Compartir un destino
Germán Amatto
Dos semanas después de abandonar a su mujer, alquiló una piecita en una pensión de San Telmo. Se había ido del loft llevándose lo puesto, y ese cuchitril sucio, con un catre y un ropero, era todo lo que podía pagar. A él no le disgustó. Identificó la austeridad del cuarto con la tabula rasa sobre la que levantaría su nueva vida, y consideró que sería el reducto ideal desde el cual saldría a  forjarse un destino propio.  
Regateó el precio y cerró el trato. Ya solo, se puso a revisar a fondo. El frío del invierno se filtraba por las paredes agrietadas; el baño hedía; el catre desvencijado le prometió un porrazo cualquier noche. Fue al abrir el ropero que apreció su suerte: colgando entre maderas carcomidas, lo esperaba un sobretodo.
Era gris, bien cortado, y se notaba que de marca, aunque no tuviera etiquetas. Estaba un poco estropeado. Bajo el bolsillo izquierdo se abría una vieja mancha, y un rastro oscuro carcomía la tela de la manga derecha, girando como una serpiente. Lo peor era el agujero. Un pequeño agujero que atravesaba la solapa, el pecho y la espalda del abrigo.
Se preguntó quién habría sido su propietario, en qué turbias circunstancias lo habría vestido por última vez. Intuyó una historia entrelazada a ese tejido gastado, un sórdido periplo cuyo punto final era, sin duda, ese orificio de bordes quemados.
Lo contempló un momento, dudando, y al fin decidió probárselo. La prenda ciñó suavemente a su nuevo dueño. Parecía hecha a medida.
Aquel era un invierno muy crudo; y se acostumbró a usarlo siempre. 
 
Intentó evadirse de la sordidez del bar mirando por la ventana, perdiéndose en un remolino de hojas secas que subía por Defensa. Pero la realidad inmediata se fue imponiendo, y no le quedó otra que volver la vista hacia su mesa, a la taza de café caliente, a las inertes páginas de avisos clasificados. 
Había buscado trabajo toda la semana, y nada. Nada de nada. Gastaba los zapatos de la madrugada al atardecer, y sólo conseguía cansancio. Con cada aviso que tachaba, su expectativa de construirse un destino se volvía más y más la fantasía de un fracasado.
Sorbió el café. Hizo un bollo con los clasificados, y lo arrojó. Los papeles cayeron en la silla de enfrente, en un montón retorcido e inútil. Como él mismo, carajo. Si hasta los pliegues de las hojas se parecían a las arrugas de su sobretodo...
Cerró el puño. Golpeó la mesa. Fue un golpe seco, parido por la angustia, que le hormigueó en la mano e hizo vibrar la tabla.
Hubo un tintineo, y la taza del café se volcó. El líquido humeó recorriendo la fórmica y cayó sobre el lado izquierdo del abrigo.
Él no reaccionó. Se quedó mirando cómo la mancha nueva acudía al encuentro de la vieja y la cubría, se amoldaba a ella hasta adquirir exactamente su contorno.
En la calle giraron las hojas muertas y los bollos de papel, siguiendo pasivos el sendero que les trazaba el viento.
 
Aceptó la invitación de su mujer a cenar porque ya estaba harto de comer arroz, y porque quería regodearse en los estragos que la separación hubiera causado en aquella cara tan lozana. Y también por esa sensación, como de anzuelo en las vísceras, que aún le ganaba al pensar en ella.
—Te quise, sabés —dijo ella, espléndida con ese suéter inmaculado, sin una arruga, tan distinto a su sobretodo—. Siempre te quise mucho.
Un buen principio. Muy bueno. Quizá hubiera reconciliación, después de todo. Ella siguió:
—Creí que nos unía algo fuerte, profundo. Qué sé yo: quizás el mismo destino. No sabés cuánto me cuesta decirte esto...
Él no se lo haría difícil: sólo con que ella admitiera sus errores y le pidiera perdón, volvería al loft de Palermo Hollywood en sus propios términos, y asunto olvidado. 
—... no sabés cuánto me cuesta pedirte el divorcio.
—¿Divorcio? —interrumpió él, casi en falsete.
Eso no estaba en el libreto. No estaba en absoluto.
Ella alargó la mano hacia un sobrecito de azúcar.
—Sí. Ya sé que es un paso difícil, pero Juanma dice...
—Juanma —repitió él, mordiendo cada letra. 
—Es uno de mis abogados. Juanma dice...
—¿Juanma no es nombre de trolo?
—Es mi abogado —dijo ella, mirándolo desconcertada. Y lo que dice es...
—Cualquier cosa que diga alguien que se llama Juanma me importa una mierda. Juanma. ¿Es el tipo con el que te vi salir del telo?
Ella empezó a estrujar nerviosamente el sobrecito de azúcar. 
—Mirá, te la hago corta. Podemos terminar esto por las buenas o peleando en los tribunales. Vos elegís.
Él observó esos rasgos que conocía tan bien como los propios, queriendo decirle que aún la necesitaba terriblemente. Que estaba dispuesto a olvidar, a cambio de cualquier señal de arrepentimiento.
—Qué zorra hija de puta sos.
El bofetón aún le ardía, cuando ella lo miró desde la salida. En sus ojos reptaba un odio quemante.
 
Esa mirada lo siguió durante todo el regreso. Se preguntó si ese odio sería real, o la máscara de sentimientos opuestos. Algunas mujeres son así: se excitan y no se lo bancan, y eso las violenta.
En realidad no importa, se dijo mientras recorría el pasillo hacia el patio. Odio o amor; pasado el límite, son lo mismo: una llama de acetileno consumiéndote el coco.
Y quizás ella había cruzado ese límite. Quizás había llegado tan lejos como para distorsionar los hechos, y culparlo a él de todas sus frustraciones, sacándola de quicio y volviéndola capaz de.  
¿Capaz de qué? Si esa infeliz no se atrevería ni a mirar mal a una mosca...
Cruzó el patio, entumecido por el frío. Entró a su habitación. No se sacó el sobretodo: estaba más helado que afuera, y todavía no había conseguido una estufa. Decidió usar el anafe; podría tomar algo caliente, y de paso templar un poco la habitación.
Prendió la hornalla. El gas empezó a sisear, y él acercó el fósforo.  
Con un crepitar, la llama saltó hacia el sobretodo. Una serpiente de fuego se enroscó en la manga.
Él manoteó un repasador y se pegó desesperado en el brazo. La llama se avivó, reptó hasta su hombro. Trató de arrancarse el abrigo. La tela se ajustaba implacable a su cuerpo, no podía desabrochar los botones. Sintió la quemazón  en el cuello. Quiso gritar; sólo pudo exhalar una bocanada muda.
Corrió a la pileta y abrió la canilla. El fuego se retorció sibilante bajo el agua, envuelto en humo y vapor.
 
No volvió a usar el sobretodo. Tampoco se atrevió a tirarlo. Lo colgó en el ropero, en la misma percha en que lo había encontrado.
Comenzaron las pesadillas. Cada noche, era sacudido por horrores que luego no podía recordar. Despertaba y se erguía en la cama, resollando. Escuchaba con atención. Desde la calle le llegaba el sonido de unas ruedas sobre el pavimento, algunos ladridos lejanos. Nada más.
Sin embargo, le quedaba la oscura certeza de haber percibido, en el límite del sueño, un áspero roce de tela contra madera.
 
Volvieron a encontrarse un lunes vacío. Nubes de tormenta oscurecían los senderos del parque Lezama, que ellos caminaban en silencio. Su mujer, con las manos en los bolsillos del tapado, parecía meditar. Él pateó el manto de hojas secas.
—Bueno, acá me tenés —dijo—. ¿Para qué me llamaste?
—¿Qué te pasó en la mano?
—De qué carajo querés hablar.
Ella vaciló. Al fin dijo:
—No tenemos por qué separarnos así. Yo también, al principio pensé en matarte con la indiferencia. Pero después —sonrió—, después cambié de idea. Para qué vivir llena de rencor, si puedo terminar las cosas de otra manera.
Algo distinto en ella, una actitud abierta y vulnerable, le hizo dudar. Aún guardaba en la billetera la nota en que ella le pedía, le imploraba un nuevo encuentro para poder liquidar de una vez sus diferencias. Una reunión a la que él no podía negarse. Se lo debía “por los años que pasamos juntos”.
Sonaba prometedor. 
—Está bien. Hablemos.
Pasearon como antes, como cuando estaban juntos. El habló de recuerdos, de temores y fracasos. Ella asintió en silencio, comprensiva. El resto se dio como en las películas: empezó a llover, corrieron a refugiarse bajo el toldo de un kiosco, él se acercó a ella, y vio en sus rasgos un espejo de sí mismo, de su propia amargura.
Buscó con sus manos las manos de ella.    
—Qué te parece si vamos a un bar.
Ella abandonó sus manos entre las de él.  
—No. Demasiada gente. Todavía tenemos que hablar; no quiero que escuchen.
Fueron al cuchitril.
 
Entre charlas y llantos, risas y polvos, se vino la noche.
Él prendió el velador. La luz amarillenta bañó el catre deshecho, el ropero. Ella estaba junto a la puerta y ya se había puesto el tapado. En su cara se veía que trataba de decidirse. Afuera, la tormenta redoblaba. 
—¿En qué pensás? —preguntó la mujer.
Él se acercó y le acarició una mejilla.
—En que es una pena que nos tengamos que separar, siendo tanto lo que nos une. Tenemos mucho en común...  
—Sí —dijo ella, reculando—, también el carácter. A lo mejor ése es el problema —miró la hora—. Bueno, me alegro de que hayamos hablado. 
Él prendió un cigarrillo, y luego señaló la cama deshecha. 
—Si a esto lo llamás hablar, qué será para vos coger.    
—La pasé muy bien, sí, pero tengo que irme.   
—Todavía es temprano. ¿Por qué no vamos a cenar?
—Me encantaría, pero tengo un compromiso.
Él observó pensativo la brasa del cigarrillo. La estaba perdiendo, pero no sabía qué hacer para conservarla.
—Está lloviendo a cántaros —intentó—. Por lo menos esperá que afloje.  
—No puedo. De veras no puedo. Ya son las nueve y media...
 —...y seguro que el trolo de Juanma te está esperando —dijo él sin pensar. —Zorra. Puta.
Esta bofetada dolió menos, quizás porque ya la esperaba. Soltó el cigarrillo y retrocedió, retrocedió tirando el velador, retrocedió hasta sentir contra la espalda la madera helada del ropero.
En la penumbra, la expresión de la mujer ardía de odio: 
—Y pensar que hasta ahora había dudado.
Hundió una mano en el bolsillo del abrigo; luego comenzó a sacarla lentamente.
Un roce tenue sonó detrás de él, en el ropero. Un reclamo suave, casi imperceptible. Tela contra madera.
Ella sacó del bolsillo su puño cerrado: —Tomá lo tuyo.
Algo pequeño cayó con un tintineo y rodó por el suelo hasta él.  
—Ésta es la última vez que nos vemos. No quiero volver a saber de vos.
La alianza era un círculo pálido contra las tablas oscuras del piso. Recordaba otro círculo: el del orificio de bordes quemados que atravesaba el sobretodo.
El ruido dentro del ropero ya no era un susurro. Sonaba urgente, acuciante.
—Esperá. No te vayas así. No podés irte así.
Ella se detuvo, confundida, mientras él abría la puerta del ropero.
—No podés irte así, con esta lluvia. Se te va a arruinar el tapado. Lleváte esto. Está un poco estropeado, pero todavía puede usarse.
El sobretodo debió haberse encogido: se ajustó perfectamente a ella.
Aunque ya no era ella. Miró a esa mujer, y le pareció que sus rasgos fluctuaban. Sí, se alteraban de manera sutil: cada arruga alrededor de sus ojos, cada pliegue en la comisura de sus labios se correspondían con cada arruga y cada pliegue del sobretodo. Por un momento vislumbró, en ese rostro, un gesto odioso y despreciable.
El trueque había sido aceptado.
 
No la siguió hasta la calle. Se quedó en el patio, inmóvil bajo la lluvia.
Un charco sucio a sus pies le devolvió su cara.
Cerró los ojos.
A lo lejos sonó el disparo.

Germán Amatto nació en 1969 en Argentina. Artista plástico y escritor, está comenzando una interesante carrera como cuentista.