— ¿Cómo quiere que lo haga?
— Use un objeto cualquiera, y oblíguelo a comportarse de un modo inhabitual.
La voz se había materializado dentro de mi cabeza en cuanto entré a la habitación, a las ocho de la noche, y no dejó de darme órdenes absurdas todo el tiempo; parecía una maestra de escuela primaria, o peor, la directora de un establecimiento educativo suburbano, bien periférico. Nada sobrenatural, sólo un paso adelante con respecto a la conexión electrónica mediante teléfonos móviles, tan difundida en nuestros días. Lo primero que me pidió fue que descartara el estupor y no hiciera preguntas, limitándome a cumplir con sus indicaciones. El pretexto era por lo menos atrevido: el universo (mi universo, el nuestro, el suyo y el mío) estaba a punto de perder la cohesión y ella (ello o lo que fuera) estaba haciendo un intento supremo, desde su universo (el suyo de ella o ello; no el suyo de usted, que es también el mío) para evitarlo. No dio explicaciones y me permitió creer que lo hacía en función de alguna clase de solidaridad entre universos, por caridad o porque podía sacar alguna clase de rédito difícil de imaginar. Vote por la que mejor le calce. Por lo pronto, las modificaciones salvadoras no requerían actos descomunales; bastarían, señaló, unos ligeros toques para que el universo no se fuera a pique... Por ese motivo altruista había pasado los últimos quince minutos aceptando que una entidad invisible alojada en mi mente dijera “haga esto, mueva aquello, camine hacia allá”.
— ¿Y ahora? Espero que sirva. ¿Vio lo que hice?
— Veo con sus ojos. — Se advertía cierto fastidio en el tono, aunque la señora directora tratara de disimularlo. Utilizando un marcador de fibra rojo yo había escrito la palabra “universo” sobre la pared del acuario que contenía a mi única mascota: un Betta Luchador de Siam. Luego borré la tercera letra, del mismo modo en que se borra la primera de la frente del golem para desactivarlo, y de inmediato se formó el poema:
Entré, hechizado, y de un montón cubierto de telarañas
tomé el volumen más próximo y lo hojeé al azar,
temblando al leer las raras palabras que parecían guardar
algún secreto monstruoso para quien lo descubriera.
— No está mal — dijo la voz—. Siga, no se detenga.
¿Sería eso lo que buscaba la dueña de la voz? Evité, una vez más, pensar que estaba soñando y que me despertaría de un momento a otro: no era una forma realista de encarar el asunto... suponiendo que “realista” y “asunto” tuvieran algún sentido en ese contexto. La situación, más que ninguna otra cosa, parecía el desconcertante epílogo de una fábula ideológica que se traslada de un libro fantástico al paisaje industrial.
— No quiero que mi Betta Luchador de Siam muera — dije por decir algo, pero estaba aterrado. La posibilidad de que se perdiera mucho más que una mascota empezó a cuajar en mi mente. ¡Hablaba en serio, la señora maestra, una turra de aquellas, hablaba en serio!
— Nadie va a salir lastimado si se subordina a mis indicaciones.
— ¿Si me subordino? ¿Ese es el concepto que tiene de nosotros? ¿No quiere que le baile, ya que estamos? — Había pasado del aturdimiento al pánico y de allí a la indignación, sin paradas técnicas.
— ¡Métase en el paisaje industrial y cállese! No tenemos todo el tiempo... del mundo.
— Una metáfora — farfullé levantando el dedo, pero no volví a quejarme y arremetí contra el paisaje industrial con la cabeza gacha. Las torres, ornadas de vapor rojizo, podrían haber servido de inspiración mística a una banda de chatarreros kurdos, pero la geometría de la guerra asimétrica que se libraba en algún lugar, imaginé, tenía sus propios argumentos. El edificio principal se elevaba hasta el cielo rodeado de luces que herían los ojos, y un intenso olor a azufre indicaba que por lo menos algo de todo aquello era tal como afirmaba el Ratus Cantor.
— Concéntrese en la planta — dijo la voz en mi cabeza. Traté de no pensar mucho, pero fue inevitable que me preguntara qué clase de planta era esa. ¿Una planta que produce hidrógeno a partir de la electrólisis del agua? ¿Cien millones de litros de etanol por año? ¿Pasta de celulosa utilizando energía eólica? Al contemplar la mole iluminada y apreciar su capacidad para almacenar desperdicios y toxinas, decidí que sería conveniente dar un nuevo golpe de timón. Una planta que fabrica una secreción dulce que reduce el valor energético de nuestro universo merece un tratamiento especial. Suponiendo que fuera eso, claro.
Me acerqué a la pared este de la planta y oriné con fuerza.
— ¡Eh, usted! ¿Qué hace? — Un guardia de seguridad se abalanzó sobre mí empuñando una porra.
— Orino — repliqué con firmeza y sin temor—. Sinónimos de orinar: hacer pis, mear, cambiarle el agua a las aceitunas. ¿Usted no mea nunca?
— ¿Está loco?
— Si supiera lo que se juega en este momento no diría algo como eso.
— ¿En este momento? — El de seguridad pareció perder la compostura. Miró el reloj, se palmeó la frente y retrocedió dos pasos—. La puta que me parió. ¡Ya empezó y yo perdiendo el tiempo con lunáticos! Siga meando.
— ¡Bien hecho! — exclamó la señora directora en mi cabeza; ya la estaba extrañando—. Siga, siga que va por buen camino — agregó mientras el guardia corría a toda velocidad hacia la sala de audiovisuales de la planta. Ya había empezado el partido y él perdiendo el tiempo con lunáticos.
Nunca había orinado tanto en mi vida. Nunca imaginé que pudiera contener tanto líquido en mi interior. Y nunca pensé que mi pis fuera tan corrosivo. Al cabo de cinco minutos de micción constante, los muros de la planta empezaron a fluctuar y cientos de petunias fucsia se apoderaron del material y lo procesaron asumiendo el rol del tribunal que se ensañó con el pobre K. En rigor, no era saña, y tampoco eran petunias, pero algún equivalente comprensible tengo que usar para que esta ficción llegue a buen puerto.
— Modele, rápido, no se distraiga — dijo la señora directora. Era buena dando órdenes. ¿Modele o module?—. Haga un módulo, no un nódulo. Sepa distinguir modulador de adulador y el golem se pondrá en funcionamiento.
Me detuve un momento, como si hubiera alguna forma de localizar la voz que me taladraba el cerebro. — ¿Se da cuenta que me confunde? Está emitiendo series semánticas, no comandos.
— Son comandos, hombre. ¿No se había dado cuenta? Usted lo dijo: hay que llevar esta ficción a buen puerto, esa es la clave. Materialice algo, lo que sea, pero que sea rápido.
No había margen para la discusión. Materialicé un lago, una barca que parecía un arca, un piloto de tormentas. Era todo lo que se podía hacer con el material disponible. La planta se había secado y las semillas flotaban en el aire mientras que la tierra se hundía dando a entender que no eran aptas para la clase de germinación que esperaba. El cáliz se aleja de la simiente. ¡Pobre María Magdalena! ¡Pobre padre Brown! Parece que en el universo restaurado no habrá espacio para ciertas cosas.
— No sea estúpido — dijo el que venía en la barca. Deduje que hablaba en alemán, pero entendí las tres palabras. Y deduje también que era el mismísimo Ratus Cantor, responsable de una buena porción de las cosas corruptas y nefandas de este universo; el Gran Jefe venía a poner orden y a evitar que el nuevo sistema excluyera los elementos que a él le parecían imprescindibles.
— ¡Es él! — exclamó la voz de la señora directora en mi cabeza, con tal intensidad que mi amígdala se partió como una almendra—. Negocie, pero no ceda. Recuerde que ese tipo tiene culpas no admitidas y cree en el infierno como un lugar físico. Junte ambas cosas y proceda. Trate de que cante.
— ¿Sabe cantar? — le grité—. Entonces cante. — La barca estaba atracando. Era lo que yo necesitaba para llevar esta ficción a buen puerto, como me había propuesto, pero el Ratus Cantor tenía que quedar fuera de combate.
— Sé cantar — dijo, de nuevo en alemán—, pero no he venido a eso. — A pesar de que suene incongruente, parecía Wotan y sus ojos lanzaban llamas.
— Cante esto — dije sin acobardarme. Y recité cuatro versos del undécimo lied del ciclo Winterreise de Franz Schubert, Frühlingstraum.
Und als die Hähne krähten,
Da ward mein Auge wach;
Da war es kalt und finster,
Es schrien die Raben vom Dach.
— ¡Magnífico! — exclamó la voz en mi cabeza. Ratus Cantor se tapó los oídos. ¡Funcionaba!—. Cierre con la traducción y se derretirá como una babosa. — No era el momento oportuno para discutir: los lied de Schubert traducidos suenan espantosos, y peor a capella, y peor que peor cuando los canto yo, que tengo un guijarro empotrado en cada oído y un trapo sucio en el lugar de la lengua. Chirrié la estrofa y se espantaron todas las criaturas del continuo.
Y cuando cantó el gallo,
abrí mis ojos,
estaba frío y oscuro,
graznaban los cuervos en el tejado.
Antes de que los cuervos dejaran de graznar, Ratus Cantor se hundió en las profundidades del lago y con él las certezas de un mañana peor.
— Ganamos algo de tiempo — dijo la señora directora—, pero no se confíe. No están vencidos, ni mucho menos. Pondrán a otro, igual o peor.
— ¿Se ahogó? — Era mi primer asesinato, y si bien era justo y lícito eliminar a los gusanos, y yo me había limitado a cantar, no pude dejar de sentir cierto remordimiento. Uno no será Raskolnikov, pero tiene su corazón.
— Claro que se ahogó. Nunca aprendió a nadar. Estaba ocupado en otros asuntos.
La barca era un yate de veintitrés metros de eslora, una versión en miniatura del Christina O de Onassis. Tenía Internet, equipos de música y DVD, yacuzi, una bailarina javanesa o balinesa...
— ¡No se detenga en estupideces! — gritó la voz en mi cerebro—. El destino de su universo aún está en vilo y no hemos ganado la partida.
— A buen puerto... — Había perdido las últimas cuarenta y nueve partidas jugadas en Queen Alice. No lograba concentrarme, aún antes de que la señora directora se metiera en mi cabeza.
— Ponga en marcha el equipo automático. La computadora se encargará de llevarlo al medio del lago. Usted baje a la cocina y prepare la cena.
— ¿Habla en serio?
— Hablo en serio.
Bajé a la cocina. Ratus Cantor no se privaba de nada en cuanto a equipamiento, pero las alacenas y el frizer estaban vacíos.
— No voy a poder preparar mi guiso Moyano de cinco carnes y legumbres — protesté. Tenía hambre. La irrupción de la voz, unos minutos antes de la hora de la cena, había trastocado mis planes para ese día.
— No — dijo la señora directora, áspera—, el guiso Moyano quedará para otro momento. En el compartimiento secreto del frizer hay una caja. Ábrala.
En el compartimiento secreto del frizer había una caja. La abrí. No puedo decir que me horroricé. Mi Betta Luchador estaba ahí, muerto, por supuesto. Junto a él había un puñado de ázimo molido, un dátil y un salero. Un párrafo al azar brotó de la sinergia que producían los cuatro elementos configurados como un circuito.
“La melodía se estabilizó, desgranando las notas con lentitud mientras una voz suplicaba por su libertad, superpuesta al disco que giraba con tal independencia que por un momento nos sentimos transportados al frente de combate, donde aún se libraba una batalla sin remedio”.
— Es tarde — dijo la directora de mi mente, abatida.
— ¿Le parece? — Me armé de coraje, destripé al Betta Luchador de Siam conteniendo las lágrimas, lo salé, piqué el dátil en cien fragmentos minúsculos que metí en las entrañas vacías del pez y lo envolví con el ázimo—. ¿Frito o al horno?
— Frito. Yo soy el aceite.
No sé cómo lo hizo. Esta es la parte más incomprensible de toda la historia. Pero lo cierto es que en cuanto el aceite empezó a crepitar en la sartén, la voz de la señora directora desapareció de mi cabeza. Dejé que el pez se dorara adecuadamente. Lo coloqué entre dos papeles absorbentes y cuando estuvo bien seco me lo zampé sin ceremonias, como se debe.
Ahí, en ese momento, supe que nuestro universo se había salvado. Respiré.
Ahora respiren ustedes y den las gracias, carajo.