Yo lo admiraba; lo veneraba. En casa tengo toda su obra, en cuerina y con su nombre dorado. Por eso me acerqué a él durante la presentación de sus Obras Completas; por eso acepté ir a su departamento. Él, creo, me invitó por otros motivos.
— ¿Y, muchacho? ¿Te sentís a gusto?
Observé la copa en mis manos, me dejé distraer por la manera en que la suave luz del estudio penetraba en el vino y le arrancaba reflejos de sangre. Estaba ofuscado, lo reconozco, ciego por el privilegio de estar ahí, en el estudio del único escritor famoso que al consumar su ópera magna, reconociéndose incapaz de superar sus logros, había tenido la decencia de quebrar la pluma.
— Sabe, señor...
— Por favor — dijo con media sonrisa— , tuteame.
— Sí. Señor. Si alguien me hubiese dicho que estaría aquí, sentado con usted, señor...
Esta vez rió con ganas.
— Relajáte un poco, querés. No soy tan inaccesible. Lo de mi torre de marfil es un invento del editor para hacerme más “comercial”. La verdad es que me gustan los escritores jóvenes.
— Me impresiona mucho su biblioteca — dije— . Es enorme.
— ¡Ah! Una “biblioteca atiborrada de libros como...”
— “...cadáveres amontonados de amantes despechadas”. Eso es suyo. De “El escritor clandestino”, ¿no?
Me miró con una expresión amable y pensativa.
— Realmente me gustás. Mucho.
Bajé la vista hacia la alfombra persa, luego la paseé por los anaqueles de libros interminables y la detuve en una estatuilla que brillaba sobre su escritorio, una pequeña reproducción en bronce de la Victoria de Samotracia.
— Esa figura — dije señalándola— , ya la vi antes en algún lado.
— Sería más correcto decir que la leíste en algún lado. Es el pisapapeles de bronce que describo en “Encomienda terminal”.
— ¡Es cierto! Leí ese libro cuando estaba en la secundaria. Me abrió la cabeza.
— Un regalo de mis editores en Grecia... bueno, ya que la apreciás tanto, tal vez te la regale... como souvenir. Cuando termine la noche.
Sirvió café en una taza roja: una pupila negra en un iris carmesí.
— Ya que ésta es noche de confidencias — susurró— , quiero mostrarte algo.
Se levantó, sacó de un cajón una parva de hojas. Me las tendió con expresión traviesa.
Leí. Leí lo que se suponía el nuevo cuento del escritor retirado. Leí párrafos sobrios, adjetivos familiares, historias y personajes que eran reflejos de historias y personajes ya encuadernados.
— Y, ¿qué te parece?
Se me cerró la garganta.
— Pero si ya salieron sus Obras Completas — dije, y me puse de pie— . Yo pensé que no...
— Un escritor de verdad nunca se retira. Nunca. Si yo no escribiese, moriría.
El ojo humeante observaba sin parpadear. Un destello rojizo recorrió el ala de la pequeña Victoria, que ya no estaba en el escritorio sino entre mis dedos.
— Bueno, sigo esperando. ¿Qué te parece mi relato?
Recorrí con la yema los pezones de bronce. La empuñé con fuerza.
Cuando salí a la calle, hacía frío. Me dejé distraer por la manera en que la luna arrancaba reflejos de vino a la sangre en mis manos. Quebrar una pluma no es nada; no son plumas las que deben quebrarse para salvar de la decadencia a un corpus glorioso.
Levanté las solapas del abrigo y enfilé a casa, a gozar de esas páginas revestidas en cuerina y dorado que llevan el título certero, terminal, de Obras Completas.