La cloaca que alimenta
Rubén della Sera
¿Cuándo lo atendería el doctor?
Permanecía tenso y rígido. Y se sentía nervioso además, con el tipo de nerviosismo interno que los modos y la posición del cuerpo permiten esconder. La vista tozudamente sostenida en esa alfombra mullida que lo invitaba a “enterrarse” en ella, a dejarse ir. Porque la recepcionista, una rubia muy linda, le causaba vahídos, temblor de manos, aversión. Y pensar que hasta no hacía mucho era un tigre con las minas.
Antes de hablar tuvo que tragar varias veces para humedecerse la garganta.
—¿Falta mucho, señorita? —dijo en un hilo de voz.
—No, señor —la rubia levantó la vista del conmutador y lo miró. ¿Por qué le jodía tanto ese tipo de mirada?—. El doctor ya terminó con el paciente anterior. En unos minutos lo hará pasar. ¿Desea que le comunique algo?
—No, por favor —él se “achicó” en el sillón—, no lo moleste —sintió esa mirada diáfana, transparente: puñales directos a su garganta—. Disculpe —carraspeó para evitar que la voz le saliese entrecortada—. Espero nomás, no quiero interrumpirlo.
Vio cómo la rubia sonreía mientras descruzaba las piernas. Movimiento pausado, calculado, de seguro a propósito, como dedicado para su sufrimiento.
Sin dejar de mirarlo, ella se paró y fue hacia él. No pudo huir de esa mirada… de esa mirada tierna. Eso: una suave, diáfana y enternecedoramente puta mirada tierna. Fue demasiado. Cerró los ojos y puso la cabeza entre las piernas: le había bajado la presión.
—¿Se siente bien? —le dijo la rubia, alarmada pero tratando de ser dulce a la vez.
¡Mentira! Él sabía que todo era mentira: esa voz dulce escondía otras cosas. Sí, cosas que luego se transformarían en sufrimiento. En extremo sufrimiento.
Y entonces, ella le puso la mano en el hombro.
Fue como si un fuego perverso se le esparciera por el cuerpo. Como una electricidad malsana que lo transportara una vez más a aquella noche. Ahora le pasaba siempre cuando una pendeja así lo tocaba: sentía una catarata de hormigas venenosas que trataban de destruirlo. De quitarle lo poco que quedaba de él.
Oyó que por fortuna se abría la puerta del consultorio. Se elevó la voz del doctor:
—Pase.
Como un autómata obediente, se levantó y entró al consultorio.
—Adelante —dijo el doctor y cerró la puerta—. ¿Hoy prefiere la silla o el diván?
Él se secó la transpiración con la mano. Balbuceó la palabra diván. El doctor lo tomó del codo, un contacto tranquilizador, y lo ayudó a acomodarse.
Vio cómo atraía para sí una silla, justo detrás de la cabecera del sofá, y por el rabillo del ojo y con un poco de esfuerzo, vio que se sentaba.
—No me diga nada —dijo por fin el doctor. Si bien su voz era calma, ¿había reproche en sus palabras?— No estamos avanzando. Lo sé. —Él no le contestó nada. Sólo se reacomodó en el diván—. Hoy vamos a comenzar desde el principio. Pero diferente.
—¿Desde el principio, doctor? ¿Cómo que desde el principio?
—Sí, desde el principio —mientras el doctor hablaba, él escuchó correr la silla. Luego vio que el doctor pasaba por delante, hasta el escritorio, y que tomaba una libreta y volvía para ubicarse a su cabecera, fuera de su visión esta vez—. Usted me contó tres veces la historia de esa noche…
—¿Historia?
—Los hechos, disculpe —las hojas de la libreta producían un sonido que se le antojó metálico. Allí estaba metido él, en esas hojas amarillentas, sobadas por el paso constante del dedo del doctor—. Esta vez cambiaremos. Me va a contar los hechos desde el principio pero con sus propias palabras. Yo no le preguntaré nada.
—¡No! —el grito se le piantó solo, incapaz de retenerlo.
Se asió de los costados del sofá, como si el mueble quisiese levantar vuelo.
—¿No? —dijo el doctor— ¿Por qué no?
—Es que recordar todo de nuevo… es ir para atrás, doctor. No… no me animo.
—Esta vez será diferente —golpeó la libreta, posiblemente con el dorso de la mano—. Debe serlo. Aquí tengo varias cosas anotadas. Entre ellas su tono dubitativo, pacato —recalcó pacato—, cuando me relató por primera vez lo que le había pasado. Usó términos como “vagina”, “pene”, “pechos”, etcétera, y usted no es de los que hablan así.
—Pero… —un poco más relajado, soltó las manos que sujetaban el diván y las cruzó sobre el estómago—. ¿y cómo quiere que hable? Usted es un psiquiatra reconocido. Un profesor. No sé, no me parece correcto que…
—Mire —lo interrumpió el doctor—, debe soltarse. Mejor aún, debe descargarse. Eso, descargarse. Huir no le sirve de nada —hubo un pequeño intervalo, seguido del sonido de ropa rozándose: el doctor se cruzaba de piernas, seguro—. Ya sé, usted estará pensando: “éste me lo dice cómodamente sentado en la silla de su consultorio”. Pero hasta ahora sólo estuvo a la defensiva. Relájese. Hoy será un hombre nuevo. Se lo aseguro.
Las luces bajaron de intensidad. Sintió que las palabras del doctor le daban nuevas fuerzas, renovadoras. Cerró lo ojos.
—Bueno —dijo—, esa noche yo fui a…
—No. Espere. Desde el principio por favor.
—Y… esa noche fue el principio.
—No es mi intención contradecirlo ni mucho menos interrumpirlo —otra vez el roce de telas: se estaba descruzando—. Pero desde el principio —sí, seguro que se descruzó y se inclino hacia delante: la voz era más cercana—, significa que debe contarme cómo era usted. O por lo menos, cómo se veía a sí mismo. Antes.
Entonces, él se llevó una mano a la cara y mientras se la masajeaba comenzó a reflexionar. ¿Así que con palabras propias, no? ¿Y que cómo era él? Un güiner, sí, seguro, eso era: un gran campeón. Un gran campeón con cucarda y todo:
—Yo era un ganador nato. Con las minas, digo. Junaba los boliches de onda. En algunos hasta me aplaudían cuando entraba. Tengo un milquinientos cupé con caja de quinta. Un chiche. Ya sé que está de onda el Torino, pero se me hace un auto muy botón, que te deschava. Pero ya no lo uso. Antes de conocer a esa hija de puta podía mentir que el milqui era importado de Italia. Y las flacas se lo tragaban. Entonces, esa noche…
—No tan rápido. ¿Cómo era con las mujeres? Por que ser un ganador no me dice nada. Cómo se comportaba en la intimidad cuando sólo eran ella y usted, cuando el público, la claque, ya no estaba. Piénselo. Esto es importante. Lo va a ayudar a descargarse.
Él se reacomodó en el diván. Estaban hablando de algo de lo que él sabía mucho. Bah, por lo menos así lo creía. El tordo era un fenómeno. Lo hacía sentirse bien. Una nueva oleada de fuerza, de energía, le llegó de golpe. Hacía tiempo que no se sentía así. Sí, tenía que descargarse, sacar todo de adentro.
—Yo conocí chabones que se las daban de grandes. Después uno se enteraba que se echaban un par de polvos y dejaban a las minas con ganas. Yo no era así. Pa’mí la mina de turno era una princesa, y yo la trataba como tal. El famoso tres por uno, ¿vió?
—¿Tres por uno? No, no sé a qué se refiere.
Por primera vez en mucho tiempo, él emitió una risa, débil, contenida, pero risa al fin.
—Bueno, esto es un poco, ¿cómo decirlo? Un tanto…
—Le pedí que se suelte, no tema escandalizarme si me cuenta sobre sexo. Por favor, adelante. No se detenga.
—El tres por uno es que por cada polvo que uno se echa, la mina tiene que echarse mínimo tres. Yo era así, a mí me importaba que la pasasen bien. Me importaban ellas, hasta casi le podría asegurar que más de lo que me importaba yo mismo.
—Lo que quiero saber es si se comportaba así por convicción o por el qué dirán. Usted tenía una imagen que le resultaba cara a sus sentimientos. Piense antes de responderme.
Silencio.
¿Qué por qué había actuado así con las minas? Y… siempre pensó que porque era correcto, que así debería ser un macho que se precie de tal. Pero ahora las palabras del tordo le daban qué pensar. Recordó la época de los aplausos, de los tragos gratis, del continuo cortejo que lo seguía a todas partes. Sí, él tenía una imagen de sí mismo que le seducía retener, agrandar. Pero también era cierto que cuando estaban a solas, a él realmente le gustaba que ella disfrutase. Y que jamás quiso ir con más de una, por más que se lo habían propuesto.
—Mitad y mitad, doctor —dijo por fin, y no se sorprendió de su sinceridad.
—Voy comprendiendo. Usted, antes de aquella noche, sufría de una especie de manía aceptatoria. Necesitaba que luego de una noche de sexo, se hablara de su “performance”, de lo bien que se comportaba, de cómo había cuidado de que su pareja disfrutase. Y por otro lado, su perfil paternal bregaba por proteger a esas niñas, por brindarles un amparo a través del trato deferencial. Porque según me contó antes, eran bastante menores que usted.
Él se reacomodó en el diván. Frunció la boca mientras se hacía una idea de lo que le acababan de decir. ¿Sería posible? ¿Él como un padre? ¿Justo él, un padre? ¿Con esas barbaridades en la catrera? Pero si… si… Una iluminación le cayó de golpe, igual que si le hubiesen partido la cabeza con un rayo. Ella fue la única que desencajaba en el ambiente de los boliches. Todas las minas se resumieron en una: la que lo recontracagó. La más bonita, la más frágil, la más inocente. La síntesis de lo que él siempre buscó.
—Yo creí que había sido mi mejor levante —dijo afligido.
Silencio.
Él tosió, incómodo. ¿Se habría dormido el doctor?
Oyó como una fuerte inspiración.
—Aquí estoy —la voz le sonó cavernosa, distante—. Tratando de redefinir “levante”. Porque esa palabra representa muchas cosas a la vez. Lo más probable es que en su caso haya significado necesidad. Usted necesitaba de la constante confirmación de su maestría. Fíjese que, en su afán de servir, de ser caballeroso, elegía mujeres jóvenes que aparentaban carecer de experiencia. ¿Se da cuenta de que quizá fue elegido para esa noche? Mejor dicho: quizá usted fue seleccionado para pasar por lo que pasó.
A pesar de que el doctor ahora hablaba extraño, como arrastrando las vocales, la noción de lo que acababa de decirle lo golpeó. ¿Cómo que elegido? ¿Elegido como si él hubiese sido una presa? Entonces él no resultó una víctima al azar. Entonces esa noche no fue algo que le podría haber tocado a otro. Entonces… entonces estaba perdido. A menos que…
Una corriente. Como tocado por una corriente eléctrica, su cuerpo se tensó presintiendo una descarga brutal. ¿No era lo que quería el doctor? ¿Eh?
Sí, le daría el gusto: se descargaría en forma.
—Esa noche parecía una noche como cualquier otra —dijo—. Llegué a la hora que acostumbraba caer por los boliches. El Monumental se recortaba sobre un cielo no del todo negro, más que una cancha parecía una sandía calada. Cuando entré, el Club 77 ardía. Las pendejas, recalentadas por la música y el chupi, se me tiraron encima. O sea: lo mismo de siempre.
>>Acodado en la barra y con el eterno wiscardo en mi derecha, relojié la pista. Cada tanto alguna minita revoloteaba, pero se sentía más placer que fastidio. Me di cuenta de que en la pista no había nada potable. Entonces me mandé para los reservados y allí la vi. Sentada sola, con dos vasos, pensé que era el viejo truco de los dos vasos para que los chabones piensen que no estaba sola. No me equivocaba.
“Documentos” le dije serio mientras me paraba a su lado. Ella levantó la vista y enrojeció. “Ya los presenté a la entrada”, me dijo, medio tartamudeando, mientras revolvía su cartera. Me sentí un boludo: ¿tanta experiencia para iniciar un levante como si yo fuese un infradotado? Me senté frente a ella y le sonreí. “Sorry, flaca”, le dije. En estos casos lo mejor es decir la verdad y que la mina después decida: “Me gustás mucho, te quise hacer una broma para romper el hielo. Me siento recontrapelotudo”. Ella volvió a enrojecerse. “¿Estás con alguien?”. Le pregunté. Sin levantar la vista me dijo no con la cabeza. Me senté a su lado y ella me miró. Los ojos me mandaban una mezcla de susto, deseo y vergüenza. La mina me estaba calentando. Mucho. “¿De dónde sos?”. Le pregunté. “De Palermo, ¿y vos?”. “Belgrano”, mentí. Se dio vuelta en el asiento, hasta enfrentarme. “Vivimos cerca”. Me dijo y sonrió. Una rápida bichada me bastó para tasarle las gambas: flacas pero a la vez torneadas. La minifalda le tapaba lo necesario para no parecer que se regalaba. Justo como me gustaba a mí.
—Disculpe —dijo el doctor. Seguía arrastrando las vocales pero él estaba lanzado en eso de contar, de descargarse, y le restó importancia—. Hay algo que no me quedó claro: ¿cómo hizo ella para darse vuelta en el asiento?
—Bueno, no “se dio vuelta”, simplemente giró sobre el culo y chocó sus rodillas con las mías. Los reservados del boliche son amplios.
—Bien, siga.
—La minita me estaba gustando cada vez más. Rubiecita, menuda, bien formada, sonrisa franca, acento levemente concheto. Mi tipo por donde se la mire. “Hace calor acá, ¿no?”. Le dije. Ella sólo me miró. Yo le mandé una mano a la pierna. La piel me volvió loco. Parecía… parecía… Entonces ella me tomó la mano y medio me obligó a tocarle las tetas. “Conozco un telo que no hace preguntas”. Le dije. “Papá y mamá se fueron a Europa, yo tuve que quedarme para rendir unas materias”. Me dijo, sonrojándose de nuevo. Me miró como diciendo yo no puedo estar diciendo estas cosas. “¿Entonces?”. Le dije. “Y… podemos ir a casa”. Me dijo. Se me paró al toque. “¿Estás con auto?”. Le dije. Ella meneó la cabeza. “Vamos a tu casa, yo te llevo”. Agarró al toque la cartera… bué, mejor dicho el bolso. Le quedaba grande para una mina tan menudita. Cuero negro con un intrincado aplique blanco. Ahora sé que a ese tipo de dibujo se le llama Mandala.
>>Nos subimos al milqui y ella me indicó que agarrásemos por Libertador. La casa quedaba en Palermo Viejo. Un caserón antiguo de dos pisos. Se bajó para abrir la reja y yo estacioné en la huella de baldosones, antes del garaje. “Esta es mi casa”. Me dijo. Pensé que era una pendeja pelotuda. Eso de llevar a un chabón desconocido hasta tu propia casa me pareció una locura. Aunque tuve un leve temor: ¿y si me estaba haciendo el entre? Luego me reí. Yo era un seco que no tenía un mango partido al medio. ¿Qué me iban a sacar?
>>Adentro de la casa, los muebles estaban cubiertos de sábanas. Me quedé parado en medio del living. Parecía como que hacía mucho tiempo que nadie vivía allí. Ella me vio indeciso. “Mi mamá es una maniática de la limpieza y a mí me rompe limpiar”. Me dijo, bien chetonga, y se mandó para arriba moviendo el culito. ¿Yo qué iba a hacer? Antes de que la escalera termine le metí un dedo en el orto. Ella se rió y salió corriendo por un pasillo. Justo cuando la estaba por alcanzar abrió una puerta, entró a una habitación y se zambulló en la cama. No estaba nada mal la zapie. Amplia, cama enorme, cuarto de baño incorporado. Sólo que me pareció algo raro. La minita era una pendeja, ¿y no tenía nada pegado en las paredes? Entonces ella se levantó, se colgó de mi cuello y me pegó un flor de chupón. Me mandó la lengua hasta la garganta. Allí me aflojé.
>>Nos separamos. Ella se sonrió y me encajó dos piñas en la panza. La puta que pegaba duro la turra. Me agarró de los pelos y me hizo levantar. No, mejor dicho no me hizo levantar, ¡me levantó con su propia fuerza! ¡No lo podía creer! Yo todavía boqueaba por las piñas anteriores. Me midió por un momento y me surtió un tortazo al mentón. Caí hecho un pelotudo contra la puerta del baño.
>>Con esfuerzo pude ver que paraba la cama por el amplio respaldo y retiraba el colchón y el resorte. Fue hasta el bolso y sacó unas cosas metálicas. Me volvió a cazar del pelo y me colocó parado dentro del rectángulo de la cama. Las cosas metálicas habían resultado ser grilletes con los que me encadenó a la catrera. Y ahí me encontré yo, mareado y a merced de ese demonio disfrazado de minita cheta.
>>“Te voy a comentar algo porque me caíste bien”, me dijo, “al principio te va a doler, pero al final… va a ser insoportable, papito”. Se le había ido el tono cheto. Revolvió dentro del bolso y sacó una jeringa. “No queremos que te desmayes, ¿no es cierto?”. Traté de evitar que me inyectara, pero dos nuevos golpes en la panza acabaron con mi resistencia. Me mandó la aguja a la altura del corazón. Sentí calor en el pecho. Luego de otra sonrisita tierna me arrancó la ropa hasta dejarme en bolas. Agarró la pija con maestría. “Estamos bien armados para el combate, papi”. Me dijo y empezó a mamarla. Bueno, uno no es de fierro, así que mareado y todo se me paró. Ella se rió a carcajadas. “Después de todo tenés ganas de coger”, me dijo, “te vamos a dar el gusto”. Se paró y se desnudo. Era linda la guacha. Qué lo parió, hasta dónde puede llegar la mente cuando es pelotuda: en ese momento creí que ella era un loca que le gustaba jugar a lo sado, y que lo que me había inyectado era algo nuevo como para no quedar embarazada. Cada vez que me acuerdo de esos pensamientos tengo ganas de matarme, por reverendo boludo nomás.
>>De nuevo fue al bolso y sacó una bola negra. Parecía una de esas con que se juega al bowling, pero ésta tenía un solo agujero. Si bien el bolso era amplio, ¿cómo había hecho para que todo lo que llevara adentro no abultase? Aún hoy me resulta imposible darme cuenta. Si hasta busqué ese dibujo, ese mandala que decoraba el bolso por todas partes con tal de llegar a ella. Quiero tener su cuello entre mis manos y apretar… y apretar. Pero es inútil.
Suspiró. Se puso las manos detrás de la cabeza y entrecruzó las piernas. Era verdad, se sentía mejor. Eso de descargarse reviviendo su tortura le estaba sentando bien.
—Puso la bola negra en el suelo —siguió hablando—, se agachó encima y la meó. Una larga, larga meada. Al principio no me di cuenta, pero pronto fue evidente: la bola absorbía el meo al instante. Ella se irguió, vino hacia mí y me pasó la lengua por el cuerpo. ¡Que mierda! Yo estaba caliente. Se puso detrás mío, apretó las tetas contra mi espalda y me agarró la verga. “Ya llega tu amorcito”. Me dijo. No entendí a qué se estaba refiriendo, sólo quería que se me monte encima para poder partirla al medio. Vislumbré que algo se movía: la bola negra crecía y crecía. Pero no aumentaba con forma de bola. Más bien como si fuese un torpedo, una columna, algo redondo y largo.
>>Ella me dio la vuelta para luego agacharse y volver a chupármela. Pero yo sólo tenía ojos para la transformación. Pronto comprendí en qué se estaba convirtiendo. Dos palos como piernas sostuvieron un tronco, del que crecía un globo, como una cabeza. Y a los costados, otros dos palos en lugar de los brazos. La mamada seguía, y la figura por fin evolucionó en un negro que parecía recién venido del África. Cuando estuvo completo en todos sus detalles sólo silbó. Ella dejó de chupármela y fue hasta el negro y sin decir palabra lo agarró directo de la pija. Asustaba. ¡Mamita, qué verga, dios mío! Ahí me di cuenta de que estaba en presencia de algo diferente, como… como sobrenatural, si puede decirse.
>>La hija de puta se dio vuelta y me miró, siempre con esa sonrisa dulce. “Te presento a tu nuevo amor”. Me dijo. Las piernas me temblaron. El choto se me arrugó peor que metiéndome en el mar más frío. Ella vino por delante y el negro, ante mi temor confirmado, se colocó atrás. ¿Qué hacer en ese momento? La desesperación me llevó a forcejear con los grilletes. Pero fue inútil. Entonces grité. Desesperado grité. Ellá cerró los ojos y se meneó, agarrándose las tetas. Cuando ya no pude gritar más, abrió los ojos y movió la boca como si estuviese saboreando alguna golosina. “Qué energía, papi. Qué rico”. Me dijo. No entendí lo que me quería decir.
>>Otra vez volvió la mamada. Pero esta vez no se me paró. Entonces ella me clavó las uñas en las pelotas. El dolor arremetió salvaje, inundándome la panza hasta que se volvió un calambre insoportable. Como si esto hubiese sido una señal, el negro comenzó a metérmela. ¡Dios, a metérmela! ¿Se da cuenta, doctor?
Silencio.
Él se repasó el pelo. Nervioso. Esa sensación. La indescriptible sensación de dolor e impotencia aún lo perseguía. No podía sacarse de la cabeza esa imagen de sí mismo agarrado por los huevos y entregando contra su voluntad el culo a un negro que no sabía qué era en realidad.
—Disculpe, doctor. Es que… es que esto es muy fuerte. Para mí es muy fuerte.
Otra vez la inspiración. Luego leves chasquidos de lengua en rápida sucesión. La silla que se corría y el doctor pasando hasta el escritorio: tomó la jarra de agua y llenó un vaso hasta la mitad.
—Beba un poco —le dijo alcanzándole el agua. Hablaba cada vez más extraño, y los movimientos eran pausados— Sí, es difícil, pero venía bien. Se estaba descargando. ¿No se siente mejor?
Él pensó un poco. Era verdad, se sentía cada vez más liviano. Hasta podía aceptar algunas cosas, transmutándolas en algo accidental, inevitable. Algo que le hubiera sido imposible manejarlo antes, hiciese lo que hiciera.
—Bien —dijo el doctor— Sigamos. Y trate, dentro de sus posibilidades, de decir todo, absolutamente todo. Descargarse, esa es la consigna.
Sí, tenía razón el tordo. Debía continuar. Sacarse el peso que le apretaba el pecho. Continuaría hasta el final.
—Pronto el dolor del culo igualó al de las bolas. No podía respirar. Grité… no, rogué que me matara, que no soportaba más. Ella me largó las pelotas y me pasó la lengua por los sobacos y el pecho. “¿Tan rápido te querés ir, papi?”. Me dijo. “Tenés energía que hasta te brota por los poros. Qué rico, papi, la nena tiene hambre”. Mientras, el negro me tenía sujeto firmemente de la cintura y seguía serruchándome el culo de manera brutal. Ya no sabía si ponerme duro o blando. El dolor se esparcía y me dejaba las piernas rígidas, hasta que no pudieron soportarme más. Entonces el negro me levantó en vilo y siguió con su tarea. Pronto sentí un líquido que bajaba por mis piernas. Sangre. ¿Cómo no me desmayaba? Vi mi propia sangre que goteaba del culo.
>>La hija de puta había ido otra vez al bolso. No sé lo que sacó pero vino a mí y me clavó unos fierros arriba y abajo las tetillas. También arriba y abajo del ombligo. Tenían como una colita de malla metálica, flexible. Me los clavó despacio, como gozando. Sangré como un cerdo. ¡Qué hija de puta! Entonces me mostró una pelotita. Parecía de goma. “Hola, papi, saludá a la nena”. Me dijo, y apretó la pelota. Los fierros me mandaron una descarga que la verga en el culo me pareció una caricia. Dios, cómo dolió. Balbuceando empecé a putearla, le dije de todo. Lo más suave fue hija de puta. Ella se rió y me mostró la pelotita de nuevo, chasqueando la lengua como si saborease algo. Entonces comencé a suplicar. No quería sentir de nuevo ese dolor. Todavía me persigue la imagen: yo suplicándole a esa hija de remilputas y el negro sosteniéndome mientras me seguía partiendo el orto. Me despierto por la noches entre gritos de terror. Pero nada la detenía. No sé cuantas veces apretó la pelota.
>>Por fin perdí la noción de lo que me rodeaba. Sólo pude reconstruir lo que sucedió después rompiéndome la cabeza tratando de recordar. La hija de puta se habrá dado cuenta de que ya no aguantaba más, así que de golpe dejó de torturarme. Sacó del bolso cuatro bolas celestes. Mucho más chicas que la negra. Luego fue hasta el baño y les echó un vaso de agua a cada una. Los ojos se me cerraron.
>>No sé cuanto tiempo pasó, pero cuando los abrí estaba en la misma habitación, acostado en la cama. Cuatro viejas fulerísimas, vestidas de uniforme celeste, revoloteaban a mi alrededor. Me dieron flor de asco. Vi que me daban suero. Una de ellas me pasaba crema y al mismo tiempo los dolores se calmaban como por milagro. Otra me inyectó en el brazo con delicadeza. Me quedé dormido.
>>Desperté de golpe. Todavía estaba en la cama, pero completamente vestido. No era mi ropa. Me sentía fantástico. Fui hasta el baño y me levanté la chomba: pequeñas marcas rosadas eran las únicas testigos del horror por el que había pasado. Boludo, como en shock, salí a la calle: el milqui me aguardaba en el mismo lugar en que lo había dejado. Me subí y enfilé para casa.
>>Cuando llegué me enteré que era lunes por la tarde. ¡Lunes a la tarde, doctor!
Silencio.
Él tosió, incómodo. Pero esta vez no le contestaron ni hubo ruidos de movimiento. ¿Qué hacer?
Se sentó en el diván y vio que el doctor permanecía sentado. Tenía las muñecas apoyadas en las piernas y las palmas levantadas, apuntándole. Qué posición incómoda. Antes de que se levantara del diván, el doctor abrió los ojos y movió la boca al tiempo que hacía pequeños chasquidos con la lengua.
—¿Se siente bien, doctor?
—Perfectamente. Lo importante es usted. ¿Cómo está?
—Mucho mejor —respiró hondo y se palpó el cuerpo, como constatando un nuevo estado de energía. Hasta parecía eufórico. Y ya no sentía esa opresión en el pecho, esa congoja constante— Sí, mucho mejor.
—Me alegro. ¿Nos vemos en quince días?
Antes de que él pudiese contestar, se escucharon tres golpes suaves sobre la puerta. Entró la rubia bonita.
—Mi secretaria lo acompañará. Buenas tardes.
Se dieron un apretón de manos y él miró tímidamente a la rubia. ¡Por fin! Aliviado constató que por fin podía mirar a una minita sin que le vinieran vahídos. El tordo era un genio, sí señor.
No bien salieron los dos, el doctor se sentó al escritorio y escribió unas líneas.
—Ya le saqué todo. Está seco. No le queda más nada de lo que me pueda alimentar.
—¿Entonces?
—Tenés que ir por otro. Ya lo seleccioné.
—¡Era hora! —dijo la rubia mientras se acariciaba los pechos—. Ya estaba muerta de hambre.
—Tomá —dijo el doctor alcanzándole el papel que había escrito recién—. Es la dirección de una casona de San Isidro. Hace tiempo que está desocupada —Se reclinó en el sillón del escritorio y lanzó un suspiro de amargura. —No sé cuando nos vamos a poder ir de esta cloaca, tener que alimentarse de estos... de estos gusanos es... es inmundo, es...
—¿Quién es el afortunado? - interrumpió la chica.
—Un profesor de Educación Física. Atiende un colegio privado muy exclusivo en Beccar. Las pendejas están recalientes con él —le dedicó una sonrisa siniestra a la rubia—. Y él se aprovecha. Un hijo de puta de clase alta, literalmente. Su madre me conoce, como psiquiatra, digo y sabe que, llegado el caso, mis honorarios serán accesible para alguien que ella me recomiende. Y qué mejor recomendación que un hijo, ¿no te parece?
Entonces ella se recostó en el diván y cerró los ojos. Pronto la piel comenzó a ondular, a volverse más blanca, a llenarse de pecas. El pelo rubio se le tornó rojizo y cuando abrió los ojos se pudo ver que eran verdes. Representaba una linda jovencita de unos diecisiete años. El doctor permaneció impasible. Como si estuviese acostumbrado a esos cambios corporales.
—Bueno —dijo la pelirroja—. Sólo me falta el uniforme —y se llevó un dedo a la boca en una pose entre inocente y provocativa.
—No te olvides de esto —dijo el doctor. Se agachó y del tercer cajón sacó un bolso de cuero negro con un mandala blanco estampado.
La pelirroja marchó hacia la salida. Se dio vuelta antes de cerrar la puerta tras de sí, sonriendo descaradamente:
— A mí sí me gusta esta cloaca.
Rubén della Sera nació en el barrio de La Boca en 1971. En los años 80 gozó de cierta fama en el under porteño como líder de la banda Benson Pireno & los Aromátikos. Tras el estrepitoso final de la banda, Rubén se retiró del arte por casi 20 años y se ganó la vida de mil formas distintas. Este cuento marca su regreso.