Piso 13: Oficinas Gubernamentales
Se casaron un lunes, en la oficina de Matrimonios. Un póster en la pared decía “¡Bienvenidos a una nueva vida!” Belinda firmó los papeles con caligrafía prolija pero Bingo simplemente rubricó con saliva, dejando que su ADN testificara su presencia. Había tres salas procesando las parejas y las triadas – las estructuras familiares más grandes requerían de licencias aún más complicadas que la que ellos habían refrendado. Esta sala estaba pintada de azul y una de las paredes era una enorme pecera.
Tres de los peces le hablaron a Belinda pero ella los ignoró. Deseaba haber recordado que le anularan el Chip de Locura para la ceremonia, pero había sido una semana muy ocupada. Los peces oprimieron sus bocas contra el plástico que los separaba del mundo de ella. Perlas de palabras nacieron de sus labios, se escurrieron hacia arriba, atravesaron la barrera y susurraron en la sala.
Luego de que la computadora los declaró casados, Belinda y Bingo se quedaron parados allí, sonriéndole al otro mientras detrás los peces plateados nadaban de aquí para allá, de aquí para allá, como imitando las olas que nunca conocieron. Una cámara en la pared les sacó una foto.
En unos instantes una ranura de la pared escupió una bolsa plástica con dos llaves computarizadas, un marco plateado alrededor de la foto de boda y una lista de Derechos en un sobre de papel soluble que ya se estaba poniendo gris en los bordes.
El empleado les alcanzó las cosas.
–Este es el momento en el que te digo que debés tratar todo como si fuese nuevo– dijo ella –. Hay estudios que dicen que los matrimonios que más duran son aquellos en los que los recién casados comienzan a construir una nueva vida juntos.
–Gracias– dijo Bingo con una brillante sonrisa. Belinda se daba cuenta de lo feliz que él estaba y de cómo no podía parar de sonreír. Él la miró y los peces trataron aún más frenéticamente de decir algo, magullándose contra el plástico hasta que no quedó más que sangre y pedacitos plateados flotando en el agua, pero ella los ignoró y se concentró en Bingo y en pensar en mariposas.
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Piso 22: Sustitutos
–¿Las preferencias no cambiaron?– preguntó el técnico al atar a Belinda a la mesa de configuración. Las tiras se convirtieron en flores, campanillas de color lila que olían a incertidumbre.
–No– respondió Belinda. La pregunta la sorprendió. Ellos habían completado los formularios de casamiento hacía sólo dos semanas, incluyendo la lista de preferencias para su último sustituto. Era algo en lo que estado pensando desde hacía tiempo. Le habían dado su viejo sustituto cuando comenzó a tener sentimientos sexuales y lo había abandonado definitivamente hacía unos pocos años, cuando conoció a Bingo.
–¿Realmente la gente cambia sus preferencias a último minuto?– preguntó.
–No es que sus preferencias realmente cambien demasiado– dijo el técnico –. Pero a veces, después de pensarlo un poquito, se dan cuenta de cosas que no se habían dado cuenta de que las querían.
El técnico chequeó su tableta de datos.
–¿Ojos azules, cabellos rubios, pigmento de la piel marrón pálido, sin cicatrices, sin desfiguraciones, modelo de rostro Adán?
–Exacto– respondió Belinda. Ella había elegido un rostro genérico. No creía en apegarse con los sustitutos. Su padre había elegido conservar el que ella había usado durante su adolescencia en lugar de reciclarlo. Esa decisión era vagamente ilegal en virtud de un Estatuto que rara vez se hacía cumplir. Cada persona tenía derecho a un sustituto, el cual podía ser reemplazado cada vez que cambiabas de estatus, como habían hecho Bingo y ella al casarse. Pero su padre era del tipo sentimental. Se preguntaba cómo se las arreglaría él viviendo solo ahora que ella se iba del departamento.
Las correas de flores le hicieron cosquillas en sus muñecas. El perfume la atrapó y la arrastró al sueño, satisfecha y ensoñada mientras la máquina hacía su trabajo, midiéndola y calibrando al sustituto para adecuarlo a sus dimensiones.
Más tarde miraron el aspecto de sus sustitutos. Se sorprendió con las decisiones de Bingo: había sido más detallista que ella, como si hubiera querido diseñar una flor o una joya. El modelo de rostro era María y le había colocado elaborados tatuajes azules que cubrían como una membrana sus brazos y se extendían hasta sus pezones, medio ocultos por una larga cabellera roja.
A Belinda le gustaba el aspecto más simple de su sustituto y le encantaba saber que había sido diseñado específicamente para ella, que iba a oler y sentirse bien, que era
suyo de una manera que ninguna otra cosa podía serlo.
–Se los enviaremos mañana, luego de que les realicemos la calibración final– dijo la empleada. Firmaron tabletas de datos –. Felicitaciones– siguió, con un tono desinteresado y corroboró que sus nombres estuvieran correctamente escritos.
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Piso 77: Servicios Mentales
En el piso 77, Belinda hizo que le resetearan su Chip de Locura para que estuviera incluido en su matrimonio. Ella sabía que los Chips eran sutiles, alteraban tus percepciones, te mostraban el mundo del modo en el que lo querías ver. Cuando se peleó con Angie, su mejor amiga, lo seteó para no verla por una semana, incluso si la otra chica estaba parada frente a ella y gritándole en la cara. Cuando se le pasó porque extrañaba a Angie se dio cuenta de que la otra se había ido, se había mudado.
–No quiero que el Chip cambie a Bingo– le dijo a la doctora –. Déjelo que permanezca constante.
La doctora manipuló la máquina, recalibrando la máquina con sus dedos cortos y rechonchos.
–¿Quiere que las alucinaciones se incrementen o que se reduzcan?
–Lo que quiero– dijo Belinda –es que todo parezca ser más significativo de algún modo. ¿Puede hacer eso?
–Por supuesto– respondió la doctora. Oprimió unos pocos botones más y se convirtió en una medusa gigante que flotaba en el aire, reluciendo grasosamente –. ¿Qué tal así?– su voz sonaba amortiguada, como si estuviera en el agua.
–Perfecto– dijo Belinda
Bingo estaba en la sala de espera. Se había puesto sus mejores ropas para la boda: pantalones negros resplandecientes, un aro de plata en una oreja, la barbita cortada en punta. Sus pies estaban descalzos. Hablaba con un nene junto a él pero se interrumpió cunado apareció Belinda. Le sonrió mientras se levantaba.
–¿Lista para ir a casa?– preguntó.
Detrás de él, el nene se convirtió en una rana, en un charco, en un gatito de grandes ojos.
–Perfecto– dijo Belinda, nuevamente.
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Ascensor 17-3
En el ascensor, entre los pisos 45 y 75, Belinda dijo:
–¿Nunca pensaste instalarte un Chip de Locura? La vida es más interesante con ellos.
Él la besó a pesar de que habían otras dos mujeres en el ascensor.
–La vida ya es interesante.
La mujer joven resopló y miró a la pared; la más vieja les sonrió antes de bajar en el piso 82. Belinda vio estrellas en sus ojos, promesas en su sonrisa, augurios desbordando de la bolsa de red que llevaba.
En la tienda compraron un nuevo cobertor de cama, vajilla, líquidos limpiadores. Ordenaron una variedad de comidas y eligieron el color de sus paredes. A Belinda le gustaba un patrón de diamantes amarillos y blancos porque le parecía que si lo mirabas fijo durante un buen rato se veían figuras bailando en él, arlequines que levantaban y bajaban sus zapatos puntiagudos mientras hacían cabriolas. En su cabeza ella lo escuchaba como una complicada marcha.
Bingo la miró dubitativo. A él le gustaba un color azul liso. Pero la dejó elegir la decoración de las paredes y a cambio ella lo dejó elegir una alfombra de color gris apagado salpicado con colores tierra que parecía que uno caminaba sobre guijarros de tela y que sonaba como un suave canturreo en clave de do.
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Piso 689: Departamentos de la Hoja Verde
Los pisos del 650 al 700 eran los Departamentos de la Hoja Verde. Ellos iban a vivir en el 689, en un ambiente que daba a uno de los cuatro grandes espacios huecos dentro del sector.
Se besaron cuando entraron, tirando sus bolsas que levantaron una nube de mariposas detrás de la puerta. Las cortinas combinaban con las paredes, las cuales habían sido preparadas mientras viajaban en el ascensor. Era la mayor distancia que Belinda había viajado en un día en el Edificio. Bingo había salido de él y había ido a otros dos Edificios, pero ese tipo de viaje nunca le había interesado a ella. Por lo que había visto en los holovideos, cada lugar se parecía a los demás. Belinda besó la punta de la nariz de Bingo antes de acercarse a la ventana y mirar hacia afuera.
Unos portales marcaban los lados de las paredes de las unidades habitacionales y estaban unidos por tirolesas con las que las personas rodeaban el espacio con líneas de mano. Debajo había un gran parque verde, cubierto de alfombras de pasto y plantas en macetas. Sobre este estaba la red que atrapaba cada muerte de obispo a aquellos que se caían a pesar de los arneses de seguridad, además de las multitudes de jóvenes a los que les encantaba caer y aterrizar en la elástica suavidad del campo.
Bingo empezó a hacer la cena y ella reacomodó los almohadones en el sofá. Luego desempacó sus ropas y las colocó en los estantes y en los armarios de pared. Bingo entró oliendo a especias y a vapor y la besó nuevamente.
Bingo trabajaba en publicidad y Belinda era ayudante de diseñadora textil. Así fue como se conocieron. Belinda no creía que fuese una historia romántica, pero Bingo la contaba como si estuviera escribiendo un aviso de ella: La Vi y Entonces Bang Quieto Corazón. Cuando Bingo hablaba así la hacía sonreír a Belinda.
Luego de la cena cojieron, y luego volvieron a cojer. Bingo le mordisqueó las orejas y ella le cosquilleó los pezones y se entregaron mutuamente y murmuraron cosas dulces hasta que se durmieron.
Antes del desayuno sacaron a los sustitutos de sus cajas y los encendieron moviendo la perilla detrás de sus cuellos. Los sustitutos cobraron vida en un clic, sus amplios ojos focalizándose en los rostros de Bingo y Belinda. Luego de darles órdenes, ambos fueron a la cocina y empezaron a desayunar. Luego María apareció y comenzó a guardar sus pertenencias. Mientras ellos desayunaban los sustitutos trabajaban.
Un animal salió de la caja en la que había estado Adán. La caja se disolvía en el piso, junto a la otra. Belinda no sabía qué era. Tenía la forma habitual de un animal. Dio unas vueltas carnero por el piso e hizo que Belinda riera.
–¿Qué pasa?– dijo Bingo. La miraba a la cara, observaba el movimiento de sus ojos siguiendo los avances y retrocesos del animal, que tenía piel púrpura y pelaje hecho de fideos.
–El chip a veces me hace ver cosas graciosas– respondió. Él estiró sus brazos y tomó su mano.
–¿Más graciosas que yo?– dijo. Detrás tenía al animal, colgando del cielorraso. Sus fideos caían brillosos y fláccidos. Entraron los sustitutos; habían terminado y por eso se iban a su armario, ignorando a Belinda y a Bingo.
–No creo que seas gracioso– dijo ella.
Cojieron sobre la mesa de la cocina. Las alacenas le hablaban a Belinda mientras ella se sacudía para adelante y para atrás, agitando sus lenguas de enchapado. Cantaban canciones folklóricas, oh querida Clementina y colinas verdes saltando hacia mi amor y dulce dulce ambienclima veraniego.
Los domingos iban a cenar a lo del padre de ella. Los acompañaban los padres de él, que aún estaban casados, y el otro padre de ella, que no lo estaba. Este padre, Padre Bob, trabajaba como gerente de un restaurante y se alimentaban bien con lo que había sobrado de la última noche en el restaurante, simulacros con forma de criaturas más caras hechos de hongos, vieiras y langostinos de carne firme y exquisito caviar anaranjado.
Padre Anton trabajaba en un estudio noticioso y les contaba sobre los Presentadores, qué cosas les gustaban, qué cosas decían. Tenía una ferviente admiración por una Conductora Matinal, una rubia alegre con la cuarta parte de su edad, y cuando contaba historias sobre ella lo hacía en un tono muy bajo, como un primitivo hablando de Dios.
Bebían litros de cerveza casera, que destilaba en la cocina la madre de Bingo, y luego jugaban a las cartas en la mesa mientras que la holovisión daba estridentemente noticias del Edificio.
Padre Bob conservaba los sustitutos, el de Belinda y el propio, y los sacaba casi todo el tiempo para que le hicieran compañía. Ella había ido un par de veces a buscar las pertenencias que se había olvidado y los había encontrado a los tres viendo holovideos. El de ella tenía el tamaño de un chico de catorce o quince años y estaba tirado en un sillón mientras que el otro sustituto se recostaba en el sofá junto a Bob.
Ella había decorado sola al lugar pero, desde su partida, Bob había estado llevándolo lenta pero inexorablemente hacia su propio estilo. Los recipientes del restaurante llenaban la heladera. Él había colgado varias fotos viejas rescatadas de la última remodelación, para la cual Belinda había diseñado la tela. Las fotos mostraban hojas y luz dorada y flores como grandes copas blancas ahogándose en el agua azul. A ella no le gustaban las imágenes del agua. El tanque en la oficina de Matrimonios la había horrorizado.
Se dio cuenta de que Padre Bob le estaba hablando a ella.
–¿Qué?– dijo
–¿Estás bien?– se levantó del sofá y la miró de cerca. En la pared detrás de su padre las fotos ondularon y se mecieron como si fueran ventanas a un vasto lago movido por las mareas.
–Claro que sí– dijo –. Sólo estaba pensando cómo fue crecer con vos y Padre Anton–. A ella le gustaba más el nuevo lugar, le gustaba el pequeño balcón, la vista hacia el parque. Aquí era ciertamente más tranquilo, un poco más privilegiado, pero no había que olvidarse del barullo que lo rodeaba, la gente que iba y venía por las tirolesas, tomando un atajo por el vacío en lugar de circundar el área habitable.
–Tu infancia fue mucho mejor que la mía– dijo él. Era un estribillo familiar y ella filtró los detalles de cómo la familia de su padre había trabajado en mantenimiento por años hasta que finalmente tuvieron la oportunidad de emigrar a este Edificio, bien arriba del planeta arruinado y putrefacto. Los disturbios por comida. El frío.
Ella sabía que Bob había mendigado en las calles y que había sido muy bueno en ello. El mismo encanto y el mismo desparpajo que tan bien le venían para manejar al restaurante le habían servido para obtener de las personas dinero, comida y un sillón donde dormir. Por varios años tuvo una existencia nómada, alternando el estar bajo techo con el dormir en la calle, hasta que finalmente se asentó un poco más. Se mudó con Anton dos años antes de que decidieran tener a Belinda. Y ahora para él la vida era buena. Se podían permitir que los sustitutos hicieran su trabajo diario, dejándolos a ellos concentrarse en las cosas importantes.
Belinda era de tipo Creativo, siempre lo había sido, y ella apreciaba la oportunidad que los linajes de Anton y Bob le habían dado, evitándole tener que abrirse camino desde un trabajo menos interesante. A ella le gustaba lo que hacía y era buena haciéndolo.
Unas abejas frenéticas, de color violeta, regaliz y acerado, se enjambraron en el aire y ella casi se estremeció.
–¿Para qué seguís conservando ese chip?– dijo Bob –. Ya no sos más una nena, Belinda. No necesitás entretenimiento constante.
–Me hace ver las cosas diferentes– respondió ella –. Me mantiene alerta.
Le gustaba su mundo inesperado, escondido para la mayoría de las personas. Le gustaba saber que ella y sólo ella podía ver las caras en el revestimiento de la pared, las espadas en la hierba, los árboles ambulantes que desfilaban por el parque bien tarde cada noche oscura, cuando casi todo el mundo dormía y los sustitutos estaban en el armario a menos que Bingo ya los hubiera llevado a su cama.
A veces Belinda se preguntaba cómo sería la vida sin los sustitutos. La mayor parte del tiempo no lo hacía. Los sustitutos estaban allí para hacer las tareas que les habían asignado, pero también en caso de que uno de ellos quisiera tener relaciones sexuales y el otro no. Dos semanas luego de la boda Belinda no tenía ganas así que Bingo se trajo su sustituto y se lo cojió en la cama junto a ella.
Luego de eso ella se excitó. Cuando Bingo apenas se dio vuelta ella fue a buscar su propio sustituto. Su poronga gomosa estaba parada como un consolador color caramelo. Primero el sustituto le chupó la concha, sus labios vibrando mientras ella se retorcía, luego se la garchó. Ella pensó que tal vez Bingo iba a calentarse de nuevo, que iban a caer en un bucle sexual infinito, pero él siguió roncando.
La sorprendió lo mucho que pensó luego en el hecho. Los sustitutos estaban diseñados deliberadamente para que no parecieran personas reales. Sus ojos no te seguían bien y había una extraña transparencia en su carne. Por eso no había sido como si Bingo se hubiera focalizado en otra persona, con sus ojos semicerrados, mirando a alguna parte de su interior. ¿Habría estado pensando en ella? Se sintió extrañamente reacia a preguntarle, pese a que siempre habían sido honestos uno con el otro acerca de lo que les gustaba y lo que no les gustaba en la cama.
En el cumpleaños de Bingo, Belinda hizo una torta mezclando los contenidos de un paquete con el de otro y dejándolos asentarse dentro de un molde plástico con forma de anillo. Lo hizo ella sola y lo glaseó, pintando la superficie blanca con peces verdes, flores punk y guitarras amarillas. La torta le cantó mientras la pintaba y más tarde esa mañana ella despertó a Bingo cantando junto a la torta la canción favorita de él: “Nena, nena florcita.”
Ella llegaba a casa antes que Bingo y se le hizo costumbre usar al sustituto ni bien entraba y después se duchaba de modo que lo recibía recién bañada y lista para hacerlo en el pasillo, en la mesa, en el balcón. Hoy se lo cojió y se duchó mientras su sustituto y el de Bingo colocaban serpentinas verdes y rosas que ella se había robado del trabajo.
Varios de los amigos de ambos vinieron a cenar. Privadamente ella consideraba que los amigos de él eran transitorios y ella lo escuchó a él decir que los de ella eran insulsos. Alfa y Veronika escribían musicales, Jonny y Leeza trabajaban en compras para una marca de ropa. Veronika también tenía un Chip de Locura, pero ella lo justificaba diciendo que lo usaba con fines creativos.
–Te permite escudriñar la psiquis de los artistas realmente grandes– se entusiasmaba –. Van Gogh. Pound. Bacon. ¿No te ayuda a pensar algunos diseños maravillosos, Belindita?
–Seguro– dijo Belinda. Miró a todos lados. Había impreso algunos de las muestras de tela del trabajo. Las había colgado de las paredes en extrañas formas trapezoidales, dobladas hacia adentro y hacia afuera como si fueran planos para construir rocas. Deseaba no haber elegido el amarillo para las cortinas pero cambió de idea cuando mariposas color narciso salieron volando de la tela y escribieron en el aire:
¡Vamos, Belinda, sos grandiosa!
Bingo flirteaba con Veronika; le preguntó qué le hacía ver el chip y la miró con ojos muy abiertos, casi, pero no del todo, burlones. Veronika mordió el anzuelo y no paraba de hablar. Por encima de su cabeza, Bingo le lanzaba miradas irónicas a Belinda hasta que esta tuvo un ataque de hipo por aguantar las risitas.
Bebieron vino, comieron, jugaron a las cartas. A Belinda le costó mucho focalizarse en las manos y Bingo le dijo, un poco irritado:
–¿No podés concentrarte ni en la cosa más pequeña?
Eso la hizo querer llorar. También hizo que las cartas se volvieran más borrosas.
–Uh, nena– dijo Bingo, arrepentido al instante. Tomó las cartas de ella y las puso boca abajo sobre la mesa, llevó la mano de Belinda a sus labios y se la besó –. Nena, lo siento. ¿Qué sucede?
–Algo que vi. Algo que me mostró el chip– mintió.
Bingo frunció el ceño. Mucho más tarde, luego de haberse ido a la cama, preguntó:
–¿Para qué conservás el chip? Ahora me tenés a mí.
–Hace que el mundo sea menos aburrido.
–¿Acaso lo que yo hago no es suficiente?
Ella vaciló, no sabiendo qué decir.
–Es que hay veces que no estoy con vos.
Él no respondió. Se quedó silencioso en la oscuridad. Luego de un rato ella dijo:
–Puedo hacer que modifiquen el chip para que no se active cuando estás conmigo– las palabras salieron de su boca y se inflaron como globos brillantes, de color coral y ámbar y calabaza y oro.
–Está bien– respondió él inmediatamente.
Al día siguiente ella hizo la modificación. Era sencillo. En el ascensor ella volvió a casa montada en olas azules y sus pies se transformaron en peces, en pájaros, en gatitos, y luego Bingo se acercó por el pasillo hacia ella y todo desapareció.
Aquella tarde fue extraña, sentada a la mesa frente a él, comiendo alimentos que se quedaban quietos y callados en el plato. Se acurrucó junto a él en el sofá y se abrazaron mutuamente en la gris quietud, mientras que los diamantes púrpura se quedaban quietos como estatuas en la pared.
Cuando Bingo no estaba cerca, ella podía cojer con el sustituto y cabalgar sobre rieles plateados de aromas, podía oprimir sus manos en la piel de él y sentir ciempiés retorciéndose debajo, podía ver sus ojos llenos de narcisos y rosas.
A veces se escondía de Bingo, se metía en el armario y cerraba sus ojos. Las ropas la envolvían con sus mangas y ella navegaba entre estrellas y fuegos artificiales. Podía sentirlo afuera en la puerta como un ojo plomizo, como una nube de humo. Quería que Adam se escabullera por detrás de él y entonces... ella no estaba segura qué. Ella no estaba segura de ningún “qué”. Y por eso oprimía más sus ojos y pensaba en luces y en sus ecuaciones, números en el interior de su cabeza, y trataba de soñar aunque se forzase en mantenerse despierta.
No era suficiente. Empezó a pensar que ella había aceptado cosas demasiado rápidamente. Le dijo a Bingo:
–¿Qué pasaría si hago que me toqueteen el chip para que funcione un pelito mientras vos estás cerca?
El rostro de él se ensombreció.
–¿Por qué?
–Me ayuda a pensar– dijo. Le prestó atención a la comida en la mesada frente a ella, preparando la cena. Puso una rodaja de pan en cada plato, luego una feta de queso en un ángulo, de modo que la comida formara una estrella de ocho puntas.
–¿Tenés problemas al pensar?
–A veces– dijo ella.
–Pero sólo cuando estás conmigo.
–No importa– dijo. Vertió salsa blanca sobre el queso formando un espiral y luego le espolvoreó escamas verdes. Podía sentir como él la miraba.
–Quiero que seas feliz, Belinda. Vos lo sabés.
Entonces por qué querés que yo sea una cosa diferente a lo que soy, pensó. Pero no dijo nada en voz alta. Fue la primera vez que ella se censuró por el bien de Bingo y aquella noche tuvo insomnio, pensando qué significaba eso. Junto a ella Bingo respiraba los largos y lentos sonidos del sueño y no se movió cuando ella se levantó y se fue al otro cuarto.
Allí, sin Bingo, una enorme figura dorada con forma de ocho flotaba en el aire, centellando un significado que ella no podía adivinar. Se sentó en el sofá. Su sustituto se movió en el armario, salió, se sentó junto a ella. Estaba listo a hacer cualquier cosa que ella quisiera, pero lo único que ella hizo fue tomar su mano, plástico y carne entrelazándose.
Al día siguiente Bingo dijo:
–Podés deshacerte del chip. Es tonto. La gente se burla de vos porque lo tenés.
Eso la estremeció hasta la médula.
–¿Quién se burla de mí?
–Todo el mundo– dijo Bingo –. Tus amigos y los míos. Incluso Bob y Anton piensan que es gracioso.
Ella pensó que eso no podía ser cierto. Pensó en Bob sentado con su propio sustituto y el que ella había descartado, una familia plástica. Sabía que estaba mal pensar en ellos de ese modo, sabía que era como tener una amistad con una tostadora o un reloj. Pero entonces Bingo dejó el cuarto y la tostadora le sonrió, gorjeó un hola y sacó dos rodajas de pan tostado, perfecto y moreno, tal como a ella le gustaban, pese a que no había pensado en hacer el desayuno.
Cuando volvió a casa desde el trabajo, Veronika estaba sentada en el sillón.
–Bingo me dejó entrar. Se fue a comprar algo al almacén. Belinda, querida, tengo que hablarte de algo.
–El chip– dijo Belinda. La miró a Veronika, a sus lustrosos cabellos rojos, a sus grandes ojos.
–Bingo cree que querés otra cosa, que es por eso que no abandonás al chip.
El rostro de Veronika estaba demasiado atento. Belinda se imaginó a los dos analizándola a ella, analizando al chip. Analizando la insatisfacción de Bingo. Se sentía como una traición terrible.
–Andate– dijo
Esperaba que Bingo sacara el tema nuevamente aquella noche pero, sin embargo, él dijo:
–¿Alguna vez pensaste que podríamos cambiar nuestro matrimonio, convertirlo en una triada?
–No me quiero casar con Veronika– respondió ella, sin preámbulos. Él se sonrojó por la precisión de la suposición –. ¿No te es suficiente tu sustituto?
–Tengo un sustituto. Lo que no tengo es a vos.
Eso la hizo sentir como una posesión, como una cosa, como una tostadora. No sabía que decir, cómo asegurarle que él no la
necesitaba a ella.
Con voz cansada dijo Bingo:
–Vamos a la cama. Pensalo. Lo seguimos hablando por la mañana.
Ella se fue a mitad de la noche, mientras él dormía. Viajó al Piso 77, a una de las muchas oficinas del edificio que nunca cerraban. Mientras iba en el ascensor los botones le cantaban, la alfombra la aconsejaba, las luces se quitaban olas de calor que se asentaban sobre ella como una túnica de plumas.
A la mañana él dijo:
–¿Lo pensaste?– pero ella seguía hablándole a las alacenas, por lo que exclamó –¡Creí que habías hecho que el chip no funcionase cuando yo estaba cerca!
–Es una hermosa mañana– le dijo Belinda a la mesa, mirando las vetas de la madera derretirse y formar charcos. Y luego ella giró y se fue sin mirarlo, porque ya no lo veía más y sólo quedaba una cosquilla en su memoria.