[Ilustró: German Amatto]

El Libro del Buen Tumor
Germán Amatto
Un alambre de púas constriñe un pedazo de carne ensangrentado; luego un chirrido rasga el sueño. 
—… está despertando.
Y por el tajo empieza a filtrarse el pabellón. 
Cada vez que despertás, empezás a buscarme. Echás la cabeza hacia atrás, contra la almohada, y tu mirada trepa por los barrotes de la cabecera, sube por la pared, se clava en el borrón lechoso que se derrama desde el ventiluz.
—¿Cómo se siente, abuelo?
Me buscás. Buscás la razón de tu suplicio. Pero yo no estoy tras el vidrio esmerilado del ventiluz. Yo no goteo diluido en la solución salina, ni me escondo bajo las sábanas que tu cuerpo consumido apenas abulta. Yo soy en vos; para encontrarme, deberías hurgar en tu interior.
—Abuelo, ¿me está escuchando?
Otro chirrido. Un chirrido metálico.
El Pabellón de Oncología hiede a orina y desinfectante, y vibra con las voces de los almácigos. Dos filas de camas se perpetúan como atrapadas entre espejos; en cada una yace un fardo de huesos degradados y tejidos corrompidos. En cada una, menos en la de enfrente.
La cama de enfrente está vacía.
—Abuelo. Míreme.
El chirrido aumenta. Un óvalo de piel rosada se acerca, luego se parte en una sonrisa: la cara de la Enfermera.    
—Tuvo una ligera descompensación, igual que anoche. Pero no se preocupe; no fue nada grave.
Tus pulmones expulsan un aire exiguo. Las débiles cuerdas vocales lo modulan, la lengua reseca le da forma, los labios cuarteados se separan y dejan escapar el reiterado estribillo: 
—Duele.   
Esa única palabra en la cual cifrás todo nuestro vínculo.
Duele. Duelen los intestinos en los que crezco; duelen los músculos atrofiados. Duele la mezcla de antineoplásicos, antieméticos y morfina que licua la sangre.  
—Cálmese. Aquí tengo algo que lo va a aliviar.
Duele la infección que la sonda produjo en la uretra. Duele la médula lánguida, la dignidad perdida. Duele la sensación de ser ya otro muerto entre los que pueblan el Pabellón.
La Enfermera arrastra hasta tu costado un retumbante carro de chapa. Un cubo chirriante, color cartílago. Abre un compartimiento, hunde la mano. Revuelve metales y vidrios. Vislumbrás unas delgadas líneas de acero, y unas pinzas curvas. 
—Apúrese, quiere —tu voz arenosa.
—Ya va, ya va. Un poquito de paciencia, caramba.
Saca la mano: sostiene una jeringa llena. Al fin. La aguja entra en la guía del suero, la jeringa se vacía despacio. Vos estás tieso por la ansiedad: sólo llevás nueve días en el pabellón y ya te volviste adicto a la codeína, al estupor químico que inunda tus vísceras.
—¿Se siente mejor, abuelo?
—Sí —decís—. Mejor.
—Bueno, entonces descanse. En unas horitas viene el Médico de Turno a revisarlo.
La Enfermera y el cubo se alejan, rechinantes, rugientes, envueltos en el piar de las rueditas mal engrasadas. El pabellón merma, se va apagando.
Ya no veo, ni escucho, ni huelo.
Dormís. 

Cuando abrís los ojos, las luces del exterior han sido devoradas por el fulgor lechoso de los tubos fluorescentes. Los almácigos prosiguen su cántico bajo, uniforme.
Vos procurás ignorarlo. Rehusás el llamado encapsulándote en reflexiones necias. Contemplás la cama de enfrente pensando: ayer nomás la ocupaba ese tipo, ese tipo joven; hoy aparece despejada, y las sábanas, en una pila limpita y bien doblada.  
Desde la cama a nuestra izquierda, una voz entona:
—¿Alguien vio cuándo lo fletaron?
Y otra voz, a la derecha:
—No. Habrá sido de madrugada. Mientras dormíamos.
Demasiado limpita, demasiado bien doblada. Y eso que éste era robusto; parecía que iba a durar y sin embargo.
Vuelve la primera voz: —¿Cuántos van ya?
Y la segunda: —No sé. No llevo la cuenta.
Sin embargo aguantó menos que ninguno. Cinco. Ya van cinco desde que llegué.  
Primera voz: —Me pregunto qué hacen con los “fletados”.
Segunda: —No te preocupes: ya te vas a enterar.
—Mierda. Cualquier día de éstos nos va a tocar a nosotros.
—Nos está tocando ahora. O no te diste cuenta.
Cinco. Todos fletados mientras dormíamos.
Y una intuición te hiela. 
—¿Vos qué pensás?
Y tu sangre toma gusto a miedo.   
—Ché, viejo, te estamos hablando.
Miedo urgiendo tu corazón, dilatando tus sentidos: por primera vez advertís, vagamente, la salmodia bajo el barullo de voces. El regocijo que late bajo cada sílaba.
—¡Viejo! ¡Contestá, carajo!
—No quiero hablar —decís—. Déjenme en paz.
—¡En paz!
—El señor quiere que lo dejemos en paz.
—¿Qué es lo que te carcome, infeliz?
—Nada —rezongás—. Cállense. —Y al miedo se mezcla la repugnancia—. Yo no soy como ustedes.
El canto se quiebra en risas. Luego los murmullos refluyen y vuelven trenzados en una sorda letanía.
Primera voz: —No sos uno de nosotros.
Segunda: —Claro; viniste al Pabellón en viaje turístico.
Coro: —Que incluye cama, sonda, suero, y una enfermera que te limpia el culo todos los días.
—¡Basta! —gritás — ¡Callensé, la puta que los parió!
Primera voz: —Sos uno de nosotros. Que nos callemos, no cambia la verdad.   
Segunda: —Sos uno de nosotros. Así lo sentencia el tumor que crece en tus tripas.
Me ciño suavemente a tus vísceras, para que sientas mi presencia.
Primera voz: —Esa podredumbre nos iguala. Nos vincula con más fuerza que si tuviéramos la misma sangre.
Segunda: —Vas a transitar por el Pabellón igual que cualquiera de nosotros. Dolor, sufrimiento, drogas.
Coro: —Hasta que un amanecer cualquiera se esparza sobre tu cama, revelando sólo unas sábanas limpitas, prolijamente dobladas.
Aferro tus tejidos tumefactos y los retuerzo. Intestinos, diafragma. Largás el aire con una mueca; tus labios dibujan nuestra palabra:
—Duele...  
Primera voz: —Estás sufriendo, pobre desahuciado.
Segunda: —Aguantá hermano; ya falta poco para que venga la enfermera.
El coro sonríe.

En el pabellón, las voces encastran unas sobre otras, se condensan en una eufonía. En tu cerebro, se hinca una aguzada púa de dolor. En el pabellón se alza una letanía al milagro de la Cosecha. En tu cerebro se forma la visión recurrente: alambre de púas lacerando carne ensangrentada. El cántico crece, casi podés oír los gritos de la carne lacerada cuando un chirrido agudo te despabila.
Dos guardapolvos, uno verde y otro blanco, al pie de la cama. La Enfermera lleva el carro. El Médico de Turno saluda con la expresión ritual: 
—Cómo le va mi amigo. Me contaron que esta tarde no anduvo bien.
Atinás a balbucear: —Duele.
El Médico asiente. Su voz es atenta y opaca.
—Describa qué sintió cuando se descompuso. Náuseas, debilidad, vómitos. Quizás hasta perdió control de esfínteres...  
—Me desmayé.
—Fue sólo un leve mareo — dice la Enfermera —. Nada más.
—Ah, ya veo —la atención del Médico decae—. Seguro que no es nada pero, por las dudas, veamos el resultado de los análisis.
La mano de la Enfermera abre un compartimiento, rebusca en las entrañas del cubo, sale sosteniendo un flaco legajo. Mientras el Médico recorre páginas de términos incomprensibles y gráficos herméticos, rumiás acerca de contarle sobre las canciones que cantan los almácigos.
Inútil. No podés poner palabras a lo que no comprendés. 
Deberías acercarte a mí un poco más, intimar conmigo. Así llegarías a apreciar nuestros susurros. 
Hagámoslo una vez más. Sólo tenés que relajarte. Y gozarlo. 
—Le tengo buenas noticias —dice el Médico, blandiendo el expediente—. Los análisis dan bien: el tumor responde al tratamiento. 
Un breve esfuerzo, y expulso una minúscula parte de mí. Soy yo y soy mi semilla, alejándome en el torrente sanguíneo, esparciéndome en tus secreciones.
—La evolución es favorable. Soy muy optimista, en serio. Creo que usted pronto va a salir del pabellón.  
En la tibia negrura, yo exploro. Recorro la fértil diversidad de tus tejidos, me extasío ante insospechadas texturas.
—Vamos a tratar esas náuseas y esa anemia, no se preocupe. Ah, y el dolor. Voy a indicarle a la Enfermera que le suba la dosis de codeína;  también por las noches, así puede dormir.
Tanteo con impaciencia la próstata, acaricio con delicadeza las irregulares del estómago, la tersura del hígado, las sensibles paredes del recto. 
—Espere doctor; no se vaya.
—Diga, mi amigo —mirando el reloj—, qué necesita.
Impregno con mi simiente tus recovecos. Óseos, líquidos, cartilaginosos pliegues fecundos se abren anhelantes y me reciben. 
—Quisiera saber si sería posible pasarme a otro pabellón.
—¿Otro pabellón? —arquea las cejas—. No tenemos “otro pabellón”.
Y así cada uno cumple su designio. La semilla y el almácigo, el alambre de púas y el pedazo de carne: células de un vasto tejido, acordes de una delicada composición.
—Quizá, quizá yo podría volver a mi casa y venir sólo para la quimioterapia.
—¡Pero, abuelo! Usted sabe bien que aquí no damos atención ambulatoria. Además, no podría arreglárselas solo. —Frunce el ceño—. Usted no tendrá familiares o amigos, ¿no?
—No...
—Bien. Porque ése es el motivo por el que está internado acá. No hay nadie afuera para cuidarlo.  
¿Quién puede atreverse a quebrar la armonía?   
¿Quién osaría renegar de su lugar en el coro? 
—No lo veo contento con las buenas noticias. ¿Cuál es el problema, amigo?
—¡Ninguno! Ninguno, yo...  dígales que se callen, nada más. Que se callen.
—¿Cómo dice?
—Dígale a los demás que dejen de cantar. Que me dejen en paz.
—Nadie está cantando, abuelo.
—Ahora no, se callaron, pero hace un ratito, justo antes de que ustedes entraran. Me dicen cosas, quieren que yo también cante.
—Comprendo...
—Pero no lo voy a hacer, a mí no me van a enganchar.
—Bué, no se preocupe. ¿Sabe lo que voy a hacer? Voy a hablar con cada interno, cama por cama, y les voy a pedir que dejen de molestarlo. Ahora descanse.
—Usted no me cree. No me cree, no.
—Mire, abuelo, voy a serle franco. Usted tiene que completar el tratamiento. Es imprescindible. Restan apenas dos aplicaciones de floracilo leucovorina para terminar por este mes. Sería una pena suspender tan cerca del final, sólo porque la codeína le trajo alucinaciones, ¿no le parece?. 
—¿Alucinaciones? Pero si...
—Pero nada. ¿Qué hacemos? ¿Seguimos el tratamiento o lo devolvemos a su casa?
La oscuridad se coagula tras el esmerilado, el silencio gotea en la solución salina. Te encogés bajo las sábanas, formando un duro quiste en la tela rugosa. Sabés que no hay lugar para vos en el exterior, que ya no sos uno de ellos: el que fuera tu tejido cotidiano, ahora te rechaza.
Yo no. Yo quiero compartir tu vida. Yo te amo. 
—Seguimos —balbuceás.
La Enfermera extrae del carro la jeringa litúrgica. Con precisos movimientos, reitera la ceremonia intravenosa. El floracilo recorre la guía, se confunde en el torrente. Luego te dejan solo.

Solo.
La palabra tañe en tu cerebro.
Estoy solo.  
Aún me negás, te negás a aceptar que no podemos ser el uno sin el otro. Solo; a pesar de que siempre estoy con vos. No en el coágulo negro, ni en el silencio goteante, sino precisamente aquí, 
 —Duele...
aquí, 
—¡Duele!
y aquí,
—¡Duele, duele! 
consumando una unión íntima, unión indisoluble, con sus celebraciones y sacramentos.
Se resquiebran tus sentidos. Tus ojos se aguan; a través de una pátina vidriosa entrevés el ventiluz y el goteo, últimos rescoldos del mundo. Un leve gemido, y tu conciencia se anula. Los tubos fluorescentes se apagan. Para vos el pabellón deja de existir.   
Pero la vida del pabellón prosigue. Una vida de milagro y unificación, y de portentosos cánticos.
Cantamos: la unidad deviene en armonía. Cantamos: el silencio invoca al sonido. El ansia de existir no admite el vacío. Tu cuerpo, el pabellón: todos los espacios deben ocuparse. Las camas de Oncología nunca permanecen libres mucho tiempo.

Y la de enfrente no es la excepción.
Resuena un alarido. El alambre de púas constriñe un pedazo de carne ensangrentado. Luego una voz rasga el sueño. 
—¡Déjenme ir, hijos de puta!       
Y por el tajo empieza a filtrarse el pabellón. 
Los últimos jirones del sueño se diluyen. Seguís con la mirada el derrotero de siempre: los barrotes de la cama, el ventiluz tras el cual reluce  un exterior al que nunca vas a volver. Porque ya no formás parte del fláccido tejido del Afuera.
— ¡No, no me metan ahí!
Sobre las camas pesa una quietud quebrada por los gritos, voces destempladas entreveradas con voces apaciguantes, más allá de las puertas del pabellón.    
—¡Esto es un error! ¡Les juro que se equivocan!
Los almácigos han girado la cabeza hacia las puertas. El deseo les deforma los rasgos.
—¡No me metan hijos de puta!       
Y entonces notás, no podés dejar de notar, que la cama de enfrente está hecha, que las sábanas blancas esperan. Un retoño de espanto se arquea en tu vientre, cuando suena el estampido.
—¡No, no, NO!
Las hojas batientes se abren. Entra la procesión.
Primero el Médico. Detrás, la Enfermera con el carrito. Les siguen los Cuatro Enfermeros, arremolinándose en torno a una camilla. Transitan entre las camas, orgullosos instrumentos de Aquél a quien cantamos.
Desde la camilla, una forma frenética se desgarra en un grito.  
—¡Es una equivocación! ¡No me abandonen acá, por Dios!
Sumando su timbre al coro.
Al paso del cortejo los almácigos rotan la vista, siguiendo la camilla con reverencia. Vos, no. Tus ojos son los míos, pero donde yo reconozco un sagrado receptáculo que protege y alimenta a su bulbo, maduro ya para la Cosecha, vos creés ver una criatura desorbitada y convulsa, una víctima. 
—¡No me dejen acá! ¡No pertenezco a este lugar!
Un mero reflejo de tu miedo.
La camilla se estremece, los Enfermeros se arraciman en torno. Los chillidos se vuelven agudos, disfónicos.
—¡Éste no es mi lugar! ¡Déjenme ir! ¡No soy uno de ellos!
Y de repente, enmudecen. Sólo permanece el incesante rumoreo de las camas.
Los Enfermeros se apartan, la Enfermera guarda en el carro una hipodérmica. El almácigo yace inerme.
Si no te cegaran el miedo y el dolor, podrías apreciar la ternura con que lo alzan, sosteniéndolo por las axilas y las piernas, y la diligencia con que lo posan en su cama. Advertirías el esmero con que la Enfermera penetra el brazo con el catéter, y su amoroso ajuste del goteo de la intravenosa.
Pero elegís la ceguera. Aislarte tras una membrana de pánico, comulgar con visiones distorsionadas: el pedazo de carne flagelado por un alambre de púas. El ritual de la Cosecha, desvirtuado.
Tu rechazo me amarga. Te necesito, entendés. Te necesito con desesperación. Cada una de mis células clama por vos. No puedo concebir la existencia si no es a tu abrigo.
Si pudiera expandir tus percepciones, si te mostrara un poco más de mí...
Ya no podrías repudiarme, ¿verdad?

Hundido en sueños, el recién llegado jadea y mueve la boca. Un hilo de baba se escurre por sus comisuras. Vos lo contemplás.
Ese tipo , pensás, ese tipo es igual a mí. Así me veo yo, seguro, cada vez que me dopan para que duerma.
Primera voz: —Tenés suerte, viejo.
Segunda: —Mucha suerte.
Coro: —Aquel a quien cantamos te ama.
De nuevo las voces. Codeína de mierda.
—Déjense de jorobar, quieren.  
El boludo soy yo, que les permito a los médicos drogarme porque dicen saber qué es lo mejor para mí.
Primera voz: —Desde que llegaste, nos diste la espalda.
Segunda: —Rechazaste nuestra euritmia, quebraste la cadencia. Sin embargo, Él te ama.
Coro: —Aquel a quien cantamos te ama.
—Me importa un carajo quién me ame; ni que ustedes se la pasen cantando pelotudeces. Si no se callan de una, voy y los denuncio.     
Alucino. Lo mejor para mí, dicen. Conectarme agujas y sondas, mantenerme en el limbo, alargarme la agonía.     
Primera voz: —Merecés un castigo. Pero Él va a darte conocimiento.  
Segunda: —Él va a darte una revelación.
Coro: —Aquél a quien cantamos te ama.
—¡Cállense de una puta vez!    
Alucino, alucino.
—Ay, Dios. Por qué no me dejarán morir. Así al menos tendría silencio.     
Primera voz: —Todavía no estás maduro.
Segunda: —En cambio, el nuevo ya está listo para la Cosecha.
Coro: —Aquel a quien cantamos te ama.
En la tibia negrura yo espero, saboreando tus entrañas. 

Despertá. Despertá, mi amor. 
Un pequeño esfuerzo. Espoleá esos sentidos saturados de codeína.
No querrás perderte la revelación...
Vamos, abrí los ojos, no me obligues a despabilarte. 
—¡Ah! 
Mi amor.
Bien. Mejor así. Ya sé que los párpados pesan. No te preocupes, falta poco para que no necesites volver a levantarlos. 
No te asustes, no estás ciego: es sólo oscuridad. Los tubos fluorescentes están apagados. No te asustes. La negrura es como vos, sabés. Ella también está preñada. Encierra sonidos. La tos del recién llegado, desde la cama de enfrente. El quedo canturreo de los almácigos. Un profundo trueno metálico.
—¿Enfermera?
Pupilas dilatadas. Ojalá fuera pasión, pero en tu mente solo palpo miedo. Miedo y fármacos.
—Enfermera.
Quiero que distingas la verdad. Voy a concederte iluminación.
Se dibuja en el techo un borrón ceniciento. Un tímido fulgor que desvela apenas la pared delante de nosotros.
Una corte de Enfermeros flanquea la cama de enfrente, donde el recién llegado permanece rígido. Una línea acerada gira en torno a su cuerpo. A un lado, el carro cartílago espera, y junto a él, la Enfermera. 
—¡Enfermera!
Ella permanece absorta, sosteniendo con unción el precioso fórceps curvado. Los almácigos, bultos negros en sábanas grises, se pierden en la penumbra. Parecen yertos, pero son vitales ¿Los escuchás?
Están cantando. Arrancan fuerzas de sus pulmones tumorosos, de sus próstatas tumorosas, de su sangre y sus huesos, de sus hígados y riñones y médulas, y cantan. Cantan un canto que crece. Cantan la canción de la Cosecha.
El almácigo joven también canta. Bello y maduro, plañe con los últimos estertores del alumbramiento. La línea de acero lo constriñe: el abrazo lacerante de un alambre de púas. Los Enfermeros jalan de los extremos, lo estrechan. Él trata de moverse, los brazos pegados al cuerpo y las piernas juntas, y vuelve a berrear.
Las puntas se clavan y le abren la carne, ¡no desvíes la cara! Le abren un  tajo chorreante en el costado. Las gargantas del coro se enardecen mientras el corte fluye y se dilata. Las sábanas se manchan, pero no te preocupes: mañana habrá en su lugar una pila limpita y bien doblada.
La Enfermera avanza, el fórceps reluciente y dispuesto. El almácigo chilla cuando los duros labios quirúrgicos besan la herida y la penetran,  hurgan en su interior, se hincan más profundo hasta que al fin lo encuentran, lo encuentran y sucede la Cosecha.
La Enfermera da unos pasos hacia atrás. El almácigo ya no se mueve. Un nuevo fragmento de Tejido palpita en las pinzas con vida renovada.   
—No —gritás— ¡No, no, NO!  
Girás. La codeína ablanda tus músculos, te vuelve de goma. Te enredás en las sábanas. Las tinieblas retumban.
—¡Déjenme salir de acá!

Caés. La cánula del suero arrancada de un tirón, la sonda desgarrando la uretra. El retumbar aumenta, inmenso corazón hueco.  
—¡Déjenme ir! ¡Éste no es mi lugar!
Te arrastrás. Hacia la salida, esa salida lejana que conduce a ese exterior al que ya no pertenecés. Tu voz retumba:    
¡No soy uno de ellos!
Resbalás en un charco de orina y sangre, y tu cabeza retumba contra las baldosas. Nuestra orina, nuestra sangre, desperdiciándose en el suelo en vez de nutrirme.
El Pabellón retumba. Retumba. Retumba. Es una llamada, una intimidación, un reclamo. Es el retumbar de unas chapas a tus espaldas, que no podés ignorar.
Te volvés.
Y ahí está.
El Médico ha desmontado el cubo, la caja maravillosa de la que surgen tu codeína y tu sonda, tu legajo y tu floracilo leucovorina. Las tapas están levantadas, las paredes, rebatidas. Dentro, pulsante, anhelante, dentro está Él.  
El caudal de nuestras voces. Retumba. El Tejido Último. Retumba. Aquel a quien cantamos.
Y no es una alucinación. En absoluto, una alucinación.
La Enfermera arrima el fórceps al Tumor. Las pinzas se abren, el recién nacido resbala hacia el regazo materno, hacia esa parte de sí mismo que lo recibe con un suave arrullo. Y se fusionan, y el coro ruge. ¿Reconocés la canción? Es la canción que venís oyendo desde que llegaste. La canción de los almácigos, que conmueve los cimientos del Pabellón. La canción de la Cosecha. Una canción de cuna.
 No llores, amor. Me buscabas tras un vidrio esmerilado, pero yo no estaba ahí. Me buscabas en el goteo del suero, pero era en vano. Ahora  sabés. Sabés dónde estoy, y a dónde me dirijo. Mi tierno almácigo, mi alimento en carne y espíritu. Te debo todo lo que soy, ya casi estás agotado; sólo una cosa más quiero pedirte: aquello que me negás desde que fui engendrado.     
No llores, te digo; aún estoy aquí
y tus pulmones expulsan un aire exiguo,
aquí,
y las débiles cuerdas vocales lo modulan,
y también aquí,
y tus labios cuarteados se separan y se rasgan en un alarido terminal, el melodioso grito con que fundís tu voz a las voces del coro.

Germán Amatto nació en 1969 en Argentina. Artista plástico y escritor, está comenzando una interesante carrera como cuentista.