiada con el "Rotator",
el público presente en el estudio está extasiado con el "Rotator",
presumiblemente los espectadores en casa estarán extasiados con el "Rotator",
y más les conviene que lo estén,
porque si actúan YA
y se comunican con las operadoras
se llevarán
DE REGALO
un fantástico cortador de vegetales,
un aro plástico con filos metálicos
que si se lo coloca sobre un pepino y se oprime hacia abajo
se obtiene un corte en juliana, ideal para decorar platos como los profesionales,
y si se lo coloca sobre una zanahoria y se oprime hacia abajo
se obtiene un corte en juliana, ideal para decorar platos como los profesionales,
y si se lo coloca sobre un zuchinni y se oprime hacia abajo
se obtiene un corte en juliana, ideal para decorar platos como los profesionales,
y si se lo coloca sobre una cebolla y se oprime hacia abajo
se obtiene un corte en juliana, ideal para decorar platos como los profesionales,
pero hay que llamar
YA
porque es una oferta por tiempo limitado y
no se consigue en comercios,
llame YA,
que con sólo discar y tener a mano su tarjeta de crédito
dejará de actuar como un gorila borracho en su cocina y
sus gavetas no serán un caos de utensilios que sólo sirven para una sola función,
porque tendrá un práctico y modernísmo pelapapa a manija
y un cortador profesional de vegetales en juliana
que le permitirá decorar sus platos
como los profesionales,
lo que no es poca cosa,
sabe.

Lo sé todo.

No puedo evitarlo,
creo no poder evitarlo,
no, no puedo evitarlo,
mi cerebro es como el parabrisas
de un auto en la ruta y los conocimientos
las libélulas, cascarudos, maripositas,
abejorros, moscones y langostas
que se espachurran contra él
y allí quedan, pegoteados en capas y capas
acumuladas en todos estos años de viaje.

Entonces,
¿esto quiere decir
que cuando en el colegio
me llamaban "traga"
lo que estaban haciendo
era escribirme con el dedo
sobre la roña
"Lavame, sucio"?

¡Ah! ¡Si yo pudiera...!

¡Esto es vida!

Hace rato que no me cruzo con un vegetariano
así que no sé si seguirán diciéndolo o no,
es bastante probable que sí,
porque lo que todos los fanatismos tienen en común
es que suelen cambiar muy poco sus discursos,
así que supongamos que aún es posible escuchar
a un vegetariano acérrimo increpar
a alguien que no comparte sus hábitos alimenticios
con un "¿No te da asco comer cadáveres?",
sin pensar que las verduras también son seres vivos
y, por lo tanto, están comiendo tanto cadáver
como su interlocutor.
Claro, es mucho más potente la imagen de horror
cuando pensamos que el bife de chorizo que está ante nuestros ojos
hace poco andaba mugiendo por las pampas chatas y agrestes
(mucho más horrible si el bife es de ternera,
¡pobre vaquita bebé!),
pero también la lechuga y el rabanito andaban hasta hace muy poco
fotosintetizando y haciendo todas las cosas que las plantas hacen,
que no son muchas, ya lo sé,
pero que sean aburridas
no justifica tampoco el comerlas sin culpa,
sin pensar que también las matamos para seguir viviendo.
Porque de eso se trata todo, de
moléculas espiraladas de carbono
comiéndose a otras
moléculas espiraladas de carbono
que, a su vez, se comen a otras
moléculas espiraladas de carbono
que, a su vez, se comen a otras
moléculas espiraladas de carbono
y así sucesivamente,
en esa cíclica y eterna masacre
llamada vida.

Sí,
la naturaleza es sabia,
pero también es una hija de puta.

El secreto de mi belleza.

Tengo que hacer algo
con mi maldita costumbre
de caminar
con el ojo izquierdo cerrado
y mirándome la punta de la nariz
con el derecho.
Hay formas más ortodoxas
de proteger la vista
de los ácidos
y punzantes
rayos del sol.

Claro,
tampoco soy un paradigma de la elegancia
con anteojos negros,
con la nariz fruncida
y la encía al aire
mientras miro el piso
por debajo
de las lentes.

Todo esto sin contar
que camino
como colgado de una percha
y en un permanente
y no resuelto
comienzo de tropezón.

Y qué decir
de mi forma de hablar,
ese tartamudeo no repetitivo
que me deja colgado en un hiato
a la mi-
tad de u-
na fra-
se llena de jjjjjjjjjjjjjotas que parecen gargajos
y erres que brillan por su ausencia.

¡Ah,
si ustedes supieran
lo difícil
que me resulta
convivir conmigo mismo
todos los santos días
desde el día
en que nací!

El innombrable.

Las adolescentas se acercan
al mostrador de la librería,
una parece venir con un encargo
del colegio, recuerda el autor,
Gustavo Alfonso Becquer,
"uno que viene con leyendas",
aclara.
El vendedor pide
que le deletree el nombre:
"Be, e, ce, ka, e, erre"
contesta ella y él busca
en la computadora,
le cuesta hallar el nombre.
"Ah, no, es Beckett, con doble te"
le contesta luego de un rato
a la chica,
"pero no tiene ningún libro
con leyendas indígenas."

Era verdad,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...,
ésas..., ¡no volverán!

Están matando gente.

Ahora mismo
están matando gente
a tiros,
a palos,
de hambre,
por hambre,
porque se les cantan las bolas,
están matando gente
con cuchillos tramontina,
con agujas de tejer,
con fierros oxidados,
con vidrios astillados,
están matando gente,
les están vaciando los ojos,
les están arrancando los dientes,
les están cortando los huevos
con tenazas calientes,
están matando gente,
les machucan el cráneo,
les quiebran el cuello,
los parten en cuatro,
los tiran del tren,
están matando gente,
los hierven en agua,
los fríen en aceite,
los cortan en pedacitos,
se los dan a los cerdos,
están matando gente,
los cuelgan de ganchos,
de sogas,
de alambres,
los arrojan del balcón,
los atropellan con sus autos,
envenenan sus comidas,
le inyectan aire en las venas,
les meten ratas en el culo
para que les coman las tripas,
están matando gente,
con garrotes,
con lanzas,
con flechas,
con hachas,
con misiles,
con bombas,
están matando gente,
de aburrimiento,
de nervios,
de pena,
de alegría,
están matando gente,
por dos pesos,
porque molestan,
porque no se callan,
porque no los dejan hablar,
porque Dios se los pide,
porque la Patria lo requiere,
porque la Revolución se construye con sangre,
porque sopla el viento norte,
están matando gente,
ahora mismo
están matando gente.

Y yo
escribo un poema pelotudo
como este.

¡Qué injusto es el mundo !

Debería ponerle un título pero no tengo ganas.

Son las 11 y 21, no me animo a decir que perdí la mañana porque algo hice,
fui al médico (al pedo, obviamente, nunca logro que me tomen en serio),
terminé "Idoru" de William Gibson y me quedé sin libros nuevos que leer,
me puse a estudiar porque la semana que viene tengo parcial y no había agarrado un apunte hasta ahora,
hice un poco de zapping en la tele pero a la tercera vuelta me aburrí,
traté de borrar los archivos inútiles de la computadora (y me perdí leyendo cosas viejas),
chequeé los emails (no había nada interesante, hace días que no lo hay)
y armado de una terrible falta de inspiración y con la voluntad por el piso
escribí este poemita que se acaba exactamente a las 11 y 34,
momento en que me levanto de la silla y me preparo unas milanesas de soja
que voy a comer mientras me miro "Dragon Ball Z"
antes de ir a laburar
en un día en el que la desidia
está más fuerte
que de costumbre.

Misterios del alma humana (un poema basado en un hecho de la vida real).

En mi adolescencia yo solía cartearme con mucha gente,
quizás demasiada, un promedio de cuatro cartas diarias en mi buzón,
la mayoría eran mujeres, al menos la mayoría de las que yo contestaba,
al fin y al cabo, en esa época yo sería un aparato
(mucho más aparato de lo que soy ahora)
pero no era ningún gil de cuarta.
Entre todas las chicas con las que me carteaba había una,
no recuerdo su nombre, pongamos "María Teresa",
si no era ese le pasa así de cerca,
que vivía en el Barrio Don Orione,
un complejo de casas en la loma del peludo,
pasando Burzaco o Longchamps, por la Monteverde,
ahora no podría asegurar que fuese una de mis corresponsales "favoritas"
pero lo que ocurrió pareciera indicar que, bueno, no había que desperdiciar la oportunidad,
vamos a ver cómo es, quizás, quién sabe,
(yo era muy enamoradizo en esa época)
la cosa es que un domingo me llama, que ella iba a estar por Adrogué,
que si quería nos podríamos encontrar, algo así.
Por alguna razón yo no podía, quizás me encontraba con la gente de Wo Sut
o las chicas de Avellaneda, donde tenía mejores candidatas
que alguien a quién jamás le había visto la cara,
pero el miércoles siguiente era feriado y tuve la brillante idea
de caerle de sorpresa por la casa,
cosas que hacía en aquella época,
vaya uno a saber por qué.
La cuestión es que yo no tenía la más pálida idea de dónde quedaba
el Barrio Don Orione, sólo que un ramal del San Vicente iba para allá,
así que voy a la parada del Nacional Adrogué,
era un día de mierda, gris, de lluviosidad indecisa,
viene el colectivo, le pregunto al chofer:
"Perdón, ¿va para Don Orione?"
El tipo me dice que sí, yo subo y emprendemos viaje a las regiones ignotas
de la Zona Sur del Gran Buenos Aires, parajes sub-suburbanos,
puro campo, fábricas y casitas aisladas al costado de la ruta,
pasa el tiempo y veo un conglomerado de casas a lo lejos
que yo sospecho que es el Barrio Don Orione
pero el colectivo sigue de largo así que desconfío de mi intuición
y sigo sentadito, viendo como el cielo se pone cada vez más gris.
Cinco minutos más allá y la perspectiva de pampa abierta y vacía
que la ventanilla me ofrece me pone nervioso,
la duda me carcome, como siempre, a ver si me equivoque,
si me distraje, si mi habitual limbez me traicionó otra vez,
me levanto y pregunto al chofer
"Dígame, ¿falta mucho para el Barrio Don Orione?"
"No, yo no voy para allí, pibe"
"Pero..., usted me dijo que iba"
"No, yo voy al Cottolengo Don Orione. El Barrio Don Orione lo pasamos hace rato"
¡Mierda! Y ahora, ¿qué hago?
"Aquí es el Cottolengo. Bajate, esperá al que vuelve
y decile que te avise a la entrada del Barrio."
me dice el chofer y frena frente a un enorme paredón de piedra,
casi de castillo medieval, realmente de terror.
Bajo, no me queda otra, miro ese terrible lugar
donde se dice que guardan monstruosos seres deformes,
gente con dos cabezas, tres ojos, todo el catálogo
de una exhibición de atrocidades,
ahí estoy, en medio de la nada, cuando la puerta del castillo se abre
y una monja de aspecto realmente siniestro sale,
no podría asegurar ahora que sea verdad o un producto de mi imaginación
pero creo que resuena un trueno cuando la vieja aparece.
Me cago hasta las patas, aquí no me quedo,
comienzo a correr por la ruta, en dirección contraria a la que había venido,
rumbo al Barrio Don Orione
(eso es lo que tengo, aterrado y todo sigo siendo cabeza dura
y si yo me había propuesto ir a lo de María Teresa iba a ir sí o sí),
me cruzo con un paisano que viene en un sulky y le pregunto
si mi destino está muy lejos
"y..., como unos cuatro kilómetros"
¡Mierda! Y la tormenta que se acerca, el cielo cada vez más negro,
los pastizales que se zarandean con el viento, la ruta casi desierta,
la pampa chata, la nada, ¡agh!
Sigo corriendo por la banquina, desesperado,
nunca fui un buen corredor, nunca lo seré,
la fatiga aprieta mi pecho, silban los pulmones,
se me agarrota el bazo (o lo que sea eso que se te endurece
en la panza cuando corrés con la boca abierta y/o respirando mal),
lo cierto es que al rato llego a Don Orione, al Barrio Don Orione,
no eran cuatro kilómetros, tan sólo uno
(creo, espero, supongo,
si no realicé una proeza atlética increíble
para mi deficiente preparación física),
es un barrio obrero, de esos que se construyeron en una época
en la que aún se creía en el Progreso, en el Futuro, en el País,
también es un laberinto de calles en espiral y casas bajas con nenes meados en la puerta,
estoy un buen rato caminando mientras la tormenta se acerca y algún rejucilo brilla en el cielo.
Al final llego a donde esta chica vive,
en la puerta hay un tipo lavando un taxi, pero yo no le doy bola,
no mucha al menos, yo estaba con la mente en otra cosa,
no sé en cuál, pero era otra,
toco el timbre, me atiende una mujer en ruleros, la madre, supongo.
"Hola, ¿estaría María Teresa?
"No, no está",
me dice, cortante, y agrega,
"Se fue el sábado a Córdoba"
"¿Cómo? Si el domingo me llamó desde Adrogué...
"¡Te digo que se fue a Córdoba!"
"B...bueno..., pero el domin..."
"¡Y además no quiere saber más nada con vos!"
grita la vieja y siento en el hombro una manaza que me da vuelta,
es el taxista, seguramente el padre,
un tipo que me lleva como dos cabezas y bruto lomo,
se me viene al humo, me increpa, grita:
"¿Qué te pasa, turrito?"
"...n...nada... a mí nada... yo..."
intento razonar
"...yo venía a ver a María Teresa... yo me carteo con ella... me llamo Saurio..."
"Mirá, rajá ya mismo o te fajo"
"Bueno, bueno, calma... yo sólo"
"No jodá con mi paciencia, pibe, que te surto, eh"
no jodo con su paciencia, me alejo, acobardado,
el tipo me hacía mierda si me agarraba,
tampoco era cuestión de seguir empeorando al día
más de lo que estaba.
Aún aturdido, me lleva unos cuantos segundos, varios, más de los necesarios,
darme cuenta que estoy rodeado de vecinos, una pequeña multitud
que polifonizan preguntas y respuestas:
"Está, la piba está"
"¿A quién venís a ver?"
"La mayor se fue a vivir con el novio"
"Las dos son medias putas, sabés"
"¿Qué pasó? ¿Te quiso fajar?"
"Yo hoy las vi a las dos"
"¿Vo so el novio de cuál?
"El viejo está loco desde que la menor quedó embarazada"
"La piba está, no se fue nada, te mintieron"
"S'una puta laíja, anda con tre a la vé."
"El viejo se las coje a todas, se las coje"
y yo en el medio pero viendo todo como desde afuera,
ya es demasiado, ésto no puede estar pasando,
posiblemente yo hablo, no recuerdo, la perplejidad me amnesió,
estoy en piloto automático, contesto a las preguntas, transmito mi asombro,
lo obvio en estos casos en los que uno sólo piensa en escapar.
Lo cierto es que tan repentinamente como se formó desaparece el corrillo de vecinos,
la calle queda desierta, ni un signo de presencia humana, ni siquiera el taxista,
ni siquiera el taxi, sólo yo y la inmensidad, el laberinto de calles y casas bajas
que desando bajo un cielo que se despejó en algún momento del incidente,
cuándo no sé, pero el sol brilla con toda su furia y no hay rastro de ninguna nube,
detrás mío siento el ruido de un motor, un San Vicente del ramal que sí entra al Barrio Don Orione,
ni le doy tiempo a frenar que ya estoy arriba, es imperioso salir de aquí,
volver a Adrogué, a casa, a las certidumbres, a mis más manejables angustias adolescentes,
a lo que sea.

Nunca más supe de María Teresa, jamás contestó a mis cartas,
tampoco es que me importase demasiado,
como dije no creo que fuera una de mis corresponsales favoritas
y, la verdad, tenía suficientes mejores amigas
como para preocuparme por ella,
pero... pero... sin embargo...
aún diecisiete años después sigo intrigado
sobre lo qué paso aquel miércoles en el Barrio Don Orione,
aún siento el desconcierto, la suspensión de la lógica,
la sucesión de inverosimilitudes y desventuras,
la tormenta inminente, la pampa chata,
la siniestra monja, la maroma de vecinos,
la nena meada sentada en un caminito de lajas
con un tren de plástico fucsia en sus manos.

¡Lo que es la vida, fíjese!

El costo oculto del machismo.

Un bollo de pizza gelatinosa
es el crepúsculo
avanzando lenta pero inevitablemente
inundando con su luz
gris elefante con ictericia
a un domingo de esos,
frescos, con sol y humedad
que los habitantes de esta ciudad
nos vemos obligados a aprovechar
porque es una pena,
no hay nubes,
el sol brilla,
a la sombra hace un poco de frío,
eso sí,
y la humedad, la humedad,
lo que mata no es la humedad,
la humedad tortura, sádica, cruel,
fiel a nuestras tradiciones,
pero no mata, es el cuerpo el que claudica,
dice basta y muere,
luego de haber aprovechado este fresco y húmedo
domingo de sol
y ahora el crepúsculo se esfuerza en recordarnos
lo fútil de nuestras vidas,
la existencia del lunes,
el cansancio ganado a lo largo de un día al aire libre,
húmedo y soleado, fresco a la sombra,
con posibilidad de chaparrones vespertinos,
y sumidos en esta sopa crema encontrarse con una familia,
los chicos que corrieron quizás demasiado en la plaza
y ahora están hiperactivos de agotamiento,
profiriendo chillidos con olor a hamburguesa
"¡Má! ¡Pá! ¡Ah! ¡Ñí! ¡Eh! ¡Má! ¡Pá! ¡Blllllll!
¡Má! ¡Mirá! ¡Mé! ¡Pegó! ¡Ñáaaagh! ¡Tomá!",
repartiéndose patadas y puñetazos
en la esquina de Luis María Campos y Dorrego
mientras los padres sostienen globos metalizados,
monitos de peluche, marionetas de telgopor fluorescentes,
restos del picnic, pulóveres que los desgraciaditos se niegan a poner,
la gorda y el petiso hablan fastidiados, le pegan de tanto en tanto un coscorrón
a los inquietos mocosos, qué se han creído, todavía que uno los saca a pasear,
al parecer esperan un taxi que los regrese, que los rescate,
que haga que este domingo acabe de una vez por todas.
Los taxis pasan en caravana por la mano contraria y ni uno por esta,
la gorda se enerva, hace señas, pretende que giren en u por la avenida,
está hecha una furia y ante la indiferencia racional del petiso
que continúa oteando el horizonte correcto
la gorda grita en un atiplado vibrato que escalosfría hasta al mismísimo crepúsculo:
"¡Carlito, soselombre! ¡Hacé algo!"

Lo peor es que un día Carlito va a hacer algo.
Y ahí te quiero ver.

¿Me repite la pregunta?

Lamentablemente hablamos
y al hablar nos confundimos,
lábil y ambigua herramienta
en la que una sola inflexión
puede producir un equívoco
y hasta la ofensa del receptor
quien oye "Acá está bien"
en vez de "Acá está, bien"
y se desata la guerra familiar.
Más terrible,
aunque en apariencia inocuo,
es algo que me viene ocurriendo
desde hace mucho tiempo
pero que se ha agravado con los años,
afortunadamente sin más consecuencias
que mi desesperación por hacerme entender:
Cada vez que contesto
a algo que me cuentan
con un afirmativo
"sí"
mis interlocutores escuchan
un despistado e inquisidor
"¿qué?"
y viceversa,
con lo que sueno escéptico y sordo
cuando quiero apoyar lo que me afirman
y dejo al otro con la sensación de que lo entendí
cuando, en realidad, jamás supe de qué hablaba.

Obviamente,
intenté la solución más lógica,
la que todo el mundo recomendaría
en estos casos,
decir "¿qué?" cada vez que quiero decir "sí"
y decir "sí" cada vez que quiero decir "¿qué?",
pero, ¡oh paradojas de la vida!,
mis interlocutores comenzaron
a escuchar "¿qué?" cada vez que decía "¿qué?"
y "sí" cada vez que decía "sí"
con lo que todo el intento era en balde
y el problema continuaba
inmutable, inescrutable, inexorable.

Suponiendo una milagrosa mejora en mi dicción,
volví a decir "sí" cada vez que quería decir "sí"
y "¿qué?" cada vez que quería decir "¿qué?"
con el resultado que todos podrán imaginar,
nuevamente se producía el fatal intercambio,
la tortura de las preguntas repetidas con fastidio,
la condena de tener que deducir vacíos de información.

Días atrás intenté una nueva estrategia,
me contuve de decir "sí",
lo reemplacé por un más extenso
y aparentemente menos ambiguo
"Ajá, mirá vos".
Cuando descubrí que
mi interlocutor creyó oírme pronunciar
"¿Cómo decís?"
me harté y decidí claudicar,
renuncié al habla,
abandoné para siempre
esta imperfecta herramienta,
este error evolutivo
que, ¡encima!
requiere de una laringe alargada
ideal para atragantarse cada dos por tres,
seis.

Una ausencia ininterrumpida de perro

Por más de diez años me acompañó
en todas mis lecturas un señalador naranja,
de cartulina gruesa, con una borla de lana amarilla
atada en un extremo y un Snoopy que decía
(cito de memoria):
"The good thing with books is
that you don't have to wait for commercials
to get a root beer!"
Lo había encontrado tirado
en una parada de colectivos,
más precisamente en la del 39, 68 y 152
que está en Plaza Italia,
Santa Fe entre Thames y Serrano
(que ahora se llama Borges
gracias al sentimiento de culpa
de algunos funcionarios),
y el otro día
se me perdió,
quizás para cerrar un ciclo y abrir otro,
quizás para buscar a un nuevo lector,
quizás no, quizás yace entre la basura,
no sé, pensar en esta posibilidad
me entristece
demasiado,
casi al punto del llanto,
desearía un mejor destino para mi señalador
naranja con un sucio pompón amarillo
y un Snoopy que recomienda implícitamente
beber algo que parece acetona disuelta en soda.

A muchos les parecerá desmedida
mi tristeza por algo tan insignificante
pero, saben, un buen señalador
es algo que no se consigue
así como así,
tirado en la calle.
Saurio nació en el barrio de Palermo en 1965 y es uno de los responsables de La idea fija. Principalmente es escritor, pero también pintor, monologuista, historietista, músico, comunicólogo, redactor publicitario, diseñador gráfico, webmaster, traductor, periodista cultural y habilidoso genérico en cualquier cosa que requiera mucho trabajo intelectual y nulo esfuerzo físico. Además de La Idea Fija, mantiene un blog escéptico-literario llamado Las Armas del Reino II y dibuja y guiona el webcomic Cartoneros del espacio.