El tipo me seguía desde que pasé la aduana del Aeropuerto Kennedy. El traje y los lentes oscuros lo destacaban en la multitud, aunque lo más evidente era la manera brusca en que se escondía cada vez que yo me volvía. Y en lugares ridículos: cuando me detuve en un kiosco, a comprar unos lentes que no necesitaba, el tipo frenó en un puesto de carteras y accesorios de moda.
Yo acababa de entrar al país de la paranoia, así que lo primero que pensé fue en la CIA (o el FBI, da lo mismo), que me iban a enchufar algún paquete blanco y me iban a usar como chivo expiatorio, como culpable de turno de algún caso no resuelto. En las películas, los sudacas sin familia (dato que habían corroborado al ver mi pasaporte en migraciones) somos carne de cañón para estas cosas.
Subí a un taxi y me quedé con ganas de decirle “¡Taxi: siga ese auto negro!”, porque el auto negro era el que nos seguía a nosotros. Nos acompañó todo el trayecto hasta Manhattan. Allí fue cuando me decidí a no llegar hasta el hotel donde tenía la reserva, a escamotearle ese dato a mi perseguidor. Y también al taxista, un dominicano que manejaba sospechosamente lento y debía ser capaz de vender a un hermano latino por unos cuantos billetes verdes, de esos que ahí abundan. Cuando un semáforo nos detuvo en pleno Broadway, abrí la puerta y me alejé corriendo, sin prestar atención a los gritos del dominicano, aunque sí, de reojo, al tipo de negro, que bajaba de su auto para seguirme.
Aquello me asustó. Ese tipo estaba dispuesto a todo. Incluso a dejar su auto ahí, en medio del tránsito.
Así que corrí, más fuerte aún, sin saber bien hacia dónde. Las calles eran demasiado abiertas para perderse, ni rastros de los callejones de película, donde podría haberlo despistado con facilidad. “Sory, men” le dije a una vieja después del topetazo que desparramó su cartera por el piso.
Al ver una boca de subte, entré sin dudar. Bajé los escalones de dos en dos, salté el molinete y corrí entre la gente, perdiéndome al fondo del andén. Cuando llegó el subte, en lugar de subir, permanecí escondido detrás de una columna, una de esas doble “T” de hierro con los remaches a la vista. La idea era que mi perseguidor, al no verme, no se arriesgaría a perder su presa y subiría en alguno de los coches para buscarme caminando en su interior. Mientras, yo subiría las escaleras y me marcharía, silbando bajito.
El subte cerró las puertas y partió, llevándose la gente y el bullicio. Dejé pasar unos segundos, lentos. Estaba a punto de abandonar mi escondite cuando unos pasos (de zapatos negros, seguro) rompieron el silencio. El pánico me atacó, retrocedí un paso y tropecé.
Lo que sigue, no pasó en más tiempo que un segundo: yo, cayendo hacia atrás y estirando las manos (gesto inútil) para agarrarme de la columna; el sonido de otro subte, anunciando su llegada, dispuesto a aplastarme la cabeza apenas caiga yo a las vías. Un rostro de lentes negros que se asoma desde atrás de la columna.
Ahí viene, pensé yo, el último empujón, el que asegure mi caída. Aunque desde donde está ni siquiera podrá llegar a tiempo para darse el gusto.
Pero el tipo llegó. Y en lugar de empujarme, detuvo mi caída.
Parpadeé, sin poder creer lo que veían mis ojos. No porque el tipo me sostenía, sino por su apariencia: el traje había desaparecido, y lo único que llevaba puesto era una malla de lycra negra, cubriéndole todo el cuerpo, excepto una especie de slip o bombacha de color rojo.
Me dejó en el piso, sentado, y empezó a alejarse. No pude evitar preguntarle:
—¡Oiga: ¿qué hace vestido así?!
Y es que en verdad era muy ridículo. Parecía un luchador de catch, uno de Titanes en el Ring, o algo así. Yo sabía que en Estados Unidos los luchadores eran muy populares. Quizá podía pedirle un autógrafo para vender en Argentina.
—¡Shhh! —me pidió con vehemencia, mientras miraba a uno y otro lado, como si alguien en el andén aún desierto pudiera vernos. Claro, yo también me hubiera preocupado de estar así vestido.
Un extraño fulgor violáceo salió de sus nudillos y lo envolvió. Un segundo después, el traje y los lentes negros estaban allí otra vez.
Tenía que reconocerlo: era un buen truco de magia.
—¿Cómo hizo eso? —pregunté, un poco asustado, un poco intrigado. Me di cuenta que era ridículo hacer preguntas en castellano.
—Es solo un disfraz —dijo el tipo con acento casi perfecto, apenas un poco de esa distorsión yanqui que uno conoce de las películas.—. Justo para que nadie reconozca mi. Justo para no llamar atención.
—¡Habla castellano! —dije, maravillado más por esto que por otra cosa.
—Por supuesto —dijo—. Por eso que fui asignado a ti.
—¿Asignado? ¿A mí? —Me puse de pie, desconfiado. La teoría de la CIA volvía a cobrar fuerza—. ¿Para qué?
—Para cuidar a ti.
—¿Cuidarme? ¿De qué? Yo me sé cuidar solo —dije, haciéndome el boludo, como si nada hubiera pasado.
A decir verdad, me sentía bastante fayuto. ¡Ese tipo me había salvado la vida y yo estaba ahí, diciéndole que no lo necesitaba, en lugar de darle las gracias! Pero bueno, era más fuerte que yo.
—Fue suerte que yo estaría aquí para evitar tu caída…
—Mirá: en primer lugar, yo no estaría aquí si vos no me hubieras perseguido por la mitad de Nueva York…
—¿Tú ya habías enterado?
—¿Qué te parece? Acá puede ser común que te siga un tipo vestido de negro, pero no en mi país. Por lo menos no en estos tiempos. Y te puedo asegurar que asusta un poco.
—Por favor. Nadie debe enterarse tú sabías.
—¿Y a quién se lo voy a decir?
—Al Consejo de Superjírous.
—¿Al qué?
—Al Consejo de Super…
—Sí, sí, ya escuché, pero… ¿superhéroes? —lo miré de arriba abajo, como si aún pudiera verlo en bombacha roja y lycra negro—. ¿Vos sos un superhéroe?
—Por supuesto —dijo, y a un movimiento de su mano el traje parpadeó, como una luz, dejando entrever lo que llevaba debajo—. Soy un clase 7 superjírou —dijo, pronunciando la hache como jota; la mitad de las palabras llevaba puesto el acento yanqui—. No lo mejor, no lo peor.
Me quedé mirándolo, intentando adivinar si era violento. Era mi primer viaje a Nueva York y se me había pegado el loco del puerto. Del aeropuerto. Pero me había salvado. Y la verdad, parecía más gracioso que peligroso. Decidí seguirle la corriente. Algo iba a tener para contar a la vuelta.
—¿Y por qué te asignaron a mí? Yo no soy importante.
—Todos tienen uno.
—¿Todos tenemos uno? —pregunté, porque realmente no entendía nada.
—Sí, todos —dijo, como si eso lo explicara—. Y yo soy tuyo.
Debo haber puesto cara de no entender, porque por fin terminó la idea:
—Yo soy tu Superjírou Guardián.
—¿Superhéroe Guardián?
Al parecer, en ese momento yo sólo era capaz de repetir frases en tono de pregunta. El andén había comenzado a llenarse otra vez y el loco me hizo señas para que lo siguiera. Me llevó hasta el baño, donde me preocupé un poquito por sus intenciones. Pero se limitó a revisar para asegurarse de que estábamos solos, y se largó a una explicación de manual:
—En tu país, en todos país, gente tiene un Ángel Guardián. Aquí nosotros tenemos el SGC —lo pronunció “es yi sí”—, el Cuerpo de Superjírous Guardianes.
“En la última década, cantidad de superjírous creció mucho. Y habiendo tantos, había que buscar empleo. Aparecer en bisemanal revista y en película cada dos años no alcanza a nadie. ¡Y eso en mejor de casos, con los populares unos!”
“Pero no todos nosotros podemos ser Batman or Spiderman. Algunos superjírous no tiene esa suerte. Nosotros aparecemos justo en un par de comics y eso es todo. El mercado de comic es muy competitive: si no tienes éxito inmediato, estás afuera. Te quedas en la calle.”
El ruido de la puerta me sobresaltó. Un negro entró al baño, nos miró apenas y se puso a mear. El loco permanecía en silencio y yo no sabía qué cara poner para no sentirme parte de una conspiración. O gay.
El negro terminó, sacudió y se fue sin lavarse las manos. Un asco.
—¿Y hay muchos de ustedes? —pregunté, más por romper el silencio que por curiosidad.
—Milliones. Piensa de esto: cada vez alguien entra el mundo de comics, lo primero que quiere hacer es crear su propio superjírou. ¡Imagina cuántos ensayos fallidos hay dando vueltas! ¡Miles de baratas e imperfectas copias de grandes superjírous!
—¿Y por qué hacen el trabajo de los ángeles de la guarda?
—¿Por qué no? —preguntó el loco, casi ofendido—. ¿Qué mejor protector para un niño que superjírou?
—Pero yo no soy un niño…
—Siendo tantos, ¿por qué nosotros limitar a niños? ¿Por qué dejar esto en manos de ángels fuera de moda, en quien nadie (y menos adultos) crees?
—Yo creo. Y a todo esto… —se me había ocurrido una pregunta divertida, para la que seguro no iba a tener respuesta—: ¿Dónde se supone que está mi Ángel de la Guarda en este momento?
—En el aeropuerto, en la Aduana. En América, ángels no tienen entrada permitida más. Las leyes protegen nuestra fuente de trabajo. Pero no preocupe, amigo: él lo estará esperando hasta su momento de salida.
Mi cara no era de preocupación, sino de fastidio. Odio los tipos que se las saben todas. Más si están locos. No iba a creerme toda esa sanata, sólo porque usaba un traje con luces o realidad aumentada o algo así.
—Muy interesante. Gracias por compartir conmigo su teoría. Adiós.
Di media vuelta para irme. Dos pasos y ya tenía en la cabeza la idea de registrarme en el hotel y dormir una siestita, porque nunca puedo dormir bien en los viajes. Entonces algo me estampó contra los azulejos blancos de la pared. Sé que eran blancos porque estaban a medio centímetro de mis ojos. Pero eso no era lo peor: el cuerpo entero me vibraba y zumbaba como si estuviera sentado sobre un generador de electricidad. Con gran esfuerzo pude despegar la mejilla del frío del azulejo para intentar ver otra cosa que la pared.
Un intenso halo de luz violeta me rodeaba, como un aura. Mi remera, blanca, refulgía como si estuviera en la pista de La Casona Discoteque. A riesgo de dislocarme el cuello miré aún más hacia atrás y lo descubrí: el halo de luz partía desde un anillo que tenía el tipo, tres metros detrás de mí. Cuando me relajé, cuando dejé de luchar contra esa fuerza, desapareció.
Caí despatarrado como muñeca de trapo.
—¿Ahora? ¿Tú crees?
—¡No lo puedo creer! —dije. Y enseguida, previniendo el malentendido (y otra demostración):— ¡Quiero decir: sí, creo, claro que sí!
Me senté en el piso, dudando en levantarme. El tipo estaba otra vez con su traje de superhéroe a la vista.
—¡Tenés un anillo de energía! ¡Como el de Hal Jordan y John Stewart! ¿Y a vos cómo te dicen? ¿Linterna negra?
—No. Mi nombre es Ultra.
—¡Por Ultravioleta, claro! ¿Y qué más podés hacer? ¿Volar? ¿Fabricar herramientas gigantes?
—No. Mi poder sirve justo para empujar cosas. —Debió ver la decepción en mi rostro, porque agregó:— Pero hoy salvó tu vida. Yo hubiera jamás podido llegar a ti en el andén.
—¿Quiere decir que…? —No lo pregunté. Era demasiado obvio. En lugar de eso, aún bajo los efectos aniñadores del asombro: —¿Y hace mucho que reemplazaron a los Ángeles de la Guarda?
Ultra sonrió.
—Justo un año y medio. Pero realmente los Ángels de la Guarda habían ya retirado. En primer momento, el papel de personal guardianes desempeñaron amigos imaginarios.
—¿Los amigos imaginarios?
Ahí estaba otra vez: mi eco preguntón. Pero si Ultra se dio cuenta, lo ignoró.
—Sí, en América nosotros…
—América del Norte, querrás decir —No se lo iba a dejar pasar dos veces.
—… somos muy gustosos de crear Amigos Imaginarios. Pero esto no funcionó muy bien. No todos eran muy útiles en hora de peligro. Ellos no suelen de tener poderes.
—Casi todos son invisibles…
—Un poder para pequeños y mujeres…
Me abstuve de hacer comentarios. En parte porque tenía razón. En parte porque me sentía extraño. Importante era la palabra. Y era fácil entender por qué: cuando yo era chico, los superhéroes sólo ayudaban a la gente en peligro. Nunca se convertían en un guardaespaldas personal. Salvo que fueras Presidente (de EEUU, claro) y hubiera terroristas árabes sueltos. Una punzadita de envidia por los yanquis me recorrió a mi pesar: ellos los tenían a su disposición, 24 horas al día, los 365 días del año. Y 366 los años bisiestos.
Me incorporé.
—Bueno, ¿me vas a acompañar hasta el hotel entonces?
—Sólo hasta el lobby.
—Vamos entonces —dije y caminé hasta la puerta del baño, con el superhéroe pegado a la espalda.
Apenas apoyé la mano, la puerta vaivén se abrió de golpe hacia adentro y nos envió a los dos al piso, sentados de culo, mientras una extraña ráfaga agitaba el aire.
—¿Qué fue eso?
—Yo temo sea lo peor —dijo Ultra, sin amagar a levantarse:— mi archienemigo.
—¿Archienemigo? —paseé la vista por el interior del baño, donde no se veía a nadie más que a nosotros.
—Sí. Lamentablemente, todo superhéroe tiene su contracara. Donde existe el bien—dijo, adoptando un aire de gran estadista—, existe el mal.
—¡Pero ustedes los crearon! ¡Ustedes los imaginaron! ¡Los “americanos”!
—No, hijo. Las cosas así son en este mundo. Y yo estoy aquí, entre otras cosas, para abrir a ti los ojos. Si mal no existiera, ¿por que superjírous americanos tendríamos semejante un poder? No es casual que todos los grandes superjírous sean americanos. Eso es porque nosotros tenemos más desarrollado el sentido del deber. Y nuestro deber, nuestro responsabilidad, es encontrar y atacar al mal, allí donde se esconda.
En ese momento el mal, escondido en el baño del subte neoyorquino, salió de su escondite.
Era muy extraño. Su cráneo anormalmente grande era de color rojo y completamente lampiño. El resto del cuerpo humanoide estaba cubierto, aquí y allá, por matas de pelo del mismo tono y color. Tan uniforme el color, que parecía un comic viviente. Quizá lo era.
El ser (el mal) se paró frente a nosotros, las manos varadas teatralmente en la cintura.
—¡Vibrato! —exclamó Ultra.
—¡Ultra! —dijo Vibrato, aunque no con palabras sino algo muy cercano a una reverberación bajo el agua.
Por el nombre era muy fácil deducir cuál era el poder de este villano (por el color de su piel, sus intenciones): la vibración constante hacía que su cuerpo pareciera fluctuar. Cuando alzó un brazo, pareció hacerlo repetidas veces, con delay, dejando un leve rastro de sí mismo, como en un mal video ochentoso.
—¡Yo no dejaré que tú salgas con tuya! —exclamó Ultra (que lo hiciera en castellano supongo fue una deferencia hacia mí) y apuntó su anillo negro hacia Vibrato.
Nada pasó. La luz negra brotaba del anillo hacia el villano (se percibía en el brillo de las pelusitas del aire) pero se perdía, absorbida por el cuerpo rojo y ondulante.
—¿Qué pasa? —pregunté, levemente asustado.
—Nosotros estamos en problemas —dijo Ultra.— Hoy es uno de esos días…
—¿Andrés?
—…En los que mi anillo ultravioleta no tiene efecto sobre el color rojo.
—Ah… Por una impureza en el cristal del anillo, ¿no?
—No. Por una extraña razón, mi luz ultravioleta no actúa sobre el rojo. Este no puede empujarlo.
—Pero… ¿qué tiene que ver el color rojo? —pregunté, irritado. Me sentía como… estafado—: Se entendería su “inmunidad” a la luz ultravioleta si llevara puesta una remera negra sin una sola pelusita blanca (algo técnicamente imposible). O un diente con perno y corona. ¿Pero rojo…?
—Es justo que cuando pequeño yo usé lentes de vidrio rojo por mucho tiempo. Y ahora, por momentos, yo cuesta distinguir objetos con ese color.
—¿Pero lo ves o no? Mirá que es grandote… ahí adelante, yo te digo donde está y vos…
—Eso no sirve. El cristal trabaja través mis ojos. Sin una clara visión, yo no puedo hacer nada.
—And I´ll have no mercy! —la voz triunfal de Vibrato reverberó en mis oídos.
—“Y nos tiene a su merced” —traduje yo en voz baja, equivocando la frase hecha (y sepan disculpar mi inglés, que para estudiarlo estaba yo de viaje).
Por alguna extraña razón, el villano le había dado tiempo a Ultra para que terminara de explicarme todo, pero en ese instante se dispuso a atacar. El suelo vibró y pareció venir a nuestro encuentro. “Otra vez en el piso” pensé. Pero esta vez, Vibrato dio un paso hacia nosotros para rematarnos.
Entonces recordé los lentes que había comprado en el aeropuerto. Pendiente como estaba de mi perseguidor en aquel momento, no les había prestado demasiada atención. Los saqué del bolso y no pude creer mi suerte: eran de cristal rojo (bue, plástico).
—¡Ey, Ultra! —grité y le arrojé los lentes.
El superhéroe los atrapó en el aire y se los calzó en un segundo, con una sonrisa en los labios. Apuntó el dedo con el anillo hacia la figura que se acercaba, amenazante. Un violento haz de luz negra se abalanzó sobre Vibrato, que detuvo su marcha un instante, asustado, para retomarla unos segundos después, una mueca como sonrisa (porque en los enfrentamientos de superhéroes hay una sola sonrisa, que se pasan unos a otros, y en ese momento el villano la había robado del rostro del héroe).
Una y otra vez golpeó Ultra con su anillo, ataques de una violencia inusitada, que nadie hubiera podido resistir en pie. Y sin embargo, Vibrato continuaba su avance, adueñado de la sonrisa del momento.
Yo contemplaba la escena asombrado, ansioso, esperando que cada golpe fuera el definitivo, que Vibrato cayera despatarrado. Pero era como si no le llegara ningún golpe, como si los recibiera alguien más, mientras él continuaba con sus movimientos vibratorios, con ese extraño delay visual, como si siempre llegara tarde a su propia vida.
Entonces recordé algo.
Me levanté y comencé a abrir las canillas de los lavatorios (eran automáticos, tuve que tapar los sensores con papel) y de la hilera de duchas que había (sólo a un yanqui se le puede ocurrir bañarse en un aeropuerto). Mientras los otros dos continuaban con su rutina de baile, tapé las rejillas con las bolsas de nylon de los tachos. Casi enseguida los lavatorios desbordaron y comenzaron a inundar el piso del baño. La catarata era abundante, pero por las dudas trabé la puerta y la sellé con más bolsitas. La espera y la ansiedad me retrotrajeron a la primaria, a las travesuras y las penitencias, la cara enrojecida de la directora Fernández (esa que parecía supervillana) fuera de sí, reprendiéndonos, obligándonos a firmar el libro negro otra vez.
El sonido de un golpe me trajo de regreso. Ultra estaba tirado en el piso lleno de agua. Al caer, su cabeza había golpeado contra un inodoro que, extrañamente, no se había roto como sucede en las películas de superhéroes.
Un solo golpe había bastado para noquearlo.
“Bastante flojito el superhéroe” recuerdo que pensé. “No me extraña que no haya podido triunfar en los comics”.
Vibrato se inclinó sobre él, lo levantó un poco agarrándolo del pelo (evitando así que se ahogara). El cuerpo de Ultra se movió apenas, laxo, sumándose brevemente al compás vibratorio del villano, que lo dejó caer al piso. Y se volvió hacia mí.
—It´s your turn! —su voz reverberó dentro del baño. Y juro que le entendí.
Chapoteé hacia atrás mientras él avanzaba, cada paso dado mil veces. O mil pasos dados una vez. El piso y el agua temblaban cada vez más cerca, casi tanto como yo. Era como estar parado en la caja de una vieja Rastrojero.
Y sin embargo, mientras nivel del agua subía más y más, podía percibir cómo la vibración se ralentaba. La estela de movimientos se parecía cada vez más a una película que avanzaba de a saltos, como si estuviera armada por fotos (de muchos villanos rojos), cada vez más escasas, hasta que ya no hubo más que uno, parado frente a mí, con una expresión de incredulidad pintada en el rostro (como diría un amigo, con cara de perrito mojado).
Yo no soy superhéroe ni nada parecido. Ni siquiera valiente. Pero para los que tenemos un poco de barrio está clarísimo cuándo alguien está regalado.
Una sola piña me alcanzó. El tal Vibrato cayó despatarrado, salpicando agua para todos lados. También le di una patada en las costillas, pero sólo por si se hacía el muerto.
El que tenía cara de muerto mientras se levantaba, apoyándose en el inodoro y chorreando agua por el pelo, era el superhéroe.
—¿Cómo has hecho eso? —preguntó.
—¿Esto? —pregunté yo, canchereando un poco mientras señalaba al villano desmayado—. Muy fácil: parece que los malos de acá se caen a la primera piña (y evité decirle que los héroes también).
Pero Ultra no se dio cuenta de la sutileza, tantas eran sus ganas de entender.
—¿Pero cómo…?
Iba a dejarlo con las ganas. Pero el tipo daba verdadera lástima, mojado y con la cara hinchada, apenas si se mantenía de pie sobre dos piernas de gelatina. Me apiadé.
—Ay, Ultra… Es obvio que el tipo no tiene un verdadero poder vibratorio.
—Ah, ¿él no?
—¿Por qué, si no, no hizo rajar la tierra o caerse el techo? En realidad, el tipo no era uno sino muchos. Su poder es el de convocar a todos sus “yo” de dimensiones paralelas y saltar de una dimensión a otra constantemente. Quizá sean 30, quizá 3000. No sé. Pero eso es lo que producía la vibración: cientos de personas golpeando el piso, casi al mismo tiempo, en el mismo lugar. ¿Escuchaste hablar de una teoría de los chinos poniéndose de acuerdo para saltar todos juntos? ¿No?
La boca de Ultra estaba muy abierta y no se podía estar positivamente seguro de si lo que caía de su barbilla era agua.
—Pero entonces… ¿cómo se explica…? Mis golpes de anillo… no le hicieron nada…
—Sí le hicieron. Pero no a él —señalé al que estaba en el piso—. En algunas dimensiones cercanas debe haber un par de Vibratos noqueados.
—¿Y tú, cómo sabes? —los ojos de Ultra me miraban distinto, estudiándome, como si quisiera asegurarse de que yo no tenía ningún arma oculta—. Tú no eres superjírou, ¿o sí?
—Y… no, la verdad es que no soy un superhéroe. Pero como buen sudaca que soy, yo también tuve mi buena dosis de comics yanquis de chiquito. Y todas estas situaciones se terminan pareciendo bastante, ¿sabés? En el fondo siempre hay un bueno y un malo. Y sólo hay que encontrarle la vuelta para que gane el bueno.
Ultra no estaba muy seguro de entender. Le palmeé la espalda.
—Vení. Vamos a tomar un café que todavía me queda un rato antes del check-in. Eso sí, tapate el disfraz porque si no me siento un poco ridículo (por no decirte otra cosa).
Y, mientras salíamos juntos de la estación, pensé que quizá la suposición de Ultra no estaba tan errada, que tal vez yo sí era un superhéroe. Porque en definitiva, todos tenemos uno adentro.
Hernán Domínguez Nimo nació en Buenos Aires, Argentina en 1970. Es creativo publicitario, sus cuentos han ganado premios y está apareciendo en antologías y diversas revistas.