El tipo eligió primero el auto. Tenía que ser vistoso. Eligió uno rojo, más vistoso que caro: lo que pedía siempre el jefe. Afuera, la noche era un viaje en tren. A lo lejos, podía escuchar una fiesta. Por lo demás, todo estaba tranquilo.
Luego fue a buscar con qué arma ejecutar el encargue. Se metió en el armario disimulado como biblioteca. Eligió una automática ligera de veinte tiros, balas con cubierta plástica: no vaya a ser cosa que dañe el cañón. A esta altura del hecho el arma es más valiosa que el muerto.
La ropa para vestir tenía que llamar la atención. Un saco celeste brillante que contrastaría con el auto, pantalones negros, un pañuelo de seda amarillo y anteojos negros a pesar de la noche. Todos lo reconocerían con ese disfraz, o sea, no podrán saber quién es. Tomó una ducha, se vistió con cierta morosidad. Aprovechaba cada momento para pensar en el Caribe.
La diligencia en sí era una tontería pero luego tenía que desaparecer. Ésa era la parte difícil pues nunca podía preverse todo lo que podría suceder en el viaje posterior: En ese punto podía perder la protección del jefe y todo se derrumbaría, porque no tendría el refugio necesario por el tiempo que se necesitaba para la maniobra de distracción.
El tipo no era nuevo en el oficio. El jefe le había conseguido un par de negocios de pantalla con los cuales había hecho una fortuna entre lo legal y lo ilegal. Aprendió que sólo la gilada cree que los killer matan gente importante, testigos molestos. En cambio, es la espectacularidad de la muerte y no la identidad del tomuer lo que interesa a su mandante.
Cargó la pistola. Haría revisar el auto por su secretario. Se tomaría todo el tiempo para no empiojar nada; total, el que iba a morir estaba ya muerto, fuese quien fuere.
No tenía caso ceñirse a un programa sobre a quién había que matar ya que siempre iba a encontrar un candidato. El asunto era encontrar la víctima justa para hacer el trabajo bien y que el jefe se sintiera seguro como para encargarle otro porque los hacía a la perfección. Después de un par más se retiraría. Soñaba pasar sus últimos años de vida en el Caribe, sin hacer nada. A lo sumo minas, ron y olvido.
El secretario había pasado el auto por el chequeo habitual: todo estaba en orden. Ya tenía otro preparado para la segunda fase. Se calzó el arma y fue a cazar.
Es fácil elegir una víctima. Nadie piensa que lo van a matar porque sí. Suena demasiado loco. El matador lo huele al muerto con una sutil nariz. Los tipos duros de matar huelen agrio; en cambio, las víctimas tienen el olor dulce de la confianza ciega, creen que el anonimato profundo de la ciudad los protege. Es sencillo detectarlos. La parte más complicada del trabajo es darse una excusa válida para eliminarlos, aunque falsa, sin perder de vista que todo debe aparecer teñido de pasión incontrolable; esto ayuda, pero no es indispensable.
Una vez que la víctima es elegida ya está muerta. Lo esencial es que no parezca un accidente, muy por el contrario, debe parecer lo que es. Para lograr eso hay un cierto arte que da el profesionalismo.
Es interesante liquidar a tipos; por lo general dan más excusas: alguno birla un “gato” que uno tenía casi contratada, o llaman al mozo justo cuando el tipo lo había llamado, le desafían en la barra para tomar más, como si el tipo fuera un pendejo. Y el tipo lo limpia, lo elimina, lo liquida lo más cerca posible de ese escenario para que los testigos recuerden cómo ocurrieron los hechos y el saco celeste, el pañuelo, el auto, pero no la cara.
El asunto, había entendido a la larga el tipo, era que saliera en todos los titulares, que difundieran un retrato hablado y dibujado que llenara pantallas, diarios, radios y alucinara a todos, que mantuviera en vilo a varios periodistas, en ascuas a madres y padres y abuelos, de modo tal que su jefe, o sus amigos, pudieran circular sin problemas ni molestias por el país haciendo sus cosas sin ser disturbados. Había cierta fidelidad que honrar.
El tipo tenía su currículum. Había sido segundo de un oficial encargado de los vuelos sobre el río para arrojar drogados a quienes denominaban subversivos. Pasó por un tiempo por varias comisarías, más como veedor del cumplimiento de las órdenes del jefe que como oficial auditor, que era su cargo, enseñó algo de su arte a quienes podrían ser más tarde sus cómplices. Tuvo un período sin actividad, o casi. A veces se dedicaba a escuchas ilegales de teléfonos, a secuestrar a algunos diputados por horas para proponerles el negocio famoso de que: “con tu viuda llegamos; si votás, no: vos elegís” y, por lo general, las leyes salían como quería el jefe o no tenían quórum. Entonces se sentía útil a una causa.
Ahora, más maduro, no tenía ninguna pretensión. Más bien hacía el trabajo por orgullo de galán maduro y lo hacía bien, a juzgar por la cantidad de encargos que le hacía el jefe últimamente. Tenía un buen lugar donde vivir, mujeres conseguía sin problemas, tenía un par de perros, el secretario y más de quince autos escondidos en diferentes talleres, de los cuales elegía uno para la ocasión, sin contar los escondites con armas y dinero.
El sistema era simple, lo había inventado él para las tareas que el jefe le pasaba. El que jugaba de muerto lo sabía demasiado tarde, él lo llevaba a donde lo liquidaría. Esto podía cambiar de muerto en muerto. Lo único que no podía cambiar era un detalle mínimo, una minucia imperceptible en la escena del crimen que sólo podría ser captada por el jefe, para hacerle saber que ése era su muerto, su firma y así le depositara lo pactado en la cuenta suiza y todos contentos: él con la paga, el jefe para jugar su papel con cadáveres como distracción, los periodistas llenando horas vacías de sus noticiarios y mentes vacías con más muerte, más lluvia de sangre sobre las páginas de los diarios y las imágenes infieles de la televisión.
Llegó al lugar elegido para acorralar al difunto. Uno de ésos donde se cena, se baila, se bebe, todo con un exceso satisfactorio. Podría matar en forma similar a como mata una jauría, para despistar los primeros días de investigación con versiones alucinantes o bien dar el golpe con sobriedad. Lo esencial era echarse al hombro los esbirros desde el primer segundo pero esfumarse sin darles ninguna chance de ponerle las manos encima. Con esos pensamientos estaba ya acodado en el bar mirando por los espejos hacia atrás, eligiendo las víctimas, seleccionando bien el muerto para realizar una tarea prolija.
Es preferible que los muertos sean jóvenes. Eso da más publicidad al hecho. Si son buenos hijos y mejores novios, tanto mejor. Un personaje odiado no sirve, apenas dura en los medios un par de días pues se sella todo con una referencia a un “ajuste de cuentas” y ésa no es la idea. Las putas salen sólo en los diarios cuando se liquida a muchas y eso no puede hacerse con demasiado ritmo porque se corre riesgo de pifiarla. Se puede matar a siete putas en seis meses, no más. Tal vez llegar a diez al hilo sea posible, pero es complicado hallar el momento justo, la noche certera. En cambio, para publicidad, bastan un par de novios jóvenes, dos amigos festejando un cumpleaños. Ésos aseguran permanencia en los medios y eso es lo que paga el jefe. La recompensa puede incluso ser mayor si se logra el golpe preciso, ése que da en el plexo de los periodistas y mantiene la pantalla caliente por meses, incluso años.
Claro que tampoco hay que ser tan pavo como para ponerse a todos en contra. Hubo tipos que al hacer el trabajo lo dejaron tan cerca de su jefe que le hicieron manchar el nombre con tinta de diarios. Así pagaron, los giles. Suerte para el tipo, menos competencia. Cada vez, hay que decirlo, hay menos. Hay los que matan con poca idea. Y los encuentran con menos ideas. Al tipo nunca lo encontraron. Ni siquiera los que investigaron las muertes clandestinas desde el avión.
Mientras el tipo pensaba en esto quedaron elegidos los probables muertos. Había una despedida de soltero. Se mezcló con ellos, los supuestos motivos vendrían rápido.
En medio de la Ruta 29 se cambió de traje. El secretario lo esperaba con un auto más lujoso aunque menos aparatoso. Mientras el secretario llevaba el auto rojo a un escondite, él viajó a anotarse a un torneo de golf en una ciudad del interior donde llegaría esa misma noche y permanecería escondido con esa nueva cara que da el escándalo. Nadie podría reconocerlo porque nadie se toma en serio esos retratos de cara de nada. Por lo demás, ni el secretario ni el jefe sabían a dónde iba. Una seguridad más que el tipo tomaba.
La nota salió en todos los diarios y canales. Quien más tiros recibió fue el futuro esposo. Para los otros dos muertos accesorios apenas hubo el tiro que, a quemarropa, les descerrajó dentro del auto de los juerguistas. La intuición le dio al tipo otro punto a favor: ése día el casamentero había rendido la última materia en su carrera. Esto iba a ser un buen caso. Los otros dos fueron accesorios, adornos para asegurarse la invisibilidad.
Se alojó en un hotel adonde era siempre bien recibido. Pidió una botella de champán y el conserje ya sabía con qué debía acompañarse. Esa noche el tipo estuvo tranquilo, con la botella y la acompañante, pensando en el Caribe. No se pudo dar el lujo de soñar pues no lo hacía cuando estaba acompañado.
Comenzó el certamen de golf pero no leyó los diarios. No era necesario. Nadie era ajeno al asesinato. Casi no se hablaba de otra cosa. El tipo estaba seguro de que su jefe estaría satisfecho por el trabajo que mantenía distraídos a todos. Mientras, sabe Dios qué leyes, qué decretos, qué sentencias se promulgarían en el lapso en que los diarios preocuparían a todos por el destino de los muertos y su asesino.
Cuando el tipo vio las fotos de los asesinados sintió algo raro en el esófago. Los diarios hablaban más de uno de los acompañantes que del muerto elegido. Un regusto impalpable le quedó por toda la tarde, tanto que jugó muy mal la primera fase del partido. Algún mensaje estaba cifrado en sus tripas y no sabía cómo traducirlo.
Pasó un día más en el hotel, puso una excusa y abandonó el golf. Comenzó a estudiar qué pudo haber salido tan mal que el escándalo por los asesinatos había durado sólo dos días para luego desvanecerse de todos los medios. Eso no era lógico.
Al día siguiente, en la quinta página de un diario de la Capital leyó sobre un enfrentamiento entre el asaltante de un banco y la policía. El muerto era el secretario del tipo. Alguna forma se fue aclarando en su interior. Se aclaró la garganta, más para perder tiempo en ese estado congelado que para verificar que su pensamiento podía estar haciéndolo equivocar.
Armó su bolso. Ahora estaba huyendo de vaya a saber quién que no se daba a conocer. Estaba desarmado. Tenía, sin embargo, a pocos kilómetros de allí, uno de sus escondites.
Cuando llegó supo que alguien lo había traicionado. Pensó en el secretario. Eso le tranquilizó: el secretario asaltó un banco para poder huir de su venganza. Qué irónico; se hizo limpiar para que el tipo no lo matara. Esos pensamientos le permitían calmar un poco la respiración que se le había enloquecido.
Buscando inútilmente un arma que hubiera podido quedar en ese escondite violado, el tipo encontró una foto vieja, de cuando trabajaba en los vuelos. Ni sabía que existía tal foto. Tal vez de treinta años atrás. Era una foto del equipo de tareas junto al jefe. Le costó reconocerle y se congeló su sudor en el instante en que recordó las caras de los muertos y las vio en la foto.
Corrió hacia su auto. Adentro, custodiado por dos gorilas, estaba el jefe. Comprendió que la muerte de su secretario formó parte de una maniobra de distracción. Dio tres pasos para atrás y corrió a buscar refugio. Soñó con el Caribe unas décimas de segundo. Un balazo en la espalda lo despertó del sueño y otro en la nuca se lo llevó a la tumba.