La situación no podía ser más aciaga. Los Aliados habían derrotado finalmente al Eje y ahora se disponían a atacar al Vaticano.
— ¿No se supone que estaban de nuestro lado? — exclamó el cardenal Orzaiolo, casi al borde de la apoplejía.
— En realidad, nosotros estábamos en ambos lados — le explicó el corepíscopo Rompiballe — por lo que la respuesta es tanto sí como no. De todos modos, usted sabe cómo es de desagradecida la gente cuando se le sube el éxito a la cabeza.
Orzaiolo lo miró con ira y estaba a punto de estrangularlo cuando el papa suspiró:
— Quod pruriat incitare possunt… non dico pueris, sed his pilosis... qui duros nequeunt movere lumbos… acris ubi me natura intendit… sub clara nuda lucerna quaecumque excepit turgentis verbera caudae …
Abatido por las terribles noticias, se arrojó de cara sobre un diván. Desde la plaza de San Pedro se lo oía sollozar.
Finalmente se repuso e, incorporándose, dijo:
— Numquid, cum crisas, blandior esse potes? Quid miseros frustra cunnos culosque lacessis? Pedicabo ego vos et irrumabo! Sed plane medias vorat puellas! Cuius ad effigiem non tantum meiiere fas est! Dormis cum pueris mutuniatis, et non stat tibi quod stat illis … Hoc parum virile!
Ya estaba decidido. Huiríamos, como siempre.
— ¡Y que la guardia suiza se haga cargo! — exclamó Orzaiolo mientras salíamos — ¡A ver si cuando los estén atacando son tan neutrales como dicen!
Nos dirigíamos a París.
No era la mejor de las opciones, ya que la ciudad estaba llena de tropas aliadas, pero el papa había insistido en reclamar el trono de Francia. Esto además retrasó considerablemente nuestra marcha, ya que tuvimos que transportarlo en un tanque con agua, alimentarlo con pececitos y tratar de entender qué nos quería decir con sus chillidos y silbidos.
— ¡Maldita infalibilidad pontificia! — protestaba el cardenal Jabroni — ¡Vamos todos a morir porque no podemos decirle a este imbécil que se equivoca!
— Deberíamos acelerar la sucesión, al modo antiguo — sugería Orzaiolo. — Un papa puede ser infalible y estar poseído por el Espíritu Santo pero nada puede hacer frente al arsénico o a un puñal.
Sin embargo, ninguno hacía nada y seguíamos nuestra penosa marcha.
El cruce de los Alpes fue aún más tortuoso. Nevaba constantemente y los sherpas que habíamos contratado no eran de ninguna utilidad. Habíamos pensado en contratar tiroleses pero el obispo Frocio no soportaba sus cantos y se excitaba con los pantaloncitos cortos, así que debimos conformarnos con la segunda opción. Pero los sherpas estaban como perdidos y varias veces nos encontramos escalando la misma montaña.
En este ir y venir estábamos cuando entre los picos nevados avistamos unas curiosas bestias. Se trataba de unos animales voluminosos, de unos dos metros y medio de altura. Estaba cubierto con una gruesa pelambre, tenía una gruesa y poderosa trompa rodeada por dos largos colmillos rectos, orejas planas y patas gruesas terminadas en pezuñas como de cabra. Nuestros guías estaban aterrados y decían que eran los míticos demonios Méi pìgu yǎn mencionados en el poema “Cào nǐ Niáng” del famoso poeta Wǒ Cào de la dinastía Diǎo.
No sabíamos si creerles o no. El cardenal Orzaiolo era partidario de no hacerlo.
— Se trata de demonios de una religión pagana, es decir, falsa. Si creyéramos en ellos estaríamos implícitamente aceptando la validez de todas sus otras creencias, por lo que sus dioses sería tan verdaderos como los nuestros.
— ¡Todo lo contrario! — exclamó Rompiballe — Todos sabemos que sus dioses son demonios enviados por Satanás para alejar a estos pueblos primitivos de la Verdadera Fe.
— ¡No, no, no! ¡Mida sus palabras, Rompiballe! — terció Jabroni — Si sus dioses son demonios significa que sus demonios son dioses, o ángeles. Y eso que vemos allá no son ángeles sino unos enormes animales apestosos.
— Pero, ¿son reales o son una ilusión que el Gran Adversario ha creado para poner en aprietos a nuestra Fe?
— ¿O será el mismísimo Dios quien nos quiere poner a prueba como a Job?
— ¡Son animales, por Dios!
— ¡Ik iiiik ikikiiiikkkk ffff iik jjj jiii shwiiii kik kikkik iiiijiikfsssshwshwiii! — gritó el papa, saliendo de su letargo. Esto puso fin a la discusión y sus palabras se volvieron doctrina y dogma de fe. ¡Maldita infalibilidad pontificia!
Días más tarde aparecieron tres alpinos que venían de la guerra. El más pequeño de ellos traía un ramo de flores y la certeza de que moriría fusilado por enamorarse de la hija del rey Vittorio Emanuele IV, pero el más alto nos traía la respuesta acerca del origen y la naturaleza de las olorosas bestias: se trataba de los descendientes de los elefantes utilizados por Aníbal en las guerras púnicas, quienes se habían adaptado al medio ambiente montañoso y evolucionado en esos extraños monstruos, mitad mamut mitad cabra.
— ¡Lástima que no somos protestantes! ¡Podríamos oponernos al darwinismo y hacer pasar como ciencia una teoría delirante para hacer calzar la interpretación literal de la Biblia con las evidencias en contra que nos presenta la realidad! — se quejó Frocio — ¡Ay de aquellas épocas doradas en la que decidíamos qué era Verdad y qué era Herejía!
— No se queje, amigazo, y no añore el pasado — lo consoló Orzaiolo —, no sea cosa que haya alguien escuchando y nos termine echando en cara a Galileo y la Inquisición Española.
— ¡Ah, cómo me hubiera gustado vivir en aquellas épocas! — siguió Frocio, sin hacer caso. — ¡Nada mejor que el garrote vil y la mancuerda para tener razón!
— El cosquilleador español también es bastante efectivo — dijo el arzobispo Morley, que hasta el momento había permanecido en silencio —, pero yo prefiero los aplastapulgares. Son prácticos, económicos y fáciles de transportar.
— A mi la que me gusta es la pera — comentó Jabroni. — La he probado en carne propia y realmente las sensaciones de dolor que produce al ir abriéndose en el interior del ano son exquisitas. En cuanto salgamos de este predicamento les recomendaría que experimenten con ella, van a ver que vale la pena.
— Eeee, muy interesante — interrumpió Orzaiolo y luego continúo, murmurando entre dientes y cabeceando no muy sutilmente hacia los tres alpinos—, pero insisto que no deberíamos tratar este tema ‘nfr’ntemmdempnrs’nas m’sconocindas, n’sesim’expl’c’mmmmm…
— Ah, por nosotro no se priocupe, máistro, q’hemo visto en la guerra cosa piore — dijo el alpino del medio, mientras mascaba un tallo de edelweiss. — ¡Si le contásemo…!
Pero no dijo nada más. Sus compañeros también callaron y se quedaron mirándonos. Nosotros los miramos a ellos. Pasaron cuarenta minutos del más incómodo silencio, hasta que el más chiquito lo rompió:
— Si quieren, lo sacamo de aquí. ¿Pa’ dónde es que rumbean?
— Vamos para Francia. Pero no se molesten, podemos solos…
— No ej molestia, no se priocupe patroncito, que conocemo estas montañas como la palma e’ la mano.
Rompiballe se miró la suya y murmuró:
— Debería depilármela.
Así fue como los alpinos se convirtieron en nuestros guías por lo que quedaba de nuestro cruce de los Alpes.
— Eh… — en voz baja Frocio le preguntó a Morley — Los alpinos no son tiroleses, ¿verdad?
— No, no — le mintió el otro.
— Ah, qué alivio.
Días más tarde nos comimos a los sherpas. Por fin iban a resultar de alguna utilidad.
Cada vez vemos más elefantes montañeses. Si hubiéramos tenido tiempo y recursos habríamos cazado algunos y los hubiéramos domados para que nos llevaran en sus lomos. Hubiéramos viajado más cómodos.
Pero no podíamos y avanzábamos a duras penas. El agua helada estaba haciendo estragos con el papa, pero el muy terco se negaba a salir del tanque. Decía que su gruesa capa de grasa lo protegía del frío. O eso es lo que interpretábamos que decía con sus chillidos. En esa época las investigaciones sobre el lenguaje de los delfines aún estaban en pañales y, ¡encima!, el papa estaba resfriado, así que sólo podíamos conjeturar el sentido general de sus frases.
Deberíamos haberlo abandonado en el medio de las montañas. O habérnoslo comido. Pero no lo hicimos. ¡Maldita verticalidad eclesiástica!
La lealtad de los alpinos nos comenzó a resultarnos sospechosa cuando los oímos cantar:
Questa mattina mi sono alzato
o bella ciao, bella ciao, bella ciao ciao ciao
questa mattina mi sono alzato
e ho trovato l'invasor
Pero no tuvimos tiempo de hacer nada al respecto: varios cientos de partisanos nos tenían rodeados y nos apuntaban con sus rifles.
— Me transmitte sursum, Caledoni! — exclamó el papa, abandonando sus pretensiones de reclamar el trono de Francia. Dicho esto, su cuerpo perdió consistencia y se disolvió en una luz dorada y movediza.
— Potestatem obscuri lateris nescis — ironizó Orzaiolo, convirtiéndose en el nuevo papa, Su Santidad Beneplácito VIII.
Los partisanos nos llevaron prisioneros a su cuartel secreto en Slingia. Varios días permanecimos hacinados en una oscura celda, hasta que el líder se dignó a aparecer y a soltarnos un discurso:
— La prolongada y desgraciada guerra ha dejado una triste herencia de miseria, de barbarie, de anarquía; la organización de los servicios sociales está deshecha; la misma comunidad humana se ha reducido a una horda nómada, sin trabajo, sin voluntad, sin disciplina, materia opaca de una inmensa descomposición. La historia no se conforma con esta prueba. La humanidad tiende a la unificación interior y exterior, tiende a organizarse en un sistema de convivencia pacífica que permita la reconstrucción del mundo. La forma de régimen debe ser capaz de satisfacer las necesidades de la humanidad. No importa. Historia y política van estrechamente unidas; incluso son la misma cosa, pero de todos modos hay que distinguir entre la apreciación de los hechos históricos y la de los hechos y los actos políticos.
— No entiendo — lo increpó Rompiballe. — ¡Hable claro o calle para siempre!
— Dice que mañana los vamos a ajusticiar — terció una partisana. Era una hermosa mujer en uniforme de combate, con una camisa anudada que revelaba un generoso escote y un vientre terso y un pantalón con las piernas cortadas justo donde comenzaban sus muslos. Pese a la mala noticia que nos estaba dando nos las ingeniamos para eyacular todos al mismo tiempo.
— ¡Asquerosos! ¡Pervertidos! — exclamó indignada. Evidentemente no había visto nuestra descarga seminal como un elogio a su belleza y sensualidad. Las mujeres son unas desagradecidas, no cabe duda.
Al día siguiente fuimos todos llevados al patíbulo. Nos iban a colgar desnudos cabeza abajo, someternos a toda clase de humillaciones y luego fusilarnos. Esto nos alegró bastante, pues teníamos la esperanza de que quien nos humillara fuera la bella partisana y, si nos fusilaban primero, no lo íbamos a disfrutar como corresponde.
Pero ella no estaba allí, sino una multitud de toscos campesinos y obreros de temible aspecto. Nos orinaron, escupieron y golpearon. Nos cortaron la carne con hojitas de afeitar desafiladas y nos introdujeron todo tipo de vegetales en el ano. Nos dispararon con sus armas, cuidando de no herirnos en ningún punto vital. Nos obligaron a comer mierda y a beber guasca. Nos flagelaron con látigos de cuero de facóquero macho. Y nosotros gozábamos como benditos, pidiendo más y más.
Viendo que sus esfuerzos por ultrajarnos eran en vano, nos descolgaron y nos llevaron al paredón de fusilamiento. La bella partisana comandaba el pelotón y nosotros la saludamos con erecciones y posteriores eyaculaciones. La desgraciada nuevamente no supo apreciar nuestro gesto de admiración y dio la orden de disparar.
En ese mismísimo momento un helicóptero descendió de los cielos y de él bajo un hombre barbado vestido con una túnica blanca y una metralleta en cada mano, cuyos cargadores comenzó a vaciar contra los partisanos.
— ¡Deus ex machina! — exclamó acertadamente el papa, ya que el misterioso hombre no era otro que Nuestro Señor Jesucristo.
Muy pronto sólo quedaban los cuerpos sin vida de nuestros captores y fuimos salvados por el Hijo de Dios.
— Rajemos — dijo Jesús — Que las tropas aliadas están por llegar en pocos minutos y no creo poder contra todos.
— Esteee…, ¿No podríamos pedirte una gracia, Señor? — preguntó Frocio, con sus mejores ojos de cordero degollado.
Jesús miró su reloj con impaciencia, se mesó la barba, suspiró hondo.
— Bue, ‘sta bien. Es que hace tanto que no respondo las plegarias de nadie… ¿Qué desean?
Le dijimos. Nuestro Salvador hizo unos pases mágicos y muy pronto todos estuvimos cogiendo a la partisana resucitada. El único que no quiso fue Jesús porque decía que su madre y su esposa lo estaban mirando desde el cielo. Allá él, nosotros le dimos con ganas. Pero la muy desgraciada seguía sin gozar de nuestro amor. Por eso la volvimos a matar. Así iba a aprender.
Ya en su helicóptero Jesús nos increpó:
— ¡Si serán idiotas! ¡Huir a Francia! ¿En qué estaban pensando?
— Eso fue idea de Mariano XV. Nosotros solamente obedecimos.
— ¡Imbéciles! ¡En pleno Roma estábamos armando Odessa y ustedes ni se enteraron!
En una cañonera paraguaya nos embarcamos rumbo a Argentina, junto con otros criminales nazis que huían de sus responsabilidades.
Eran unos compañeros alegres y la cerveza corría las veinticuatro horas del día. Eso tenía como reacción adversa que los muchachos cantaran las veinticuatro horas del día una marchita prusiana de pegajoso estribillo:
Die Jungen peronistischen
alle gemeinsam gelingen
und wie immer werden wir
ein Schrei aus dem Herzen:
Heil Perón! Heil Perón!
Für diesen großen argentinischen
wer wusste, wie man gewinnt
die große Masse der Menschen
Kampf gegen das Kapital.
Perón, Perón, wie groß bist du!
Mein General, wie erwünscht!
Perón, großartiger Fahrer,
Du bist der Arbeiter!
Varias veces Frocio, harto de escucharlos, estuvo a punto de arrojarse por la borda. Finalmente dejamos que lo hiciera.
Rompiballe y Jabroni, tomados del hombro, contemplan desde la barandilla de proa, adivinando el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando nuestro destino.
— Son las mismas que alumbraron con sus pálidos reflejos hondas horas de dolor. — le comenta Rompiballe a Jabroni y luego le confiesa mirándolo a los ojos — Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida. Tengo miedo de las noches que pobladas de recuerdos encadenan mi soñar.
— No se preocupe, que el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar. Y aunque el olvido, que todo destruye, haya matado mi vieja ilusión, guardo escondida una esperanza humilde que es toda la fortuna de mi corazón.
— ¿Cuál?
— Que tan mal no nos va a ir en este país. Algo en el aire me lo dice...
— Es el Riachuelo.
— Ah.