Otra sensualidad
Sergio Gaut vel Hartman
Al verla supe que era la mujer de mis sueños. Sus pensamientos tintinearon en mi cabeza como monedas de oro y cada uno de sus gestos siguientes demostraron que ella también me había descubierto. Es imposible pasar inadvertido cuando uno está enfundado en el traje más caro de Pucci y solo firma cheques de nueve dígitos.
—Mortimer —dije perentoriamente; el mâitre se materializó sobre mi hombro de inmediato, como siempre—. El nombre.
—¿No lo sabe, señor? —dijo Mortimer con su habitual desfachatez—. ¿Su omnipotencia se ha enmohecido?
—Los seres superiores —ella, sin duda, pertenece a esa clase— no necesitan confirmar su identidad a cada instante por temor a que se desvanezca, borrico. —No estaba enojado con Mortimer.
—Perdón, señor; mi torpeza no tiene límites. —Mortimer presintió que se arriesgaba a perder la gratificación y modificó su actitud. —Doña Samantha Dimarocco, Señora de Tánger, Dama del Riff, señor. Posee la mayor fortuna entre Toledo y Tombuctú, señor.
—Fastuosa —dije. Un patrimonio de cualquier signo opera mágicamente sobre mi glándula pineal. Esa reflexión se superpuso al impacto de un pensamiento de Samantha.
¿Qué quiere? Me desea con la misma ferocidad con la que se desea una corona. Perfecto. Es la clase de bocado que aprecia mi paladar.
—Mortimer —dije mientras garabateaba unas líneas en una hoja de oro—: entréguele el mensaje... y las llaves.
—Sí, señor —dijo Mortimer inclinándose. En su mente centelleó una pregunta: ¿por qué no mueve el culo y realiza la conquista como se debe? No tuvo el coraje de formularla en voz alta.
Observé a Samantha y sonreí. La mujer prevalecía como un diamante entre circones, eclipsando todos los otros brillos del salón comedor del nuevo Ritz de Almaty. Me devolvió la sonrisa, una alabanza al poder en la graciosa curva de los labios, una celebración a la energía y la riqueza. Mortimer llegó junto a ella y le entregó el mensaje. La sonrisa se amplió hasta abarcar la boca en plenitud, y también los ojos. Percibí que los pensamientos de Samantha eran afines a sus gestos. Vela las armas, se prepara para la batalla. ¿Sabrá cuánto valgo, cuál es mi precio?
Inclinó la cabeza, imperceptiblemente, y sentí que la noche se dilataba, que a nuestro alrededor, ingrávidos, flotaban segmentos temporales anómalos. Posee incontables riquezas, pensó Samantha; y cree que los seres y afectos pueden multiplicarse como reflejos simétricos de operaciones financieras. ¡Imbécil!
¡Qué calidad! Esperé el regreso de Mortimer para calcular el paso siguiente; no confiaba en los datos proporcionados por la primera línea defensiva de Samantha. Una mano entrenada puede dibujar un no rotundo mientras la cabeza proclama sí y el rostro se ilumina con fuegos de artificio. Habíamos empezado a jugar mucho antes de que las piezas estuvieran dispuestas sobre el tablero. Como a mí me gusta.
—La respuesta, señor —dijo Mortimer a mis espaldas. Se había movido sinuosamente, como los fantasmas del Château D'Orvilleux, mi residencia de septiembre.
—¿Cuál es? —No giré la cabeza y seguí mirando a Samantha con obstinación.
—Sí, por supuesto, señor. —Mortimer logró reprimir un sentimiento de furiosa envidia. Era natural. De otro modo me hubiera decepcionado.
—Le facilitó los datos, imagino; le dio el nombre del hotel, le entregó las llaves.
—Lamento decirle, señor, que la señora solo ha aceptado encontrarse con usted, pero ha rehusado su idea de que la cita se realice en el hotel —dijo Mortimer devolviéndome las llaves con un dejo de ironía en el tono de voz—; ella prefiere que usted la visite en la residencia de Curazao, mañana a las veintitrés, hora de las Antillas. Estas son las instrucciones —agregó extendiendo la misma hoja de oro en la que yo había formulado la invitación. La letra de Samantha era firme, angulosa, violenta—. Un Bentley color malva lo estará esperando en el aeropuerto para conducirlo hasta Laagestadt.
—¿Para qué la dirección —dije maliciosamente— si el Bentley será conducido por un sirviente de Samantha? —Capté el sarcástico placer de Mortimer mucho antes de que las palabras se formaran en sus labios.
—El Bentley estará en el aeropuerto, señor. Pero usted tendrá que conducirlo hasta Laagestadt. La señora desea que el encuentro sea el acto más íntimo de su vida.
—Sus ambigüedades me fastidian, Mortimer. ¿De la vida de quién?
—Como usted bien sabe, señor —replicó el mâitre—, debo atender a los otros señores.
Saqué un billete de máxima denominación y lo acaricié largamente pasando mi dedo índice por el borde, tapando y descubriendo el relieve de seguridad. El sepia rojizo encendió los ojos de Mortimer, quien nunca había poseído esa moneda, exótica y robusta como los montañeses que la acuñaron.
—Los otros señores –dije con malicia— no cultivan esta clase de generosidad superior. —Esperé que Mortimer digiriera las palabras antes de seguir, pero él estaba al tanto de cual era el respaldo efectivo de la divisa ofrecida. Era injusto subestimarlo. Acaricié el rostro barbado y di vuelta el billete; en el anverso estaba el símbolo del poder: la Montaña. Una vibración eléctrica se apoderó de la yema de mis dedos, trepó por la mano, ardió en el brazo. —No viajaré a Curazao —dije abruptamente, arrancándome del hechizo—, hágaselo saber a la Dama. —Metí el billete en el bolsillo del saco del mâitre cuidando que Samantha lo viera. Me complace vivir en una era en la que el poder es la única nobleza posible.
Los pensamientos de la Dama llegaron a mí, nítidos, transparentes. Forzar no es poseer ni dominar. Pero puedo jugar con tus reglas, si eso te hace sentir potente.
Necesitaba ganar unos segundos para refrescar mi atención, abrumada por la intensidad de la diatriba de Samantha. Pasé revista a los ejemplares de los tres reinos que poblaban el salón y luego a los productos del ingenio humano que lo adornaban, infinitamente mejor valuados que las marquesas, los filodendros y los meteoros de cuarzo en pedestales de mármol de Carrara. El Louvre aún llora a la Mona Lisa, no por haber tenido que vendérmela en doce mil millones, sino porque obtuve otro tanto de beneficio al revendérsela a un jeque maloliente. A dos pasos, en la mesa contigua, Abu al-Razif Ben-Abel estaba comiendo faisán y sus dedos pringados acariciaban la carne con la suntuosidad de un cartonero suburbano. El cuadro, envuelto en papel madera y atado con hilo de enfardar, reposaba en una silla de terciopelo negro bajo la celosa mirada de las Uzi 300 de sus esbirros. El cheque contra el Lloyds de Abu Dhabi también descansaba, en el bolsillo interior de mi chaqueta.
—Irá, señor —dijo Mortimer—. Arden las llamas del deseo, como usted imaginó.
—Yo no imagino, Mortimer —dije—; percibo, adivino, preveo. Y ese es mi modo de catar los finísimos licores y esencias.
—No adivinó esta pasión por cierto, señor —replicó Mortimer—. Ella es inefable enmascarando sus proyectos.
—¿Los proyectos de quién, Mortimer? —Mi irritación era tanta que sentía deseos de recuperar el gran billete que había obsequiado en un momento de debilidad.
—No ha probado la comida, señor —dijo Mortimer—; no ha tocado el vino.
—El árabe —dije tocándome ampulosamente el estómago—. No soporto ver que nómades oliendo a orines, cubiertos de polvo y arena, saqueen la cultura occidental.
—Samantha lo visitará a la hora sugerida por usted, señor —dijo Mortimer mientras retiraba la botella de Cabernet Noir du Lisieux y el plato de gulasch de nonato.
—Ella tampoco ha comido —murmuré—; desde aquí detecto el gruñido de sus tripas vacías.
—Tal vez ese sea un aspecto más del juego, señor —dijo Mortimer enigmáticamente.
—¡Exacto! —exclamé—. Lleve a la mesa de Samantha todos los platos que el chef de esta pocilga sea capaz de preparar. Las preferencias de la Dama serán una señal para mí.
—Como usted ordene, señor —dijo Mortimer. El mâitre se eclipsó sin hacer ruido, pero uno de los guardaespaldas de Abu percibió el cambio y acarició el gatillo de la Uzi. El nuevo dueño de La Gioconda, en cambio, siguió indiferente a los movimientos periféricos. En lo que funcionalmente me pareció un siglo, se dedicó a roer un hueso del faisán.
—Segmentos temporales anómalos —dije en voz alta, gozoso de poder interpretar lo que ocurría a mi alrededor. Samantha me observó intrigada; ningún crédito ilimitado justifica expresiones de enajenación en público, ni siquiera en estos tiempos caóticos y sin estructura, donde casi todo equivale a casi nada.
Cuatro meseros empujaron un carro de gran tamaño cargado con un volumen desmesurado de platos hasta colocarlo junto a la Dama, pero ella, que de acuerdo con lo que revelaban sus pensamientos no esperaba tal movimiento, se limitó a fruncir la nariz, como si la comida le diera asco. Al mismo tiempo, esos pensamientos desmentían de plano los gestos que dibujaban sus facciones. Cruzaron el espacio a caballo de los aromas de salsas, condimentos y aderezos. Exquisito, opulento; redundante como el dinero recién emitido, excesivo como las cruces de cualquier camposanto. Y detrás del juego y la burla fui capaz de presentir el latido de la sangre, el vuelo de las aves de presa, el estallido de pura dinamita entre las piernas. Samantha inspiró profundamente y sus pechos apuntaron al cielo durante un instante milagroso; la túnica se abrió, el vértice rosado de una libreta de cheques del Banque de L'Union Europeenne quedó expuesto, desamparado. El jeque lo advirtió y su rostro, con el hueso en la posición de un fino habano Fidel de Cien Coronas, fue la máscara del desconcierto.
—Está excitada —dijo Mortimer en mi oído—, excitada hasta la extenuación —agregó.
—Una buena jugada —dije yo, aparentando indiferencia. Mortimer también estaba excitado; era la primera vez desde que me servía que omitía llamarme "señor".
—Lo comerá —dijo Mortimer—, aunque reviente.
—Las Damas no revientan, Mortimer —dije severamente—, y esto no es de su incumbencia. Por otra parte ha omitido el "señor", dos veces. Puede retirarse.
—Perdón, señor —dijo Mortimer desvaneciéndose en el aire.
Samantha comía, un bocado de cada plato, por supuesto, pero comía. Y entre el Chop suey cantonés y el Canard aux haricots alzaba la vista y me observaba con picardía, ajena a las orlas de grasa que festoneaban sus labios y que ella ni siquiera barría con la lengua; tal vez disfrutaba con la idea de que el mayor placer solo habita en el corazón de lo salvaje, de lo grosero, de lo descontrolado.
En contraposición, percibí ondas negativas. Los pensamientos de la Dama no coincidían con su mímica, y la aparente glorificación de la comida obedecía a una estrategia: acatar la voz del dinero, rendirse a la evidencia de lo que se puede comprar con él, de que todo tiene un precio, más allá del valor objetivo que ostente. Los motores del festín no eran los manjares, por supuesto; el Hering mit Meerrettichwurze o las Pernici alla fragola no le movían un pelo a la Dama, la razón de ser era que yo estaba gastando una pequeña fortuna en metálico para proveerlo, y ni siquiera por la cantidad, que obviamente hacía poca mella en mi galaxia monetaria, sino por la voluntad de dar sin recibir nada a cambio que anidaba en el gesto. Samantha se excitaba con eso. Y yo me excitaba por pura empatía; la saliva nos inundaba la boca, las cifras se acumulaban en el monitor del adicionista, los residuos crecían en las vasijas, la perplejidad progresaba en la atención de los otros comensales.
"Hacerlo en público, Amo", pensó la Dama sin pudor, "es tan repugnante como no hacerlo en privado, ¿verdad?" Por un momento inmensurable volví a ser la víctima de las anomalías que ella producía. ¿Se burlaba de mí? ¿Había descubierto mi don? La profané, furioso; mi concentración se había roto y solo la enorme suma gastada permitía la continuidad del cosquilleo en la rabadilla, el sudor en la palma de las manos, las dificultades para deglutir. La Dama era una zorra y Mortimer lo sabía desde el principio; disfrutaba enredándome en tramas sin solución. Ahora empuja un nuevo bolo con un largo sorbo de Château Lafite Rothschild de trescientos mil euros la botella… rebajado con agua corriente.
—Me temo, señor —dijo el mâitre reapareciendo junto al lóbulo de mi oreja—, que la señora está ahíta. Tal vez sea el momento del asalto decisivo.
—Es mi estilo, mis ganas, mi dinero —dije con ferocidad—. Si no le importa, Mortimer, quisiera conducir esta conquista sin su valiosa cooperación. Yo manejaré los tiempos del evento.
—Como usted desee, señor —replicó Mortimer, molesto pero sin perder el aplomo—. Me limito a señalar que el punto de maduración óptimo está a la vista. Quizá sea peligroso arriesgar la preciosa saturación alcanzada por la Dama, señor. Fíjese usted: el sudor le mancha las axilas, el cabello mojado se le adhiere a la frente, la grasa le ha estropeado la túnica; la boca le arde, le duelen los dientes, su olfato está invadido, su cerebro embotado. ¿Qué espera, señor? Aceptará lo que usted dicte, sin protestar.
—¡No es eso lo que busco, imbécil! —estallé sin alzar la voz—. Los de su clase no comprenden nuestros ritos de apareamiento. El corazón del asunto está en otra parte, fuera del alcance de sus torpes sentidos.
—¿Mis sentidos o los de ella, señor? Espero que luego no me reproche por no haberle advertido lo que está a punto de suceder. —Mortimer se perdió en el infinito, movido por resortes poderosos, preso de laberintos temporales capaces de multiplicar un segundo en varias horas. Fue el momento elegido por mi atención para arrastrarse fuera de la cueva en la que había estado prisionera. Samantha me observaba, desafiante; su pensamiento más agudo me llegó con la fuerza de un grito: "The whole hog!"
¿Yo? Mi sistema digestivo estaba más limpio que los pasillos del Metro de Leningrado. ¿A qué se refería con esa idea despectiva, casi ofensiva? La Dama apartó un plato en mitad de una carcajada y tras clavar sus ojos en mí eructó sonoramente, con la boca abierta. Me había vencido en toda la línea. Restaba determinar si la derrota correspondía a una fase de la partida o había que ubicar las piezas nuevamente.
Lo indiscutible era que jugábamos con las reglas que ella había dictado. Sentí asco, de la Dama, de mí mismo; la idea original se enredó en mi cuello y empezó a asfixiarme.
—La dejó escapar, señor —dijo Mortimer. La voz del mâitre estalló en mi oído, aunque sirvió para corregir el flujo destructivo de mis pensamientos.
—La conquista será más ardua de lo calculado, simplemente —dije apartando a Mortimer con el puño. El esbirro del árabe se puso en guardia ante la violencia de mi gesto y el propio jeque levantó la vista del Poisson au Champagne que estaba comiendo. Mortimer, en cambio, no se inmutó y volvió a la carga.
—Pruebe con algo más directo, señor —dijo el mâitre—. Un cheque de siete dígitos sería... imponente.
—¿Sugiere que la trate como a una vulgar ramera? ¡Usted está loco, Mortimer!
—Nadie paga eso por una meretriz, señor. Un cheque de siete dígitos la transformaría en la puta más cara del mundo.
—Eso no me excita, y estoy seguro que no me empezará a desear por extravagante que sea la cifra. La Dama no es prostituta, Mortimer; usted no entiende de estas cosas.
—Un cheque abultado, señor, abulta... como... ya sabe, si usted me permite, o más.
—Ingenioso lo suyo, Mortimer —dije furioso y cínico—. ¿Se le ocurrió a usted o lo compró en el supermercado chino de su cuadra? Puede retirarse.
—Sí, señor, como usted desee.
Pero siete dígitos... pareció pensar la Dama. ¿Lo había pensado realmente o mi imaginación trataba de meterse en el juego? Casi sin querer descubrí que estaba mirando el paquete mal envuelto que contenía a la Mona Lisa. ¿El cuadro? Todo el mundo conocía el brillante negocio que yo había realizado a costa del Louvre... y de Abu al-Razif. El pobre jeque, que carecía de mi habilidad para sobornar a los Directores de Museos, había pagado la diferencia con alegría proporcionándome un placer adicional al ponerse en ridículo.
"Poseer, ostentar, destruir", pensó Samantha; "quiero ese cuadro” ¿Serías capaz de regalármelo? ¿Cuánto valgo?"
—Quiere el cuadro, Mortimer —repetí tontamente. Pero Mortimer no estaba a mi lado, me había dejado solo. Hice un gesto ampuloso, con las palmas de las manos hacia afuera para demostrarle al esbirro del árabe que deseaba negociar. Un movimiento de la Uzi fue suficiente; acerqué la silla y le pregunté al jeque si quería venderme el cuadro. Podría obtener una ganancia neta de dos mil millones. Abu alzó las cejas, me miró como se mira a un camello que acaba de explicarte la Teoría de la Relatividad y se atragantó con una espina; estaba comiendo trucha con salsa de jengibre, miel y almendras. No le di tiempo a replicar; saqué la libreta de cheques, completé la cifra diferencial y rompí el cheque que me había dado. Ante la mirada atónita del guardián, que veía esfumarse la utilidad de la Uzi y la suya propia, tomé el cuadro y lo apreté contra mi pecho amorosamente.
La renovada posesión de la Mona Lisa despertó insospechados ecos en mí, corrientes divergentes que chocaron y se alzaron como espiras. Durante años había deseado poseer el cuadro y en una sola noche, lo había vendido y recuperado para regalarlo como demostración de poder superior. Por un momento estuve tentado de renunciar, llevándome el paquete mal envuelto con aire de triunfador, pero ella y yo sabíamos que el ganador del juego no sería quien modificara las reglas en propio beneficio.
—¿Debo entregarle el cuadro a Samantha, señor? —dijo Mortimer.
—Un momento —dije, desolado ante la perspectiva de desprenderme inmediatamente del tesoro. Me sentía como el jugador empedernido que vacila antes de colocar la última ficha sobre el número que eligió, agobiado por los universos que nacen y abortan en ese simple acto. ¿Qué pasaría si rompo el cuadro en la cabeza de la Dama? ¿Qué si se lo regalo al mâitre? ¿Dónde empieza y dónde termina el placer que trato de obtener con mi conducta?
—La Dama se impacienta, señor —insistió Mortimer.
—¿Se impacienta? —repliqué, una vez más exasperado—. ¿Cuándo soñó que la Mona adornaría el recibidor de su casa?
—¿De mi casa, señor? —Los ojos de Mortimer brillaron, lujuriosos. —Sería capaz de asesinar con tal de poseer esa tela. —Adiviné el sarcasmo en las palabras de Mortimer, quien proponía un juego paralelo, laberíntico, pero la situación no era propicia para malabarismos verbales.
—Me refiero al recibidor de la casa de la Dama, Mortimer. ¿Cómo se le ocurre que yo podría obsequiarle el cuadro más caro del mundo a un simple lacayo? No existen perversiones inéditas y si existieran usted no sería su mentor.
—Señor, un sirviente es un ser humano —me reprendió.
Suspiré. Las quejas de Mortimer amenazaban destruir el placer que proporcionaba mi maniobra. Espié la tela entre papeles y telas bastas, sugeridas por los expertos como la forma ideal de protegerla. La Gioconda me devolvió su sonrisa sensual, hiperbólica, eterna. —Llévele el cuadro a la Dama —dije finalmente, casi aturdido por las ideas contradictorias que invadían mi mente, ideas propias y ajenas.
"Lo hizo", pensó Samantha, "¡cuánto me desea!"
"Está loco", los pensamientos de Mortimer llegaron contundentes, "ella no vale un centímetro cuadrado de esa tela".
Tal vez, posiblemente el siervo tenía razón. ¿Era demasiado tarde para descubrir que la extravagancia no me excitaba? Había gastado una montaña de dinero, y ahora cuando ya no podía arrepentirme, la Dama se reía de mí, del pobre árabe, de la Uzi apoyada contra el respaldo de la silla, mientras, abrazada al cuadro, componía una imagen falsa, perversa. Por eso, cuando a mi mente llegó la intención de la Dama, nítida y relampagueante, sentí las espuelas de la muerte hiriendo mi espalda.
"Es mío, completamente mío, puedo hacer con él lo que me plazca”.
Y con un tenedor...
Mientras el instrumento surcaba el exiguo espacio me atreví a creer que solo se trataba de una broma cruel; que no se atrevería a estropear una pieza única como aquella, que no lo haría solo para irritarme... o para establecer un precio desmesurado por lo que estaba obligada a dar. ¿Dar? El precio era el acto. La Dama arrancó el papel y las telas que cubrían la tela, tiró de los hilos como un marinero borracho y tras apurar una última copa de Château Lafite, rebajado ahora con gaseosa, exhibió el cuadro en todo su esplendor, largamente, para que los comensales fueran testigos de su capricho. El tenedor brilló en la otra mano...
—¡No lo hagas, animal! —exclamé. Era la primera vez que me dirigía a ella con palabras, sin agentes o elipsis. Y aunque sabía que con ese grito alimentaba mi derrota, que mi impotencia solo estimulaba su perverso placer, no fui capaz de reprimirlo. Tal vez porque en ese favor del cuerpo a las trampas de la mente estaba implícita la respuesta a la eterna pregunta: al ser vencido alcanzaba el clímax, la sima. Terminaba. Abriría la puerta para pasar del otro lado y el otro lado sería el vacío sin esperanzas; faltaba un gesto, el último, el único. Cuando la Dama bajara la mano...
—¡Es mío!
Samantha acercó el tenedor a la tela y la pinchó. Movió otra vez la mano y la desgarró. Tiró levemente, alzando, enroscando; un trozo del cuadro más importante del mundo colgó de la punta del tenedor como una hoja de acelga hervida en jugo de remolachas. Rojo, ocre, verde. Se metió la porción en la boca, masticó, se detuvo, hizo una mueca de asco, la escupió, hizo una arcada.
Había puesto fin a seiscientos años de luz, había asesinado la mejor sonrisa. Repitió el daño hasta hacerlo irreparable y entonces me miró; tenía los ojos húmedos, de su boca emanaba un aliento ácido. Ella también había pasado del otro lado, aunque los pensamientos que yo captaba eran helados, ásperos. "No sentí nada; todo es basura, vacío. Me siento igual que antes de hacerlo".
Pero yo estoy hecho de otra pasta, por lo visto. —Fue sublime, Mortimer —dije derrumbándome en la silla, exhausto—. Jamás experimenté algo tan intenso.
—Me sorprende su ingenuidad, señor —dijo Mortimer.
—¿Mi ingenuidad? ¿Devalúa el acto con un juicio tan... precario? —Ardía en deseos de estrangular a Mortimer con mis propias manos, aunque tal proeza hubiera estado más allá de mis fuerzas. —Acaba de ser testigo de una sublimación perfecta, la glorificación del eufemismo, la exaltación de la falacia. No sea idiota, Mortimer; retírese de mi vista, su presencia corrompe mi placer.
Pero Mortimer, lejos de retirarse caminando sobre sus pasos como cuadra a un siervo, cruzó la línea, se plantó frente a mí y empezó a desnudarse.
—Es el momento ideal para captar los pensamientos de la Dama, señor. Comprobará que Samantha está... no sé cómo decirlo. ¿Qué expresión usar? ¿Está... caliente? Sí, eso es, si me permite —dijo Mortimer con la respiración entrecortada—, muy caliente y excitada, caliente como una yegua en celo; y usted no parece estar en condiciones de sofocar ese fuego, por lo que, si no se opone, y por fidelidad a mis tácitos deberes, lo haré yo.
Los caóticos pensamientos de Samantha fluctuaban entre el deseo y el pavor, aunque el deseo, el puro y simple deseo animal, crecía segundo a segundo, y terminaría prevaleciendo.
—Deténgase —susurré.
—¡Ni loco, señor! —replicó Mortimer—. Le debo este servicio. —La Dama había empezado a gemir y se acariciaba los pechos sin preocuparse por el público que colmaba el restaurant. De hecho nadie, entre los comensales, parecía preocupado por los movimientos de Samantha. Pero el mâitre continuaba hablando—. Es preciso que sepa, señor —dijo Mortimer—, que ciertas carnes requieren maceración y aliño para alcanzar su sazón. —Me miró una vez más, burlón, y agregó: —Aunque debo reconocer, señor, que su patético intento ha puesto a la Dama en estado de... extrema receptividad, por llamarlo de algún modo. Y no lo veo a usted dispuesto a levantarse de la silla para... calmar la... avidez de la Dama.
—Su limitado entendimiento —balbuceé— no le permite apreciar el trabajo del más fino orfebre, rematado con elegancia y pasión. Usted es un bruto, Mortimer, un pobre siervo ignorante. —Mortimer ya no me prestaba atención; había terminado de quitarse la ropa y me daba la espalda, lo que obviamente permitía que fuera la Dama quien disfrutara de la visión más adecuada del cuerpo desnudo. Y las características de tal visión quedaron al descubierto cuando Samantha se tapó la boca con la mano y reprimió un grito de profundo deleite. Ese grito, ahogado y censurado, contrastaba con gestos anteriores, de cuando la Dama jugaba conmigo a otro juego, o al mismo juego pero con reglas diferentes.
—Tengo hambre; dame tu cimbrel —dijo la Dama en voz alta, para que todos los presentes oyeran su demanda. El exabrupto, la grosería cerril, la falta de estilo de la frase, obraron como disparadores.
—Mi manjar es genuino, señora —dijo Mortimer avanzando hasta cubrir a la Dama con su humanidad. Ella se abrazó al mâitre con fiereza, como si estuviera satisfaciendo un pecado largamente postergado.
—¡Dámelo, dámelo! —bramó Samantha, impaciente.
Cerré los ojos. Nadie entiende la nobleza en este mundo envilecido, pensé. Ningún corazón late al compás de mi corazón. Repasé mentalmente las sumas gastadas y me sentí premiado; para gastar hay que tener, y yo soy el hombre más rico y poderoso del mundo, ¿cómo no serlo con semejante talento? Estos son los placeres que me puedo permitir.
Los comensales habían abandonado sus asientos y me rodeaban, observándome como si yo fuera una bestia extinguida, un dinosaurio o algo por el estilo. A un costado, fuera de cuadro y definitivamente al margen del interés de los que me cercaban, Samantha y Mortimer fornicaban con entusiasmo, salvajemente. Quizá se jactaban de estar recuperando una perdida faceta animal, como una piel que se descarta, en el camino hacia la cima; la cima desde la que impero sobre el resto de la especie. La repugnancia me llenó la boca; el mal sabor, el acíbar, se descargó con furia y terminó por despertarme. Abu al-Razif, asqueado, había tomado la Uzi y me apuntaba a los ojos.
Es una lástima que aquel orgasmo haya sido el primero y el último de mi vida. Y aunque el tiempo que demoran las balas en llegar a destino es técnicamente infinito, deploro haber malgastado todo mi pasado en bagatelas y que el presente, este momento único, esté formado de puro vacío. No logro imaginar qué habría hecho de mi vida si ese conocimiento hubiera llegado a mí hace... digamos una hora. Pero celebro haber vivido lo suficiente para contártelo.
Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires en 1947. Es un autor muy prolífico, que ha publicado numerosos relatos en revistas de todo el mundo. Entre sus libros están
Cuerpos descartables, Minotauro, (1985),
Espejos en Fuga, Ediciones Desde la Gente (2010) y
Vuelos, Andrómeda (2011). Fue creador y director de la revista
Sinergia y posteriormente director de la revista
Parsec. También fue el encargado de selecciónar cuentos en
Axxon, así como de ser la cabeza visible de gran cantidad de antologías y proyectos colectivos.