Madrid (en el día de tu muerte)
40 grados se tragan la ciudad.
Me molesta vagar, me aburre,
el vagar.
Porque es sólo eso, es cómo la nada,
La ausencia.
Me traslado desde Sol hasta la puerta de Alcalá,
me mantengo fuera de mi cuerpo,
en un resguardo de la mente.
Vago.
En el camino me detengo en un supermercado por unas cervezas,
Cruzo la calle y estoy en El Retiro.
Elijo el que a mi criterio, es el mejor banco,
lejos de la feria,
cerca del lago.
el agua no suena a Río
ni huele a río sino a sed.
Las filas de estatuas, junto a los caminos,
me recuerda los jardines masónicos
de la Plaza Moreno,
pero faltan más palomas y la Catedral
y
sé
que no estoy en La Plata.
Casi nunca me disgustan los lugares
en que encallo,
Sólo y ahora me disgusto yo.
Los patos son tontos, me aburren,
de todas formas reparo en ellos,
son como una parte ineludible del paisaje.
Parloteo de ideas.
¿las ideas pueden parlotear?,
estoy segura de que si no lo hacen
es porque
galopan.
El parloteo es algo más lento.
Los alaridos de unos críos,
espantan a los patos y
entonces
abro mi última lata de cerveza,
y me acerco a la orilla del lago.
Una cara se refleja en el agua,
y lo recuerdo.
Desnudo,
longuilíneo sobre mi cama,
como un bichito canasto en su casita,
enredándose en las sábanas,
riendo tiernamente
como si fuera un niño.
O en la ducha,
tan delgado
y yo en puntas de pie,
acariciando su cuello,
sus sutiles cabellos, rojizos,
bajando por su torso de costillas visibles
y más tarde por su espalda
frotándolo con la esponja,
bajando sorpresiva hasta su sexo,
deteniéndome allí,
jugando con sus redondeces
o alcanzándole el jabón
y poniendo sus manos tenues,
sobre mí plexo.
Una piedra que arrojaron al lago,
Irrita el agua que me salpica,
no dormía
pero me despierto.
Y me alzo y
vago,
automáticamente,
como sin remedio.
Las pocas gotas todavía adheridas,
cosquillean mi cara
y
me encuentro
a mí,
sangrando,
vagando,
vagando y sangrando,
Pero no estoy herida.
Después de la pelea
Miro el mar por la ventana.
La sal envuelta en el aire se recuesta sobre mi piel y la reseca. El ruido de las olas meciéndose, se filtra en mi memoria y de tanto en tanto las aguas me acarician, como plumas cuando se funden con la arena translucida de la playa.
Reparo en las gaviotas que borbotean chillidos y planean sobre tu cuerpo.
Me entretengo en sus hazañas. Fugitivas se enredan en tus cara y te picotean hasta arrancarte las entrañas por los hoyos de tus ojos.
Y entonces suena el portero. Y atiendo, te abro. Y las ventanas de mis ojos devuelven otra vez la Avenida Rivadavia.
A propósito, ya no te odio.
Inverness
El frío y las casi únicas torres planas
de la catedral se sonríen con las colinas vecinas.
Cuando me introduzco en mis ojos
descubro un castillo,
donde la princesa guío a un caballero para tramar aquella victoriosa batalla,
y ahora se impone en hierro verdoso, carcomida por el tiempo,
ante la explanada.
Los restos de Nessie se hospedan en el museo,
nadie pretende que no existió
y los turistas dejan sus libras para que les cuenten la historia del monstruo,
o del lago,
y sus medidas se grafican en un cuarto oscuro, con música de fondo,
mientras sobre las paredes se proyectan los testimonios de los lugareños.
Es de tarde y me adentro sobre los rombos de las baldosas de la abadía,
los monjes venden a San Augusto en
estampitas, colgantes, kilts,
y hasta en las etiquetas de licor casero, y de wisky, por supuesto.
Cuando el silencio es queja y las catapultas quedan atrás,
paseo por las montañas y llego hasta el puerto.
Las gaviotas revolotean agitadas como presagiando algo.
Los momentos felices corren pequeños y cuando se escurren
se añoran duros, como la consistencia de la arena.
Me detengo junto a los barcos, y los pubs,
cruzo el
puente
hasta su centro.
Los tensores se mecen por el viento que se parece al zonda, aunque un poco menos embravecido,
más norteño.
Las casas, con la distancia,
parecen postales, o de juguete.
Prolijas, una junto a la otra con sus jardines rellenos
de flores invernales de anaranjada alegría.
Las taco de reina,
oí que en el hostel instalado en un castillo,
allá donde el mapa se une
al mar del norte,
las comen en ensalada.
La melodía de algún gaitero, o gaitera perdidos,
me recuerdan la distancia.
Pero hoy,
no pienso en nada,
y en cambio me sumerjo y la disfruto.
De casas y almas
María cree no tener casa.
Patricia se olvidó de su casa.
Lucio no desea una casa. Su herida es tan grande que no se permite habitar en ella.
Fernando se recuesta en su casa y como Mara conversa con ella.
Hay tantas formas de usar el alma que ya no recuerdo.