La encrucijada
Laura Ponce
Le doy una última pitada al cigarrillo y lo arrojó hacia un costado. Parece que ya se van. Observo como le acomodás el abrigo a los chicos mientras él abre su paraguas, como el mayor sonríe cuando lo toma de la mano. Aunque llego a verlos bien desde la vereda de enfrente, no escucho lo que dice; seguramente es alguna de esas frases azucaradas. Él es como un actor que se aprendió su guión y lo repite aunque no haya público que lo justifique. Espero a que salgan a la vereda y cierren la reja, que caminen hasta la esquina, antes de cruzar la calle y seguirlos.
Dicen que si trazás un mapa de los lugares en los que has estado, dibujas tu propio rostro. Yo creo que dibujo el tuyo. Llevo tanto siguiendo tus pasos que ya casi no recuerdo un tiempo en el que no lo hiciera. Los rasgos de mi rostro se pierden en el tuyo, el mapa de mi vida se funde con el de la tuya.
Está anocheciendo y la lluvia me cala hasta los huesos. Tiro del cuello del gabán, pero es inútil; ya estoy helado por dentro. Mientras los dejo caminar hacia el paso a nivel casi no tengo memoria de cómo empezó todo esto. Es extraño, pero al buscar una respuesta siempre viene a mi mente aquella noche.
Yo tenía una vida, vos lo sabés. Incluía una rutina perfectamente aceitada. Esa rutina era como el esqueleto sobre el que todo lo demás se apoyaba; y todos los días, sin faltar uno, iba a tomar un café después del trabajo. Me gustaba ese bar, el Dalí, esa mesa junto a la ventana donde tantas veces me viste. Todavía no puedo entender cómo pasó, por qué ese día (justo ese día) llegué tarde; pero cuando llegué, él ya estaba ahí. Bien vestido, bien peinado, con esa cara de “yo no fui”, había ocupado mi lugar. Lo encontré realmente perturbador. Quería tomarlo de esa elegante camisa y arrojarlo a la calle, quería decirle algo, pero no se me ocurría qué, y finalmente me senté en la mesa de atrás, pensando que quizás se marcharía pronto y yo podría recuperar mi sitio. Sin embargo todo pasó a segundo plano en cuanto vi que te acercabas. Las piernas largas y el andar elegante, la sonrisa pequeña, discreta, y las manos como palomas; cansada después de un largo día y aún así resplandeciente. Teníamos tanto en común, nos entendíamos tan bien, que bastaba con cruzar un par de palabras; a veces con un gesto o una mirada era suficiente y yo me regocijaba en ese silencio que parecía esconder códigos y tácitos acuerdos. Estaba tan arrobado contemplando como te acercabas, que no lo vi venir. No sé qué paso. Solo sé que vi como resbalabas y te inclinabas contorsionándote, haciendo malabares para no soltar la bandeja. Vi como el galancito sentado delante de mí estiraba el cuerpo y lograba sostenerte. Vi como el trago se deslizaba de la bandeja e iba a dar sobre el hombre sentado en la mesa de al lado. El hombre no lo tomó de buen grado; gritó, te insultó, te empujó cuando trataste de secarlo, parecía que quería pegarte cuando él intervino defendiéndote y lo puso en su sitio. El hombre se puso de pie, arrojó dinero sobre la mesa y se fue mascullando groserías, mientras el galancito te ayudaba a juntar las cosas y aceptaba tus palabras de agradecimiento diciendo que no había de qué, bla, bla, bla... Yo podría haberlo hecho tan bien como él. Si ese día, justo ese día yo no hubiera llegado tarde... Ese era mi lugar, esa era mi mesa. Volví una y otra vez tratando de retomar mi destino pero el daño estaba hecho. El galancito no faltó ni una noche desde entonces, ni una sola vez pude volver a sentarme en mi mesa, y tuve que ver como, justo allí, frente a mis ojos, él me iba quitando lo que era mío. Como te hacía sonreír, como te daba charla, como se quedaba hasta la hora de cierre con un café que no terminaba nunca y después te acompañaba a casa. Hasta que el muy desgraciado te dejó embarazada, y tuviste que dejar de trabajar. Seguro te despidieron por su culpa. Se me revuelve el estómago de solo pensar en vos implorándole para que se hiciera cargo, de sólo imaginar el gesto displicente de él viendo cómo te humillabas. Al final habrá aceptado como haciéndote un favor, un favor que tendrías que pagar mientras vivieras. Qué bien sabía fingir frente a todos, qué bien hacía el papel de amoroso padre y esposo. Pero no lograba engañarme. Cada vez que te llevaba flores, cada vez que sorprendía a los chicos esperándolos a la salida del colegio o iban todos juntos a la plaza, no hacía más que reafirmar la deuda y en cada gesto, cada beso, cada abrazo había un recordatorio de eso. Yo lo sé: Estás obligada a responder con esas sonrisas, con esas miradas de amor fingido, estás prisionera de una noche equivocada. Pero él no es más que un impostor, ocupó mi sitio y torció el destino en una encrucijada que nunca debió existir. Para volver a la ruta correcta, para recuperar la vida que él me robó, la vida que nos robó a los dos, debemos desandar esa parte del camino, y sólo hay una forma de lograrlo. Veo que se acercan a las vías y me doy prisa. Cruzo la avenida desierta mirando hacia ambos lados; tengo los dedos tan fríos que siento tibia el arma en mi bolsillo. Escucho que uno de los chicos se ríe después de pisar un charco y tu voz en un reproche desganado es como una cuerda que me arrastra, obligándome a apurar el paso. El corazón casi se me sale del pecho al ver que ya estoy sobre ustedes. Entonces él se da vuelta y la cara se le transforma al ver el arma, sabe lo que va a pasar antes que yo diga nada. Y sin embargo murmura una advertencia, te oculta tras su cuerpo, se interpone una vez más entre nosotros. Los chicos se aprietan contra vos resguardándose bajo tu paraguas como pollitos mojados y mientras él se mueve hacia mí buscando en sus bolsillos pienso en que ya no se ve ni tan joven ni tan elegante. La voz le tiembla tanto como las manos.
—¿Qué es lo que quiere? ¿Dinero? No tengo mucho, pero tómelo. Acá tiene el reloj. ¡Déjenos ir, por favor!
Miro la billetera, las cosas que me da y no lo puedo creer. ¡El galancito me está cargando! Tiro las cosas a un costado y vuelvo a apuntarle. Los chicos empiezan a llorar, él suelta el paraguas, desesperado, y da un paso más cubriéndolos con su cuerpo. Siempre tratando de llamar la atención...
—¿Qué es lo que quiere?— Repite casi sollozando. –¿Es un secuestro? Lléveme a mí. Por favor, se lo ruego, no le haga daño a mi familia.
¿Su familia, SU familia? Eso me saca de quicio. Aprieto el gatillo una y otra vez, no sé cuantas. El olor de la pólvora y el color de la sangre, los gritos y los estampidos, todo deja una especie de niebla que todavía retumba en mi cabeza. Siento la mano como si se me hubiera acalambrado; la fuerza con la que empuñaba el arma, el tirón de los disparos, son ahora como un latido residual. No fue fácil separarte de los chicos, se prendieron a vos como garrapatas, pero eso está hecho también; no van a volver a joderle la vida a nadie. Vos sabés que tenía que ser así, había que desandar el camino. Y ahora llorás como loca, seguramente aliviada, liberada por fin. Ahora todo va a ser como tiene que ser. ¿Por qué me mirás así? Parece que me tuvieras miedo.
Laura Ponce nació en Buenos Aires en 1972. Es una de las voces más promisorias de la ciencia ficción argentina. Cuentos suyos han aparecido en Cuásar, Axxón, Alfa Eridiani y Aurora Bitzine.