La Lengua
Brendan Connell

I

“Como hombre, soy bastante apasionado para esta vida contemporánea”, murmuré para mis adentros mientras caminaba por Viale Carlo Cattaneo. “Como artista, pertenezco al más alto nivel, siempre actualizado, los 100.000 folículos del cabello de la cabeza humana obedeciendo mis órdenes al igual que una cantidad similar de ilotas lo harían con un rey espartano... Si me hubieran criado en las muy amargas salsas de las filosofías antiguas yo podría haber sido cualquier cosa: soldado, espía, diplomático o aventurero; pero las semillas que planto en el pequeño jardín de mi profesión son las de los rodetes y chignons, peinados elegantes para sofisticadas mujeres... y hombres”.
Giré y pasé frente a la biblioteca, rumbo al parque. Era otoño y, a la luz de la tarde avanzada, las hojas de algunos árboles tenían el aspecto de monedas de oro y cobre. La escena era tan encantadora como una de esas pinturas de estación de Boucher — o, en realidad, más parecida a alguna obra de Claude Monet — un resplandeciente despliegue de color, casi un brillo escandaloso y radiactivo. Y yo estaba del mejor humor, avanzando con pasos optimistas, las ventanas de mi nariz bien abiertas — aunque no era tanto el aire del lago lo que olfateaba sino el bouquet de mis propios pensamientos, los cuales, sensoriales como eran, emitían perfumes de cinabrio y sericato, aromas similares a aquellos con los que Ty, aquel famoso estilista de la antigüedad, probablamente ungía los cuellos de sus parroquianos.
Al abandonar el parque crucé la Riva Giocondo Albertolli, hacia la Via Stauffacher, adentrándome en el centro de la ciudad. Movimiento rápido de peatones. Rostros. Cuellos de piel. Cabello: gris, rojo, negro. Impropiamente cuidado. Necesitado. Y como un buen y pequeño explorador avancé, guiado por mi deseo de estar entre hombres, seres humanos. Cuando pasaba por el Café Down Town, vi a Marsyas en la ventana, sentado junto a una joven de aspecto praxiteliano, el equívoco simbolismo de sus perfiles rico en matices. Di unos golpecitos en el vidrio. Él hizo unos gestos frenéticos y luego salió apresuradamente para saludarme. Apretó mi mano en forma fraternal, y tuve que apartar mi cabeza o su nariz, que era excesivamente larga, me hubiera picado el ojo.
Con su voz aflautada me dijo que estaba encantado de verme, y yo hubiera querido responderle, pero no pude. "Ella es vanidosa", continuó, señalando con la cabeza a la damita de la ventana, "pero dos veces por día me permite cosechar el maíz de sus pasiones, y a causa de esto el filo de mi guadaña, la cual está bien lustrosa, nunca se cansa. Porque en verdad Elba (ese es su nombre) es tan venerea como una coneja, a su modo un animal tan delicioso como cualquier marisco... Oh, la he visto antes, en los picos nevados con forma de pechos — el Bietschhorn, el Aletschhorn, pero tener semejante criatura anidada junto a uno, tener la oportunidad de derretir sus glaciares con mi mercurio, es una sensación que hace de mis días una tierra de ensueños".
Eschuchaba sus palabras de la misma manera en la que el poeta japonés Joso lo hacía con la canción de un tordo. Y luego intenté darle una respuesta adecuada, hacer un comentario erudito, con una pizca de desdén a su júbilo indiscreto; pero ningún sonido hizo su aparición. Al principio imaginé que se trataba de un caso temporario de anquiloglosia. Me esforcé en pasar mi lengua por mi paladar superior y experimenté una falta de sensación. Alarma. Sorpresa. La busqué con mis dientes, pero no estaba allí.
Marsyas me preguntó si algo estaba mal. Una sensación: la de la sangre acudiendo a mi rostro. Le hice señas para que se fuera. Con el rabillo del ojo vi a Elba observándome: un círculo de mármol de imitación enmarcado en cabellos castaños. Me di vuelta y seguí mi camino por la calle, doblando la esquina en la dirección por la que había venido, revisando bolsillos, frontales y traseros, a medida que avanzaba.
Una leve aura de pánico descendió sobre la ciudad; y yo estaba molesto. Perder la propia lengua es una experiencia especialmente desagradable (como: un pintor perdiendo sus ojos; un duelista, su espada; un granjero, su tierra)... Era la herramienta con la que yo expresaba mis deseos, mis necesidades, mis odios y antipatías; y con seguridad era el más encantador músculo de mi cuerpo.
Rápidamente volví sobre mis pasos, mis ojos escrutando la vereda, los eventos ahora tomando el aspecto de alguna antigua película muda de Cecil B. DeMille. Coloreada a mano. Discretamente iluminada. Multitudes siendo dirigidas. Busque entre la gente en la calle, preguntándome si alguno de ellos la habría encontrado. Había un tipo con la actitud de un perro y una melena de largos cabellos negros; una mujer con un notable busto; un chino luciendo una corbata rosa furioso... ¿O quizás algún animal o pájaro se la llevó? Gato. Niño. Ladrón. Cualquiera que haya encontrado a mi lengua la amará, muy posiblemente se oponga a desprenderse de ella.
Mi mente sobrevoló los incidentes que precedieron al percance... La última vez que la usé fue en la Viale Carlo Cattaneo, cuando murmuraba para mí antes de entrar al parque. ¿La habré dejado en algún lugar durante el trayecto; la habré dejado caer?
Mordiendo mi labio inferior. Especulando curiosamente. Ira y temor.
Vi algo rojo en el suelo y lo levanté. Era la cáscara de un caqui.
Moví mis piernas y los autos se arremolinaban tras de mí, saludando a la nueva noche con sus faros, como tantos monstruosos devotos de la diosa del infortunio. A través de las oscuras calles vagué, aquellos que se cruzaban conmigo transformados en monstruosos sapos, cabezas gigantes adosadas a pies de pasos ligeros; yo, carente de la habilidad de chillar mientras me zambullía de sombra en sombra.
Aquel anochecer en casa fue infeliz. Comí una ensalada verde, una chuleta de cordero, bebí una botella de Bordeaux, pero sin saborear nada de esto, sin disfrutar nada de esto; — y luego de esto me senté frente a la chimenea, tragando innumerables tazas de té de manzanilla y fumando cigarrillos. Llovía y el líquido ocasionalmente remolineaba contra mis ventanas. Fui a la cama y traté de leer hasta quedarme dormido, pasando de Restif de la Bretonne a un libro de poemas de Robert de Montesquiou-Fezensac y de ahí a una obra de teatro en dialecto de Padua escrita por Ruzzante. Finalmente me estabilicé en un torpor parecido al sueño en el que pasé muchas horas molestas cabrioleando sobre retorcidas lenguas de fuego y luego recolectando gritos del jardín y envolviéndolos en un pañuelo de batista.
— Gritos de bestias — dijo Elba.
— Amantes y bestias.
— Perros.
— Vergüenza.
— Chillando.
— ¿Pero nunca vergüenza?
— No.
A la mañana siguiente puse un aviso anónimo en el periódico. Mencioné que un órgano de alocución se había perdido, que era terriblemente extrañado, y lo describí como rojo frutilla, en forma de U, exquisitamente flexible y ofrecí una conveniente recompensa por su recuperación.
Luego fui a mi estudio y pegué un cartel escrito a mano en la puerta, alegando una indisposición y rogando a mis clientes tener paciencia. El día estaba nublado y yo estaba poseído por un sentimiento de insuficiencia. Vagué por las calles, mirándome la punta de mis zapatos deprimido por la sensación de no tener nada con qué lamer mis labios. Temía encontrarme a algún conocido, un cliente, un amigo, las mofas de un enemigo... Evité las multitudes de Via Nassa y de la Piazza Della Riforma; fui por pequeños pasajes olvidados, callejones poco frecuentados; y luego seguí por la via Gerolamo Vegezzi; la Via Canova; dentro del parque con el cuello subido y una despareja sombra de barba en mi persona — viéndome, supongo, vagamente como Napoleón el día posterior a Waterloo; y deseando, en cierta forma desesperada, que podría llegar a ver a la joya roja tirada en el pasto o colgando de la rama de un árbol.
Existen días en los que el mundo se reduce a cenizas y nosotros acechamos por él inhalando el olor de nuestra propia carne chamuscada. En esos momentos es que nuestro sentido de identidad muta, malamente, y somos guiados por extraños principios magnéticos — empujados hacia adelante como nubes solitarias. Vi: agua, cielo, tierra; escuché el distante sonido de los motores; observé: un hombre de quijada cuadrada en un banco. Usaba una especie de puloverón desastrado. Parecía dormido; probablemente un trabajador descansando a la hora del almuerzo luego de haber tragado emparedados de carne y Merlot barato. Su boca estaba abierta, y claramente yo podía ver su lengua colgando hacia afuera, un objeto brillante y algo amarronado, como el hígado de una vaca. Aunque normalmente soy un auténtico fénix de la amabilidad, en esta ocasión jugué el papel de un hijo de la naturaleza, siguiendo mi primer impulso. Manoteé la cosa, di la vuelta y huí con ella, mis piernas moviéndose en modo expreso sobre el pasto... salida de escena por la izquierda... En el Corso Elvezia, cruzando, evitando coches moviéndose velozmente... El sonido del viento en mis orejas, mis pasos en el pavimento... Puse la lengua en mi bolsillo, me lancé dentro del Casino. Croupiers haraganes, mesas de blackjack y la tenue luz de la decadencia. Necesitaba un lugar donde esconderme y, luego de eludir las miradas inquisidoras de unos pocos apostadores, me deslicé a través de una puerta. Un cuarto cuyas paredes estaban pintadas con colinas y árboles. Un grupo de muchachos y chicas estaban sentados alrededor de una mesa cargada con frutas y vino a la mitad del cuarto. A un lado de éste estaban dos hombres jóvenes, uno vestido con chaleco y frac, flojos y demasiado grandes, y un enorme sombrero brillante, el otro con un traje ordinario de siglos pasados. En el otro lado había un hombre con una batuta entre dos hermosas damas sentadas en el suelo. Una tocaba la guitarra mientras que la otra estaba congelada en el acto de cantar una cadenza, sus ojos elevados al cielo.
— ¿Y quién es usted? — gritó el hombre de la batuta mirándome. — ¡No se da cuenta de que está interrumpiendo el encantador retablo basado en la descripción de Aus dem Leben eines Taugenichts de Eichendorff que describe el retablo basado en Die Fermate de Hoffman - el cuento sobre la gran pintura de Hummel en el salón de Berlín del otoño de 1814!
Unas pocas gotas de sudor cayeron de mis sienes y mis labios temblaron nerviosamente mientras retrocedia hacia el umbral... Y a través del Casino fui; el olor de aromatizante de aire y cigarros; busqué y encontré la puerta trasera.
Más vueltas; más movimiento frenético; más distancia ganada. Miradas furtivas a ambos lados. No hay peligro... me apoyé contra una pared y exhalé aire a través de mis labios... Y luego saqué mi botín y lo sostuve a la luz. No era bello, por cierto, realmente no era una lengua de Annika Irmler, pero me había rebelado y me conformaba con quitarle las orejas a los puercos si es que no había ninguna princesa dispuesta a ceder sus sedas... Así que la introduje en mi boca sin perder más tiempo y me volví a considerar un hombre que habla articuladamente.
Con largas zancadas marché. Podía beber, comer y vivir. No como un bruto inmundo y silencioso sino como un individuo del más alto nivel de desarrollo, capaz de razonar y hablar.
Una mujer mayor, con una peluca en forma de casco, me detuvo y me preguntó la hora. Miré el elegante círculo de plata en mi muñeca.
— Son-las-tres-y-me-dia — dije, las palabras rodando torpemente hacia afuera, pesadas como piedras.
Estaba claro que yo no era capaz de cantar un aria de Figaro; el órgano no funcionaba lo bien que yo hubiera deseado.

II

La cosa no podía apreciar la buena vida: Salivaba cada vez que pasaba frente a un pedazo de jamón o estaba en presencia de papas fritas. Me imagino que él había tenido hábitos alimentarios sucios...

*

Me sentia como si fuera una especie de campana o tambor humano.

*

Para educar a la bestia hice que mi pupila repitiera los sonidos que yo deseaba; con qué dificultad le inculqué la pronunciación adecuada de las vocales.

*

— Si-hubiera-nacido-en la época de Tutmosis III, podría haber sido Supervisor de los Bailarines del Rey — golpeteaba mi voz. De mi boca caían palabras atrofiadas. — Mi cuello-estaría-repleto de collares. Una navaja de sílex y concha de ostra en mi-puño.

*

Caigo en la cuenta: no hay nada en el mundo más raro que una lengua soportable.

*

Mi clientela comenzó a ralear. En lo tocante aa las habilidades manuales y artísticas, yo estaba al mismo nivel que los mejores, Allen Edwards, Fekkai, Sergio Valente, Alba, pero con una lengua como esa no podría jamás rivalizar en fama con ellos, nunca sería capaz de lanzar esas frases ceceantes à la mode que diferencian al maestro artesano del barbero común.

III

Luego del trabajo, regresé tristemente a casa.
Había una carta para mí en el buzón. La abrí ni bien entré a mi apartamento y leí lo siguiente:

Querido Lorenzo,

Esta es una carta difícil de escribir. La sinceridad es siempre difícil y yo bordo mis palabras con sumo cuidado, la punta de mi pluma no desea agitar tu ya muy deteriorada vanidad. Verás: no me perdiste, no fui robada de tu posesión, sino que te abandoné por propia voluntad — algo sobre lo que deberías saber, habiéndome hecho leerte una vez a Diderot en voz alta, en los suspirantes tonos de un teórico con el corazón roto.

Oh, me trataste lo suficientemente bien, bañando mi carne en vino y crema, permitiéndome vagar una y otra vez por los labios de alguna persona amada, pero, sin embargo: durante mucho tiempo sentí que estaba destinada a servir a un amo más grande. Nunca satisfasciste una porción particular de mi ser, la cual no mencionaré aquí, y pulsiones específicas me han alejado de tu lado.

Sé, mi querido Lorenzo, que sufrirás. Si puedes, no me creas que soy meramente inconstante; porque, la verdad sea dicha, yo siempre he puesto una gran parte de pensamiento en cada uno de mis movimientos.

Una Lengua

Arrojé con disgusto la carta a un lado, sintiendo que, detras de esas suaves y cibelinas palabras estaba velado un espíritu lleno de amargura — uno que, como un canibal que se alimenta de extremidades humanas, se nutría de aparentes errores. Un gruñido salió de mi boca, no era el gruñido que yo hubiera querido, algo artísticamente lírico, más bien era el patético aullido de un trabajador vial cuyo pulgar estaba siendo aplastado por una apisonadora.
Fui al baño, empepé mi rostro con agua y lo sequé con una gran toalla peluda.
Alguien golpeó la puerta. Era Marsyas, vestido con puritanos blancos y negro; su cabello en un desorden poético. Su burbujeante entusiasmo se había ido.
Se deslizó por el departamento hablando de cosas blancas en su voz de flauta, su sombra rodando sobre la pared, semejando a la de un flamenco, algo fantástico, monstruoso.
— Estábamos bien alto — dijo.
— Caíste.
— Ella, su carne como pan confeccionado con la harina más pura, es inasequible, como un espejismo que se aleja a medida que te acercas, siempre manteniendo la misma distancia con el observador. Nubes. Espuma. Ovejas. Y sus vapores fantasmales revolotean a mi alrededor como polvo de platino arrojado al viento... Pero no me atrevo a quitarme de los ojos los preciosos restos de ese metal, porque la ceguera no me importa; sólo sus besos, con el sabor del fuego y la miel.
— O sea, ella se fue — dije asperamente, sirviéndole un vaso de Cliquot. — Ven. Siéntate. Bebe. Etiqueta, ¿seguiste las reglas de la etiqueta? ¿Le levantabas su cabello cuando se ponía su chaqueta? Cuando bailaban, ¿ponías tu mano sobre éste, o por debajo? — ladré mis palabras. — Y las sábanas de tu cama, ¡me imagino que no son de satén, aquel material tan adecuado para mujeres de cabellos largos, novias, vírgenes y putas!
Su manzana de Adán tembló en su garganta.
— Lorenzo.
— Marsyas.
— ... no entiendo.
— Perfectamente...
— No.
— Amores amargos. Hay mucho en común aquí. Ambos perdiendo...
— ¿Cómo podés perder lo que amás?
— Cristo también fue ensartado como una mariposa. Todo es una cuestión de decoración de interiores.

IV

Cuidadosamente he cultivado mis neurosis del modo que otros lo hacen con flores y he vivido en mis fantasías autistas como un caracol en su caparazón. Cuando se cerró la puerta detrás de Marsyas me sentí suntuosamente triste. Me lavé las manos tres veces, dormí, me desperté, y era de día. Las campanas de las iglesias sonaban sin fin y salí a las calles, compré un diario, me senté en un café. Artículos. Palabras. Líquido negro manchado con blanco. Luego me levanté, moviéndome lentamente por la vereda.
Sentí una mano en mi hombro. Giré. Allí estaba esa quijada cuadrada, ese puloverón destrasado. Y luego, ese tremendo momento de reconocimiento mutuo: yo, pálido y con aprehensión, él, blanco de furia. Y entonces un puño gigante vino rápidamente hacia mí. Para un artista todas las experiencias son exquisitas: El dolor — sus dedos buscando a tientas entre mis dientes — el absurdo de mi papel, una revelación menor mientras dos lágrimas aceitosas se deslizaban desde mis ojos.

V.

Robar otra lengua estaba obviamente fuera de toda discusión. Consideré la posibilidad de comprar una en el mercado negro, quizás un pequeño y ágil artículo sudamericano capaz de pronunciar consonantes líquidas y la ocasional ola rugiente de erres. Conseguiría, sin duda, varios ejemplares finos y económicos provenientes de Asia, — lenguas chinas acostumbradas a una compleja pronunciación tetratonal, — o la lengua tailandesa, ducha en las once maneras de decir "solamente".
Pero, por supuesto, todo esto llevaría tiempo. Las únicas lenguas que estaban disponibles eran las de animales de granja — torpes y demasiado grandes.
No había nada que hacer, excepto declarar que tenía una inflamación de la laringe que me impedía hablar; y decidí que el papel se interpretaría mejor con un colorido pañuelo nueva enroscado en mi cuello... Por lo que me dirigí a la antigua y no tan distante ciudad de Como, centro de la industria italiana de la seda... El clima estaba muy frio, ciertamente adecuado para prendas tejidas. Abrigado en un remilgado cárdigan de estilo inglés, me encontré detrás de los viejos muros de la ciudad; pasé frente a la casa en la que el 16 de mayo de 1611 nació el papa Inocencio XI.
¿Pero dónde nació Plinio?
Giré y me dirigí por la Via Independenza, hasta la Via Vittorio Emanuele II, pasé frente a varias tiendas, observé las sedas en las vidrieras, con millones de estampados: con aves, insectos y formas fantásticas, manojos de búlgaros, flores atigradas, maravillas cósmicas, estrellas implosivas de ultramarino y rosa.
Ingresé en un establecimiento reputado. Una vendedora se acercó afablemente hacia mí.
—¿Un pañuelo? — preguntó. — ¿Para mujer?
Dejé de lado la cuestión, me encogí de hombros, señalé mi garganta, hice gestos... Ella trajo caja tras caja, cada una de ellas llenas hasta el tope con sedas suntuosamente diseñadas y tuve ganas de zambullirme, recostarme, tener un hogar en medio de aquellos suaves y coloridos cuadrángulos...
Luego de una razonable cantidad de deliberación, opté por uno que parecía particularmente adecuado para mi estado mental: una corona de espinas con un descolorido borde de peltre.
Al abandonar la tienda me lo enrosqué en mi blanca garganta y bajé por la Via Rusconi, arrastrándome con un sentimiento resignado. Vagué en medio de una multitud de tapados de piel, entre mujeres altas y hombres gordos. Via Pietro... Via Fratelli Cairoli. Observé el lago. Era bello y deseé poder cortar un pedazo y enviárselo a mi madre. Caminé hacia el este, con el agua a mi izquierda, luego doblé y volví a la calle.
En la ventana de un café la gente se anudaba como en una pintura del Veronés. Un grupo de estudiantes se me acercó. Oí expresiones lombardas; palomas arrullando, parecía que todos tenían una voz excepto yo.
Mis piernas me transportaron a la Piazza, más allá del Broletto, de rayas rosas, hacia la iglesia, su fachada artísticamente aceptable, y decidí aventurarme en su interior, sabiendo que allí encontraría unas pocas pinturas decentes. Suspiré mientras entraba en frío interior gótico del templo. Pasé frente los numerosos y enormes tapices, me detuve frente a la Sagrada Conversación de Luini, le di una mirada al gran órgano, inspeccioné la Huída a Egipto de Gaudenzio Ferrari. Me senté en medio de esa cruz latina y me abandoné a mis sueños. El hermoso Absalón con su cabellera de doscientas onzas... Salomón... una cabellera como una rebaño de cabras... Lilith...
Oí el combativo repicar de tacones femeninos e inspeccioné el lugar. Una figura elegante se dirigía al confesionario. Hizo una genuflexión, se persignó y se acercó. Largos cabellos castaños, con el suave brillo que proviene de enjuagarlos con salvia, caían sobre sus hombros; su perfil era pálido y frío.
Se arrodillo; las negras mangas de un sacerdote se deslizaron fuera de la caja.
Ambos comenzaron a murmurar, como si fueran conspiradores, sin lugar a dudas ella le revelaba al bandido negro sus más sagrados misterios, los cuales él seguramente bebía con regocijo, empapados como estaban ahora en la sabrosa sangre de Jesús... Acentos vagos y familiares llegaron a mis oídos... Luego la comunicación criminal llegó a su fin, ella se puso de pie... Una figura enigmática se deslizó de atrás de la cortina del confesionario... comenzó a caminar... no hacia mí, no hacia el prebisterio, sino más bien en dirección a la salida del frente...
Entonces yo también me puse en movimiento. Me dirigí hacia la mujer. La saludé con mi cabeza y ella me concedió una sonrisa fría... Hubo un momento congelado. Repulsión. Éxtasis. Pasión. Luego seguí adelante, inhalándola con calma mientras pasaba.
El sacerdote echó una mirada sobre su hombro y comenzó a caminar con pasos más rápidos — a través de la puerta y rumbo a la Piazza. Pero yo había visto su perfil y no quería que se me escapara. Un instante después yo estaba al aire libre... La bestia comenzó a correr a toda prisa, su sotana volando como si se la llevara un viento fuerte. Esforzándome, me dirigí hacia ella con gran velocidad. Varias veces mi puño se cerró en el aire, varias veces apenas rozó la tela... Pero entonces la atrapé, la aseguré y chilló como un animal. Se arrojó al piso. Se deshizo de sus atuendos, se escapó de una de mis manos y yo la atrapé con la otra, gozoso, sorprendido de sentir el calor de esa carne roja... Trató de huir retorciéndose, actuando como un detestable sapo rojo en un pantano pútrido, pero mis dedos, en forma por cuidar las barbas de los reyes, eran fuertes y ágiles y no se oponían a estar cubiertos de tibia baba.

VI.

Ahora estoy sentado en una silla de plush, escribiendo con una enorme pluma fuente de oro estas palabras en un cuaderno. En este momento la criatura está encadenada en un rincón. Se sienta y lloriquea como una pequeña víctima, sin recordar el sufrimiento que en las pasadas semanas me hizo sentir. Los ruegos y las palabras suaves no alterarán mi resolución. La experiencia es sabiduría. Tan pronto como abandone mi pluma la voy a regañar... darle la bienvenida a esta jaula de dientes.

[tradujo: Saurio]

Brendan Connell nació en Santa Fe, Nuevo Mexico, EE.UU., en 1970. Ha publicado en diversas revistas y antologías. En 2005 publicó la novela The Translation of Father Torturo y la novela corta Dr. Black and the Guerrillia. Más material suyo puede leerse en su blog.