Golpes secundarios
Héctor Ranea Sandoval
Suelen verse en los accidentes televisados, en las salas de guardia de los sanatorios de todas las índoles; en las casas las madres los atienden, a veces los curan con el botiquín, otras con caricias y platos ricos. Muchos dejan sólo chichones, pequeñas cicatrices, marcas, manchas, surcos, ceños fruncidos para siempre, párpados caídos, orejas achicharradas, cojera, manos en posturas de violinista. Pero no todo es sangre que mana de una herida.
Todo el que ha sufrido golpes los conoce: los golpes secundarios, los que no dejan marca desde afuera pero proceden hacia adentro, corroyendo sin anoticiar, carpiendo la carne sin dejar trazas de la correlación con el sangrado externo. Protegidos por la falta de datos exteriores se desarrollan tarde, cuando todos: el enfermero, la médica, la madre, la maestra, se han olvidado del golpe. Años después el ojo demuestra estar movido y por eso buscábamos apoyo en anteojos nuevos; meses después, tal vez años después, alguien vomita o expela un cuerpo extraño que nunca debió estar ahí y que deja tan perplejo al sujeto que él mismo lo esconde, lo arroja en el basurero del olvido para no ser considerado un ser extraño, un fenómeno anormal, una clase de personas a quien nadie se acercará más que lo que de la distancia de un asiento a otro en el tren, con tal de que no le contagie la condición a ninguna persona, si no lo hizo ya, por lo que se le mira con desconfianza.
Ni un beso recibirá, ni una caricia, mucho menos un abrazo pasional que no sea lamentablemente pagado previamente a una persona desconocida.
Los golpes secundarios a veces quedan ocluidos detrás de los ojos, no sólo dicho en forma metafórica, como manifestando el ocultamiento necesario ya mencionado, sino en el sentido real que implica golpear la frente contra algo y que detrás, dentro del cerebro, una molestia, un machucón, empiece a marcar su huésped como algunas caídas dejan manchas en las manzanas.
Así pensé, fugazmente, en el momento de la caída. Lo tenía olvidado hasta hace poco, cuando me vino la idea de tener algo oculto desde ese momento aciago y lo anoté para no olvidar (porque últimamente olvido todo cuando aún está fresco en mi mente). Recuerdo el haber perdido pie, la leve náusea, la visión borrosa, la sordera súbita y, como si hubiera surgido recién entonces de la bruma del olvido, al caer recordé el golpe siniestro que se embosca y lo recordé en futuro:
—No me dolerá, pero tampoco sabré que estará.
Eso fue todo. Calculo que no tuve tiempo de pensar todas esas palabras, sólo reconstruyo el pensamiento que fue, sin duda, en tal sentido. Después vino la ambulancia, los doctores, los análisis, los estudios, las conjeturas habituales, los descartes lógicos, la sospecha de alcohol en exceso, de drogas usuales e inusuales, las probables interferencias entre drogas, situaciones personales, intentos anteriores de suicidio incluidos y otras cuestiones menores y no tan menores. También vino el cálculo aritmético: el área de la lastimadura, la presión recibida por la región frontal, la balística de mi cuerpo en caída libre, la energía liberada al golpear, la posible licuefacción local de la masa encefálica que podría dejar algunas secuelas, según algunos, o no ser notada para nada, según otros. Y, por añadidura, llegaron los pasos de la lógica: exámenes para probar si podría caer en idénticas circunstancias (aunque las circunstancias no puedan llegar a ser nunca idénticas), la factibilidad de que, dadas circunstancias similares, hubiera podido reaccionar idénticamente y, sobre todo, la pregunta fundamental o más bien, el conjunto de preguntas fundamentales que comienzan con: ¿Qué hubiera podido pasar si...? Entonces abandoné los estudios, las tomografías, las resonancias, las cámaras inclinadas y todo el abrumador equipo de detección de verdades posibles e imposibles. La anti-historia me tiene sin cuidado. Quise decir que me tenía sin cuidado, pero ahora ya no es tan así.
Sobre todo porque el conjunto de golpes secundarios recién ahora están haciendo un efecto mensurable incluso para mí.
Empecé a sentir raros los relojes. Parecían marcar la hora como si un ciego tocara con dedales de bronce la tabla de lavar eléctrica y esa electricidad me pasara por los genitales cada vez que el reloj llega a dar las medias horas, haciendo que mi sueño, mis viajes en tren, mis caminatas tuvieran momentos de dolor, angustia, terror incluso. Pero ahí no terminó todo, están, por ejemplo, las arañas.
No es que aumentara mi sensibilidad epitelial con algún problema neurológico y que pensara en estar infestado de arañas que en realidad no existían. No, para nada. En realidad eran arañas las que me seguían, me habitaban, aumentando el número y variedad progresivamente. Así fue como me abandonaron dos mujeres, cada una por su cuenta, yéndose en la madrugada, al despertarse a mi lado y encontrarme custodiado por una miríada de arañas, según contaron en sendas cartas que me dejaron, horrorizadas y tristes.
Arañas. No sé si cientos o decenas. Algunas grandes, otras minúsculas, las más, pequeñas, del tamaño de una de esas monedas que ya no circulan, de un centavo. Y la mayoría, blancas. Tal vez albinas.
Claro, son inofensivas, pero inexplicables. Yo incluso pensé que muchas de las cosquillas que me producían eran secuelas del golpe, secuelas imaginarias. Pero estaba este golpe oculto que me llenó de arañas, tal vez porque, según algunos doctores, la zona golpeada está más caliente, o despide alguna feromona que las atrae.
Por ahora, eso sí, estoy sin mujeres. No todas resisten las arañas como compañía. Menos que menos competir con ellas. Aunque sean sueños, no más, no lo soportan. ¿Serán sueños, después de todo? Creo que son sueños cuando estoy despierto y son realidades cuando sueño y eso lo comparto con las mujeres. Eso tampoco lo entienden ni mis compañeros del trabajo ni mi jefa. Ven las arañas, me consta, pero hacen caso omiso, al revés que las mujeres en mi cama. Y no es la confusión el peor de mis daños secundarios.
A las arañas siguieron los chimangos. Me pican la cabeza, me roen los huesos. Son aves pardas y gritan dentro de mí, provocando un eco, una reverberación, temblores de carne que vibra como los pétalos colgantes de los lirios, los brotes tiernos de la cebolla, las antenas de los caracoles. Los chimangos son, posiblemente, lo último que ven ellas antes de huir de mí, lo último que veo yo antes de dormirme y sé que no me duermo porque las aves impiden mis sueños, los tabican, les quitan color y, de ser sueños pintados en brillantes colores para los ojos de las aves, las convierten en imágenes opalescentes, como si estuviese mirando a través de las cataratas, de los ojos de las medusas y la gelatina que sale de los ojos de los muertos.
El peor de mis daños secundarios. El ojo en el huracán. Corre el aire del viento y me mece, un simple viento del crepúsculo. Una pequeña muerte: despierto en el medio de la noche. Todo es confuso, suave y en la garganta algo me impide respirar aunque en la boca hay un remedio dulce que me tranquiliza y hace que me despierte. Así, en medio de la oscuridad, temblando, entiendo que es sangre. Sangre mía. Eso me tranquiliza.
Enciendo una luz. Las arañas hacen apenas en tiempo para esconderse y me dejan solo. Completamente solo. Estoy sangrando desde la boca, pero la sangre es dulce. Dulce. Yazgo tranquilo en el agua que se mece con el viento crepuscular.
Héctor Ranea Sandoval nació en Salta en 1950. Poeta y científico. Reside en Tandil (BA). Se dedica al estudio de la luz y su interacción con la materia. Es autor de Cazadores de la Unificación Perdida, Colihue, 1993, un texto de divulgación científica, y de Profundo Corazón de la Marea, Último Reino, 2000, poesía. Es coautor de aproximadamente 50 trabajos científicos de su especialidad, contribuyó en dos libros de crítica de arte y publica regularmente en varios blogs de literatura argentina.