Reportaje a Luis Tedesco

I. De la épica en la maleza

En mis ocho libros publicados siempre hubo un texto extenso, con algún aliento épico. Por ejemplo, en Los objetos del miedo, el primero, hay un texto bastante largo, "La construcción de la casa", que tenía que ver con cierto momento del mundo de mi niñez, donde el espectáculo que yo veía en el barrio era el espectáculo que también veía en mi casa: las personas, las familias, en el plan o proyecto de construir su casa. Constituía su "inserción en el mundo". Para mi papá, para mi mamá, el hecho de tener la casa propia -y como eran pobres, en el caso de mi papá hacerla él mismo, con la ayuda de un tío y con mi hermano y yo, que también colaborábamos- conformaba un proyecto que de alguna manera está reflejado en ese poema. Con otros elementos, porque en realidad lo que se cuenta en el poema es el fracaso de la construcción de la casa, que de algún modo tiene un ribete autobiográfico: la casa aquella cuya construcción emprendieron mis padres y que nosotros ayudamos a hacer siempre fue una casa sin terminar. En el segundo libro, Cuerpos, el poema largo es más extenso aun y se llama "Lamento de mi padre por la venta de su casa". A su manera es una continuidad del poema anterior, porque esa casa sin terminar tiene que ser vendida y yo le pongo voz a mi padre contando esas circunstancias. Ahí aparece mi mamá, aparecen situaciones del barrio, situaciones sociales que enmarcan ese hecho de la venta que tiene que hacer un hombre de aquello que fue el proyecto de toda su vida. En el tercer libro, que se llamó Paisajes, el poema épico es "En el lugar opaco". El lugar opaco es ya el barrio aquel de la construcción de la casa y del lamento por la venta de esa casa, pero ya en un sentido abstracto. Es el lugar en sí mismo; por eso el libro se llama Paisajes. Y este lugar opaco es el paisaje mismo que muestra su aridez, sus nubarrones de polvo, todo tamizado por esa niebla que es el polvo del verano o la lluvia del invierno. En el cuarto libro, Reino Sentimental, el poema largo es ya casi una historieta, el "Relato sobre Noemí". También transcurre en un barrio, en una casa, pero empiezan a aparecer personajes: Noemí, el Poeta, las tías de Noemí... Es un dramón, a la manera de los radioteatros que se escuchaban en aquel tiempo. Un poeta se enamora de una sirvienta; la sirvienta a su vez se casa con otro tipo; él sueña con ella y ella sueña con él. Y en el medio del sueño se arma el desbarajuste porque es descubierta una especie de trama sentimental inexistente entre el poeta y la sirvienta, y hay un crimen y una pelea y el lamento final del poeta por aquel sueño que se va. En Vida privada, el quinto libro, el poema largo de tono épico es "Queridísimo hermano", una vuelta a la reconstrucción del ámbito inicial: el barrio, la casa, la familia, todo aquello que conformaba nuestro hábitat infantil. Acá está referido a los valores de nuestros padres, aquello que nos infundieron como ejemplo de vida. Está dirigido al hermano, como haciéndole recordar aquello que quizás él haya olvidado; como que se trató de un mundo donde lo que prevalecía por todas las cosas era el afecto, el sentido del amor más que el sentido material de la existencia. Es un poema bastante doloroso pero al mismo tiempo cargado de un reconocimiento a la figura paterna, una figura que ya está muerta. Después vino La dama de mi mente, en el que el poema largo se llamó "Un locutor en el paraje democrático". Ahí vuelve a aparecer la escena del Gran Buenos Aires, donde también trascurren los otros relatos, en Loma del Mirador. La diferencia es que ya está mediatizada. Hay una cámara de televisión, un locutor que habla y una oyente que escucha y ve. Pero ve una imagen, y el locutor no ve nada: simplemente habla como hacen todos los locutores, tratando de seducir a esa masa informe que son los oyentes con el discurso del progreso, el discurso de los años '90, el discurso del país del "primer mundo". Como esa es su potencia, la potencia informativa del locutor, él cree que puede ser además una potencia amorosa. Sin embargo le habla a alguien a quien no ve, y el propio discurso es el que deshilvana esa potencia. Lo que ocurre es que en un momento dado, al no haberse concretado la aparición de ese objeto amoroso, el discurso se empieza a enredar en su misma contradicción, e incluso ese acompañamiento de la contradicción va develando la situación desgraciada del locutor, y se vuelve un lamento de amor. El personaje se siente "el gran seductor", pero el límite está en su insaciabilidad de habla: el habla toma un derrotero que no era el previsto, y al querer imaginar una historia de la oyente, esa historia casi fatalmente se desbarranca hacia la de una oyente desaparecida, o por lo menos una oyente que estuvo en algunos campos de encierro donde fue torturada. Esa escena, que no estaba prevista en su discurso inicial, que no era lo que él quería decir, aparece como una instancia propia de la relación sujeto-objeto: la realidad misma es la que impide al personaje mantener su discurso inicial. Esto lleva al séptimo libro, en La maleza, de mayor unidad que los anteriores, que tenían una concepción basada sobre una reunión de distancias congregada por el lenguaje. Es como una novela. Ahí está "La carne muerta del idioma", que es el relato de una escena de tortura. El personaje de la oyente del locutor acá aparece en una mesa junto con su amado en un momento de tortura. Ahí está todo lo que pasa alrededor en esos años y lo que viene después. La escena de tortura da paso a la escena democrática, como en el "paraje democrático", una escena vacía de sentido donde lo que se muestra es la equivalencia, en términos de "caída", entre el proyecto democrático que dio el país y el proyecto dictatorial que asesinó a tanta gente. Y de la maleza se pasa a Aquel corazón descamisado, donde el poema del título es una vuelta a la historia política del país. Ya no se trata de un gobierno militar o un gobierno democrático, sino los últimos cincuenta años como una imagen de lo que fue la vida en el contexto de una determinada concepción económica y política dominante. La idea parte de que el país tuvo entre el '45 y el '55 un proyecto económico y político propio. En lo económico el proyecto se basaba sobre un modelo de sustitución de importaciones; en lo político se trataba de un modelo de tercera posición, ni capitalista ni comunista, donde el punto central estaba en la distribución más equitativa del ingreso, plena ocupación y gran movilidad social. Todo eso que se produjo entre el '45 y el '55 fue lo que originó la extensa clase media que caracterizó a la Argentina hasta estos últimos años. Lo que ocurre es que ese modelo, que creó gente muy rica, fue traicionado. En principio, por la gente muy rica: los Pérez Companc, los Macri -mencionados en el poema- eran hombres que hicieron su fortuna en ese período y luego lo traicionaron, de muchos modos. (Ahora están pidiendo que el Estado vuelva a intervenir en su favor.) Por eso el poema dice aquel corazón. Es "aquél corazón descamisado" que creó un espacio mítico en la Argentina. Quienes pertenecemos a la generación que tuvo su educación primaria en aquellos años del peronismo, pudimos estudiar porque nuestras familias ingresaron en esa clase que podía acceder a los estudios superiores. Ahora bien, toda esa clase media dio un viraje mental hacia algo que puede ser explicado psicológicamente como desconocer los propios orígenes, creer que se estaba hecho para otra cosa, que el país en que se vivía no contenía su gran capacidad. Ese pensamiento de ser un país periférico y querer vivir en un país del "primer mundo" en lugar de profundizar aquel modelo, bastante ideal para nuestra manera de ser; un modelo de acumulación libre, de competencia leal, de producción nacional. Todo eso que fue abandonado especialmente por los grupos de poder, pero muy acompañados por la ideología de las clases medias. En el poema "Aquel corazón descamisado" hay dos voces principales. La que narra el poema es la voz del sujeto medio argentino, que está en la City porteña buscando cómo hacer para que la fatalidad que ha caído sobre sus pocos bienes se revierta. Atraviesa todo ese escenario monstruoso de la City, sobre todo en aquel momento de enero de 2002, y mientras está haciendo su travesía aparece esa voz, que en el texto va entre comillas, que es la voz de Menem. Es la voz que acompaña todo el relato. Menem es el que interpela a los gorilas, a la esposa de De la Rúa, a los generales, a los industriales, a los sindicalistas. Desde lo psicológico sería el típico caso del "cargador" porteño. Pero es más profundo el asunto, porque Menem tuvo y tiene una condición: ser el hombre de las dos cabezas. Él fue un descamisado, y el traidor de los descamisados. Pero para traicionar a los descamisados tenía que conocer también el verdadero corazón de los enemigos de los descamisados, a los que interpela conociendo cómo son pero diciéndoles: "Hacen bien, ahora los quiero conmigo haciendo esto que han hecho siempre", a fin de completar esa torsión que hizo él respecto de la realidad del mundo de los descamisados. Esta identidad se revela prácticamente en las postrimerías del poema, cuando dice: "Soy amigo de Bush, tengo Bololoquita para rato", etc., y se propone como quien quiere ser nuevamente el presidente de los argentinos. Por su parte el narrador le habla a alguien que en realidad es él mismo. "Quisiste estafar y fuiste estafado", ése es el punto neurálgico. Porque este es un país donde sus habitantes traicionaron aquello que los llevó al punto en pudieran tener un maletín para ir por la City. Junto con estas voces del narrador traidor y traicionado, y de Menem, hombre de las dos cabezas, aparecen las voces sublimes, como apariciones. Es al revés de lo que ocurre en el infierno de La divina comedia; en lugar de las voces de los condenados, las que irrumpen como voces muertas son cuatro voces que, yo diría, atraviesan la historia argentina como una especie de manto de espiritualidad. Esas voces son las de Mastronardi, la de Moreira, la de Eva Perón, y la del Bandoneón. Son los portadores de una significación espiritual perdida. Porque están muertos, y bien muertos: aparecen, hablan y se van; no vuelven a gravitar para nada. Y queda al final la voz del narrador que se habla a sí mismo con ese deseo de dormir el sueño eterno. "caer y caer, caer desde mi yo". Este caer significa ser sólo escena: caer "en el tifón sin aire". Ahí se objetiva totalmente esa relación doble entre el yo y su espejo. Esto respecto de esa especie de secuencia que yo encuentro en los poemas largos, desde el primer libro hasta el último. Probablemente de todos estos poemas el único que se sale de la línea, en la medida en que es un poema de amor celebratorio, es el de La dama de mi mente, hacia el final: "De la breve fusión definitiva". Es el único poema largo que escapa a esta secuencia entre lo social, lo personal y lo político.

II. El árbol del idioma

Con respecto a la cuestión formal, parto de un profundo amor por la tradición. Para mí el tema de la poesía, del quehacer poético, del último eslabón humano que es uno frente a todo lo anterior, no es el del rompimiento, el "escribir desde la nada", sino todo lo contrario. Lo que pasa es que cada poeta elige en qué tradición se inscribe, y en ese sentido su aporte es agregar un eslabón más, extender esa tradición. Es una tarea de amor por la literatura. Y creo que sobre eso se basa la labor de un poeta: amar ese oficio que ha elegido para expresarse. No creer que se puede escribir desde la nada, ignorando absolutamente todo lo anterior. Si uno ve por ejemplo las experiencias más nihilistas de la literatura del último siglo, en realidad no son mucho más nihilistas que muchas de las expresiones antiguas. Si uno dice "audacias en la concepción de los personajes", o "audacias en el decir del yo", en cuanto profundiza en las literaturas clásicas se da cuenta de que en realidad somos más bien pacatos. Basta leer Catulo, Bocaccio, buena parte de la poesía erótica española previa al Siglo de Oro, que es de una audacia sin límites.
Mi árbol genealógico es el del castellano que se habla en la Argentina. Este castellano tiene un árbol genealógico que se corresponde, según una visión cronológica, con el idioma del tango, el de la gauchesca, el de la literatura española del Siglo de Oro y, hacia atrás, el latín. Nuestro idioma se nutre de esa línea. Obviamente con mixturas, porque la inmigración en la Argentina propuso también formas que se fueron adhiriendo al habla y contribuyeron a una entonación particular. Si uno escucha hablar a un argentino y a un español, se da cuenta de que el español tiene una especie de autoconciencia, de autoconfianza en el lenguaje, que lo hace hablar más fuerte, como decía Borges. El argentino es más vacilante, porque está buscando su idioma, cómo enhebrar tantas partes que han confluido para esa forma idiomática. Esa es nuestra riqueza, también, porque el nuestro es un idioma que no se ha detenido. En cambio el de los españoles, cuando uno lee literatura de España de los últimos cuarenta años se da cuenta de que de algún modo se ha detenido, no ha producido mucha literatura con tensión lingüística. Eso se recupera en lo regional, donde hay una literatura con entonación materna, con la que pensaron imágenes en la infancia.
La trampa del coloquialismo, entendido como una forma única de hacer literatura, es el mimetismo. Lo peor que le puede pasar a la literatura es que quiera mimetizarse en el lenguaje real. Al hacerlo, está esquivando sus componentes, el mestizaje que se produce en el habla permanentemente. Si un escritor quiere escribir igual que se habla, está reduciendo la lengua a un momento coyuntural que es siempre cambiante. Es distinto cuando a esa forma de hablar se le agrega su historia, es decir, elementos que estaban en la prehistoria de ese habla: el poema se puede convertir también en una historia del idioma. Y eso es lo importante para nuestra elaboración del idioma: que un poema pueda contener elementos para una historia del propio idioma. Siempre el idioma de un escritor es un idioma artificial. Nunca es el idioma tal como se habla, sino una elaboración artística. Una versión que pone énfasis en determinados aspectos del idioma. Yo traté de dar cuenta de todo lo que notaba en el idioma como prevaleciente, desde formas antiguas que sería bueno rescatar, porque responden a una espiritualidad superior, a formas inmediatas que responden a una necesidad nuestra de decir algunas cosas sólo en el modo en que se pueden decir hoy. Pero no con el ánimo de enemistar unas y otras formas, sino de mixturarlas. Nuestra identidad de argentinos es una identidad mestiza, y creo que buena parte de los problemas del país se relacionan con no entender esto.
Juan José Hernández dijo algo muy interesante al respecto, por ejemplo, de las influencias que pudieron haber tenido en el idioma nuestro las traducciones. Porque una cosa es la influencia de una lengua romance, como el francés, y otra la influencia de la acentuación sajona que ha tenido tanta influencia en buena parte de la generación de los '90, sin nada que ver con la acentuación del castellano o el francés. Mientras estas lenguas estiran el idioma;, la acentuación sajona percute, las sílabas están golpeando en forma permanente. Esto es lo que hace que muchos poetas que han leído más traducciones que originales escritos en castellano tomen miméticamente esas formas, con lo que sus poemas han perdido musicalidad. No pueden tener la música del idioma sajón porque obviamente están escritos en castellano, pero tampoco tienen la música propia del idioma porque en forma deliberada o a través de estas influencias han perdido esa sonoridad, esa prosodia, ese modo de entonar el idioma como se entona en la Argentina.
Mastronardi, por ejemplo, está en el punto en que el idioma, su idioma, parte de los presupuestos que le impone el alejandrino -el alejandrino es el verso culto por excelencia, de "Luz de provincia"-, pero ese idioma está cargado de su región. Él habla "auroras cariñosas"; crea modos del habla pero sin énfasis. No usa un coloquialismo enfático; usa una sustantivación y una adjetivación nacidas de los modos del habla, pero de una forma natural. Cuando lee Luz de provincia uno reconoce el habla de una región, pero una región que se ha hecho universal. No llama la atención sobre el idioma, porque está incorporado a las cosas. Y eso lo hace más profundamente, y posiblemente con más neutralidad en cuanto a una toma de posición sobre coloquialismo o no coloquialismo, en sus poemas de la ciudad. Allí directamente habla con una especie de voz desasida de cualquier énfasis. No hay ni énfasis castellano ni énfasis coloquial. Habla el alma; es una pura dicción espiritual. Y eso es lo fantástico de Mastronardi. Para mí representa el punto más alto del idioma, el punto desde el cual partir, porque se ha desembarazado de cualquier propuesta hegemónica de uso del idioma. Habla naturalmente en un idioma que no necesita ninguna recurrencia ni a la tradición ni a la lo coloquial. Él logra ese milagro. ¿Qué ocurre desde Mastronardi, que murió en el '76 hasta hoy? El ideal lingüístico de Mastronardi se fue a la miércoles. Apareció el embate de la música sajona, interviniendo en toda nuestra formación rítmica, en nuestra escucha. Apareció la caída total del modelo socioeconómico argentino. Éste es un momento en que esa armonía que había logrado Mastronardi se quebró, entonces hay que empezar a buscar otra. Y esa búsqueda nunca es armónica, siempre es ríspida. Lo máximo que uno puede hacer -que es lo que traté de hacer en Aquel corazón descamisado- es presentar la oposición de lenguas.

III. En lo indócil, primeras formas

En mi primer libro quise utilizar el idioma más "apretado" posible. El libro está escrito desde una visión del idioma exactamente contraria a la exuberancia surrealista. Yo me oponía a dos elementos: a las poéticas derivadas del surrealismo que privilegiaban la idea de "espontaneidad": el inconsciente, el sueño, convertido en lenguaje librado a su azar. Eso resultaba generalmente en poemas de una gran expansión verborrágica a la que yo me oponía. Yo buscaba el poema exactamente contrario a lo espontáneo. En esa época yo había escrito un ensayo que se llamaba "Poética del sujeto dependiente", que nunca se llegó a publicar, donde decía que el sujeto supuestamente libre del surrealismo no nos correspondía a nosotros, porque éramos sujetos dependientes y como tales teníamos un control sobre el lenguaje. Todo lo que se le ocurre a un sujeto dependiente son imágenes de su esclavitud, de su encierro, no de su libertad. Eso es lo que forma parte de su interior. Entonces el habla expresiva o el poetizar de ese sujeto dependiente es una lucha contra la naturaleza que le han impuesto como idioma. Esa lucha opera en su escritura como un idioma que está reflexionando permanentemente sobre aquello que se le ocurre en forma espontánea y contra lo cual reacciona hegelianamente como conciencia negativa. Eso fue el armazón intelectual de aquella época, cuando yo tenía entre 25 y 30 años. Mi interlocutores eran amigos de mi misma edad, que carecían de relevancia "literaria", como un muchacho que todavía sigo viendo, Aquiles Ferrario. Cuando le llevé Los objetos del miedo a Aldo Pellegrini, que era en ese momento algo así como el pope, me dijo: "Está bien, pero está muy atado". Aldo Pellegrini era de todos modos ideológicamente más libre que todo los otros popes de la época. También se entendía que la poesía debía ser denunciadora o anunciadora de una revolución. Yo la revolución no la veía por ninguna parte, y creía además que la denuncia pasaba por la exposición de una subjetividad atormentada; eso ya de por sí denunciaba una fractura entre el hombre y el mundo, y me parecía que era lo propio del poema. Pero yo en realidad no participaba de grupos literarios, no tenía mentores, ni siquiera había descubierto al gran Carlos Mastronardi.
Mi formación literaria empezó más o menos a los 16 años, cuando una profesora me hizo leer a Kafka, Faulkner... A los 18 años conocí a este muchacho Ferrario, que era el encargado de una librería mitológica, la Librería de Fiorentino, que quedaba en Caballito, y en ese ámbito de la librería empecé a conocer toda la gran poesía: César Vallejo, el Neruda de Residencia en la Tierra, Henry Michaux, que tuvo una enorme influencia en mi formación, un poeta que admiré y admiro mucho. Pero fue una formación, diría, solitaria. Aunque hice hasta tercer año en la carrera de Letras de la facultad, allí se veía poca literatura contemporánea. Española I y II, Literatura Argentina I y II... En ese momento Barrenechea daba Gramática, y tuve también de profesor en otra materia, Introducción a la Literatura, a Monner Sans, que era un obsesivo de la forma. Cuando voy a dar esa materia, Monners Sans me aplaza, porque yo me negaba al conocimiento de las formas. En ese momento yo decía que no me interesaba para nada saber qué era un soneto, o un endecasílabo. Había dado una primera parte del examen muy bien; cuando pasamos a métrica, le dije: "No, mire, he decidido que esto no lo voy estudiar". Y entonces el me dijo: "Y yo he decidido que usted tiene que dar este examen otra vez si quiere seguir en esta carrera". Me mandó a marzo. Ahí estudié métrica profundamente, y la di muy bien. Me sirvió de mucho ese golpe, porque tuve que aprender realmente métrica. Eso fue a los 19 años. Había llegado a letras por la influencia de aquella profesora de Castellano del Colegio Nacional Nº 13 de Liniers, un oscuro colegio allá en la punta de la Capital. Yo iba a estudiar abogacía; como cualquier chico de clase media para abajo, tenía que estudiar una profesión tradicional. Pero a raíz del encuentro con esta profesora decido estudiar Letras, donde hice dieciséis materias. Hice muy bien tres latines, por ejemplo, y otras materias que fueron muy sintomáticas y reveladoras, como Filosofía de las religiones, con Vicente Fattuone, y Literatura Italiana, con Orestes Frattoni, con quien leo La Divina Comedia, en castellano y en italiano. Son dos cosas de las que jamás me voy a olvidar. Porque el universo metafísico que me propone Vicente Fattone a través del estudio de todas las religiones fue fantástico. Y con Frattoni leímos Divina Comedia y Leopardi (todo el programa del año), dos poetas que luego fueron para mí lectura de cabecera.
Y en medio de eso yo escribía, y lo que escribía se iba articulando como "libro". En Los objetos del miedo están los poemas escritos desde los 23 a los 27 años; lo que había escrito anteriormente lo tiré todo. Pero en el segundo libro, Cuerpos, ya hay una voluntad formal mayor, aparecen las primeras resonancias del mundo de la poesía latina, y hay una mayor búsqueda formal. Es un libro al que vuelvo siempre. Nadie se da cuenta, no tienen por qué hacerlo, pero yo retomo versos de ese libro. Recuerdo que en aquel tiempo yo trabajaba en la librería Fausto, y venía Arturo Carrera, por ejemplo, y me decía. "¿Por qué esta entonación?" Era del latín. Virgilio, Horacio, Catulo... hay que leer a esos poetas porque son extraordinarios. En principio por la sustantivación; la poesía latina es muy concreta, tiene una enorme terrenalidad. Ésa es una de las cosas que creo haber mantenido en lo que escribí a partir de entonces: la sustantivación concreta, la escena poética. Eso está en la poesía latina. En Cuerpos ya hay alternancia de formas clásicas con formas contemporáneas; hay verso libre y verso medido. En aquel tiempo el ideal mío era poder establecer contrapuntos métricos. Es un ideal que sostuve siempre, hasta este último libro en el que toda la primera parte es exclusivamente endecasilábica. Hay una especie de fantasma del soneto, porque el soneto sin rima es otra cosa. Mantiene los catorce versos y el endecasílabo, pero al quitarle la rima y al acentuar la concordancia rítmica en la sexta sílaba, que es donde acentúa el endecasílabo clásico, petrarquiano, se establece algo que a mí me permitió zafar de es naturaleza "condenada" a un significado casi automático del soneto. Me permitía romper el soneto pero al mismo tiempo mantenerme dentro de una melodía que acudía al soneto y se iba del soneto, se expulsaba a sí misma. La idea que tenía en aquellos tiempos de Cuerpos, y luego de Paisajes, cinco años después, era una idea que sigo manteniendo: el desafío de la poesía contemporánea es el desafío más formal que tuvo siempre la poesía, porque hasta Mallarmé y Rimbaud, y en parte Baudelaire, el poeta se ceñía a una forma que ya venía hecha. Ponía en el recipiente su nueva carne poética, pero la métrica y estaba prefijada. El desafío del poeta contemporáneo es que debe crear una forma para cada poema que escribe; y luego tiene que tirarla, porque no le va a servir para el próximo. Cada poema es la búsqueda de un esqueleto rítmico que sólo sirve para ese poema. En el siguiente poema, además de "lo que dice", tiene que inventar un esqueleto rítmico propio de ese nuevo contenido. Esto hace que la poesía contemporánea sea infinita en su riqueza formal, y en su búsqueda de forma. Cuerpos era un libro barroco. Yo creo que estaba allí ya buena parte de la intención barroca que animó a los poetas argentinos en los '80, diez años después. Y fue recibido con indiferencia.

IV. Paisajes, cuerpos: libros

Me dediqué siempre a la fabricación de libros. Fui editor desde que empecé a trabajar e a los veintidós años en Omeba -una editorial de enciclopedias- como corrector de estilo. Seguí como diagramador, y cuando fallece el jefe de Producción me ponen a mí en esa área, con lo cual tengo acceso a todo el conocimiento del ámbito de las imprentas, del papel, de impresión, encuadernación, etc. En ese momento la empresa quiebra y empiezo a trabajar en la librería Fausto. Allí, al año de estar trabajando, aparece el proyecto de las ediciones de Fausto, y me lo encargan a mí. Salieron ediciones muy buenas, como las de poesía y de narrativa. Las de poesía eran ediciones bilingües, con traducciones de autores argentinos: Armani, Modern, Revol, Girri, Aguirre. Ahí aparecen La vida en los pliegues, de Henri Michaux, Huesos de Jibia, de Montale; de Terra Promessa, de Ungaretti. También se publica la Antología de Poesía Argentina, que compiló Raúl Gustavo Aguirre, una antología histórica porque fue la primera en incluir a los poetas más nuevos de la época. Fue fascinante, porque el trabajo editorial pasaba íntegramente por mis manos: la elección de autores, el encargo de la traducción, lectura del original, lectura de pruebas, diagramación, producción general... Era el único encargado del proyecto, no había un grupo editorial, y eso me permitió aprender mucho. Haciendo esos libros conocí al que fue mi gran amigo, Lucho Torres Agüero, en cuya imprenta trabajé un año como encargado de producción, prácticamente al lado de la máquina.
Lo paradójico es que en ese tiempo yo estaba en buena medida ligado con gran parte del mundo literario, y sin embargo no tenía ni amistad ni contacto con sus integrantes. Mi primer libro aparece cuando entro recién a trabajar a Fausto. Yo trabajaba en Agüero e iba a la imprenta Amorrortu, entonces fui y le dije al jefe de producción: "Quiero editarme este libro". Me había conseguido un editor, Juárez Editor, a quien le llevaba el libro hecho, le ponía el sello y lo distribuía, que fue lo que hice. Cuando apareció Cuerpos estaba ya en los finales de mi periodo en Fausto; lo edita Cuarto Poder, una editorial casi inexistente. Eran editorial que casi no existían, pero tenían un sello registrado, y entonces los libros no aparecían como edición del autor, pero en realidad eran ediciones del autor. Ya Paisajes, el tercer libro, aparece en el sello de Torres Agüero. Esos libros casi no circulaban. Yo se los daba a gente conocida; tampoco me importaba mucho que estuviesen en librerías. Los objetos del miedo obtuvo, extrañamente, una nota muy buena de un periodista de Clarín a quien yo no conocía, Ubaldo Michi. Era una nota extensísima, de media página, y decía que Los objetos del miedo era el mejor libro publicado en los últimos 20 años. Yo no lo conocía a Michi, no conocía a nadie del ambiente, había mandado el libro al diario porque me habían dicho que había que mandarlo a los diarios. Después, silencio total. Ni me llamaron ni me conecté yo con los poetas... La poesía estaba dividida en dos grandes bandos: La Nación, que agrupaba a toda la derecha argentina, y la poesía social de los sectores de izquierda. Yo no estaba en ninguno de los dos grupos; para unos era sospechoso de ensuciar la tradición, y para otros de pureza en el medio expresivo, y entonces no anclaba en ninguna parte. Pasó lo mismo con Paisajes.
Yo publicaba los libros y me retraía. No asistía a lecturas, prácticamente. Tuve sí una persona que me apoyó mucho, y me presentó Paisajes y Reino Sentimental: Enrique Pezzoni. Era un tipo con el que yo hablaba mucho de poesía. Me apreciaba mucho, le gustaban las cosas que hacía. Los herederos de Pezzoni se han vuelto sectarios. Toda la zona de la crítica nacida de la universidad se ha vuelto sectaria. La crítica para alguien como Pezzoni no era una especialidad, sino una extensión de la escritura; el texto era lo principal. Da la impresión que a partir de cierto momento esto se invirtió: para el crítico lo principal es el texto crítico. Toma como pretexto un poema, pero el poema puede no existir, en la medida en que crítico ejerce su discurso con prescindencia total del poema. A Pezzoni lo conocí cuando él era lector de Sudamericana y yo ya trabajaba en Editorial de Belgrano. Él me mandaba a algunos autores que no podía publicar en Sudamericana. Por ejemplo, a Alberto Laiseca. Yo publiqué en la EB Matando enanos a garrotazos, de Alberto Laiseca. Ahí no edité poesía, pero sí narrativa de la mejor, de una gran parte de los autores hoy más reconocidos. El primer libro de César Aira se publicó allí: Ema la Cautiva; también Música japonesa, de Fogwill y los de Isidoro Blaisten, que ya era conocido pero en el mundo literario, y pasa a ser un escritor con público más amplio con Cerrado por melancolía, mientras todo lo que él había escrito antes y estaba disperso se publicó en Cuentos Anteriores. También publiqué a Carlos Gorostiza, y a un autor que hoy ha sido olvidado, Arturo Cerretani, a María Granata... Entre el '76 y el '83 el anclaje en la Editorial de Belgrano fue, digamos, "seguro". Lo paradójico fue que publiqué a todos los escritores "contestatarios". Incluso publiqué un libro del hermano de Pacho O'Donnel, Guillermo O'Donnel, que se llamó El Estado burocrático autoritario, que me valió la renuncia a la Universidad de Belgrano, porque algunos amigos del rector, Porto, le dijeron que yo estaba publicando literatura subversiva.
Ya cuando aparece Reino Sentimental yo ya tenía mi propia editorial, Grupo Editor Latinoamericano. Ahí se produce un hiato fuerte, porque entre el '85 y el '95 yo me "borro" absolutamente de la actividad literaria. No me separé de la poesía, porque yo pensaba en eso diariamente, pero no escribí nada. Hasta el año '93 no escribí una sola línea, y no tenía prácticamente vínculos con poetas. Sí alguna charla circunstancial, por ejemplo con Tamara Kamenszain, o con Arturo Carrera, pero cada vez menos. Inicié el Grupo Editor con un título sobre temas ambientales, pero como esto recién empezaba prácticamente me quedé sin trabajo. Cuando subió Alfonsín Gorostiza me nombra director de ECA (Ediciones Culturales Argentinas), donde estuve un año y medio. Después Luis Gregorich me lleva a Eudeba. Publicamos el Nunca Más, e hicimos algunas ediciones soberbias; por ejemplo una Historia de la tortura en la Argentina, de Rodríguez Molas, y una Historia del humor Gráfico en la Argentina, hecha por Siulnas, un libro que me permitió conocer sobre el humor político histórico, que es extraordinario. Eso tiene bastante que ver con algunos conocimientos de bibliografía que utilicé para el último poema ("Aquel corazón descamisado"), por ejemplo cuando aparecen voces como "gauchiciudadano", son expresiones de los poetas y periodistas paródicos de El Mosquito, en el siglo XIX. En el año '93 empiezo a escribir los poemas de Vida privada, cuyo título tenía que ver con lo vivido durante esos años. Lo escribí entre el '93 y el '95, cuando apareció. Habían sido ocho años de escribir ni una línea, y cuando me puse a escribir lo hice casi diariamente. La Dama de mi mente también fue escrito en dos años, apenas terminé de escribir Vida Privada, y lo mismo pasó con En la maleza.

Addenda: La gran herida argentina

La maleza es un elemento constitutivo del paisaje pobre, ese del que yo siempre hablé. Entonces toda la mirada se concentra en ese elemento abstracto que es la "maleza", en lucha contra el "jardín". Ése es si se quiere el elemento novelesco del libro: la maleza azarosa, estrepitosa, desordenada, bárbara, inculta, cargada de contradicciones, porque produce flores bellas y también aquello que daña cultivos ordenados, se opone al tiesto donde emerge la flor cultivada. En el fondo se juega una dinámica. La maleza está enamorada del jardín, sólo que hay elementos que obstruyen cualquier comunicación. Es como un amor imposible, socialmente imposible. Esto se da también en el idioma. El sujeto maleza avizora la posibilidad de la belleza; sabe que está en alguna parte, pero no puede acceder a ella. Entonces trata de elaborar su propia idea de belleza, pero lo hace exactamente con lo que son sus contenidos desordenados, fatídicos y restallantes. Propone también una belleza, pero muy diferente del -como diría mi amigo Herrera- "palacio de las formas" de la belleza clásica, a la que tiene que combatir, golpear y adorar. Algo propio del amor, donde precisamente el objeto mayor del deseo, al no cumplirse, es execrado, pero cuando más se lo execra más se lo ama. Ahí ya aparece el sujeto "descamisado", como una especie de sustancia incorpórea del paisaje, como "maleza", que es la muchedumbre: se la incendia y vuelve a aparecer en otro lugar. Las vecinas incendiaban el potrero, pero la maleza volvía a aparecer. Es inextinguible. Conlleva una especie de procreación que no se puede parar. Esa muchedumbre no es que esté enamorada de su falta de forma; quiere su forma, lucha por su forma. Como el esclavo de Hegel, piensa su forma pero no la puede completar. Su aventura está en pensarla, en establecer de pronto algún escalón formal. Es un poco el proyecto formal de la maleza: encontrar un punto en que esa informidad logre anclar en algunos destellos de epifanía clásica. Argentina vivió entre el '45 y los '90 una especie de vida dominada naturalmente por las secuelas de aquel momento económico que propició el primer peronismo; en los '90 eso se corta absolutamente: aparece la herida, esto que somos ahora, y aparece como el recuerdo de lo que fue el sujeto histórico en algún momento. Ya no lo tenemos; no forma parte de nuestra vida ciudadana el salir a la calle sabiendo que si nos rompemos el alma vamos a poder avanzar económicamente, de caminar por cualquier calle con total libertad porque no nos iba a pasar nada. Todo ese mundo se extinguió, y lo que vemos ahora son las llagas, la gran herida argentina. Y esa gran herida es desde donde habla ése que tuvo un corazón "descamisado": abierto, transparente, generoso, dado a ser junto con la idea de una comunidad. Estamos viviendo en una comunidad desintegrada, fragmentada en mil segmentos, todos contradictorios, enemigos unos de otros, donde alguna vez hubo una idea de comunidad.