Oyó la palabra al pasar, cuando atravesaba el patio. Seguramente provenía del grupo que estaba sentado en ronda. No sentían frío, a pesar de estar en pleno invierno y de que las baldosas del colegio eran especialmente congeladas. Ni les daba frío andar rotulando a las compañeras. Según sabía, el grupo iba al colegio desde el Jardín. Se conocían mucho, eran cómplices.
El grupo: tres chicas. Gisella Pietra, la pelirroja. Creyéndose original, se hacía llamar “la Colo”. Martina Diez, morocha, de ojos negros. Para llevarle la contra al apellido, se sacaba malas notas. Ahora, a mediados de junio, ya se llevaba ocho materias. Finalmente, la peor de todas: Carla Sánchez Hurtado. Una rubia que nunca te miraba a los ojos.
Esta vez, la palabra iba dirigida a ella, Carolina Renta. Ella era la nueva de Segundo Bachiller. Un blanco fácil para las burlas.
Entró en el aula y se sentó en el primer banco, frente al escritorio de los profesores. Nunca hubiera elegido un lugar tan incómodo. Ése era, en realidad, el hueco dejado por los otros alumnos, quienes se alejaban lo más posible del profesorado. El hueco venían a ocuparlo los nuevos como ella.
Poco a poco, con desgano, fueron entrando los demás, incluido el grupo del patio, y ocuparon sus asientos. No se sentaban, no. más bien dejaban caer sus cuerpos de golpe y, donde caían, caían. Y no importaba tanto dónde caían, sino cómo caían. Algunos quedaban despatarrados; otros, doblados sobre el pupitre, como agazapados ante un peligro conocido; otros, los más, una vez caídos, se cruzaban de brazos, desafiantes. Las mochilas caían, también, a un costado de los bancos.
Carolina, por el contrario, se sentaba bien derechita y ya tenía sobre el banco el manual y la carpeta abierta en la sección de Biología. No se consideraba una “traga”. La razón de su dedicación era que, a mitad de año, se había tenido que cambiar de colegio. Según ella, el cambio obedecía sólo a una mudanza. Hacía un mes atrás, vivía con sus padres en San Rafael, Mendoza. De un día para otro, su madre había decidido venir a Buenos Aires y arrastrar con ella a su hija. Ahora trabajaba de vendedora en una boutique. Carolina se adaptaba y olvidaba, en el camino, los gritos de su madre disfónica, allá en Mendoza, y las huidas de su padre.
Dedicaba gran parte de las tardes, después del colegio, a llevar la carpeta al día y a estudiar para la lección del día siguiente. Hoy, en Biología, el tema era particularmente complicado.
Provista de un bolso enorme que apenas le permitía caminar, entró la señora de Bertolaci, una sesentona de rodete, teñida de rubia. Dejó el bolso sobre el escritorio, saludó vagamente a los estudiantes y procedió a pasar lista. Luego, sacó del bolso una lámina del aparato reproductor masculino y la colgó con chinches en la pared, junto al pizarrón.
― Saquen el manual.
La profesora, de pie, con una tiza en su mano izquierda, observaba a sus alumnos.
― Saquen el manual.
Carolina se dio vuelta. Varios de sus compañeros recién ahora sacaban el objeto pedido de sus mochilas. La mayoría de los manuales que ahora se depositaban sobre los pupitres, lucían descosidos y manoseados, escritos y dibujados con corazones y flechas. Carolina, por su parte, había comprado su manual recientemente y lo había forrado con papel contact.
La profesora seguía de pie delante del pizarrón, con la tiza en la mano, impertérrita.
― Saquen el manual.
Carolina, desde su asiento, veía cómo Sancho Pancho, un gordito rubio de ojos celestes, que vivía transpirado y con olor a descuido, miraba al techo. No había sacado todavía el manual y no parecía bien dispuesto. Carolina sabía que lo llamaban así por dos razones. Le gustaban mucho los panchos. Además era gordo y sucio como Sancho Panza. Carolina pensaba en una tercera razón. Sancho Pancho siempre llevaba aliento a ajo. Andaba “harto de ajos”.
La profesora esta vez fue más concreta.
― Señor Gilli, estoy esperando.
La voz de Sancho Pancho resonó en el fondo.
― Espere sentada, nomás.
La profesora, aún de pie, abrió los ojos muy grandes. ¿Se le saldrían de sus órbitas?
― ¿Cómo dijo?
― No tengo ganas de sacar el manual.
La profesora, sin que se le moviera un pelo, reflexionó.
― Si es así, vaya a Dirección. Por ahí le vuelven las ganas.
― Ni en pedo.
Sancho Pancho se reía.
La profesora dejó la tiza sobre el escritorio, se dio media vuelta y salió con rumbo cierto, a paso de soldado. Al rato volvió, acompañada del preceptor.
Sancho Pancho se resistió. Salió a los gritos y con la cabeza roja e hinchada de rabia.
La profesora tomó la tiza y ocupó nuevamente su lugar junto al pizarrón.
Carolina tenía estudiada la lección “de pe a pa”. Cuando la profesora preguntaba ella era la primera ―muchas veces la única― en levantar la mano para contestar. Un par de veces oyó risitas que venían de sus espaldas. No hizo caso.
Las preguntas se fueron haciendo más específicas. Carolina sentía, cada vez que contestaba, un cosquilleo en el pecho y un calor que le subía desde los pies hasta las mejillas. El murmullo a sus espaldas crecía. La profesora mandó callar a las maleducadas.
Carolina comprendió cuál era el nuevo sentimiento. Tenía vergüenza. No le importaba tanto el grupo en sí, sino más bien la palabra. Era la existencia, además, de otros como ecos de sí misma que la devolvían deformada. Ya no quiso seguir contestando. Otra alumna, también de la primera fila, pero sentada junto a la ventana, contestaba en su lugar.
Al fin, la profesora daba por terminada la lección.
― Una última pregunta.
La profesora preguntó inocente, sin embargo el tema no lo era. El curso en conjunto largó la risotada. La profesora permaneció inconmovible.
― A ver usted, Rentería.
Carolina dudaba. Si contestaba, sería nuevamente blanco de risas; si callaba, se jugaba su orgullo. Después de todo, ella sí había estudiado.
― El pene se introduce por la vagina.
La risotada fue más general aún. La profesora no se amedrentaba.
― Señorita Rentería, tiene un diez.
Carolina oyó nuevamente la palabra del patio. Esta vez le llegaba distorsionada por las risas. Entonces sonó el timbre del recreo. Todavía avergonzada, esperó a que salieran todos. Luego, guardó el manual en la mochila y salió ella también al patio.
Se sentó sola en el banco bajo el limonero. Al rato llegó Juana, una alumna de tercero, que solía charlar con ella en los recreos.
― ¿Supiste? Sancho Pancho se comió diez amonestaciones.
― Está loco. Le pegó unos gritos a la señora de Bertolaci que casi más le deshace el rodete.
Juana era muy llamativa. Tenía el cabello color caoba corto hasta el hombro y muy lacio. Cuando hablaba era muy suave y sus ojos almendrados brillaban de alegría. Olía a perfume de jazmín. Según sabía Carolina, sus padres eran griegos y habían venido a la Argentina poco antes de que Juana naciera. La mayoría de los chicos le andaban atrás. Juana los rechazaba metódicamente.
Estaban charlando tranquilas, cuando se acercó Carla. Se dirigía a Juana.
― Te invito a casa esta tarde. Sé que te gusta el té. Tengo de todo: English breakfast, Early Grey, saborizados. Podés elegir el que te guste.
Carla, lejos de esquivarle la mirada, le clavaba a Juana los ojos en sus ojos.
― Gracias. Ya quedé con Carolina ―mintió Juana.
La mirada de Carla, como su alma, se vino al piso.
Entonces sonó el timbre. A volver a las aulas. Carolina caminó con prisa. Mientras andaba, sentía que alguien le pisaba los talones. Se dio vuelta y encontró a Carla. La otra miró enseguida para un costado. Carolina reanudó el paso y justo antes de entrar en el aula una voz le susurró al oído:
― Ya vas a ver a la salida.
Carolina se zambulló en su banco. Pasó el resto de la mañana alerta. Nunca se atrevió a mirar hacia el fondo de la clase. La palabra y, ahora, la amenaza le volvían cada tanto al oído. Este recuerdo la distraía.
A la hora del almuerzo, permaneció sola, con la vista baja, concentrada en el plato. Más allá, en otra de las mesas redondas, Juana conversaba con unos chicos de cuarto.
Después, la tarde pasó muy lenta. Sin embargo, cuando sonó el timbre de la salida, Carolina tuvo la impresión de que el tiempo no había pasado con suficiente lentitud. Guardó su carpeta y los útiles en la mochila lánguidamente. Lo tenía decidido. Al revés que de costumbre, sería la última en salir. Quería evitar encuentros molestos.
Cuando llegó por fin a la calle, no quedaban ya casi alumnos en las puertas del colegio. Observó una a una las caras de la calle para identificar a sus posibles atacantes. Por suerte, ya se habían ido.
Confiada, Carolina anduvo por la calle del colegio hasta la esquina. Nadie la seguía. Cruzó la avenida, caminó otra cuadra y dobló a la izquierda, hacia el interior del barrio. El frío se hacía más intenso. A lo lejos, por detrás de casas y edificios, ya se estaba poniendo el sol. Calculó que le faltaban todavía tres cuadras para llegar a su casa.
De entre los ruidos de la ciudad, distinguió pasos que se acercaban. Ella los conocía bien. Eran pasos de mocasines como los suyos. No se dio vuelta. En cambio, empezó a dar zancadas en la oscuridad. La mochila le rebotaba en la espalda. A medida que avanzaba, contaba las baldosas. La idea era llegar a la esquina y, una vez allí, doblar de golpe y salir corriendo. Por el momento no correría. Un movimiento precipitado ahora alertaría a su perseguidora.
Justo antes de llegar a la esquina, dos pares de mocasines se le interpusieron. Carolina quiso cruzar la calle a su derecha. Venían muchos autos. Sería un suicidio. Se detuvo. Entonces sintió el metal frío en su pubis y vio la mano que retiraba el puñal. Cayó al piso y vio tres melenas multicolores que envolvían el brillo de ojos risueños. Rápidamente, se le fue nublando la vista hasta que las melenas, los ojos y la oscuridad desaparecieron.
Mientras se desangraba, esta vez escuchó clarito la palabra: presumida.