El viejo hospital
José Vicente Ortuño
Todo comenzó un desagradable y nublado día de noviembre en el que el frío húmedo calaba los huesos hasta la médula. En realidad hubiese sido un día como cualquier otro, si no me hubiese dado cuenta de que las cucarachas no correteaban alegres, que no oía correr las ratas por dentro de las paredes y que hasta las arañas habían dejado de tejer por los rincones. En los oscuros corredores del vetusto edificio del Viejo Hospital, algo siniestro parecía ir adquiriendo densidad. Una sensación en el aire parecía estremecer los mohosos muros y crujir las tuberías oxidadas que recorrían los pasillos goteando herrumbre.
En una fría y oscura oficina, situada al final de un pasillo lúgubre del ala norte,  me encontraba trabajando hasta el agotamiento en un ordenador Pentium 133, tan obsoleto, que en lugar de memoria tenía vagos recuerdos. Eran las 10 a.m. y ya llevaba cuarenta partidas de solitario seguidas. Empezaba a dolerme el culo de estar tanto tiempo sentado y maldecía mi suerte por haber sido destinado a aquella estúpida oficina. Mi compañero se acababa de jubilar y había hecho cierto el refrán: “Más vale estar solo que mal acompañado”. Ahora todo el trabajo recaía sobre mí, pero no me importaba, el inútil que había tenido como compañero en lugar de ayuda había sido una carga. En fin, ya me queda poco, pensé, tal vez en dos meses podría volver a mi antigua oficina con compañeros amistosos y jefes más o menos competentes.
En ese momento unos golpes en la puerta interrumpieron mis cavilaciones y la cuadragésimo quinta partida de solitario.
- ¡Adelante! - dije haciendo girar el sillón para ver de quien se trataba.
Volvieron a sonar otros dos golpes secos ligeramente espaciados.
- ¡Adelante! - exclamé de nuevo, pero sólo me respondió el silencio.
Un poco mosqueado me levanté con la intención de abrir la puerta y sorprender al tonto del culo que llamaba.
—¡Te vas a enterar gilipollas! —murmuré entre dientes.
Tiré del picaporte y la puerta se abrió con el esperado gruñido de sus viejas bisagras. Pero en el umbral no vi a nadie. Sin saber por qué un escalofrío me recorrió la espina dorsal y se me erizó el vello desde las pantorrillas hasta el cogote.
Me asomé al pasillo con cautela y miré a ambos lados. Ni siquiera fría y húmeda la corriente de aire, que habitualmente circulaba por el pasillo, se dignó hacer acto de presencia. Sentí que algo sofocante me oprimía el corazón y estremecía mi alma. Cerré la puerta y me apoyé contra ella jadeando. Tenía la premonición de que algo terrible estaba sucediendo, pero ¿qué?
Todavía estaba apoyado en la puerta cuando otros dos golpes secos la estremecieron de nuevo. El vello se me erizó otra vez y me flojearon las piernas. Repitieron la llamada. Apretando el culo para contener mi esfínter, abrí la puerta de golpe. En el umbral, recortándose contra la espesa oscuridad del pasillo y mirando fijamente al infinito, se encontraba el hombre que repartía el correo. Vestía la bata blanca habitual de los empleados del Hospital, con los inevitables bolígrafos de colores asomando del bolsillo. Sin modificar su expresión bobalicona me entregó un puñado de cartas, se giró sin mediar palabra y se alejó por el oscuro pasillo con andar rígido.
Lo seguí con la mirada mientras se alejaba y pensé debía de sucederle algo malo, pues siempre hacía comentarios estúpidos, o se quejaba de que era el único que trabajaba en todo el Hospital, que las cartas pesaban demasiado y que ya no estaba para esos trotes. Además, no era normal que caminase como si estuviese escaldado, ni que le cayese saliva de la comisura de los labios. Por otra parte ¿qué era el fluido viscoso y maloliente que manchaba las cartas?
A mi mente acudieron visiones de los horrores relatados por H. P. Lovecraft. Esos espantos viscosos, esas ratas tras las paredes...
—Déjate de pensar tonterías - me dije pensando en voz alta - , no pasa nada. ¿No creerás que esas cosas que estás pensando puedan suceder en la realidad? No debiste leer esas cosas, al fin de cuentas de niño me tenias miedo a la oscuridad - seguí hablándome para animarme, pero no lo conseguí.
Desde que entré a trabajar en el Viejo Hospital, cada rincón me traía recuerdos de los escenarios de las novelas lovecraftianas. Pero, aunque mi mente racional y lógica me decía que era imposible que esas historias se hiciesen realidad, una parte de mi cerebro me decía lo contrario.
Dejé las cartas sobre el escritorio y me limpié en el pantalón las babas que me impregnaban las manos. Tenía que hacer algo para averiguar qué le pasaba al tipo del correo. No podía quedarme en la oficina y no enterarme de nada. Si sucedía algo raro tenía que averiguarlo. Sin embargo, algo me asustaba. Tras unos minutos de meditación, en los que mi mente pareció girar en un tiovivo a doscientos por hora, hice acopio de valor, cogí la carpeta porta firmas y un abrecartas.
—Vaya mierda de arma - me dije mirando el estúpido artilugio y salí de la oficina.
Recorrí el pasillo oscuro y tétrico en dirección a la parte central del edificio, volviéndome a mirar hacia atrás cada pocos pasos; pero sólo me seguía el silencio. Tal vez había demasiado silencio. No se escuchaba ninguno de los ruidos habituales de aquel pasillo: la imprenta, el almacén de farmacia, la oficina del administrador.
El miedo injustificado e irracional me atenazaba la garganta y me costaba respirar, pero seguí avanzando a pesar de que a cada paso el suelo parecía retener mis pies. No se oía nada. No se veía a nadie. ¿Sería fiesta y de nuevo nadie me había avisado? Si era así le montaría una bronca a más de uno.
El olor a desinfectante hospitalario rancio impregnaba el aire estancado. Me vino a la mente la atmósfera que hubo de respirar Howard Carter al entrar en la tumba de Tutankamon. Pensé que posiblemente la cripta del faraón, con maldición y todo, debía de oler mejor que éste hospital y hasta puede que tuviese menos años.
En el cruce con el siguiente corredor miré en todas direcciones, pero no había nadie ni en la puerta principal, ni en las escaleras que llevan a los pisos superiores. Tampoco en el pasillo que conducía a la cafetería.
Se asomé por los ventanales al jardín en cuyo centro se alzaba la capilla. Como suele suceder a principios de otoño, los rosales estaban mustios, sin flores, y las moreras habían perdido todas sus hojas. Pero algo extraño se percibía en el aire, como si un repentino invierno viscoso hubiese caído sobre el jardín. No se movía ni una rama. No volaba ni un solo insecto. ¿Dónde estaban los omnipresentes gorriones y palomas?
El cielo seguía oscuro, plomizo, pero no llovía. Sigiloso me encaminé hacia la cafetería manteniéndome siempre pegado a la pared. Al doblar por el pasillo donde ésta se encontraba, seguía sin oír nada. Me detuve junto a la puerta del bar. Estaba abierta. Con cuidado miré al interior: No había nadie, ni los sindicalistas dando cuenta de un pantagruélico almuerzo, ni siquiera los camareros. ¿Dónde se encontraba todo el mundo? Con el miedo apretándome las gónadas, salí de allí a toda prisa.
“¿Por qué tengo miedo? ¡Qué tontería! Aquí no pasa nada, deben de estar celebrando el cumpleaños de alguien en algún rincón.” — pensé para darme ánimos, pero no me sirvió de mucho.
Fui hacia la puerta principal. Al llegar a las escalinatas, que conducían al piso superior, algo llamó mi atención. En el hueco bajo la escalera asomaban unos pies calzados con zapatillas deportivas de imitación. Al acercarme sentí un olor nauseabundo flotando en el aire, como a excrementos con sangre. Con el estómago revuelto y mucho miedo me asomé para confirmar mis sospechas. Ante mis ojos apareció un espectáculo espantoso: Un hombre joven, que había visto pintando las fachadas del Hospital, yacía con el vientre abierto y las vísceras esparcidas a su alrededor. En el rostro del cadáver había una mueca de horror que reflejaba la espantosa muerte que había sufrido, y un bolígrafo clavado en un ojo, unos jirones de tela blanca y unas gafas de montura dorada, que todavía agarraba entre sus manos crispadas, delataban al asesino. Reconocí enseguida que el bolígrafo y las gafas pertenecían al Leoncio, el hombre del Registro.
Retrocedí trastabillando y conteniendo las arcadas que amenazaban con devolver a la naturaleza el café con leche y las magdalenas que había desayunado. Vomité en una maceta que contenía un ficus. En plena vomitona oí un ruido a mis espaldas. Levanté la vista, mientras me secaba los vómitos con la manga, y miré hacia arriba por el hueco de la escalera. En lo más alto estaba Leoncio, mirándome con sus ojillos viciosos de siempre, pero inyectados en sangre. De su boca colgaban pingajos sanguinolentos. Al verse descubierto se retiró soltando un gruñido. Un escalofrío más recorrió mi espalda y una mano invisible estrujó mi corazón.
- ¡Ha sido él! - murmuré con rabia - . ¡El miserable ha asesinado al pintor y le ha devorado las tripas!
Decidido ha hacer justicia o quizá a defenderme del asesino, inicié el ascenso hasta el piso de arriba. ¿Qué razón nos lleva a hacer tonterías en los momentos de tensión en lugar de huir? Tal vez si en ese momento hubiese salido corriendo todo hubiese acabado ahí, pero no, seguí subiendo la escalera armado con un estúpido abrecartas y una carpeta.
Al llegar al primer rellano eché un vistazo hacia arriba. En el primer piso no había nadie. El monstruo se había escondido. De reojo vio moverse algo por el ventanal que daba al jardín. Entre las ramas desnudas de los árboles vi una fila de gente, trabajadores del hospital, entrando en la capilla. Todos caminaban rígidos, como si estuviesen escaldados. Algunos llevaban sus uniformes blancos manchados de lo que, desde la distancia, parecía sangre.
Con suma cautela continué el ascenso al primer piso, arrastrándome por la escalera para evitar ser visto desde el jardín. Llegué arriba. El pasillo de la derecha estaba en silencio. En el de la izquierda oí un roce de pies apresurados y un golpe, como de algo que cae al suelo. Avancé muy espacio, mirando dentro de cada una de las oficinas: En la Secretaría de Dirección no había nadie, el ordenador mostraba en su salvapantallas una sucesión de fotos de un niño sonrosado y regordete. En el Despacho del Director tampoco había nadie, sólo el periódico, abierto sobre la mesa por la sección de deportes, era mudo testigo del silencio que llenaba la estancia. La oficina rotulada como Secretaría estaba también vacía, sobre la mesa había un ordenador con una pegatina que decía: “Este ordenador no ha pasado el efecto 2000”. En la pantalla, con letras blancas sobre fondo azul, un arcano error en el sistema había colapsado la máquina.
Al fin entré en la oficina del Registro. Allí, escondiéndose tras la fotocopiadora, estaba el asesino. Tenía los ojos desencajados y la boca abierta, babeando y jadeando roncamente. En una mano sostenía lo que parecía un trozo de hígado de su víctima, en la otra esgrimía un bisturí oxidado.
—¡Ríndete joputa! —le grité bastante acojonado, pero irguiéndome todo lo que pude para impresionarle.
Leoncio, con un gruñido, se abalanzó hacia mí esgrimiendo el bisturí. Pero detuve la estocada con la carpeta, donde se quedó clavado. Aprovechando que el asesino estaba desarmado, le clavé el abrecartas en un ojo, del que brotó un chorro de viscoso líquido sanguinolento. Leoncio cayó al suelo retorciéndose de dolor. Sin perder tiempo, lo arrastré hasta un armario y lo encerré dentro, aunque tuve que darle unas patadas para que cupiese. Luego giré el mueble hasta poner las puertas contra la pared y coloqué la fotocopiadora detrás para más seguridad. Así ya no me molestaría.
Salí del Registro y, sigiloso como un felino, recorrí todas las oficinas de la planta. No encontré a nadie más. Bajé a la planta baja arrastrándome de nuevo por la escalera, para no ser visto por los ventanales. No había nadie en el jardín, pensé que tal vez estaban todos reunidos en la Capilla. Algo se estaba cociendo allí y yo quería saber lo que era. Repté por los pasillos procurando mantenerme oculto y que no me viesen por los ventanales. Salí al jardín y se arrastré por detrás de los setos hasta la fachada de la pequeña iglesia. Vi que en una vidriera faltaba un cristal y se asomé por el agujero. El espectáculo en el interior era estremecedor.
Todo el personal del Hospital se hallaba allí. Tenían la mirada perdida, la boca babeante y emitían un canturreo monótono, como si se arrullaran, mientras que se balanceaban al ritmo de su propio canto. Me estremecí cuando vi el altar: El alto y desgarbado Sacerdote del Hospital, más feo de lo habitual, estaba parado con los brazos en alto y con voz cavernosa recitaba en latín una ominosa retahíla de… ¿Qué? ¿Oraciones? ¿Invocaciones satánicas? No supe discernirlo porque en el colegio siempre suspendí el latín porque me sonaba a chino. A la derecha del Sacerdote pude ver la figura canija del Director, que mantenía una postura sumisa, como de arrobada meditación. También susurraba oscuras letanías al ritmo de los demás. A la izquierda del Satánico Sacerdote, en la misma postura reverente, el rechoncho Jefe de Servicios canturreaba y babeaba sobre un charco que parecía indicar que se había orinado.
Pero lo más espantoso de todo era que habían clavado en un crucifijo a un paciente de hemodiálisis, todavía con sus tubos colgando. Sobre el altar yacía una monja muy anciana, que yo había visto pasear por los jardines ayudándose de unas muletas. La pobre vieja, atada a las cuatro esquinas de la mesa, musitaba alguna oración con los ojos cerrados, mientras el parkinson, implacable, hacía temblar sus miembros de forma inmisericorde.
Entonces el Sacerdote sacó un gran cuchillo de debajo de sus ropas y lo esgrimió hacia lo alto, elevando el tono de su diabólico canto. Estaba claro que iban a sacrificar a la pobre monja y yo no podía hacer nada para evitarlo. Aterrorizado abandoné mi puesto de observación. Repté de nuevo por los pasillos intentando salir del edificio. En un recodo encontré a un grupo de sindicalistas que habían improvisado una asamblea. Estos no canturreaban en latín, sino que coreaban una siniestra versión de “La Internacional”, aunque más parecida a un canto gregoriano que a una canción revolucionaria. En medio del círculo yacían los restos desgarrados de algún paciente. Huí por otro pasillo.
Al fin conseguí salir del edificio sin ser visto. Corrí escondiéndome tras los setos y los coches aparcados. Pero las puertas estaban vigiladas por un grupo de porteros que canturreaban alrededor de un cuerpo destripado. Corrí de nuevo, esta vez hacia la parte de posterior del Hospital. Escondiéndome entre los setos alcancé la puerta trasera, que desde hacía años se encontraba condenada. El camino parecía estar despejado, aunque tras la verja una gran maraña de matorrales me impedía ver el exterior. Pero lo importante era salir de allí. Después de comprobar que no hubiese nadie mirando corrí dispuesto a trepar por la verja. Pero la sangre se me heló súbitamente cuando, unos metros antes de alcanzarla, una fuerza desconocida me detuvo. Fue como sumergirme en gelatina o en un colchón de espuma. No podía avanzar, cuando más lo intentaba, más resistencia oponía aquella fuerza desconocida. La angustia me atenazó el alma, me nubló el entendimiento, y perdí el control de mí mismo.

******

Sin saber como volví a mi oficina y me escondí con las persianas bajadas y la puerta cerrada con llave, pero no me atreví a empujar el escritorio contra ella por miedo a que el ruido atrajese a los zombis, pues estaba convencido de que en eso se habían convertido todos. Tenía que pedir ayuda, pero mi teléfono móvil no tenía cobertura y la línea interior estaba muerta. Me senté frente al ordenador, en cuya pantalla todavía estaba la partida de solitario, y angustiado me sumí en estado de catatónico estupor.
Algunas horas después la naturaleza me obligó a salir. Por suerte el aseo estaba en la puerta de al lado. No oí nada, ni vi a nadie durante mi corta salida. El hambre me comenzó a acuciar, así que salí en busca de algo que comer. Llegué sin problemas a la cafetería y me llené los bolsillos con chocolatinas y algunas botellas de agua. También cogí un gran cuchillo, el que utilizaban para abrir los bocadillos, y me lo guardé metido en el cinturón.
Al ir a coger una bolsa de patatas fritas eché un vistazo por la ventana. Ya debía de estar anocheciendo y, sin embargo, seguía invariable la misma luminosidad grisácea que por la mañana. Pero algo más me parecía extraño en el exterior, aunque no sabía a ciencia cierta qué era.
Volví a mi oficina y devoré casi todo lo que había cogido de la cafetería. Una vez alimentado mi cerebro comenzó a funcionar mucho mejor y, sentado en el sillón, comencé a intentar encontrarle sentido a los sucesos del día.
Recordé el espantoso ritual en la capilla y me pregunté por qué todos menos yo —y tal vez la vieja monja— se habían convertido en zombis. Repasé varias veces todo lo que había hecho hasta el momento en que entré en el Hospital, pero no encontré nada fuera de lo habitual. Sobre la media noche comencé a oír arrastrar de pies por el pasillo. De vez en cuando alguien golpeaba una puerta o gritaba algo ininteligible. Los ruidos fueron acercándose poco a poco y pude percibir el chapoteo que acompañaba a los pasos, no quise imaginarme qué era lo que lo producía. Permanecí muy quieto, casi sin respirar, esperando que, de un momento a otro, derribasen la puerta y entrasen a por mí. Tras varios golpes y gritos, continuaron su recorrido perdiéndose en el inmenso edificio. Respiré algo más tranquilo cuando el pasillo quedó en silencio.
Agotado me dormí al fin, pero tuve una pesadilla: Veía de nuevo al Sacerdote sacrificando a la pobre monja, pero esta vez yo también estaba en el centro de la capilla, rodeado de zombis hambrientos. El Sacerdote extrajo el hígado a la anciana, mientras que ella, todavía con vida, oraba en voz baja. El Cura me tendió la sangrante víscera, pero me negué a tocarla. Entonces los demás zombis me rodearon y comenzaron a arrancarme trozos.
Desperté sobresaltado. Miré la hora, eran las siete de la mañana, llevaba un día completo allí encerrado y ya deberían haberme echado de menos en el exterior; al menos mi familia.
Dormir en el sillón me había producido infinidad de dolores en el cuello y en la espalda. Me sentía hecho un asco. Miré por las rendijas de la persiana mientras me comía una chocolatina, pero no vi nada nuevo en el exterior. Bebí un poco de agua para tragarme el último bocado. En mi vida había hecho desayunos malos, pero ninguno como aquel.
Empezaba un nuevo día y debía planificar la forma de escapar del Hospital. Una duda me rondaba la cabeza desde la noche anterior y salí dispuesto a comprobarla. Parecía que los zombis se encontraban de nuevo en la capilla. Subí por las escaleras. En el piso superior todavía se oía a Leoncio intentando salir del armario. Me asomé al Registro y añadí una mesa más tras la fotocopiadora. Me asomé por la ventana. Los enormes pinos que rodeaban el edificio no me dejaban ver el exterior del Hospital. Recordé entonces que había una puerta para subir a la azotea y corrí hacia allí. Tras dejar bien cerrada la puerta que conducía a la terraza, salí al aire libre.
El cielo seguía gris y no corría viento, pero hacía mucho frío. Me asomé a la parte frontal del edificio. La impresión me hizo apoyarme para no caer al suelo. Desde aquella posición podía observar por encima de las copas de los árboles. Las calles adyacentes y la cercana autovía V-30 se veían a la perfección. Pero la vista distaba mucho de ser normal. Todas las personas y vehículos que había a la vista estaban parados, como congelados entre un segundo y otro. Comencé a buscar detalles que me pudiesen indicar qué estaba sucediendo.
Recorrí el perímetro de la azotea. Los zombis volvían a recorrer los patios y aparcamientos. Del edificio de Consultas Externas sacaban cuerpos mutilados y se los comían en horrendas meriendas campestres, que  improvisaban sobre el césped de los jardines. Desde la esquina del Ala Oeste pude ver el letrero luminoso de la farmacia próxima. Se había quedado parado a las 09:13. Eso eran pocos minutos antes de que el Hombre del Correo llamase a la puerta de mi oficina la mañana anterior. ¿Qué ha podido pasar? Me pregunté por enésima vez mientras contemplaba el mundo congelado a mí alrededor.
Esperé en la azotea durante varias horas, hasta que los zombis volvieron a reunirse en la Capilla. Para entonces ya tenía una idea clara de lo que pensaba hacer. Descendí a la planta baja armado con el cuchillo y un tubo de hierro que había encontrado en la terraza. Sigiloso salí a la parte trasera del edificio y me deslicé con extremo cuidado hasta que encontré lo que buscaba: El depósito de agua del hospital, que se erigía tras el edificio de mantenimiento. Si lo que pensaba era cierto, el agua que llenaba el depósito debía de venir del exterior por unas tuberías y éstas por un túnel subterráneo. Tuve suerte y localicé el acceso. Era una puerta metálica que ni siquiera se habían molestado en cerrar con candado. La abrí y entonces caí en la cuenta de que no tenía nada para alumbrarme en el interior. Exploré con cuidado las ventanas del edificio de mantenimiento; una de ellas estaba abierta. Entré.
Olía un poco a todo: gasolina, pintura, grasa, cartón, madera... Avancé a tientas en la penumbra hasta alcanzar la puerta, que abrí muy despacio, pero las bisagras emitieron un gruñido estridente. La sangre se me heló de pronto. En la siguiente estancia había cuatro zombis vestidos con monos azules manchados de pintura y sangre, rodeaban el cuerpo descuartizado de lo que había sido una enfermera. Me entró la cólera roja y se me nubló en entendimiento.
Abrí la puerta con violencia y, lanzando un rugido desafiante, me planté frente a los zombis blandiendo el tubo y el cuchillo. ¡Ya estaba harto de andar escondiéndome! ¡Que no se dijera que los funcionarios no somos hombres de acción! Antes de que los muertos vivientes se terminasen de levantar arremetí contra ellos con saña. Les hundí el cráneo uno por uno, salpicando masa encefálica por todas partes mientras ellos se retorcían presos de un baile diabólico. Luego los despedacé con grandes tajos del cuchillo, sajando ferozmente brazos, piernas, vísceras...
Cuando terminé la masacre los cuatro zombis no se distinguían de su víctima y yo estaba completamente cubierto de sangre, sesos y fluidos viscerales. Satisfecho y jadeante disfruté observando la carnicería. Pero de pronto recordé a qué había entrado y busqué hasta dar con una linterna eléctrica, que por suerte funcionaba.
Salí al exterior y abrí la tapa metálica. Bajé al foso y la cerré sobre mi cabeza. Avancé en cuclillas, sofocado por la atmósfera húmeda y rancia, apartando las tinieblas con el haz de la linterna. Cuando, según mis cálculos, estaba llegando a la barrera invisible, oí que alguien abría bruscamente la tapa de la entrada al pozo. El pánico se apoderó de mí e intenté ir más deprisa, tanto como me permitía la estrechez del túnel. Ni siquiera me importaron los golpes que me di contra las tuberías que corrían a ambos lados de las paredes. Y de pronto tropecé contra la barrera invisible, ¡allí abajo también existía! A mis espaldad oí el avance inexorable de los zombis. El terror dio fuerzas para avanzar contra la barrera, agarrándome con desesperación a las tuberías polvorientas. No supe cuánto tiempo estuve luchando contra la invisible fuerza, sólo recuerdo que era consciente de que a mi espalda acechaba la muerte. ¡Tenía que alejarme rápido!
Al borde del agotamiento desfallecí y me quedé en el suelo casi inconsciente. Había pasado la barrera, pero había perdido la linterna y ahora no podía ver dónde me encontraba. Escuché con atención y me alegró no oír a los zombis, en cambio un rumor familiar sonaba sobre mi cabeza. Me puse en pie con cuidado y palpé a mi alrededor. Encontré unos peldaños metálicos empotrados en la pared. Subí por ellos hasta que mi cabeza golpeó contra algo muy duro. Era una tapa de alcantarilla. Apoyé los hombros contra ella hasta que cedió, luego la hice a un lado.
Salí del agujero gateando y al mirar alrededor comencé a llorar. Frente a mí discurría la autovía V-30, por la que circulaban cientos de vehículos. Me puse en pie y sentí que el viento frío de noviembre me azotaba la cara y penetraba bajo mis sucias ropas. Reí a carcajadas y comencé a dar saltos de alegría. Miré de nuevo el Hospital. Todo parecía normal en su interior, el personal caminaba de un lado a otro, los pájaros volaban de árbol en árbol, un gato cruzó raudo persiguiendo alguna presa.
Caminé siguiendo el perímetro del Hospital, pero procurando mantenerme apartado, porque no conocía los límites de la barrera invisible y no quería volver a cruzarla. Cuando doblé una de las esquinas pude ver el letrero luminoso de la farmacia. Ya no marcaba las 09:13, sino las 09:25, sólo habían pasado doce minutos, el tiempo que podía haber transcurrido desde que crucé la barrera. Pero para mí la pesadilla había durado día y medio. Era como si esas horas hubiesen transcurrido en el espacio que hay entre dos segundos.
Volví a casa caminando, disfrutando del tráfico, de la gente, del aire frío y húmedo de noviembre. Nunca supe lo que sucedió en el Hospital Vázquez Bernabeu, el 15 de noviembre de 2001, pero deseo con toda mi alma que no se repita nunca.

José Vicente Ortuño nació en Manises (Valencia) en 1958. Sus cuentos cultivan tanto el humor como el dilema ético, el terror, el absurdo y la especulación histórica.