Numero 15
Aranjuez
Enrique Decarli

Juan, 18:38.

Yo soy de esas personas que por nada del mundo entraría a una iglesia. Salvo. Como sucedió esa tarde. Que al pasar por la puerta escuche una voz amplificada por altoparlante diciendo que el Señor es macanudo. El coro de fieles completó la frase y entendí, por la cadencia, que la fórmula venía a reemplazar al clásico y bien conocido ida y vuelta en que el cura dice El Señor esté contigo y los fieles responden Y con tu espíritu. La cuestión es que en esa iglesia que jamás había visto, aparentemente, el Señor no estaba con nadie sino que el Señor era macanudo y es más, según el coro de fieles: Macanudito.
Entré. Claro. Qué otra cosa podía hacer.
El lugar se caía de gente y el cura o el diácono, si bien seguía hablando, por el momento permanecía oculto. Pensé en un religioso de vanguardia. Un hombre poco solemne que gustaría de mezclarse entre la gente, caminar los bancos e incluso sentarse, como buen pastor, en medio del rebaño. Me apoyé contra la puerta de entrada. Crucé las manos atrás y flexioné una rodilla en posición de descanso. Por primera vez en mi vida escuchaba, muy atento, un sermón interesantísimo y de lo más llevadero.
El tipo decía que Dios era un pingo. Un pingazo. Que debíamos acercarnos a él igual que a un amigo y no por interés o miedo a perder un pedazo de cielo. A esos, Dios les tenía reservada flor de sorpresa y puso más énfasis en la flor que en la sorpresa. Dos especies de patovicas alados de remeras apretadas, lentes oscuros y piel naranja les negarían la entrada así como en la tierra los patovicas de un boliche revotan en la puerta, uno tras otro, a los chicos feos. A los Otros, en cambio. A los infieles por convicción. Los que nunca se habían acercado a Dios por convencimiento real, pobres diablos, débiles de espíritu que no habían podido forjar la fe necesaria que permita creer que un Dios así, un tipo macanudo, un pingazo fuera posible. A esos. A los Otros, los patovicas los dejarían entrar y los llevarían a una oficinita donde Dios se presentaría. Daría a conocerse estrechando una mano fuerte y diciendo: Bueno. Acá estoy. Yo soy Dios. A lo que seguía, para romper el hielo, una palmada cariñosa en la espalda, una charla muy informal y finalmente el changüí. Así dijo por increíble que parezca: En presencia de Dios, finalmente el changüí. El changüí de retractarse de toda una vida tibia y conseguir un lugarcito medio de segunda en una zona del cielo también de segunda pero bueno: ¡Qué joder! gritó la voz. Igual que esos complejos habitacionales que regalan los gobiernos en épocas electorales, al fin y al cabo, un lugar, en el cielo, y eso sólo para empezar: Un sueldo mínimo en una empresa yanki. Siempre existían posibilidades de ascenso. Debíamos creerle. La vida eterna era mucho. Mucho tiempo.
El hecho de no ver el cuerpo del orador agravaba mis impresiones. El sermón se volvía más inmaterial. Menos tendencioso y, si se quiere, más celestial. Ya empezaba a darme vueltas la idea de que la voz, en verdad, fuera sólo eso: una voz. No una voz grabada, se entiende. Sino la voz del Mismísimo que ese día, por obra de vaya uno a saber qué clase de milagro, se había hecho presente en la iglesia. A la impresión de la voz y el altar vacío, vino a sumarse la cruz. Una cruz enorme sin el Cristo crucificado. Evidentemente Cristo había estado alguna vez ahí. De yeso quiero decir, porque en una zona de la madera se veía más claro, y bien claro, el contorno de un cuerpo crucificado. No se trataba, por supuesto, de una aparición, sino más bien de una constante que vengo observando a diario y es lo mal que trabaja el personal de limpieza. Uno encarga que se repasen los muebles y basta que haya zonas que no se vean para que no se las repase. Según deduje: éste era el mismo caso. Los encargados de lustrar la cruz no lustrarían debajo del Cristo por la sencilla razón de que debajo del Cristo no se ve la madera. La estatua se habría roto y la estarían arreglando. Descolgado el pobre Cristo, habrían quedado en evidencia las mañas del personal de limpieza y quizá ya estuvieran de patitas en la calle porque pocas personas conocí más exigentes y menos inclinadas al perdón que las muy católicas. Pero volviendo a lo importante, lo importante es que en ese momento, equivocado o no, yo pensaba que, lógicamente, con lo mal que está la Iglesia debido a la deserción creciente de fieles y a los cambios de paradigmas en la fe, nadie iba a permitir el lujo de suspender una misa tan concurrida por el detalle casi burdo de la ausencia de Cristo en la cruz. Y este pensamiento siquiera lo hubiera mencionado, si no fuera que en ese preciso instante vi a Cristo. Perdón: al menos vi a un tipo en cuero. Un tipo lastimado debajo de una costilla y un chiripá cubriéndole las partes. Un tipo alto, barbudo. Pelo largo y corona de espinas en la cabeza que sangra. Un tipo de estigmas, en las manos y en los pies, que salía de entre los bancos al pasillo central. Cristo, me dije cuando lo vi. Cristo, así vestido y el micrófono en la mano, hacía malabares para no enredarse los pies en el cable. Se me pusieron los pelos de punta. Me puse firme e hice la venia, gesto del que enseguida me arrepentí. Creo que Cristo me vio de reojo porque sonrió y por primera vez en mi vida, lo juro, me persigné a conciencia. Cristo repitió que el Señor es macanudo y yo, no sé cómo, sumado al coro de fieles, me sorprendí diciendo Macanudito.
Después de la sonrisa de Cristo, aun sin saber si me la había dedicado, me relaje en posición de descanso y Cristo siguió con lo suyo: el sermón y mantener a raya el cable del micrófono. Fue entonces que se me disparó la idea de que ese Cristo, tan a imagen y semejanza del de estampitas y Franco Zeffirelli, no podía ser el verdadero Cristo. Había sido un estúpido al creer por un segundo. La supuesta aparición no se trataba de ningún milagro sino pura y simplemente de un robo. Cristo era integrante de una banda que en ese momento tendría al cura o al diácono amordazado en el confesionario, en la sacristía o en alguna otra dependencia interior y cuando llegara la oportunidad acordada, cerrarían las puertas y nos desvalijarían a todos. Pero había que ver, eso sí, la desenvoltura del tipo. Si el Cristo era un ladrón, era, además, un caradura, y sin embargo de caradura no parecía tener nada. Compuse otra hipótesis. Cristo era Cristo. Pero también un ladrón. Y no venía en misión celestial sino a robar, que es lo que hacen los ladrones. Los instantes finales de su vida habían sido los más perniciosos, su historia de santo caía, estrepitosamente, por la borda o por la cruz. Los ladrones, uno a cada lado, le habrían comido la cabeza con una vida de recuerdos bien placenteros y propios del hampa. Antes de morir habrían sellado el pacto. Resucitarían los tres porque si resucita uno resucitamos todos, habría dicho el ladrón más influyente en Cristo, el Mal Ladrón. Al tercer día, la banda estaría operando por los siglos de los siglos: Amen dijeron los feligreses. Estaba servido el banquete del Señor y, al menos por ahora, los otros dos ladrones no habían aparecido.
Los fieles formaron una fila ordenada y lenta hacia el altar. Cristo, rompiendo las costumbres forjadas en dos mil años de Cristianismo, esperaba parado pero sin cáliz. No pude dejar de pensar de qué manera cumpliría el ritual sin hostias. Qué diría. ¿El cuerpo de Cristo?, diría. Probablemente no, porque El cuerpo de Cristo era él. Un tipo así, además, capaz de decir que el Señor es macanudo, bien podría decir, por ejemplo, “buen provecho”. O no decir nada y chau. Pero lo que nunca pude imaginar, fue que empezara a hacer lo que vi. Porque eso que Cristo hacía frente a la columna de feligreses tiene el mismo nombre acá y en Galilea. El chiripá había caído al piso: el primer feligrés se arrodillaba y después del asombro por el (digamos) tamaño ingenio de Cristo y, sobre todo, por la voracidad con que los fieles comulgaban, pensé varias cosas. Una. Que no está tan mal la idea de comulgar el elixir mismo de la vida, más cuando pertenece a quien pertenece. Dos. Que es muy profunda y muy grave la necesidad que tiene la gente de creer en cualquier cosa capaz de salvarla. Y tres. Que la iglesia debe revisar los niveles de censura porque, evidentemente, lo que la gente desea es otra cosa. Los feligreses comulgados volvían por los pasillos haciendo buches y, por supuesto, no faltó el que apoyó una mano contra la pared y, como un borracho vomitando, escupió el elixir contra un rincón.
(De joven, cuando alguno en la barra traía novia nueva, la pregunta obligada. La pregunta de cajón, era si la tal novia tragaba o escupía. Mis novias, sin excepción hasta el punto de frustrarme, escupían. Sin excepción hasta el punto de convertirme al ateísmo, fueron católicas. La simiente del mal, me decían los muchachos. Y no es curioso que entonces me haya acordado de esto porque ese cristiano que también escupía, escupía la simiente del bien. Es así. No habrá nunca nada que hacerle. Hay gente que escupe y gente que no, que prefiere tragar, que le gusta tragar y yo acabo de escupir, de sacarme de encima, una frustración de cuarenta y pico de años.
El segundo recuerdo que filtré en ese momento me encuentra bastante más chico. Un nene apenas. Ocho años, anotado en un curso de catecismo. Siempre pensé y el tiempo me dio la razón, que esa decisión familiar fue más para sacarme de encima que movida por la fe. Las hostias se me pegaban en el paladar y me producían arcadas. Mientras revolvía con la lengua ―y, muy disimuladamente, con los dedos― pedazos medio disueltos, no podía dejar de imaginar a Cristo desnudo, éste es el recuerdo concreto: Cristo, clavado en la cruz, pero desnudo. La religión ya me había hecho sus primeras marcas y me sentía culpable. Tanto, que no me decidía a comentárselo a mis compañeros y mucho menos a confesarlo. Poco a poco construía mi camino hacia el pecado porque ahora, además, mentía. Cuando el cura (un gallego simpatiquísimo) me decía: Dime tush pecaditosh, yo le decía que hacía lío en casa y que no hacía la tarea del colegio y cuando, no conforme, quizá sospechando o intuyendo algo más oscuro en mí, me preguntaba: Qué mash, hijo, tenía que mentir, ¿podrá creerse? Tenía que inventar pecados porque la verdad, que era un maniático sexual de ocho años que odiaba la hostia: esa verdad, no la podía decir ni bajo secreto de confesión). Y así cierro el paréntesis que desemboca donde desembocan todos los paréntesis que me avergüenzan de mi personalidad. En otro. En un tercero al que los traslado. Y quién podría ser ese tercero sino el pobre Cristo ―que ahora daba un espectáculo pederasta haciendo comulgar al monaguillo. Claro que Cristo, negado tres veces por el mejor amigo antes de que cante el gallo y vendido por un puñado de monedas, no se haría mucho problema por mí, un don nadie que le desconocía entidad celestial para pensarlo a él como el único maniático sexual escapado de un hospicio y llegarían (ya podía escucharlas, tanta era la transferencia) las sirenas de ambulancia de la que bajarían dos enfermeros forzudos que devolverían a Cristo al chaleco de fuerza y al lugar del que nunca debería haber escapado.
La escena en la iglesia sería de absoluta estupefacción. Los enfermeros abrirían las puertas de una patada. Gritarían un nombre, tal vez Ramón. ¡Ramón: vení acá…! Ramón empezaría a correr por toda la iglesia, en bolas y a los gritos y la escena (grandiosa escena reproducida en cámara rápida) sólo podría tener tres canciones. Una. La más famosa de Benny Hill. Dos. La música de El Llanero Solitario y tres: Caballería rusticana, más conocida como Lo corrieron de atrás… Los feligreses comulgados sorprendidos y estafados en su buena fe se convertirían en una máquina de meterse los dedos en la garganta hasta vomitar el hígado sobre el altar y los buenos lectores del Nuevo Testamento (si es posible encontrar uno dentro de una iglesia) concluirían, sin más, en la cercanía del fin del mundo ―de muestra basta un botón―: ya aparecían en la tierra los falsos profetas. Véase Apocalipsis 13 y dispénsenme de relatar, en detalle, la escena del beso de la paz. Aunque sólo unas pinceladas.
Los feligreses, en grupos dispersos por la iglesia y más que reunidos, enlazados como perros, competían por la mayor singularidad para integrarse en la forma más heterogénea en cuanto a sexo, edades, condición social y económica, posiciones dominantes y pasivas donde todos, de la mejor manera posible, dieran y recibieran la paz a la vez. La imagen era, por lo menos, empalagosa. Había visto mucho. Más que en toda mi vida. Me senté en el piso. Recogí las piernas sobre el pecho y metí la cabeza entre las rodillas.
Hay un concierto que a mí me gusta mucho. El Concierto de Aranjuez. El sinfín de gemidos no se parecía en nada a Aranjuez. Y no podría asegurarlo, porque pudo haber sido sugestión. Además, Aranjuez, si remite a alguna tradición, no es precisamente a la católica. Pero en el fondo de esa música se oía, como en el Segundo Movimiento de Aranjuez, una plegaria. Una plegaria encantadora. Que hechizaba quiero decir. Los hechizos (se sabe) se rompen a medianoche. Por eso pensé: cuando salga de acá, en la calle voy a encontrar la noche. Las doce de la noche y el hechizo roto. Los zapallos otra vez zapallos. Los ratones otra vez ratones y yo, el mismo hereje que iba caminando por la vereda antes de escuchar que el Señor es macanudo. No sé cuánto tiempo estuve así.
El pasillo central había quedado cubierto de ropa. Los fieles dormían desnudos, en el piso, en el altar o sobre los bancos. Abrazados. Uno al lado del otro o uno encima del otro. Cristo o Ramón caminaba entre ellos, en puntas de pie, tratando de no pisarlos. (Un artefacto discreto ahora que lo veía bien.) Y fue rara la sensación. Difícil de explicar. Algo así como que Cristo o Ramón cuidara que los fieles durmieran bien. Eso. Que soñaran lindo. Antes de alejarse del grupo agarró unas prendas y se las puso. Dejó la corona en un banco y así vestido: un jean, una remera de mangas cortas y unas zapatillas de lona azul, se ató el pelo con una mecha de su propio pelo. Encaró hacia mí. Sentado, en la misma posición, fui corriéndome a un costado para dejar la puerta libre. Sonrió y me guiñó un ojo. Secretamente confirmé aquella sonrisa del principio. La de la venia. Le pregunté (por preguntar algo) si las zapatillas no le hacían doler los empeines. Esperé que me dijera que las llagas eran puro maquillaje. Que había caído igual que toda esa manga de boludos que dormían ahí y él señalaría con los ojos llenos de burla. Pero me dijo que no.
―Ya no ―me dijo―. Ya me acostumbré.
Medio que me reí, lo siento.
―De qué te reís ―me preguntó.
Para salir del apuro le señalé la cruz. Se encogió de hombros y volvió a sonreír.
―Lo que no se ve no se pinta ―dijo―. Eso es así.
―Por qué ―le dije. Entonces le preguntaba por la escena que dormía frente a nosotros. Con la cabeza traté de abarcarla―. Por qué…
―Bueno ―dijo―. Por qué, no. Además…, no todo, siempre, tiene un porqué.
Con las dos manos abrió las dos hojas de la puerta. Entró luz, no era medianoche. Extendió un brazo hacia mí. Mientras me ayudaba a levantar le pregunté si conocía a Rodrigo.
―Joaquín Rodrigo. El Concierto de Aranjuez.
―No ―dijo―. ¿Por…?
Lo miré a los ojos. Hasta el fondo y pensé en devolvérsela. Decirle, en tono de maestro ciruela, que no todo, siempre, tiene un por o porqué.
―Porque es muy lindo ―le dije―. El Segundo Movimiento más que nada.
Frunció la boca en un gesto indefinido.
―Nos vemos ―dijo.
Después cruzó la puerta llena de luz.
Enrique Decarli nació en Buenos Aires en 1973. Es abogado y músico. Publicó Desde la habitación del sur (cuentos), Libresa 2009, finalista del Concurso Internacional de Literatura Juvenil organizado por la editorial en Quito, Ecuador, y lectura recomendada para la Escuela Media por el Ministerio de Educación y Cultura de la Nación en el marco del Plan de Lectura Nacional 2010. También publicó Big Bang (cuentos), Textos Intrusos, 2013.
Su libro de relatos aún inédito, Vía Láctea, fue finalista de la 3ra. edición del Concurso de Narrativa Eugenio Cambaceres (abril de 2013), organizado por la Biblioteca Nacional y el Museo de la Lengua. El libro de relatos Jauría, de próxima aparición, fue seleccionado como uno de los nuevos “Sudaca Border” 2013 por la editorial Eloísa Cartonera.
Desde el año 2008 dicta talleres de lectura y narrativa.
Vive en Rafael Calzada.