Numero 15
Ánima
Gilda Manso
Martina clavó la mirada verde en el muñeco que tenía enfrente. Era un conejo de un metro cincuenta de estatura, orejas excluidas. Ella no llegaba al metro cuarenta. La mirada, entonces, fue ascendente, pero no por eso desprovista de autoridad.
-Despertate –le dijo.
El conejo Felipe parpadeó por primera vez. Martina mantuvo la mirada fija en su flamante pinocho. En su flamante frankenstein. Cuando el conejo, finalmente, detuvo su propia mirada en la nena, ella le habló.
-No lo puedo creer. Funcionó.
-¿Qué cosa? –preguntó él.
-Que te dije “despertate” y te despertaste.
El conejo Felipe asintió, le agradeció esa oportunidad, y le preguntó qué podía hacer por ella.
Martina le respondió que por el momento, nada; que esperara unos instantes. Debía hacer lo mismo con sus otros juguetes para poder seguir con el plan.

*

Martina vivía en una casa grande; la casa, en sus tres pisos, incluía un sótano, una pileta, un cuarto de juegos, un cuarto de estudios, un cuarto de servicio para la mucama, un jardín lleno de rosas de competición, dos perros rotweiller adiestrados para matar a un eventual intruso, y un patio trasero convertido en una plaza, con hamacas, un tobogán y una calesita. Todo eso aparte de las cosas normales que suelen tener las casas: un comedor, una cocina, un living, tres dormitorios, un baño (cuatro baños, en este caso). La casa de Martina habría sido la envidia de todas sus amigas, pero todas sus amigas tenían casas más o menos parecidas, así que, en su círculo social y por lo tanto en su vida de puertas para afuera, esa pequeña mansión pasaba desapercibida. Como si fuera algo chiquito, algo difícil de detectar. De todos modos, Martina consideraba que su existencia estaba repleta de cosas enormes que apenas se notaban (cuando se notaban). Por lo general se trataba de problemas. O de cosas que no se podían interpretar como problemas (¿qué es un problema?, se preguntaba Martina a veces) pero que, fuesen lo que fuesen, la cargaban de infelicidad. Martina veía esos ¿problemas? como manchas; así calmaba la necesidad de ponerle un nombre a las cosas feas que le pasaban. Porque una vez ella había intentado hablar de eso –de sus problemas- con la niñera, Sofía. A ella le gustaba Sofía; era grande pero joven, era linda, tenía novio, fumaba, se teñía el pelo, estudiaba en la facultad. Sofía hacía cosas que ella no podía hacer. A Martina le gustaba pensar que sí, está bien, Sofía la cuidaba porque era su trabajo y sus papás le pagaban para eso, pero al margen de ese detalle, Sofía era su amiga. Sofía la quería, aunque hubiera un sueldo en el medio. Entonces, un día, en honor a esa amistad, Martina quiso contarle sus problemas. Le quiso contar esos problemas grandes y llenos de chucherías pero desapercibidos. “Un problema grande como una casa”. Pero cuando le dijo a Sofía: “Tengo problemas”, Sofía sonrió y le contestó:
-Ay, Marti, vos no tenés problemas. Sos chica y no te falta nada. ¿Sabés quién tiene problemas? El hombre o la mujer que se levanta a las cinco de la mañana y se toma dos trenes y un colectivo para ir a trabajar en un lugar miserable y poder alimentar a sus hijos; que no tiene obra social, que está en negro. Por no hablarte de los que directamente no tienen trabajo. Esa gente tiene problemas.
No había mala intención en Sofía, simplemente era torpe y no se daba cuenta. Creía que Martina era lo mejorcito de esa casa, y trataba de insertarle un poco de conciencia social para ver si, cuando creciera, se convertía en un adulto más digno que sus padres. Según lo que alcanzaba a ver Sofía, el padre de Martina era un alto ejecutivo de algo que nunca estaba en casa, y la madre era una egocéntrica a la que lo único que le importaba era mantener el culo firme. Pero esa percepción, como casi todas, era una percepción parcial de las cosas. Y por eso, cuando le dijo a Martina: “Vos no tenés problemas”, Sofía estuvo equivocada.
Desde ese día, Martina no intentó hablar de sus problemas, de sus manchas, con nadie más. Incluso frente a ella misma dejó de llamarlos problemas. “Sofía tiene razón, problemas tiene la gente que no tiene para comer, yo no tengo problemas”, pensaba. Pero eso no hizo que los problemas desaparecieran.

*

La madre de Martina era una mujer muy atractiva, para decirlo de manera resumida. Si se pidiera una descripción más detallada, se podría decir que la madre de Martina era una mujer muy atractiva porque tenía mucha plata: si no tuviera plata, sería una mujer del común tirando a feúcha. Pero como tenía plata (mucha), podía comprar cosas que le servían para suplir –hasta cierto punto, por supuesto- aquello que le faltaba. Le faltaba gracia, encanto, carisma, simpatía, un cuerpo y una cara naturalmente llamativos. Y a lo largo de los últimos años había comprado cirugías (tetas, culo, abdomen, nariz, pómulos, boca), tratamientos dérmicos, capilares, gimnásticos, maquillajes de la mejor calidad. Incluso había hecho un par de cursos para aprender a ser una dama en la sociedad y una perra en la cama. Las malas lenguas decían, refiriéndose a ella: “Si le sacás toda la guita que tiene encima, no le queda nada”. Pero murmullos aparte, gracias a toda esa plata la madre de Martina pasó de ser una chica común y corriente a esa mujer muy atractiva.
Hasta aquí, todo bien. El problema de Martina empezó en el momento en que a su madre no le alcanzó con su propia humanidad y decidió volcar su criterio de mejoramiento estético sobre el cuerpo y los modales de su hija. Cabe aclarar que Martina tenía diez años. Y su madre entendió que ya era hora de comenzar a prepararla.
Lo primero fue la dieta. Nada de grasas, nada de dulces, nada de harinas, nada de frituras. La alimentación de Martina pasó a ser muchas verduras (no tubérculos, engordan), algo de carne blanca cada tanto y cosas hechas con soja. Se sabe que todo padre quiere que su hijo se alimente de la forma más adecuada, pero lo que hacía la madre de Martina era una exageración rayana en el maltrato: Martina no podía tomar gaseosas, comer helados, golosinas, tortas, hamburguesas, papas fritas, pizza; las cosas que les gustan a los chicos de diez años. Y a la mayoría de los adultos.
Continuó con un re-aprendizaje de los modales y las costumbres. También se sabe que todo padre quiere que su hijo se comporte de acuerdo con las reglas básicas de convivencia de la sociedad, pero la madre de Martina le exigía que sonriera siempre, que no protestara por nada, que no se quejara, que cuidara su higiene personal al extremo de no jugar para no quedar transpirada, que dejara de ver a sus amigas Julieta y Selena, porque tenían notas bajas en el colegio y eso podría ser una mala influencia, que dejara de ver a su amiga Tatiana, porque en el colegio tenía puros dieces y eso está mal, una chica no puede ser excelente en lo relacionado con la inteligencia porque los chicos se asustan y se alejan, que tampoco se relacionara demasiado con sus compañeros, porque está mal visto que una chica se junte con chicos, que se mantuviera al tanto de los cambios de la moda de la indumentaria y el estilo corporal y los aplicara en sí misma, que nunca, pero nunca preguntara por qué.
Y finalizó con lo más terrible: las transformaciones. La madre de Martina había visto un programa de la televisión estadounidense en el que las madres convertían a sus hijas en muñecas vivientes, a fin de que compitieran (Y GANARAN) un concurso llamado “La niña perfecta”. Para lograr esto, además de someter a las niñas a todo lo que la madre de Martina había sometido a Martina, las madres de estas niñas las mandaban a un cirujano y a un esteticista para que arreglaran sus imperfecciones. La madre de Martina, al ver este programa, quedó encantada. Buscó y encontró un cirujano y le cambió la nariz a Martina. Naturalmente era un poco ancha. Como Martina aún no se había desarrollado, no se sabía cuál sería el tamaño de sus tetas, ni de su cadera, ni su grasa corporal. Mientras esperaba ese cambio (para así regresar al cirujano), la madre de Martina llevó a Martina al esteticista y le cambiaron el color de pelo (de castaño oscuro a castaño claro), le blanquearon la piel, y le pusieron lentes de contacto verdes.
Lo siguiente sería cambiarle la dentadura por una de un color y una forma perfectos. Martina sería una diosa o no sería nada.

*

El padre de Martina casi nunca estaba en casa. Mucho trabajo, decía, y era verdad. Su círculo social sabía que tenía una oficina muy linda en Puerto Madero y que pasaba todo el día reunido con empresarios, y nada más. La misma Martina conocía poco a su padre. Las veces que él estaba en casa le dedicaba tiempo a su hija, eso es verdad; algún que otro domingo que no le tocaba viajar de improviso y podía hacer de hombre de familia, llevaba a Martina a pasear: al cine, al teatro, al museo; todas actividades que no requirieran de Martina ningún esfuerzo físico: la madre ponía el grito en el cielo si la nena regresaba sucia. También le hacía regalos, muchos y muy caros. Le prometía viajes, y a veces cumplía. No era esa parte la que entristecía a Martina, por ese lado no había quejas (si es que su madre le hubiera permitido quejarse). El hueco que sentía Martina se debía a que su padre mostraba responsabilidad (su noción de responsabilidad, en realidad), pero no amor. El amor implica conocimiento, y el padre de Martina no conocía a su hija. Si Martina le hubiese preguntado: ¿Cuál es mi color favorito? ¿Y mi programa de televisión? ¿Qué materia me gusta más, cuál odio? ¿A qué le tengo miedo?, su padre no habría sabido responder. Si Martina le hubiese dicho: Decile a mamá que deje de molestarme, no quiero que me operen ni me cambien más cosas, no lo soporto más, su padre le habría hecho un cariño y le habría respondido: Mamá quiere lo mejor para vos, dejala, ella sabe, por algo es tu mamá, cuando seas grande vas a entender.
Eso era lo que entristecía a Martina, pero nada de eso se comparaba con lo que ocurrió un par de semanas antes del acto de animación del conejo Felipe.
El padre de Martina llegó de noche y con mala cara, como siempre, pero esta vez llegó acompañado de un hombre. “Un cliente, un cliente muy importante”. Dejó al hombre sentado en el living y llevó a la madre de Martina a la cocina. “Vení un momento, tenemos que hablar”. Salieron luego de unos veinte minutos, ambos con la mandíbula rígida. La madre de Martina habló:
-Martina, este señor es un cliente muy importante de papá. Va a ir con vos a tu dormitorio. Hacé todo lo que él te diga.
Martina comprendió a medias; tenía, dijimos, diez años. No se sabe qué fue peor: comprender, o no comprender. La nena miró a su madre, la mirada temblorosa, reticente. La madre miró el suelo.
-Martina, ¿qué te enseñé?
La nena esbozó una sonrisa que le retumbó en la columna vertebral y condujo al desconocido a su dormitorio.

*

Martina contempló a sus muñecos: todos, los treinta y cuatro, estaban parados frente a ella y la miraban, esperando órdenes. Algunos, como el conejo Felipe, eran más altos que ella; otros, como las muñecas Barbie, eran casi minúsculos. A Martina no le importaba eso; todos servirían.
Volcó el contenido del cajón que había robado de la cocina sobre la alfombra de su cuarto de juegos y dio la primera orden:
-Cada uno agarre un arma. Fíjense que les quede cómoda.  
Los muñecos se abalanzaron sobre la alfombra. Las Barbie tomaron un cuchillo tramontina cada una; parecían pequeñas garrochistas con riesgo. Felipe agarró la cuchilla grande, la más filosa. La muñeca pepona se adueñó del sacacorchos. Cada muñeco se armó con lo que quiso o con lo que pudo. Cuando todos estuvieron listos, Martina dio su segunda orden:
-Ahora vayan y maten a mis papás.  
Mientras los juguetes cumplían la orden de la diosa, Martina se encerró en el baño. Empezaría por sacarse los lentes de contacto.
Gilda Manso nació el 23 de abril de 1983 en Buenos Aires, Argentina. Es escritora y periodista. Se desempeñó como redactora, correctora y cronista en medios gráficos y digitales. Publicó los libros de cuentos “Primitivo ramo de orquídeas” (Libros En Red, 2008), “Matrioska” (Malas Palabras, 2010, Argentina; Ediciones de Educación y Cultura, 2012, México), "Temple" (El 8vo. loco / Milena Caserola, 2013, Argentina) y "Temporada de jabalíes" (Malas Palabras, 2013, Argentina).
Su cuento “Relincha el cielo” resultó ganador del VIII Premio de Relato Diomedea (2009). Su cuento “Eso” resultó finalista en el XVI Concurso de Cuento Leopoldo Marechal (2009). Su cuento “Hermandad” obtuvo el 2º puesto en el XVII Concurso de Cuento Leopoldo Marechal (2010).
Coordina el ciclo de lecturas Los Fantásticos.