El líder
Eloísa Suárez
Ya sé por qué me llamó. Enseguida le explico todo. Pero antes, unas palabras acerca de mí. Tengo una cualidad por la que sobresalgo del resto. Soy leal. Tanto, que hasta soy capaz de traicionar. No es una paradoja. Es la verdad de los hechos. Le aseguro, señor director, que cuando termine mi historia usted comprenderá y va a ser benevolente.
Ahora que estamos terminando el año las notas pesan. Acá no se repite. Más de dos a diciembre y, sin más, nos echan del Colegio. Y está muy bien. El que no esté a la altura de las circunstancias que se vaya. Le recuerdo que no es mi caso. Según el boletín, ya pasé de año. No hay razón para irme. Soy el orgullo del Colegio. ¿Se acuerda de las olimpíadas de Matemáticas, el año pasado? Participaron varios colegios del país. Entonces ganamos medalla de oro en Logaritmos gracias a mí, a mi perseverancia, a mi lealtad para con la institución. Los del Pellegrini reventaban de envidia.
Hablemos ahora del grupo de amigos. Somos siete: Julián, Mariano, Hernán, Álvaro, Martín y Patricio Basigalupo, y yo. Siete es un número de suerte, mágico, bíblico. El seis no; no tiene gracia, no dice nada. En todo grupo hay un líder. Yo lo imagino como el Superhombre. Lo obedecemos, respetamos su criterio, confiamos ciegamente en sus decisiones. Ese líder es Martín Basigalupo. ¿Lo sorprendo? Como el resto del Colegio, usted ni le prestó atención a Martín —hace poco la señora de Bertolacci lo mandó a Dirección por usar lapicera negra en vez de la azul reglamentaria—, una cara más del montón. Yo creo que es por su hermano gemelo, Patricio. Si alguien los ve por primera vez o apenas los conoce, no los diferencia. El físico es el mismo; la actitud es la misma. Nosotros, los amigos, nunca los confundimos. Martín es apenas más alto, apenas más fuerte, apenas más ágil. Él es la voluntad de los siete. Al salir del colegio, vamos a su casa de la calle Perú y estudiamos durante dos horas. La media hora siguiente nos califica con su lapicera negra. Martín es metódico y exigente. Por desgracia, creo, esa metodicidad, esa exigencia, en parte, lo echaron a perder. No es otra paradoja. Es la realidad de los hechos.
¿Qué hacemos después de estudiar? Bebemos y jugamos. Están prohibidas la cerveza y las bebidas blancas. Cuanto más costoso el vino, mejor. Para cubrir el gasto, ideamos un fondo de reserva que administra Hernán. Cada cual aporta lo que puede. Para nosotros jugar y apostar son sinónimos. Un día vamos al Casino flotante; otro, al Club de Boxeo, en Almagro; alguna vez incursionamos en el hipódromo; somos asiduos al bingo de Caballito. Acá no hay fondo común. Cada cual arriesga lo suyo. Sí es común la elección de lo apostado. Si se decide “negro el 11”, los siete apostamos “negro el 11”.
Hace unas semanas, participamos de una riña de gallos en González Catán. Esa tarde esperábamos la pelea entre los gallos Contreras y Vila. Hernán estaba ansioso. Los que saben decían que Contreras era el ganador. Estaba claro a quién apostaríamos. Martín juntó el dinero. Al llegar a Hernán, le dijo “Ahí tenés más plata. ¿Te la jugás?”. “Estoy guardando para la moto.”, contestó Hernán. “El que no arriesga no gana.”, lo desafió el líder. No era una sugerencia; era una orden. Hernán entregó el dinero que le quedaba; Martín la agregó al montón. Al fin dijo “Bueno. Nos jugamos por Vila.” “¿Por Vila? ¿No era mejor Contreras?” se alarmó Hernán. “Vila es mejor ahora. ¿Alguien se opone?” Todos callamos. Hernán insistió “¿Seguro que Vila es mejor?” “Más que seguro.” “Mirá que se me va la moto en esto.” Insistió Hernán. “Tranquilo.” El gallo Vila no duró medio round. Como sangró mucho, la pelea fue un espectáculo. El otro que sangró por la herida fue Hernán.
¿Cree que Martín estuvo cruel? Para nada. Fue justo. Sabía —como todos— que hacía rato que Hernán se estaba haciendo un porcentaje del fondo de reserva. Nos robaba, a nosotros, los amigos. Y lo peor, porque sí, por el gusto de sentirse más vivo que los demás. Es rico. Sus padres le comprarían mil motos si él lo pidiera. Martín fue generoso. No nos dijo que lo expulsáramos del grupo, no lo acusó de ladrón delante de todos. Sí le dio una buena lección.
Ésa es la función de Martín: disciplinar. ¿Para qué tener un líder, si no? Sin ir más lejos, el otro día también yo tuve mi lección. Estábamos en casa de los gemelos. Yo leía un cuento de Walsh y, cada tanto, subrayaba las líneas que me interesaban con una lapicera negra, cuando Martín me llamó aparte. “Fidel, ¿qué hacés con mi lapicera?” “Perdoná” le dije y amagué devolvérsela. “Dejá. Quedátela si te gusta. Me compro otra.” Martín fue justo. Sin ser grosero, me señaló su jerarquía dentro del grupo. Uno no debe tomar prestadas las pertenencias de un superior sin su permiso.
Como contraparte de su metodicidad y exigencia, en estos años, no se le conoció ninguna chica. Su hermano Patricio, al contrario, cambia de novia como de camisa. No sé con cuántas anduvo. A todas les pidió amor de rodillas; a todas las dejó al rato. No, miento. A casi todas.
Hará dos años se puso de novio por primera vez. Alta, pelirroja, pequitas en la nariz. Usted seguro la recuerda. Se llamaba Ángela Casanova. En el Colegio le decíamos Pirra. Al principio, andaban a las miradas en horas de clase. Después se juntaban en los recreos. Cada día, Patricio se alejaba más de nosotros. Más avanzaba el romance, más, la desconfianza de Martín. Los gemelos, antes tan unidos, se peleaban seguido. Con el tiempo hasta dejaron de hablarse. Patricio cambió las reuniones de estudio por los encuentros, más prolongados, con Pirra. El noviazgo, intenso, casi invencible, duró lo que pudo. Una tarde de lluvia Patricio aguantó en una esquina un plantón de tres horas. Cansado de esperar, se vino a mi casa. Hablamos hasta que terminó la tormenta. Al otro día, Pirra faltó a clase. Nunca volvió. Como al mes, supimos que se había cambiado de colegio. “Así, de pronto, a mitad de año”, comentaban todos por lo bajo. Patricio callaba, pero más callaba Martín. Yo no hablaba demasiado. Algo sabía. La tarde de la tormenta, Martín encontró a Pirra en la calle. “Voy al quiosco a comprarle un chocolate a tu hermano” le dijo ella. “Te acompaño” se ofreció el líder.
En el camino empezó a llover. Se refugiaron bajo un paraíso. Allí hablaron. No sé de qué. Después Pirra regresó a su casa, Martín a la suya. Desde ahí me telefoneó. “Patricio vuelve con nosotros.”, me dijo. “Me alegro.” Fui sincero. Íntimamente deseaba que Pirra no estorbara. Antes que nada, está el interés del grupo. Entonces, también, Martín fue justo.
Entre nosotros, creo que alguna huella quedó de ese encuentro. Martín hablaba con entusiasmo acerca del regreso de su hermano, pero a la vez lo noté algo triste.
Basta de anécdotas. Con las tres que le conté ya puede conocer mejor al líder. Ahora hablemos de por qué se fue Martín. Usted ya conoce el asunto con la profesora de lógica, la señora de Bertolacci. La mayoría del curso venía mal con las notas. Martín, además, tenía abajo Química. La profesora le propuso a la clase hacer un trabajo práctico para levantar el promedio. De ahí que, para todos, lo que hizo Martín fue vergonzoso. Vergonzoso porque era gratuito. “¿En serio creyó que la señora de Bertolacci pasaría por alto ese 10 escrito con lapicera negra en su planilla de notas?” se decía por los pasillos. Cuando lo interrogó el preceptor, Martín confesó enseguida. Aprovechando la hora del almuerzo, cuando todos los profesores bajan a comer al bufé, entró en la sala de profesores, sustrajo la planilla de notas del bolso de la señora de Bertolacci y se agregó una buena nota en el casillero con su nombre. Estaba tan nervioso, dijo, que, sin darse cuenta, usó su lapicera negra en vez de la azul que utiliza la profesora, la reglamentaria. Eso lo delató. Todos en el Colegio recordaron —especialmente la señora de Bertolacci— su lapicera negra. El final, usted ya lo sabe. Martín fue expulsado del colegio. Nadie pensó más en él hasta esta madrugada. La noticia apareció en los diarios, en la radio, en la tele. Martín se suicidó. Se colgó de un árbol —un paraíso—, como un Judas.
Hoy todos callan porque ignoran. Yo no ignoro, hablo.
La semana pasada, Martín me invitó a su casa. Quería pedirme algo. “Primero está la lealtad al grupo y a su guía.”, comenzó diciendo, “Nada ni nadie tiene sentido sin la lealtad. Las leyes, los pactos. Es el mayor bien. Pero, a veces, el bien necesita del mal. Así como la vida necesita de la muerte —como cuando hay guerra o partos comprometidos o cuando alguien da su vida por otro—, así también la lealtad necesita de la deslealtad.” Me estaba proponiendo traicionar a uno de los siete. “Hay que cortar el árbol enfermo para salvar el bosque. Más que una deslealtad es una medicina.”, concluyó. No sé por qué, enseguida pensé en un árbol paraíso.
Me fui a casa. La orden del líder era deshonesta, obviamente maquiavélica. Reflexioné un rato largo mientras atravesaba las calles. Al final entendí cuál era mi papel.
El resto, usted ya lo habrá deducido de mi relato. Fui yo, no Martín, el responsable del asunto con la señora de Bertolacci. Yo, Fidel, entré en la sala de profesores, robé la planilla de notas y garabateé los números con la lapicera negra. Martín lo adivinó y no me delató. Una vez más fue justo. Yo...yo obedecí. No para perjudicar al líder, sino para liberarlo. La misión de Martín había terminado. Era tiempo de que se fuera. Su exigencia y metodicidad lo estaban arruinando. Ya no estaba a la altura de las circunstancias.
¿Piensa que fui cruel? Se equivoca. Sin la orden de Martín, no me habría decidido. Me señaló el árbol enfermo. Era su última orden y yo debía cumplirla. Salvé el bosque, salvé a los siete.
Nadie podrá decir que no fui leal.
Eloísa Suárez nació en la ciudad de Buenos Aires en 1970. Durante varios años enseñó latín en la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Sus elecciones literarias van un poco a contrapelo de lo que se está editando actualmente y sus cuentos se pueden enmarcar dentro del género fantástico en sentido amplio, abarcando tanto el policial como los cuentos de terror. Reconoce como influencias literarias a Rodolfo Walsh, Manuel Peyrou, Poe, Chesterton y Hawthorne, por mencionar algunos.