No obstruyan la salida
Sergio Gaut vel Hartman
Lauría había sido invitado por la escribana Henríquez Rico al Ateneo de las Damas de la Caridad de Elortondo, provincia de Santa Fe, con el propósito de que disertara acerca de la filosofía patrística, ese conjunto de proposiciones teológicas que se atribuyen a los padres de la Iglesia e impregnan los primeros siglos del Cristianismo. Lauría, como no podía ser de otro modo, disfrutaba perversamente cuando, ante un auditorio selecto, escupía las premisas de Orígenes, Teófilo de Antioquía, Atanasio, Dídimo el Ciego y Policarpo de Esmirna acerca de la ecpirosis, la apocatástasis, la palingenesia y la parousía y el disfrute se duplicaba al contemplar los rostros perplejos de su público, una masa abigarrada de matronas tan deseables como un accidente de tránsito.
—... que abarca desde finales del siglo primero hasta mediados del siglo séptimo —estaba diciendo Lauría—, se exceptúan, por supuesto, los escritos canónicos, aunque sí se incluyen los de los padres apostólicos y de los apologistas, claro. —En ese momento se interrumpió y sonriendo como si le hubiera sido revelada la naturaleza extraterrestre del Espíritu Santo, acotó: —Queridas amigas: ¿me creen si les digo que acabo de entrar en estado de erección? Es decir, tengo el pedazo duro como un garrote. ¿Alguna desea pasar a comprobarlo? Acérquense. Podría ser algo así como una tremenda experiencia mística, ¿no les parece?
Becerra, mezclado con las concurrentes a la conferencia, hundió la cabeza entre las rodillas. Todo el mundo allí sabía de su estrecha amistad con Lauría, aunque por fortuna pocos conocían el episodio de las chinas, el del asesinato del perro y mucho menos los problemas que habían tenido con la gente del futuro, yo incluido. La invitación fue cursada porque a los oídos de las Damas llegó el rumor de que Lauría había tomado café con leche en compañía del mismísimo Dios Padre Todopoderoso. Error o corrección, había sido una oportunidad excelente para blanquear una serie de máculas oscuras en el historial de ambos, aunque, y eso Becerra lo sabía a la perfección, Lauría siempre se las ingeniaba para embarrarla y, de paso, colocarlo a él en posiciones de las que no era fácil regresar. Becerra estaba seguro de que, tras la ordalía, la multitud congregada en el auditorio tomaría partido en contra del transgresor, linchándolo sin más trámite. Tal vez Becerra, como siempre, exageraba, pero en esta oportunidad Lauría había elegido violar una ley sacrosanta, la del decoro, en medio de una selecta concurrencia: las Damas del Socorro y la Caridad de Elortondo, provincia de Santa Fe, organizadoras del acto. Si hay que morir, pensó Becerra, que sea con honor. Levantó la vista y vio que la gran mayoría de las matronas presentes se habían cubierto los labios con tres dedos, como si esa endeble protección fuera suficiente para refrenar el mugido sucio y descarado que pugnaba por escapar de sus gargantas. La mayoría de las matronas presentes, pero no todas. Dos de los más representativos ejemplares, unas hembras distinguidas y rollizas, vestidas de punta en blanco, con unos trajes de corte tan perfecto y cubiertas con unos sombreros aludos tan absurdos que les ocultaban por completo el rostro, avanzaron hacia el estrado y sin vacilar palparon apreciativamente la prominencia que Lauría ofrecía con generosidad. Becerra observó estupefacto que movían las cabezas y proferían unos chillidos afectados mientras ponderaban forma y tamaño. El resto de la concurrencia, en cambio, parecía haberse precipitado en una sima de incontrolable euforia. Algunas damas trataban de masturbarse sin demasiado éxito —Becerra atribuyó el fracaso a la falta de práctica— mientras que otras, tal vez excesivamente excitadas, habían empezado a rezar el Padrenuestro en voz muy alta, casi a los gritos.
—¡Silencio, por favor! —oyó Becerra que profería Lauría alzando los brazos. Sonreía como Perón, pero la posición de los brazos era errónea, si lo que Lauría se proponía era remedar los gestos del general—. Vamos a poner un poco de orden en este desorden.
—Menos mal —murmuró Becerra.
—Vamos a entregar números para que el acto de palpación de mi atributo viril pueda ser disfrutado por todas las damas del Ateneo sin limitaciones ni cortapisas y en perfecto orden.
—¡Lo único que faltaba! —farfulló Becerra.
—¿Qué dice, Becerra, allá atrás? ¿Usted también quiere palpar mi verga? —Becerra reflexionó acerca del desmadre que Lauría estaba produciendo y llegó a la conclusión de que lo que excitaba a su amigo era la patrística.
—No, Lauría. Yo me dedico a otro tipo de palpaciones. Ya sabe que tengo una novia muy bonita y que muy pronto nos uniremos en sagrado concubinato.
Al escuchar la velada mención a Tetas, la erección de Lauría se redujo en un noventa por ciento, con el consiguiente desencanto de las Damas del Ateneo de la Caridad de Elortondo. Una serie interminable de ohs y ahs cruzó el salón de actos y chocó contra la pantalla en la que, unos minutos antes, había sido proyectado el film de Konstantin Karamanlis titulado Los mancebos de Éfeso sólo piensan en eso.
—Si será... —Los ojos de Lauría se llenaron de lágrimas; las damas de Elortondo se enternecieron hasta las ídem. Un ladrido agudo anunció que la promotora del espectáculo se hacía presente.
—¡Otra vez no! —masculló Becerra. Cada vez que la escribana aparecía en escena terminaban a los tiros. Y no cualquier clase de tiros: tiros de AK-47. Y no por cualquier motivo: la escribana insistía con llevar en andas a Luismi, el Yorkshire del que los lectores de esta serie ya tienen noticias.
—No prometí nada —murmuró Lauría—; yo no prometí nada —insistió.
—Por lo menos no lo mate a patadas —dijo Becerra cubriendo sus palabras con la palma de la mano. Pero la escribana, que tenía un oído de tísica, escuchó.
—¿Qué se propone hacerle al animal? —Todo el respeto intelectual que la escribana profesaba por Lauría se iba al mismísimo carajo cuando el perrito entraba en escena. Este no es el momento ni el lugar de un recuento, pero para que no se queden en babia diré que Lauría mató a patadas a Luismi en uno de los relatos de esta serie y en otro fue resucitado gracias a una operación que realicé manipulando las hebras de superposición cuántica del continuo espacio temporal adecuado. No es ningún secreto: soy el viajero del tiempo. Pero no se dispersen ni distraigan, lectores, por favor. Y mantengan la atención centrada en lo que narraré a continuación.
—Al perro nada, escribana —dijo Lauría—, pero a usted pienso someterla para que pruebe la firmeza de mis convicciones.
—Salga, no sea puerco. —Era la primera vez que la escribana se cachondeaba en presencia de Becerra y Lauría.
—Se me acaba de ocurrir que podríamos hacer una gira —dijo Lauría—. Salimos para Melincué, tocamos Firmat, Chabas, Casilda, Pérez y el fin de semana nos presentamos en Rosaurio.
—¿Y en qué consistiría la gira? —La escribana Henríquez Rico pareció súbitamente interesada, tanto que depositó su preciado tesoro en los brazos de Becerra, que lo recibió sin disimular la repugnancia. No olvidar que el perro fue reventado a patadas en un cuento de esta serie y resucitado en otro, proceso que no ha podido soslayar la persistencia de cierto olor cadavérico residual.
—Nos presentaríamos —dijo Lauría muy suelto de cuerpo— con mi rutina patrística, ya sabe: Ignacio de Antioquía y Policarpo de Esmirna. Luego Celso Cuadrato, Justino, Taciano, Atenágoras, el Pseudo-Justino, Teófilo de Antioquía y Hermias.
—¡Qué maravilla! —La escribana palmoteó hechizada por el proyecto de Lauría—. ¿Qué me dice, Becerra? Qué sorpresa, ¿no?
—No venda la marta antes de cazarla —dijo Becerra.
—¿A mi amiga Marta? ¡Jamás haría algo así!
—Luego —dijo Lauría cerrando los ojos—, cuando el éxtasis ubique a las matronas en el punto álgido de la excitación metafísica, usted se acerca, me toca el pene y se me produce una tremenda erección, a la que llamaremos “apología capadocia”.
—¿Yo haré eso? —La escribana retrocedió un paso.
—No sólo hará eso —dijo Lauría—, sino que además, poseída por el espíritu de Teodoro de Mopsuestia, se arrancará las escasas ropas que cubrirán su cuerpo y se ofrecerá a mí con la impudicia sardónica que narra san Isidoro en sus Etimologías.
—¿Qué narra? —La escribana retrocedió otro paso; Luismi pasó de los brazos de Becerra a los de una dama jorobada, pero muy elegante, a la que los habitantes de Elortondo llamaban, no sin ingenio, Notredame. La razón debemos buscarla en que Becerra necesitaba tener las manos libres para atajar a Lauría cuando, perdida por completo la compostura, reprodujera la danza de los hombres lobos, tal como ocurrirá en un cuento llamado “La danza de los hombres lobos”, que todavía no escribí.
—Narra su impudicia —bufó Lauría—. Los padres de la iglesia no perdían el tiempo en fruslerías, bagatelas, minucias y bicocas.
—Pero yo no soy impúdica —replicó la escribana. Tres o cuatro matronas confirmaron el aserto.
—Lo será, en cuanto yo la tutele.
—¿Usted me va a qué? No nació el hombre que me tutele. —La escribana no conocía la palabra, pero por las dudas, ya que la cuestión venía un tanto escatológica, tomó sus precauciones.
—Lauría: deje a la escribana en paz. —Becerra tomó el brazo de Lauría, pero éste se desasió con brusquedad; estaba lanzado.
—No sólo la voy a tutelar en el sentido que propone la apocatástasis, sino también en el que Bonnet sugiere en su La palingénésie philosophique.
—¡Debí imaginarlo! —dijo la escribana furiosa—. Yo sabía que de una mente inmunda como la suya sólo podía salir algo como eso.
La sala del Ateneo de las Damas de la Caridad de Elortondo había quedado casi vacía. Podía decirse que la conferencia, interrumpida por el episodio de la erección, carecía de los atributos que hubieran permitido llamarla “un éxito”. No obstante, eso no fue obstáculo para que las dos primeras damas convocadas a la palpación permanecieran clavadas en el escenario, animadas por la esperanza de que se produjera una reerección. También estaba Notredame, a quien el Yorkshire le había meado los brazos.
—Su tarea, de aquí en más —dijo Lauría—, no es imaginar. Usted será esclava de la patrística y asistirá al rey de la erección filosófica en la turné que emprenderemos. En cada localidad se congregarán multitudes euforizadas por el logos y erotizadas por el escotismo. Luego de cada representación, una vez que yo haya alcanzado el apogeo diamantino de mi verga, usted se arrancará la ropa y se clavará en la cruz simbólica formada por mis atributos...
—¿Cruz simbólica? —dijo Becerra, perplejo.
—Usted no entiende, Becerra. Pero eso no me sorprende ni me inquieta: usted nunca entendió nada. Eso sí: procure no mencionar a Tetas que eso conspira contra la unción y el celo requeridos para mantener la erección.
—Es su idea —dijo la escribana—, es su porcachunada —insistió—. ¿Se puede saber qué pito toco yo en su proyecto místico sexual?
—¿Me está cargando, escribana, o de pronto se ha vuelto enemiga de la filosofía? Esto es una revolución en la historia del pensamiento. Llevaremos la noción de ser, cuyo sentido no es forzosamente una abstracción de las cosas sensibles, a la carnalidad de los tamberos y las vaqueras.
—A ver si entendí —dijo Henríquez Rico, escribana y mami del Yorkshire apodado “Luismi” en honor a un heteróclito juglar azteca—: usted quiere salir por los pueblos a repetir este lamentable acto consistente en un proceso de excitación peneal producido por la lectura de los textos de los padres de la Iglesia, seguido por un brutal estriptis ejecutado por muá y del sacrificio ritual que otra vez muá ejecutaría en el escenario para lograr la cachondización de las multitudes congregadas...
—¡No! —exclamó Lauría—. Eso sólo sería el comienzo. Mi objetivo es lograr que todos los asistentes alcancen un estado de excitación análogo al mío como producto de la exposición de las ideas de Duns Escoto, Tomás de Aquino y Dídimo el Ciego. Usted sería sodomizada ordenadamente por toda la concurrencia, sin abandonar la sagrada posición de la primera clavada y al final yo cobraría a todos los que hubieran logrado eyacular.
—¿Y eso por qué? —quiso saber Becerra. Lauría miró furioso, casi enajenado a su amigo.
—¡No soy un estafador, Lauría! Eyaculación no producida equivale a acto místico no consumado. Podría decírselo en latín, que sonaría mucho más apropiado, pero el autor quiere terminar el cuento en tiempo y forma y buscar eso sería demasiado arduo.
—Soy lesbiana —dijo la escribana soltando el aire. Hacía mucho que deseaba confesarlo y esta era la ocasión adecuada.
—Eso ya lo sabíamos —dijo Becerra clavando una vez más donde más duele, aunque en este caso fuera una clavada metafórica.
—No voy a ser su esclava sexual ni su pupila, aunque la suya sea una gesta filosófica merecedora de todo el apoyo de los amantes del pensamiento, como yo. Búsquese otra. Lo siento.
—No hace falta que se busque otra, Lauría —dijo Tetas entrando voluptuosamente a la sala del Ateneo de las Damas de la Caridad de Elortondo, provincia de Santa Fe. Sus ídems se bamboleaban bajo el vestido de seda que se había puesto y era evidente que no usaba sostén. Ni falta que hacía—. Yo lo haré; me gusta la idea de ser su esclava sexual.
—¡Tetas, no! —exclamó Becerra estupefacto por la declaración de su novia oficial.
—Tetas sí —dijo Tetas—. Usted será mi novio, pero no puede bloquear mi crecimiento espiritual. La experiencia que propone Lauría me parece maravillosa. Servir de objeto sexual a un montón de viejos decrépitos a los que lo único que se les para es el corazón, llegado el momento, es una magna tarea, no menor que la que en su momento emprendieron Teodoreto, Sufronio y especialmente Lactancio...
Todos los concurrentes se preguntaron de dónde había sacado Tetas esa erudición. No podía decirles que era el producto de un paseo por el tiempo que yo, escritor y renombrado temponauta, le había obsequiado a Tetas como viaje de bodas en otro cuento de esta serie. No se los podía decir a ellos, pero se lo digo a ustedes, lectores, sí ustedes, no se distraigan que ya termina.
—Estoy fascinado —dijo Lauría—. Usted es mucho más apropiada para la tarea que esta vieja gotosa. Pero, ¿cómo supo que yo me proponía hacer una turné mística por los pueblos del sur de la provincia? ¿Cómo supo que la lectura de textos de los padres me produce unas descomunales erecciones? Y lo más incomprensible, ¿cómo supo en qué consiste el acto de clavada si me lo acabo de inventar?
—Tengo poderes telepárticos —dijo Tetas, como restándole entidad al asunto. Mentía, por supuesto. Estaba al tanto del asunto porque yo le había permitido leer el primer borrador en 2054, durante un momento de bloqueo creativo. Este cuento estuvo parado cinco años y sólo se puso de nuevo en marcha cuando Tetas me sugirió este final.
—Telepáticos —corrigió Becerra, que es muy detallista, eso sí.
—Telepárticos —insistió Tetas—. Puedo inducir todo tipo de partos a distancia, incluso partos creativos. Un autor está bloqueado y yo abro canales para que sus ideas fluyan. También puedo, desde la Tierra, lograr que una numansa del planeta Numans supere una dilatación escasa y escupa a su cría, tras treinta años de ignorada gestación. Pero eso es tema para otro cuento. No quiero aburrirlos.
—Claro —dijo Notredame, notoriamente decepcionada por el curso que habían tomado los acontecimientos, ya que nunca nadie la consideró candidata a ocupar el puesto de objeto sexual—, la señora no quiere aburrirnos, pero no vacila en ofendernos. ¡Vamos, chicas! —concluyó arrojando a Luismi a una fuente de agua bendita ad hoc, donde el pobre animal se ahogó en cuestión de segundos, para desesperación de la escribana, que se arrojó a la fuente y también desapareció en las profundidades. Las chicas siguieron a Notredame y sólo quedaron, una vez más, Lauría, Becerra y Tetas.
—¿Cuándo salimos para Melincué? —quiso saber Tetas.
—Hay tiempo hasta mañana —dijo Lauría. Becerra, decepcionado por el curso que tomaban los acontecimientos, se puso a llorar.
—¿Por qué llora, Becerra? —dijo Tetas.
—La pierdo, una vez más.
—No es cierto. Nunca me tuvo, aunque sea su novia en el presente, porque estoy casada con el hombre del futuro. La vida es como es, no como a uno le gusta que sea.
—Claro, eso —convalidó Lauría.
—Es que el presente es tan efímero —sentenció Becerra pasando el dorso de la mano por la mejilla. La retiró empapada por una sustancia aceitosa.
—Eso es verdad —aceptó Lauría. Uno no es filósofo al pedo.
Era hora. Puse en marcha la máquina, recogí a Tetas y nos vinimos a 2080, donde tenemos un hermoso palacete con vista al parque de cuerdas cuánticas. Pero como somos muy respetuosos de nuestra intimidad, sobre lo que ocurrió a partir de entonces no diré nada.
Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires en 1947. Es un autor muy prolífico, que ha publicado numerosos relatos en revistas de todo el mundo. Entre sus libros están
Cuerpos descartables, Minotauro, (1985),
Espejos en Fuga, Ediciones Desde la Gente (2010) y
Vuelos, Andrómeda (2011). Fue creador y director de la revista
Sinergia y posteriormente director de la revista
Parsec. También fue el encargado de selecciónar cuentos en
Axxon, así como de ser la cabeza visible de gran cantidad de antologías y proyectos colectivos.