Miniaturas de terracota
Sergio Gaut vel Hartman
Imaginé el titular. CATASTROFE EN EL TABLERO.
Estaba en la sala Mayor del Complejo Shatrang, en Tashkent, asistiendo a una demolición, estupefacto. El delicado movimiento de la mano de Lei Zhu había creado una suerte de metáfora en espiral, casi una idea resuelta en descenso, mínimo descenso, desde un nivel superior a otro inferior. El movimiento tenía cadencia, armonía, deja vu. Y aunque esta vez no hubiera sido la obra de aviones suicidas, no pude evitar el recuerdo de aquellas otras imágenes, las del 11 de septiembre aquel, un cuarto de siglo en el pasado. Otra demolición, otras consecuencias. Era como si no hubiera transcurrido un solo segundo. También observé al adversario de Lei: la voluntad de Boris había quedado aniquilada sobre el tablero, aunque los ojos azules del rey vencido se siguieran aferrando a la mágica secuencia que lo había puesto fuera de combate en la partida decisiva como un náufrago se abraza a un madero. ¿Por qué había ocurrido? La hegemonía casi absoluta ostentada desde los tiempos de Botvinnik, quedaba hecha trizas por una ignota maestra rural, oriunda de una aldea perdida en los arenales de Manchuria, alumna predilecta, según decían, del gran Jiangchuan Ye, quien, sin embargo, nunca había estado tan cerca de la cumbre. ¿Tenía una explicación? ¿Cómo había ocurrido? ¿Por qué?
Los chinos, suspiré; ¿alguien entiende a los chinos? Peor aún: ¿alguien puede detenerlos? El ajedrez es una isla, pero una isla voladora, como la que imaginó Jonathan Swift...
Se cumplieron los rituales de rigor; el momento histórico debía quedar cristalizado en los registros. Y los lugares comunes se enseñorearon de la sala: aplausos, vítores, lágrimas, sonrisas. No era mi turno, y como veterano cronista de mil lides, aunque ayuno de talento para jugar una partida aceptable, sabía respetar el compás. Esperé. Mi objetivo, una vez que los tiburones de las grandes cadenas apaciguaran la ansiedad de millones (millones de consumidores para quienes un alfil es lo mismo que un derrame de petróleo, una raqueta, un atentado suicida o un político corrupto) era obtener la gran nota, una nota excepcional, capaz de penetrar los recovecos secretos del pensamiento que había aniquilado al genio ruso. Lei Zhu era una perfecta máquina de pensar en códigos de ajedrez, además de una muchacha adorable, claro.
¿Cómo lograrlo? ¿Cómo conseguir el reportaje único que me catapultara a la cima? Dinero, siempre dinero; todo se logra con dinero. Dinero para comprar la llave de la habitación de Lei a un botones adicto a la benofaxitedrina, dinero para armar un disfraz convincente que me hiciera aparecer ante los ojos de la campeona como uno de los nuevos robots de la GMW, en fase beta, que los chinos todavía no conocían, y también dinero para sufragar los gastos del hospital si era descubierto por el personal de seguridad que rodeaba a la muchacha, día y noche.
Mientras me vestía con los módulos de PVC 102 pensaba en el Redactor Jefe de Chessint, el viejo ogro siberiano. ¿Cómo tomaría Malamud la noticia? Si bien se venía presagiando desde varias décadas atrás, los hábiles manejos de Kasparov, alternándose en la cima con Kramnik y Morozevich, habían logrado contener el aluvión chino. Pero no se conocen imperios sin caída. Y la supremacía eslava del juego ciencia se tenía que terminar alguna vez. Lo que no estaba tan claro era por qué yo estaba seguro de que no se trataba de una impasse, como la fulgurante aparición del cometa Fischer, allá por los setentas del siglo pasado o la de el indio Anand. Lei Zhu podía reinar un año para caer luego ante cualquier Igor de Kazan o Frunze.
Podía suceder, pero no sucedería.
Recorrí el pasillo impunemente. Parecía el hombre de lata del Mago de Oz o el lacayo dorado de Star Wars, no recuerdo. Ni yo me creía ese disfraz, pero tal vez lograra engañar a los chinos. Detuve mis pasos ante la habitación 64 —profético número— e introduje la llave. Funcionó.
Lei Zhu estaba en medio de la habitación, inmóvil como una estatua. Parecía cualquier cosa, menos el campeón mundial de ajedrez, la primera mujer que había podido destronar a un hombre. Ni siquiera la gran Polgar lo había logrado. Hasta yo, frío y mercenario periodista, sentí cierta hostilidad. Esa muchacha nos había hecho morder el polvo.
—Su pedido —dije empujando un carro con variados manjares. Estaba utilizando un deformador que imitaba milagrosamente la voz del robot. Pero la china no dio señales de haber advertido mi presencia. Revisé todos los rincones y no vi a nadie; por alguna extraña razón los guardias de seguridad la habían dejado en paz y ninguno de ellos estaba a la vista. Decidí atacar sin más trámite. Mi primera pregunta se referiría a la vida sentimental de la campeona, ya que sólo a unos pocos les interesaba saber cómo había logrado revitalizar la denostada variante de Antoshin en la Holandesa, y en cambio todos beberían cada palabra relacionada con el estado de su corazón. Pero no llegué a hacerla.
Debo decir que lo que narraré a partir de este punto es insólito, extravagante, raro, fantástico, loco, inexplicable y anómalo, pero sólo lo diré una vez. Me limitaré a describir los hechos tal y como ocurrieron, sin calificarlos y espero no ser interrumpido con ridículas exclamaciones.
La mitad superior de la cabeza de Lei Zhu empezó a girar como un taburete de piano y en pocos segundos quedó separada de la inferior por una banda lisa, semejante a una cinta de plata. Por debajo de la nariz se formó una especie de balcón, una saliente que recordaba al yelmo de una armadura. ¡Lei Zhu era un robot! Un perfecto robot femenino que había engañado al mundo ajedrecístico y al mundo en general. Por mi mente desfilaron docenas de especulaciones y conjeturas acerca de cómo se las habían ingeniado los chinos para operar al robot, engañando a los expertos. Pero uno de los mayores interrogantes permanecía en pie. Aún la mejor computadora que los chinos pudieran presentar tenía que estar programada por humanos. Y hasta donde yo sabía, nada superaba a la Deep Infinity que "aconsejaba" a Boris mediante un implante realizado en su parietal izquierdo por el eminente Jan Jaraas, de la Univarsidad de Tallinn.
Mis interrogantes comenzaron a despejarse cuando al balcón del rostro de Lei Zhu se asomaron cinco figuras de no más de siete centímetros de estatura. ¡Siete centímetros! Otra vez Jonathan Swift. Yo era Gulliver y los cinco chinos parecían habitantes de Liliput. Y no sólo eso: los reconocí de inmediato como las versiones en miniatura de los cinco ajedrecistas más fuertes de China. Allí estaban Jun Xie —la única dama—, Jiangchuan Ye, Zhong Zhang, Xiangzhi Bu y Chang Xu. La presencia de los mejores ajedrecistas chinos de la historia explicaba algunas cosas, pero abría nuevos interrogantes. ¿Qué significaban esas versiones reducidas de los grandes maestros? ¿Qué plan diabólico habían maquinado para apropiarse del ajedrez mundial? Por fortuna hablo chino a la perfección —­­no me hubieran enviado a cubrir este evento, de otro modo— y no tardé en averiguar algunos sabrosos datos.
—Este ridículo robot nos ha traído la cena —dijo Jiangchuan, que había engordado bastante desde la última vez que lo viera, aunque su peso actual pareciera ser unos pocos gramos. Luego comprobaría mi error, ya verán por qué.
—Bajemos de esta celda —propuso Jun—, me estoy asando. Y yo también tengo hambre.
—¿Y tu línea, Jun? —dijo Chang sonriendo.
—¡Al diablo la línea! —exclamó la dama—. Estoy cansada y hambrienta.
Los chinos en miniatura desaparecieron del balcón y los imaginé descendiendo por el cuerpo de la campeona artificial. Yo no podía moverme; si deseaba no ser descubierto debía representar mi papel de robot hasta el final, aún ahora, que el reportaje a Lei Zhu se había desmenuzado por completo, como miga de pan en el agua. Dos minutos después los ajedrecistas salieron por el tobillo del simulacro.
—¿Qué te parece este robot, Zhong? —dijo Xiangzhi—. ¿No deberíamos llevarlo a casa?
—Es cierto —dijo Zhong—. Debe ser un modelo nuevo. No lo he visto por allá. ¿Podemos hacerlo, jefe?
Jiangchuan, que por lo visto comandaba el grupo, se limitó a mover la cabeza, asintiendo. Xiangzhi deshizo el camino y se volvió a meter en el cuerpo de Lei. ¿Qué se proponían hacer? Decidí que si no tomaba la iniciativa corría un serio riesgo. Hablar, les tenía que decir algo. Pero, por otra parte, un robot no estaba obligado a reconocer como humanas a criaturas de pocos centímetros de estatura.
—¡Ratas! —chillé—. Debo avisar al servicio de desinfección.
Los chinos, haciendo gala de una envidiable velocidad mental, se movieron como si en verdad lo fueran, esfumándose por los cuatro costados de la habitación. Volví a quedar desairado, enfrentando a la bella marioneta —Lei Zhu— y otra vez sin plan. Pero los hechos se encargaron de proporcionarle una trama a mi aventura.
Todos los objetos que me rodeaban comenzaron a crecer de un modo feroz. Durante varios segundos, tiempo más que suficiente para que se me erizara todo el vello corporal, creí que el universo aumentaba de tamaño y comprendí exactamente lo que había sentido Alicia. No obstante, me repuse lo suficiente como para comprender que el problema era mucho más agudo: los chinos me estaban aplicando el mismo método reductor mediante el cual habían llegado a medir unos pocos centímetros. Quedé pasmado. Una única idea, como una refractaria bola de mercurio, me latía en el corazón y los pulmones: ¿sería reversible?
—Hola, robot —dijo Zhong apareciendo a mi lado como un fantasma—. ¿Qué tal un viaje a China?
Era tarde para protestar. Con la mayor parsimonia me quité el disfraz y quedé a cara y cuerpo descubiertos frente a la banda de ajedrecistas. Jiangchuan Ye me reconoció de inmediato; no por nada llevábamos tantos años compartiendo los torneos de èlite, él como jugador y yo en mi rol de periodista especializado.
—¡Daniel Jazar! —exclamó—. ¿Qué significa esto? —añadió usando interlingua, aunque sabía perfectamente que yo dominaba su idioma.
Me encogí de hombros. —La lucha por el reportaje sensacional.
—¿Lei Zhu? —dijeron a coro. Y casi de inmediato se empezaron a reír de un modo que sólo se me ocurre calificar de grosero.
—¡Campeón mundial absoluto! —exclamó Jun Xie—. La inocente maestra de Aihun que humilló a la novena maravilla eslava.
—¡Silencio! —ordenó Jiangchuan, poniéndose repentinamente serio—. No se te escapará, amigo Daniel, que tendremos que tomar medidas para evitar que nuestro secreto... uh... se filtre.
—¿Podríamos discutirlo? —solicité con voz temblorosa. Bien sabía la energía que suelen poner los chinos para alcanzar un objetivo.
—¿Discutirlo? —Jiangchuan me observó con atención y yo le devolví la mirada. Estaba realmente gordo. Si no se cuidaba pronto podría dejar el ajedrez y dedicarse al sumo. —No tenemos nada que discutir. Viste lo que no deberías haber visto. La curiosidad mató al gato, ¿no dicen ustedes así?
—No, pero no importa. ¿Me van a matar?
—¿Matar? —se horrorizó Jun—. Somos ajedrecistas, no asesinos.
Jiangchuan se acariciaba el mentón y los otros tres lo observaban como los tres mosqueteros mirarían a D'Artagnan el día que descubrieron... no tiene importancia.
—Lo llevaremos con nosotros a China —dijo Jiangchuan—. Allá decidirán. Pero, por lo pronto, tenemos que justificar la desaparición. Diremos... diremos que logró la entrevista ideal con Lei Zhu, que se fueron a pasar unos días a una playa nudista cerca de Niza y que en poco tiempo más Malamud tendrá la exclusiva absoluta, una nota con la nueva campeona como ningún otro pudo obtener; todas la intimidades, los pensamientos más recónditos de Lei Zhu. Eso funcionará.
No pude dejar de admirarme por la facilidad con que Jiangchuan Ye, el viejo lobo del tablero, planificaba las siguientes jugadas.
 
Salimos del hotel un poco apretados, metidos en los compartimentos del cuerpo de la campeona. Los de seguridad, que saben manejar esas cosas, burlaron cualquier intento de la prensa por lograr una entrevista improvisada y nos condujeron al aeropuerto de Tashkent para emprender el corto vuelo que nos llevaría hasta la finca en Jinan que el gobierno había destinado, varios años atrás, al entrenamiento de los ajedrecistas chinos.
No entraré en detalles acerca de la convivencia en el interior del cuerpo de Lei Zhu. Siempre me había llevado bien con esa gente, y si bien las múltiples derrotas que me infligieron durante el tiempo que duró el viaje, seguidas de crueles bromas, mellaron un tanto mi ánimo, no se podía esperar otra cosa de expertos cuyos rankings superaban en todos los casos los tres mil puntos.
El lugar en el que estábamos confinados era similar a la sala de mandos de una nave espacial. Por alguna razón, que los hechos no tardaron en confirmar, el desarrollo exponencial de la industria espacial china iba de la mano de la miniaturización y la robótica. El orgullo chino los estaba empujando más allá de toda mesura y en su competencia con el Oeste decadente y corrupto se jugaban el todo por el todo.
Por eso no me sorprendió que al llegar al aeropuerto de Jinan nos estuviera esperando una comitiva que sólo parcialmente tenía que ver con el ajedrez. Había dignatarios políticos, directores de la Sociedad de Entes Automáticos, dirigentes de la Agencia Espacial China y los científicos responsables del proyecto "Miniaturas de terracota". Fue impresionante. Lei Zhu fue recibida como una campeona y me quedó claro que las multitudes que observaban al simulacro de la graciosa y bella ajedrecista en las pantallas de digivisión ignoraban su naturaleza y la existencia de los ajedrecistas reducidos que estaban al mando. O sea que la mentira funcionaba en todas direcciones.
Pero lo más sorprendente llegó cuando vi, abriéndose paso entre los jefazos, un simulacro de mi mismo. ¿Cómo era posible?
—¿Cómo es posible? —Al hacer la pregunta mi rostro estaba pálido y mi lengua se negaba a obedecer las órdenes del cerebro.
Xiangzhi Bu, que siempre estaba a cargo de las explicaciones cuando tenían que ver con ciencia o tecnología, me lo aclaró. —Esta versión de Daniel Jazar, el célebre periodista de ajedrez, le hará un bello reportaje a la campeona. Ese reportaje será retransmitido a todo el mundo y el público se enterará no sólo lo bella y exquisita que es Lei Zhu, sino que podrá ver que está muy enamorada de Daniel. Pronto habrá boda y venderemos millones de unidades del nuevo implante cerebral para jugar al ajedrez que nuestras fábricas ya están produciendo. La publicidad que la unión de Lei y Daniel...
Dejé de escuchar. La duda acerca de mi condición volvió a instalarse en mi ánimo. ¿Era o no era irreversible? Tal vez lo fuera, pero los chinos no parecían dispuestos a permitir que yo anduviera por el mundo contando su secreto, no todavía, por lo menos.
Además descubrí que las sorpresas no se habían terminado. En una recepción realizada en un recinto no mucho más grande que una bañera, docenas de personajes miniaturizados festejaron la conquista del título. Y en esa recepción conocí a la verdadera Lei Zhu, que sí había nacido en Aihun, en Manchuria y que sí era maestra rural y que sí era la mujer más hermosa que hubiera conocido en mi vida. La habían elegido entre mil millones de mujeres porque su perfil físico y psicológico encajaba perfectamente con lo que se necesitaba para representar el ideal mediático de campeona de ajedrez... aunque Lei Zhu no supiera mover las piezas.
Está de más que les diga que me enamoré de inmediato, y fue recíproco. Ya no me importaba que estuvieran utilizando mi imagen miserablemente y que el reportaje que se transmitió desde Beijing al mundo fuera un fraude total. Los simulacros estaban manejados por especialistas y muy pocos llegaron a sospechar que había gatos (o personas) encerrados en las salas de mando.
Mijail Malamud estaba encantado. Desde la consola ubicada en la Torre Diamante del edificio de Chessint en Yakutsk, Saja, asistía al mayor reportaje de la historia del ajedrez. Era su reportaje, aunque lo estuviera haciendo yo, o por lo menos mi yo alternativo.
—¿Qué se siente, señorita Zhu, tras derrotar a un gran campeón, pero más aún, después de haber liquidado una hegemonía que se mantuvo casi sin interrupción durante un siglo?
—Se siente un fino aroma de jazmines —respondió la escritora Xen Wang, a cargo de las secciones poéticas de la entrevista, a través de la boca de Lei Zhu—, se siente un sol subiéndote desde el corazón a la garganta, se siente como ser besada por tu amado.
—¿Cree que podrá retener el título? La embestida de los eslavos no se hará esperar. Garry, aunque ya anciano, sacará fuerzas de su orgullo de león herido, Morozevich está muy activo y Radjabov no ha cumplido aún cuarenta años.
—No importa la fuerza, no importa la edad —dijo Jun Xie acercándose al visor de la consola, para dar énfasis a sus palabras—, mi victoria es la mejor demostración de que el juego chino es superior. Lasker y Capablanca, Alekhine y Botvinnik, Fischer y Kasparov son historia. A partir de ahora sólo habrá chinos entre los diez mejores y luego entre los cien...
Y así por el estilo, durante horas.
 
En cuanto a mi destino personal, lo conocí pocos días después, cuando se me comunicó la razón por la cual había sido llevado a China. Descubrí que todos mis movimientos habían sido anticipados por las formidables mentes ajedrecísticas, como si se tratara de las sencillas jugadas de una partida. Sabían que yo me metería en la habitación de Lei Zhu y que trataría de obtener el reportaje exclusivo. Lo necesitaban para tomar mi patrón orgánico, miniaturizarme y construir el simulacro. Necesitaban de mi prestigio para hacer creíble la entrevista y engañar al Oeste produciendo, al mismo tiempo, una cortina de humo sobre las actividades que estaban desarrollando en otros campos.
Pero las sorpresas no se detuvieron en ese punto. Un cortés enviado de la Agencia Espacial me vino a entregar en mano la noticia (nada de impersonales mensajes electrónicos) de que tanto yo como mi prometida habíamos sido seleccionados para viajar al tercer planeta de Alfa Centauro. Era un planeta pequeño, algo menor que la Luna de la Tierra, pero perfecto, habida cuenta de que nuestro tamaño era el ideal para enviar allí un excedente de ciento cincuenta y dos millones y pico de personas. La tecnología china había resuelto los problemas de espacio de almacenamiento y suministros, y aunque los miniaturizados pesábamos casi lo mismo que en el tamaño original, la nave colonizadora no se preocupaba por fruslerías: el convertidor de materia Chan-Tsun podía acelerar su carga hasta 99/100 de la velocidad de la luz en apenas doce horas. El proceso se llevaría a cabo en una pista virtual situada entre las órbitas de la Tierra y Marte.
Interrogué con la mirada a Chang Xu, con quien estaba jugando una partida cuando me visitó el mensajero —debo señalar que mi nivel de juego había progresado mucho gracias a mis continuos enfrentamientos con grandes maestros— y le hice por enésima vez la pregunta que me atormentaba.
—¿Es mi estado reversible?
Chang Xu se encogió de hombros y movió un alfil, clavándome un caballo de un modo ignominioso. —No —dijo secamente—. Pero no te va a importar. En Ojo de Dragón —así habían denominado al planeta— todo estará en relación con nuestro tamaño.
Sentí que las manos pequeñas y delicadas de Lei Zhu me acariciaban el cuello y descendían por mis hombros y supe que todo estaba bien. Pensé de nuevo en Gulliver y Jonathan Swift. Pero fue la última vez que lo hice. En adelante no sería necesario.
Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires en 1947. Es un autor muy prolífico, que ha publicado numerosos relatos en revistas de todo el mundo. Entre sus libros están Cuerpos descartables, Minotauro, (1985), Espejos en Fuga, Ediciones Desde la Gente (2010) y Vuelos, Andrómeda (2011). Fue creador y director de la revista Sinergia y posteriormente director de la revista Parsec. También fue el encargado de selecciónar cuentos en Axxon, así como de ser la cabeza visible de gran cantidad de antologías y proyectos colectivos.