Yo llegué primero
Ricardo Giorno

Pensar que todo empezó por un aviso clasificado en un diario. Para ese entonces yo estaba en la Facultad de Ingeniería y me quería ganar unos mangos. Fue así que empecé a dar clases particulares de matemáticas, física y química.
Como todo novel “profesor”, puse cartelitos en los negocios de mi barrio. Una amiga de mi vieja me dio la idea, y publiqué en Clarín, bajo el ostentoso título que en realidad todavía no poseía.
Me empezó a ir muy bien, hasta me pude comprar una Siambretta 125 cc  con lo ganado en un mes.
Un día como tantos, me llamaron por teléfono pidiéndome si podía ir a domicilio. Por lo general no quería ir porque me rompía bastante lo del traslado. Pero bueno, tenía recién comprada mi moto y acepté. Por supuesto cobrando un plus. La dirección: Juncal y Libertador, justo frente a Retiro, por lo que el viaje no era muy largo desde mi departamento. La primera vez que fui me atendió la madre de unas mellizas, a las que tenía que preparar para matemáticas de 2do. Año. Luego no vi más a la vieja. Ella le dejaba la mosca a las pibas, yo les daba la clase y me las tomaba.
Aproximadamente a la cuarta visita me encontré con una tercera minita, un tanto mayor que las mellizas. Ellas me la presentaron como la prima, y me preguntaron si podía presenciar la clase, a lo que no me negué. Pasaron así varias lecciones, aunque no mucho tiempo, ya que las melli no sabían un joraca y tuve que darles un apoyo extra con temas del año anterior. Para esto, la primita en cuestión no dejaba de estar presente en cada una de las clases, atendiéndome a cuerpo de rey en todo lo que yo pidiese y, a decir verdad, para eso estoy hecho a medida y me siento muy a gusto.
Llegó un día en que las niñas me comentaron que tenían un asalto (perdón los pendex si no saben lo que es) en lo de un amigo y la vieja no las dejaba ir si no iba Rosa (la famosa prima), pero como era mayor que ellas seguro se iba a embolar, ergo, me pidieron encarecidamente que las acompañara. Rosa no era muy linda, más bien feúcha. Flaca, bastante tabla adelante, marcadita atrás, aunque me gustaba por sumisa y obediente, así que acepté. El bailongo fue un desastre, pero yo empecé a salir con Rosa. Como lo sospechaba, era una minita de lo más complaciente en todos los órdenes que se pueda uno imaginar. Me acuerdo, con sincero arrepentimiento, que yo me aproveché bastante. Pero bueno, uno cuando es joven por lo general es una bestia  insensible y de instintos bajos que...
— Che flaco aflojá, que estás hablando de mí.
— Sí, perdón, me dejé llevar por los recuerdos que...
— Sí, sí, sí, todo lo que vos quieras, serán TUS recuerdos, pero también son MIS vivencias ¿Está claro?
— Sí, perfectamente.
— Bueno, seguí nomás que me estaba cagando de risa.
— Está bien.
Para esos tiempos yo tenía como amigo, bueno, mejor dicho amigazo, a un tal Roberto, que aparte de amigo fue compañero de secundaria. Éramos inseparables y nos complementábamos de diez, así que un día me para y me dice:
—Che Ricky, preguntále a Rosa si no tiene una amiga.
—Bueno.
Mi respuesta fue lacónica, pero conociéndome a mí y conociéndolo al gordo, ya me imaginaba noches orgiásticas si la amiga resultaba ser como Rosa. Así que ese mismo día, relamiéndome, le propuse a mi “novia” que le presentara una amiga a mi amigo. La mina aceptó en seguida. Justo el viernes de esa misma semana propusimos una pelotudez como motivo de una reunión y nos fuimos para la casa de las melli, donde yo jugaba de local. Ya había cerveza, gaseosas, sánguches y demás pavadas características de la época. Bien tardón nos caímos con el gordo, empilchados a full y así como entramos nos queríamos rajar. ¡Madre mía! La amiguita de Rosa resultó ser un paquidermo feo y rubio y para colmo de nombre Edufigia. Los pensamientos lujuriosos se me cayeron más abajo que las medias. Sin embargo, yo lo cacé a Roberto del forro del lompa y le dije.
— Si te vas te rompo el culo ¿Cómo vamos a desperdiciar semejante morfi?
El pobre gordo no pudo menos que darme la razón, y nos quedamos. Creo que después de la quinta birra le plantó un chupón a Edufigia y todos quedamos chochos.
Transcurrido cierto tiempo, en los cuales la complaciente Rosa pasó de gran y jugosa novedad a infernal rompedora de bolas, le hable a Edufigia, que para ese entonces nos habíamos hecho amigos. Era un bagayo demoníaco y una pelotuda total, pero en el fondo era una buena mina y la vieja cocinaba como los dioses. Como dije, le hablé preguntándole.
— Che Edu ¿No tenés una mina para presentarme?
— Doctor —ella me llamaba así, no sé por qué, si yo estudiaba Ingeniería — ¿ya se ha aburrido de su Rosa?
— Sí.
No sé qué carajo se le estaba cruzando por la mente, pero tardó un cacho y me dijo:
— Te voy a presentar a mi prima.
Luego se entró a cagar de risa y yo me quedé parado, mirándola, sin saber si la risa era porque la prima era un bicho igual a ella, o porque un colectivero había hecho sonar su bocina, o porque una mosca había dejado una cagada nueva sobre el marco de la puerta. Igual quedamos en encontrarnos el sábado siguiente a las 18 horas, en su casa, para presentarme a su famosa primita. Pero la seguía mirando a Edufigia, preguntándome interiormente:
— ¿Qué he hecho, Dios mío?
Aparecí por lo de Edufigia antes de tiempo. Me acuerdo que pensé en llegar temprano pa´ balconear el ambiente. Así que tomé el 152 hasta Retiro y de ahí el tren hasta Coghlan. Me gusta el tren. La idea de que una poderosa bestia acorazada deba seguir día tras día una predeterminada senda, me deja un cierto gustito sado.
— Muy poético el vejete.
— Sí ¿no? Se me acaba de ocurrir, es una buena alegoría.
— Que a mí ni siquiera se me pasó a diez kilómetros de la cabeza.
— Pero cheeee, un poco de poesía no le hace mal a nadie.
— Bueno, seguí nomás.
Me había empilchado de primera, por eso no usé la moto, así que me bajé con cuidado del tren y con paso tranqui me encaminé a lo de Edufigia. La casa no era ni linda ni fea,  pero sí acogedora y cómoda. Tenía una pequeña entradita con plantas florales hechas bosta y al abrir la puerta se penetraba a un living, muy amplio. Cuando llegué me abrió la puerta Patricia, la hermana de Edufigia, que ya para ese entonces también se había hecho mi amiga y nos llevábamos bien.
— ¡Ricky!  Llegaste temprano.
— ¿Qué hacé piba? ¿No hay un feca?
Patricia me sonrió, como siempre, y se fue para anunciarme. Yo pianté pal sillón del living y prendí la tele, no porque me gustase, sino para bajar la ansiedad. Puse el Once, que para esa época pasaba los “Sábados de Súper Acción”. Aunque las películas fuesen repetidas, era lo que más me atraía.
Entró Edufigia, súper arreglada y sonriendo, apenas me vio me disparó que hoy venía a buscarla su novio (para ese entonces, como he dicho, mi mejor amigo). Pero yo no escuchaba nada. Mi ansiedad me llevó a preguntarle de sopetón.
— Che, ¿viene o no viene tu prima?
Edufigia se hechó hacia atrás en el sillón y largó esa risotada tan característica de ella y que a mí me pegaba directo en las bolas. Se levantó, se arregló la falda y me dio la espalda para ir a la cocina. Las dos mazas bamboleantes de sus nalgas la siguieron a desgano.
— ¡Ya te traigo el cafecito!
Ahora, rememorando a la distancia, miles y miles de pensamientos se cruzan por mi mente. Al recapitular ese día, pienso en diferentes posibilidades, o si hubiese hecho esto o aquello, o lo de más allá  ¿En qué podría haber...
— Che jovato, ¡pará! El relato es mío, te estás yendo por las ramas.
— Ups... perdón, me dejé llevar.
— Bueno, finíshela.
Luego de que Edufigia y sus contundentes posaderas salieron, me quedé pensativo. Por lo general yo era un chabón que le importaba un joraca las vicisitudes de la vida, pero no sé por qué un ligero aletear en el estómago me jodiendo la vida.
Comencé a hacer tiempo mirando sin ver la tele, hasta que mi amiga se hizo presente con el feca, acompañado de unos merenguitos que la vieja hacía, que me acuerdo eran deliciosos.
La conversación comenzó a transitar por los carriles pelotudos en los que Edufigia gustaba viajar. Yo la dejaba hacer, no la importunaba como otras veces, cuando le hacía resaltar cuan forras y pueriles eran sus conversaciones. Así fue que me tuve que aguantar tocar temas tan interesantes como la posible separación del galancete de moda, el calor agobiante que estaba haciendo, el diario íntimo que ella llevaba, las boludas peleas y reconciliaciones con su novio y más, mucho más. Pero para mis adentros yo me reconvenía, una y otra vez: “Ricarditooooo, aguantaaaa, todo sea pa´ levantar una mina nueva”.
Pensar que la vida tiene esos rincones inexplorados que nos acechan y que nada tienen que ver con lo que nuestras débiles mentes traman permanentemente...
— ¡Otra vez el señor y sus elaborados pensamientos!
— Es que no puedo evitarlo. Cada vez que invoco esos...
— NADA. Ahora soy yo el que tiene la palabra  ¿En qué habíamos quedado?
— Perdón, perdón, tenés razón.
— Por supuesto que la tengo. Yo continúo contando.
— No, yo sigo
Entraron al living un par de tetas, seguidas de una mina: era Patricia que se unía a la conversación. Al ver a las hermanas juntas, una vez más estuve tentado de pensar que alguna láctica gotita traviesa había hecho de las suyas, aunque conociendo a la monja de la vieja hubiese parecido imposible, pero uno nunca está seguro del todo. Una era rubia, de escaso pelo, hombros caídos, poco senos y un orto sobresaliendo para los cuatro costados. La otra tenía un largo pelo negro, ojos turquesas, hombros cuadrados, el par más increíbles de gomas que he visto en mi vida, en cambio la parte del culito propiamente dicha parecía que se lo había jugado al póker.
Me divertía bastante junto a ellas, en el fondo eran buenas minas. Al rato de estar charlando de temas variados se escuchó la chicharra del timbre. El corazón me hizo ¡POP! una sola vez y luego pareció detenerse. Fue una falsa alarma, era Roberto que llegaba. Un breve saludo y se encaminó a la zapie con Edufigia. Nos quedamos con Patricia charlando, con mi vista clavada en su respiración y en como esos globos de un Muy Feliz Cumpleaños subían y bajaban. Ella se sonreía, conocedora plena de sus atributos, creo que en el fondo me tenía ganas. Al rato de estar pelotudiando, Patricia miró su reloj y se paró como un rayo. Por supuesto, para mi deleite: los que ya describí antes tardaron un rato en quedarse quietos. Salió disparada para la pieza y le gritó desde la puerta a su hermana que ya era la hora en que la madre volvía. Tardaron un rato y primero salió el gordo con cara de yo no fui. Al rato largo apareció Edufigia. Ya no estaba cambiada para salir. Al estar mi amigo presente la conversación se tornó más animada, y el tiempo transcurrió rápido.
Al rato llegó Teresa, la madre de las hermanitas y, como siempre, se dedicó a atender a Roberto. Era enternecedor ver los esfuerzos de esa madre para enganchar a mi amigo con el bagre de la hija, pero en ese momento no me interesaba nada más que la llegada de la famosa prima.
— Huy, Edufigia, me olvidaba, hable con Ángela, que viene para cenar.
— Bueno mami, no hay problema.
¿No hay problema? ¡Si este cuerpito está desde las tres de la tarde!... tamadrequelosrecontramilrreparió, ahora me tenía que aguantar hasta la noche. Esperaba que por lo menos el morfi sea decente.
Para amenizar y dejar transcurrir las horas empezamos a jugar canasta. Con el gordo nos cagábamos de risa. Como jugábamos con muchos mazos, cuando nos tocaba retirar una carta cazábamos como de a diez. Se salvaban que estaba la jovata, porque si jugábamos por la pilcha las poníamos en bolas en quince minutos.
Pero la hora se acercaba y me ponía cada vez más nervioso. Y no sabía porqué, yo no era un tipo sin experiencia en conquistas femeninas. No me acordaba de alguna otra vez que me hubiese sucedido. Así que no me quedó más remedio que bajar la ansiedad con la heladera de Edufigia, que por otra parte estaba siempre más que surtida. La vieja no me decía nada, yo era el amigote de Roberto y eso me hacía intocable.
Por fin otra vez el timbre, el corazón no me hizo nada, simplemente quedó detenido, las piernas no existían, la respiración se fue de vacaciones. Yo clavé la vista en la puerta, hasta que se abrió y por ella apareció por fin: Ángela.
Mi primera impresión fue de alivio.
¡No era un crustáceo!  —pensé, alegrándome.
No totalmente hermosa, sí muy interesante, vino de frente hacia mí y me saludó de manera correcta sin falsas modestias o modismos superfluos. Dio vuelta a la mesa y comenzó a saludar a los demás. Fue ahí cuando comencé a enamorarme. No voy a decir la razón, aunque confieso que fue muy poderosa.
— Dale jovato ¡Te cagaste todo! Decí que me volvió loco ese hermoso culito todo parado enfundado en esos ajustados vaqueros Oxford.
— No creo que eso deba ser divulgado, no corresponde a un caball...
— Ma sí, ¿vos desde cuándo lo sos? Dejáte de joder chabón, ¿quién te va a creer?
— Es que la vida nos enseña que...
— Nada, yo no le doy pelota a nada, soy inmortal y hago lo que se me cante.
— Bueno sí, pero luego todo cambia, se ve la realidad de otra forma, como si...
— ¿Y desde cuándo te calentaste por esas cosas vos? No me jodás que yo te conozco. Dejáme seguir a mí, que yo puedo.
— Perdón pero no, sigo yo.
— Pero...
— Nada, cállese la boca pendejo del orto. ¡Sigo yo!
Ese día morfamos tupido y seguimos jugando a las cartas hasta bien tarde. Le pedí el teléfono y comenzamos a salir. Conocí a una muchacha maravillosa, que nunca creí posible que fuese real, y me terminé de enamorar. Sí, aunque me parecía imposible que eso pudiese estar ocurriéndome. Me di cuenta que estaba realmente enamorado. A partir de esa confirmación, comencé a encaminar mi vida con el pensamiento fijo de pasar el resto de mi vida al lado del ser elegido: Ángela.
— No vale, al final la historia era mía.
— Era.


Ricardo Germán Giorno nació en el barrio de Nuñez de la ciudad de Buenos Aires en 1952. Además de hincha forzado de River, es diseñador gráfico y tiene "una imprenta, dos hijos, una esposa y una perra".