El invitado número 14
Patricia Kieffer

El día amaneció gris y sombrío. Era el último del año, y las calles lucían atestadas de personas que apuraban las compras. Una mujer delgada cargaba con un racimo de bolsas multicolores y caminaba a paso vivo las pocas cuadras que faltaban para llegar hasta su casa, saludando a su paso a los vecinos que iba encontrando en su trayecto.
—¡Feliz Año Nuevo, José!
—¡Felicidades, tía Mary!
Tía Mary, así la llamaban todos. Delgada, sobria, de facciones adustas y corazón tierno, soltera a ultranza, tía de cinco sobrinos —ya casados— a los que había criado como propios desde la muerte de su hermana. Esa noche los recibiría con sus esposas e hijos en su casa, para celebrar el Fin de Año. Mary ultimó los preparativos que incluían cena, regalos y aseo especial de la casa. Al anochecer, comenzaron a llegar los invitados. Abrazos emocionados, gritos de alegría, reencuentros esperados, un clima de fiesta familiar colmaba de felicidad la amplia sala, donde esperaban a estar todos juntos para comenzar la cena. El teléfono sonó con insistencia, hasta que alguien lo escuchó por sobre el bullicio y atendió.
—¿Diga?...¡Hola Marcos! ¿Cómo estás? Sí...
— .............
—¡Qué pena! Teníamos tantas ganas de verte. Sí, les daré tus cariños. Besos a Claudia. Que se mejore pronto.
Miguel anunció a la familia que uno de los hermanos y su esposa no podían venir. La tía Mary puso el grito en el cielo.
—¡Oh no! ¡Válgame Dios! ¡Esto es una calamidad!
—Pero tía, no es nada grave, Claudia tiene apenas una indisposición leve.
—¡No me estoy refiriendo a eso! —respondió gesticulando—. Es que sin ellos... ¡Somos trece! ¡Trece a la mesa! No, no, no, esto no puede ser. Tenemos que hacer algo.
Tía Mary era una mujer absolutamente supersticiosa. Tanto, que su vida se veía a diario afectada por cuestiones de números, fechas, gatos negros, escaleras, lunas, espejos y cualquier señal que tuviese que ver con los “fatídicos signos del mal”. Como ella se negaba a continuar la reunión en esas condiciones, de inmediato comenzaron a dar ideas para remediar el problema del trece. Algunos intentaron explicarle a Mary la inofensividad del número, el origen de esa superchería, otros decían que al contrario, era un número de suerte... hasta le mostraron el billete de un dólar, famoso por la presencia de trece elementos en cada dibujo de su diseño. Fue en vano. La tía no claudicaba.
—Podríamos armar dos mesas separadas, así no seríamos “trece a la mesa” —sugirió alguien.
—¡No! —gritó la tía—. ¡Ni se te ocurra! Somos trece de todos modos, estamos en la misma casa, bajo el mismo techo ¡Imposible!
—Pero tía... —protestó una de las niñas—. Primero dices en la mesa, ahora es en la casa... ¿No es demasiado?
—Nada es demasiado cuando se trata de evitar la mala suerte, niña. Tú eres muy jovencita, pero yo sufrí... — calló con prudencia, antes de decir algo inconveniente.
—¿Qué decías?
—Nada, niña, nada. Que no doy más explicaciones y ya. Hagamos una cosa, quédense ustedes en casa, yo iré a cenar afuera, sola.
—¡No, tía! ¡Eso es una locura! —intervino Luis, el sobrino mayor—. Déjate de tonterías. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Salir a la calle a invitar al primero que pase?
—Oh... no estaría mal. Buena idea, me acabas de dar la solución para la cena —dijo mientras enfilaba para la calle.
—¡Tía Mary, no hagas locuras, era una broma! ¿Cómo vas a…?
—Tranquilos, que todavía no estoy loca. Estoy pensando en invitar al vecino de enfrente, que vive solo. Quizás acepte.
Y sin dar más tiempo a las protestas, salió presurosa a buscar al vecino. A esa hora, la calle estaba desierta. La oscuridad había ganado su terreno. Un viento frío azotaba las copas de los árboles y agrupaba negras nubes en el cielo. El vecino tardó en salir; la recibió en la puerta, sin ofrecerle entrar a su casa. Escuchó la extraña proposición y sopesó la idea en silencio. Era un hombre sobrio, renuente a las celebraciones, más aún con desconocidos. Se excusó de concurrir diciendo que ya había cenado y que, además, no acostumbraba a festejar nada. La tía insistió utilizando sus mejores argumentos. Luego de unos quince minutos de soportar discursos, el hombre accedió con expresión resignada.
—¿Está usted absolutamente segura de que desea invitarme a su casa?
—¡Oh sí! Estaré encantada de recibirlo. Conocerá a mi familia y verá que pasaremos una agradable velada. ¿Acepta entonces?
—Sólo por su insistencia, acepto. Iré en diez minutos; si me permite, debo prepararme para la ocasión.
Mary volvió a su casa con la sonrisa pintada en la cara y con gesto triunfal anunció la inminente presencia de un invitado de honor: el Dr. Calau.
—¿Calau? ¿Qué apellido es ése?
—Francés.
—¿Doctor en qué? —quiso saber Julio, el mayor.
—No sé, pregunten cuando venga. Y por favor, sean amables...
El Dr. Calau hizo su aparición con puntualidad. De pie en el umbral, esperó hasta ser recibido por la dueña de casa quien lo recibió con una cálida bienvenida. Una vez adentro, dirigió a todos una ampulosa reverencia a modo de saludo. Su rostro lucía pálido, enmarcado por los cabellos negros perfectamente engominados. Vestía un impecable traje negro, camisa color champagne con puños bordados, corbata de seda hindú y unos zapatos de finísima hechura. Su presencia causó una profunda impresión. Las mujeres cuchicheaban por lo bajo, mirándolo de soslayo. Los hombres no pudieron evitar cierta envidia ante la estampa del invitado. Luego de las presentaciones de rigor, el Dr. Calau entregó a la anfitriona su obsequio para la cena: una cajuela de roble que contenía seis botellas de vino. Al dar las nueve, se sentaron alrededor de la mesa especialmente engalanada para la ocasión: vajilla de porcelana china, cubiertos de fino acero, copas de cristal tallado, mantelería de lino bordada a mano, pequeños tesoros, lujos que la tía Mary se permitía sólo tres veces al año: su cumpleaños, Navidad, y la llegada del nuevo año.
La cena hizo su entrada con un impactante côté de foie-gras con pan de especias. Antes de comenzar a servir, Mary hizo una señal con la mano y todos inclinaron la cabeza con respeto. Ella los había educado desde pequeños en una profunda actitud religiosa que se mantenía inalterable en la familia. Luis presidió la oración.
—Señor, bendice los alimentos que...
Al concluir la breve ceremonia levantaron las cabezas y comprobaron con asombro que la silla del doctor estaba vacía. Desconcertados, se miraron entre sí y ya la tía se levantaba para buscar al desaparecido invitado, cuando éste entró por la puerta del jardín, cubriendo su nariz con un pañuelo de blanca seda.
—Oh, cuánto lo siento... es que mi alergia... me ha jugado una mala pasada. Debí salir a estornudar al jardín para no hacerlo en la mesa. Pido disculpas... Si desean reiniciar la bendición... yo... participaré encantado —dijo con amabilidad.
—No se preocupe, doctor —respondió la tía mientras agitaba el índice fingiendo severidad—. Y debería saber que no es correcto bendecir dos veces. Una es suficiente. Dos es mala suerte.
—¡Ay tía! ¡No empieces con esas pavadas ahora! ¿Qué va a decir nuestro invitado?
—¿Decir? ¿Con respecto a qué? —preguntó él con curiosidad.
—A la mala suerte... la tía está obsesionada con eso. Con decirle que lo invitó a usted para que no seamos trece en la mesa. ¿No se lo dijo? —comentó Laura, una de las niñas.
Tía Mary carraspeó nerviosa y ensayó una tímida sonrisa, tratando de ocultar la turbación por haber sido puesta en evidencia de esa forma tan descarada. Los sobrinos se miraron por lo bajo, aguantando las risas con los labios apretados. La sinceridad de Laura no sabía de protocolos ni modales. Mary ensayó una disculpa.
—Ehhh... este.... no vaya a...
—¡Por favor, estimada señora! No importa el motivo, cada uno tiene los suyos y todos son respetables a mi modo de ver. Usted me ha conferido el honor de invitarme y le estoy por ello eternamente agradecido, no imagina hasta qué grado.
Lo miraron como si hubiese sido un marciano, por la exagerada compostura en su forma de hablar. La velada poco a poco comenzó a tomar ritmo y los presentes hablaban al mismo tiempo de sus novedades. El invitado escuchaba con atención. Santiago, otro de los sobrinos, decidió hacerlo participar en la conversación familiar y emitió un comentario sobre el vino que estaba saboreando.
—Excelente vino, doctor. Es...
—Chateau Lafitte —dijo, orgulloso.
Santiago tomó en sus manos una de las botellas y, al leer la etiqueta, su rostro palideció.
—Pero... este vino es ... —balbuceó perplejo.
—Cosecha 1735, auténtico —alardeó Calau y agregó—: Data de la época anterior a la Revolución Francesa. Fue uno de los primeros Chateaux en obtener un vino de alta calidad. Cuando hizo su aparición, en Versailles no se habló de otro tema que no fuera el vino de Lafitte, el cual contaba con la alta aprobación del Rey. Todo el mundo quiso probarlo; Madame de Pompadour lo sirvió en sus cenas y, más tarde, Madame du Barry decidió no tomar otro vino que no fuera el Vino del Rey, como se decía entonces. Se lo consideraba delicioso y sólo comparable a la ambrosía de los Dioses del Olimpo.
Los presentes habían enmudecido y contemplaban al hombre en silencio. Algunos especulaban con el incalculable precio de lo que estaban bebiendo, otros quedaron asombrados por la explicación del doctor. Alguien quiso cortar el tenso clima con una observación.
—Pero... esto debe costar una fortuna...
Calau lo miró con una seriedad que le cortó la respiración.
—He tenido que pagar un alto precio por muchas cosas a lo largo de mi existencia, y le puedo asegurar que éste no es uno de esos casos, amigo.
De nuevo, un silencio que incomodó la atmósfera de la reunión. Tía Mary hizo gala de su fama de excelente anfitriona con un comentario que aflojó la tensión.
—Bien, entonces cada uno deberá aportar esta noche cien dólares por cada sorbo de vino. Y el que no pueda hacerlo, tomará agua de la canilla, que es gratis—. Las risas diluyeron la incipiente tirantez y la conversación reanudó su dinamismo.
—¿Cómo...?
—¿Cómo llegó a mis manos? querrán saber. Bien, es una larga historia que incluye matrimonios de antepasados franceses, castillos, herencias, pasión por las reliquias... en fin, simplemente he conservado este vino para una ocasión especial y considero que ésta lo es. Disfrutémoslo —concluyó con una inclinación gentil de cabeza, mientras elevaba su copa invitando al brindis.
La cena continuó con el Dr. Calau como centro de atención de las conversaciones y de las miradas. Él se explayaba a sus anchas en temas de historia, idiomas, literatura, mitología, pintura, música. Su erudición parecía no tener límites. El tema del vino daba para más y más relatos que brotaban de su boca con pasmosa elocuencia.
—¿Conocen la historia de la variedad de vino llamada Syrah? Es apasionante: Cuenta una leyenda persa que un ave dejó caer ciertas semillas a los pies del rey Djemchid, cuya esposa favorita sufría un extraño mal incurable. El rey, aconsejado por un sabio, las recogió y las sembró en su jardín. De ellas nacieron plantas que dieron frutos en racimo. Cuando le dio a beber a su esposa el jugo fermentado de estos frutos, ella se durmió profundamente; al despertar estaba curada. Entonces el rey nombró al vino Darou é Shah, que significa"el remedio del rey". Cuando su descendiente Cambises fundó Persépolis, los agricultores plantaron viñas alrededor de la ciudad, dando origen al célebre vino de Shiraz, ciudad próxima a Persépolis.
Algunos hombres presentes ya se estaban sintiendo algo incómodos al ver que sus esposas miraban extasiadas a ese dechado de virtudes que no paraba de hacer ostentación de su cultura, su dinero y su galantería.
—Doctor —interrumpió Miguel—. Noto que no ha probado bocado. Y dirigiéndose a los presentes, agregó—: ¿Podríamos dejar de hacerle hablar y permitirle comer? ¡Pobre hombre!
—Agradezco su intención, Miguel, pero ya le comenté a su tía que justo había terminado de cenar cuando ella vino a mi casa. Acepté venir por la gentil insistencia de su invitación. Estoy halagado de estar acá con ustedes y, de paso, feliz de solucionarle un problema a la señora. Lamento no poder hacer honor a tan exquisitos manjares, mi estricta dieta me lo prohíbe.
Así, entre relatos, anécdotas y sarcasmos disimulados, el tiempo fue transcurriendo y las doce campanadas anunciaron la llegada del nuevo año. Levantaron las copas, brindaron por la salud y prosperidad de los presentes y dedicaron también un brindis simbólico a los ausentes.
La sobremesa no fue menos intensa. La tía Mary interpretó en el piano sus partituras favoritas, arrancando aplausos de su leal audiencia. En un intervalo, Calau se acercó al instrumento y pidió permiso a la ejecutante para acompañarla.
—¿Conoce alguna obra a cuatro manos?
Mary se sonrojó por primera vez en mucho tiempo.
—¿Se anima con la sonata en Do de Mozart? La K 521. Es mi favorita —respondió ella sin titubear.
La mágica música de Mozart y la brillante interpretación de ambos dejaron a los oyentes pasmados, sin aliento. Mary y su acompañante arrebataron al piano sonidos tersos, ora amplios y potentes, ora suaves y delicados, con tonalidades coloridas y una precisión rítmica poco usuales en aficionados. Al finalizar la pieza continuaron con “Fantasía en fa menor” de Schubert y dos de las “21 Danzas húngaras” de Brahms. El privilegiado público estalló en aplausos y ovaciones cuando los dos intérpretes hicieron el saludo final. Mary lucía feliz, disfrutaba con el entusiasmo de una niña. El incipiente encono que había despertado el Dr. Calau en algunos invitados, había desaparecido definitivamente.
El café negro y fuerte selló la velada. Un clima distendido y pausado reinaba en la sala, donde la algarabía inicial fue reemplazada por charlas más confidentes y tranquilas. Calau, nuevamente aislado en su habitual hermetismo, salió al jardín. El viento soplaba con inusitada fuerza y, a lo lejos, se oyó a un perro lanzar un prolongado aullido. Mary apareció en el jardín justo para escucharlo.
—¡Válgame Dios! —exclamó mientras se persignaba con movimientos rápidos. El doctor retrocedió sorprendido y algo asustado.
—¿Y ahora qué sucede? —preguntó algo alarmado por la reacción de la mujer.
—¿No lo escuchó? ¡El aullido, digo! Es mala señal. Alguien va a morir esta noche. Los perros lo presienten, por eso aúllan. Vaya uno a saber dónde será...
—Quizás... cerca, muy cerca. —Dijo Calau en tono casi inaudible, mientras acariciaba un turgente pimpollo de rosa. La tía Mary acercó su mano y rozó el pimpollo con la punta de los dedos. En ese instante aparecieron Miguel y sus hijos a despedirse. Besos, abrazos, promesas... lágrimas de emoción bajaban por las mejillas de Mary, que los acompañó hasta la puerta y quedó saludando en el aire hasta que el automóvil dobló en la esquina. Calau había entrado nuevamente a la sala; en el jardín, un pimpollo de rosa acababa de deshojarse, luego de haber florecido a velocidad increíble.
—La vida es fugaz, efímera. Sólo la muerte es permanente —dijo Calau mientras jugueteaba con un habano que nunca encendía. Se sentó nuevamente a la mesa, esta vez ocupando la cabecera y quedó con la mirada perdida en algún recuerdo. Poco a poco se fueron retirando todos los presentes. Calau permanecía en su sitio, absorto en sus pensamientos. Nada lo perturbaba.
Cuando se hubo ido el último invitado, la tía Mary dejó la puerta entreabierta y dirigió una significativa mirada al Dr. Calau. Carraspeó nerviosa pensando que el hombre interpretaría su gesto de dama recatada; él seguía sentado a la mesa, como ignorando la indirecta. La tía miró hacia la calle, asomó la cabeza y dijo con tono estudiado:
—Hace mucho frío afuera. Abríguese bien antes de salir. Está por nevar...
El Dr. Calau le respondió con una sonrisa y una inclinación cortés de su cabeza, pero no se movió de su sitio. Mary decidió parecer más directa. Cerró la puerta con brusquedad y dijo.
—Bien, debo levantar la mesa, espero no le moleste.
Dicho esto, comenzó a juntar en una fuente las copas del brindis y se dirigió a la cocina mientras ladeaba la cabeza y miraba hacia atrás por el rabillo del ojo, para no perder de vista a su invitado. El viento ululaba en un continuo lamento y su fuerza azotaba los postigones, arrancándoles crujidos nerviosos. La luna luchaba por asomar entre las oscuras nubes de tormenta. En ese momento se cortó la luz. Mary dejó escapar un gritito de angustia.
—¡Oh! Aguarde que voy por velas... ¿Está usted bien?
La única respuesta fue el silencio. A la tía se le erizaron los pelos de la nuca y un escalofrío recorrió su espalda.
—Doctor... ¿Sigue usted allí? ¿Por qué no habla?
Sólo pudo escuchar un rumor de pasos amortiguados por la alfombra. Al borde de la desesperación, Mary terminó de entrar en la cocina tanteando las paredes, apoyó la fuente con las copas sobre la mesada y abrió el cajón de los cubiertos de donde tomó un paquete de velas y la caja de fósforos. Encendió uno y la luz iluminó sombríamente el entorno, apenas como para permitirle ver al Dr Calau parado a escasos centímetros de ella, sonriendo. Mary se sobresaltó y dejó caer el fósforo, que se apagó antes de llegar al suelo.
—¿Necesita ayuda?
—Por supuesto que no — respondió la tía Mary mientras tomaba al infortunado de las solapas con una fuerza increíble y le clavaba sus colmillos en el cuello.


Patricia Kieffer nació en 1958. Profesora, bibliotecaria, escritora, ilustradora. Autodidacta en religiones comparadas, simbología, metafísica. Incansable buceadora del espíritu humano, expresa en sus textos la íntima esencia de su pensamiento. Autora de dos libros editados por Andrómeda y de diverso material inédito: libros de cuentos, poemarios y dos novelas próximas a salir. Premios SADAP y ALAM.