—Bienvenido al futuro— me dijo una voz sin rostro, apenas aparecí.
El futuro ha cambiado mucho, pensé. Está raro, me dije. Está psicótico, me grité. Y es que, al rato de llegar, se me hizo difícil entender aquel lugar.
Igual prefiero empezar por el principio, como es debido en una historia de este calibre. Me llamo John Williams —sí, cómo el compositor y el guitarrista y el presentador de holovisión— y nací el 20 de agosto de 2099 en Buenos Aires, Capital del Mercosur. A los trece años de edad supe que iba a dedicarme a la ciencia, luego de ver un programa de espectáculos en la holovisión (me dije: quiero ser alguien inteligente, no uno de estos monigotes absurdos). Estudié diez largos años en la Universidad de la UVA la carrera de enología. En esas aulas aprendí todo lo que podía saberse sobre el vino y sus usos. Luego conocí a mi mujer, Viviana Siqueiros, abogada, de origen portugués, también nacida en el Mercosur, con quién me casé tras cuatro años de noviar y de tener un crío no querido (pero qué tiene que ver todo esto con la historia, por favor, si, para colmo, mi mujer es lo peor, parte importante de la tragedia que es mi vida, no sé para que la nombro).
Me arrepentí: no voy a contarles todo, solo lo pertinente para que puedan entender mi aventura. A veces me pasa, me cuelgo hablando y hablando de cosas intrascendentes y no termino llegando al punto.
Al terminar la carrera, decidí aplicar todo lo aprendido en cuestiones prácticas, cuestiones que no solo me aportasen fama y dinero sino que ofreciesen al mundo alguna de las soluciones que siempre está buscando. Con el vino se había hecho de todo, desde tomarlo para buscar las revelaciones que solo la borrachera sabe dar hasta usarlo como combustible en naves intergalácticas. Pero con el vino no se había hecho nada en el campo de la mecánica espacio-temporal. Allí estaba la respuesta, pensé. Dediqué otros diez largos años en desarrollar un modo de viajar por el tiempo usando el vino (de estos años no recuerdo mucho debido a las constantes borracheras). Finalmente, lo conseguí.
Recuerdo el día porque solo fue hace una semana. No daba más de contento al presenciar la máquina concluida y esperando que la probase. Me encontraba en mi taller, en el sótano de mi casa. Por esos días me estaba cansando de la vida marital. Piensen que mi proyecto me impidió disfrutar de una vida hogareña común. Ahora bien, mi mujer, en vez de dejarme o de serme infiel, de irse con el primer infeliz que se le cruzara, se empecinaba en romperme las pelotas. Todos los días eran un campo de batalla (imaginen la situación: ella histérica, yo siempre en pedo). No aguanté más. Decidí cuanto antes irme lejos, hacia el futuro. Por un lado, probaba la máquina; por otro, dejaba, aunque sea por un momento, el desquicio que era mi casa.
Antes de continuar me remitiré a describir la máquina en cuestión, el orgullo que justificó mis años de estudio y mis largas conversaciones con el alcohol. Imaginen un cuarto desnudo, sin color, paredes blancas. En el centro un sillón de dos plazas y frente a él, un monitor-proyector holográfico común. Al lado, una mesita con cinco botellas de tinto y una de blanco. La mecánica consiste en lo siguiente: el viajero se sienta en el sillón, bebe una copa de tinto, espera 6.234 segundos, piensa la fecha a la que quiere ir (en la pantalla entonces aparecen los números, las fechas), vuelve a tomar otra copa de tinto, se relaja, piensa en su destino, bebe una copa de blanco y, llegado este punto, se está partiendo.
A partir de aquí relataré lo que sucedió en el viaje que me trajo a esta locura, a este absurdo. A mi señora ya ni la escuchaba; es decir, la escuchaba pero sus griteríos molestos eran como un humo sónico lejano, algo que molesta apenas y que, progresivamente, se vuelve menos y menos molesto, un insecto que se aleja. Yo había tomado las primeras copas y en la pantalla comenzaron a aparecer las fechas: primer destino: 20/12/9876 DC; segundo destino: 9/10/9999999 DC (año que en mi imaginación representaba el fin de los tiempos).
Luego, el cuarto cambió de estructura, de color y de rigor. Empecé a ver borroso y entonces supe que estaba viajando y la sensación fue exquisita. Un leve mareo. Un mareo agradable. Y entonces, el tiempo volando ante mí a una velocidad terrible, el tiempo arrastrándome de los pelos por un túnel de luz (tengan en cuenta que lo relatado aquí son meras sensaciones personales; tal vez, cuando ustedes viajen, la travesía tenga otro sabor, otros condimentos). Y finalmente, alcanzando el clímax, la fecha de destino. Es como, por lo menos lo fue en ese instante, si uno recién se despertase, la vigilia tarda en aclararse y el mundo es un lugar extraño cubierto de telarañas o de niebla. Así fue cuando llegué, cuando “pisé” el siglo de destino.
—Bienvenido al futuro— me dijo una voz sin rostro, metálica, suave pero, por momentos, chillona, molesta, como la de mi mujer. Yo todavía estaba sentado en el sillón, con los vinos a mi lado y la pantalla de la holovisión enfrente mío, pero ya no me encontraba en mi laboratorio. Estaba en medio de una calle atestada de extraños objetos. En el momento supuse que eran animales o robots de muy rara forma, algunos muy grandes y otros muy pequeños, pero todos, repito, adolecían de un diseño psicótico. Estos objetos, de variados colores, volaban o se deslizaban, ya sea por el aire o por el asfalto (que era de goma), rápidamente o con una lentitud asfixiante. Y al lado mío, algo que hablaba pero que no tenía cuerpo: la voz que me estaba dando la bienvenida.
—Bienvenido al futuro— repitió. A todo esto, ya el mundo, el futuro, iba tomando consistencia, se iba deshaciendo de la neblina. Sin embargo, todavía no podía ver a mi interlocutor. Y, peor aún, como ya dije al iniciar el relato, parecía como si el mundo se hubiese vuelto loco, como si las leyes conocidas (esas leyes que en la escuela, cuando sos chico, te entran con dolor en la cabeza) se hubiesen derogado hacía mucho tiempo. Pongo ejemplos que podrán darle una idea más acabada al lector: el cielo era violeta, los pocos seres que vi no eran humanos, o por lo menos, no lo aparentaban; llovía a unas cuadras, una lluvia roja, copiosa y violenta, pero no había rastros de nubes y era como si las gotas salieran de la nada; una música sonaba en el aire, una mezcla de blues y melodías circenses, todo combinado de una manera extraña pero que, sin embargo, sonaba bien; y ni hablar de los supuestos animales-robots y de los aparentes edificios que cercaban la calle en donde yo, pobre ser humano del siglo XXI, intentaba entender todo aquello.
—¿Dónde estoy? —atiné a preguntarle a esa voz, al aire, al enredo de cosas que me estaba rodeando.
—Usted ha llegado al año 4522311025 después de la Crisis. Estamos en la ciudad de Vivian Leigh. Bienvenido. Yo seré su asistente mientras dure su estadía en nuestro tiempo. Si así lo desea, puede dejar su máquina en este lugar que no habrá ningún problema.
Atónito por la situación, decidí dejar ahí la máquina —léase: sillón, holopantalla y copas de vino— y explorar un poco ese mundo extraño. Tomé, en consecuencia, la calle que me había recibido y fui hacia el norte, donde en mi tiempo, y suponiendo que era la misma ciudad desde donde había partido, estaban las Barrancas de la B. A mi lado, o detrás mío, no sé, sentía la presencia de mi “sirviente”, el portador de la voz, el promotor de aquella época. Y digo promotor porque apenas me puse a andar comenzó a esgrimir un discurso marketinero, de guía turístico, que fue una constante en su hablar:
—Usted verá que nuestra época es muy interesante y placentera. Encontrará nuevas formas de cultura que en su mundo serían imposibles, o por lo menos, altamente improbables.
—Pregunta: ¿Por qué el cielo es violeta? —le dije, mientras yo andaba por el medio de la calle y al tiempo que esos raros objetos me esquivaban.
—¿En su tiempo no es violeta? Qué raro, todos los viajeros que tuvimos nos hablaron de un cielo violeta, salvo un loco que afirmaba que venía de un mundo donde el cielo era celeste…gracioso, ¿no?
—Mi cielo es celeste, soy del siglo XXI después de Cristo.
—¿Después de quién? ¿Qué año es ese? ¿Usted de donde viene?
—De la Tierra, del Mercosur, del siglo XXI, año 2099 más precisamente. Todo esto que veo, todo, la calle, el cielo, esa lluvia de allá que cae de la nada, estos autos que vuelan pero que parecen ser el producto de un delirio, de una borrachera, no lo entiendo, no entiendo que pasa… ¿Qué pasó? —pese a mis palabras, mi situación no era la de alguien desesperado o preocupado. Es verdad, no entendía aquel delirio (y ustedes tendrían que verlo para entender; era, en serio, como si el futuro se hubiese olvidado de todo y hubiera recomenzado de nuevo, con otra lógica) pero tampoco era algo tan grave. Quizás yo le sobreactuaba a la voz por una cuestión práctica: para obtener información (y de paso para quedarme ahí, para explorar, para no tener que volver a casa con la densa de mi mujer).
—Nosotros contamos el tiempo desde la Crisis, cuando nuestro Dios dejó de contar el Chiste.
—¿El Chiste? —pregunté intrigado.
—El Chiste es el mundo, el cosmos. Cuando Dios dejó de contarlo, y cuando el público que oía ese chiste dejó de reír, el mundo dejó de ser gracioso. Se sucedieron guerras, naciones enteras desaparecieron y muchos perdieron las esperanzas. Pero Dios volvió al humor y el Chiste, entonces, fue otra cosa, el mundo fue otra cosa. Ya no llamamos Tierra a nuestro planeta (ese nombre le trajo mucha mala suerte al mundo): ahora lo llamamos Queso.
—Interesante filosofía pero no me la creo. Dios es más turrito, no creo que tenga sentido del humor y, menos, que el universo sea fundamentado en algo tan banal como un chiste. Tal vez me fui al carajo con el vino y terminé en otra dimensión.
—Crea lo que usted quiera, señor, pero no sea maleducado, no hable así de Dios. Escuche, escuche el mundo (el Chiste) y después me cuenta.
Y entonces escuché. Escuché y vi. Escuché, vi y sentí. Todo era un delirio. Los objetos que pasaban cerca, esas cosas extrañas, nunca permanecían igual, cambiaban, desaparecían en cualquier momento y luego volvían pero ya eran otra cosa, tenían otro color u otra forma. Los seres ¿Humanos? que pasaban, que transitaban la calle, eran como extraterrestres o como extradimensionales. Había algunos que tenían dos cabezas, otros que parecían monos y otros cuya piel era absolutamente de vidrio. Como ya comenté, la lluvia, y otros fenómenos meteorológicos que luego presencié, no tenían razón de ser, salían de la nada o, en algunos casos, no provocaban la consecuencia esperada (es decir, el agua, a veces, no mojaba; el trueno, no sonaba o sonaba de una manera totalmente inadecuada). Los edificios no parecían lugares para vivir: o eran muy pequeños o eran muy incómodos o estaban en el aire hechos de pompas de jabón o eran madrigueras que ningún animal cuerdo se atrevería a habitar. En todo momento sonaba música, como si se estuviera en un ascensor; a veces era blues mezclado con música de circo, un tema heavy metal fusionado con acid jazz o una orquesta desquiciada amigándose con un chamamé. Uy, y todavía no les hablé del sol. No estaba. No había nubes y tampoco estaba el círculo amarillo tan familiar, tan lógico, tan necesario. En su lugar, cielo violeta.
—¿Y qué fue del Sol? —pregunté. Yo seguía escuchando el Chiste pero no me reía. Mientras tanto, nos habíamos subido (bah, yo me subí, la voz me siguió) a uno de los objetos raros, una bola de cristal del tamaño de un auto convencional, y nos elevamos hacia la atmósfera, hacia el espacio exterior.
—El Sol perdió su gracia y entonces Dios no lo contó más —la voz me respondió con su acostumbrada rareza pero, esta vez, su tono se mezclaba con un solo de flauta que provenía vaya a saber de donde, como todo allí.
—¿A dónde vamos ahora?
—A una fiesta en honor tuyo. A todos los viajeros Inter-temporales los agasajamos con una reunión digna de su persona. Hay mujeres. Hay vino de seda y drogas alcohólicas y música celta y gusanos poetas (ah, cuando los veas, cuando los escuches, los gusanos poetas son lo mejor, son parte del Chiste, son partículas del gran Chiste).
A esta altura, ya me estaba sintiendo raro. Y tuve la imperiosa necesidad de irme de ahí, volver a la máquina, viajar hacia el otro destino programado —aunque también me arrepentí de haber fijado dos destinos: ahora, sí o sí, antes de volver, tenía que ir a ese futuro distante; viendo todo lo que había visto hasta ahora, un sabor poco agradable me recorrió la lengua, el paladar y todos los nervios del gusto —para luego poder “aterrizar” otra vez en mi sótano, en mi laboratorio querido.
La fiesta estuvo buena, extraña, pero muy divertida. Tuvo lugar en un hueco en blanco en el espacio exterior, cerca del planeta Marte (ellos lo llamaban Mostaza y era de color azul). Lo mejor de la reunión fueron los gusanos poetas (sus poemas hablaban de una normalidad conocida, la de mi tiempo), el mix de temas ochentosos fusionado con Ravi Shankar y el asesinato (léase: transformación, devenir, reestructuración) de una chica que tenía la cara de mi mujer. Ojo, tampoco era una chica en sentido estricto, era una especie de robot biológico que podía adoptar la forma de un ser previo a la Crisis y cuya función era entretener; el vino de seda merece un capitulo aparte.
Luego (el tiempo allí, como es lógico, también pasaba de manera extraña, el luego es pasadas dos semanas que también pueden ser dos microsegundos) volvimos a la Tierra —perdón, a Queso— y yo enfilé directamente hacia la máquina. Como ya dije, quería irme ya de esa época, pero además, las náuseas del alcohol amenazaban con asaltarme en cualquier momento (imaginen en esa realidad: el vómito podría ser un cataclismo universal). El sillón me esperaba en el mismo lugar donde lo había dejado, en medio de la avenida que era, más bien, una orgía de objetos insólitos.
—Lamento que tengas que partir. Espero, sin embargo, que hayas disfrutado tu estadía y ojalá vuelvas algún día. La rima fue un accidente, disculpe —de esa forma la voz, sin dejarse ver, sin presentar su cuerpo ante mis ojos, me despedía de aquel siglo absurdo. Yo le sonreí al aire, a los autos voladores, al cielo violeta sin sol, a las canciones remixadas; tomé una copa de tinto, miré la pantalla y el viaje otra vez se adueño de mis sentidos. El mundo se volvió a transformar en niebla, en el túnel de luz temporal, la velocidad sicótica y mi cuerpo, en el sillón, arrastrado hacia el futuro lejano. Obviamente, esta vez, el pasaje, la transición, fue mucho más larga, tardó más tiempo. Pero finalmente (siempre, siempre hay un final, hay un destino) llegué a la fecha marcada: 9/10/9999999 DC. Y el universo, una vez más, me terminó abofeteando con la fuerza de lo inesperado.
Me materialicé en un salón inmenso. Miles y miles de butacas colmaban todo el lugar, a lo largo y a lo ancho, hacia abajo y hacia arriba, en todas direcciones. El lugar tenía insondables niveles y, por un momento, recordé la escena de la película “El planeta de los simios” (no la de 1968 ni la de 2001 sino la de 2030, protagonizada por Brad Pitt Junior y Salma Hajek) en donde se ven muchos simios en la bolsa de comercio, vociferando y haciendo morisquetas en todos los pisos del edificio, colgados de lianas pero vestidos con trajes finos y compitiendo por acciones y otros títulos cambiarios. En fin, este lugar al que llegué era así pero infinitamente más grande y, a diferencia de monos, había allí sombras de todos los colores con rostros bien definidos que parecían estar escuchando algo. En el centro de esta sala (que, curiosamente, estaba a unos metros de donde yo había aparecido) se levantaba un escenario y, sobre él, un hombre como los de mi época, vestido con una tunica blanquísima, barbudo y con cara de actor, con cara de humorista de unipersonal, estaba hablando; en su mano derecha tenía un cigarro y en la otra, una copa de whisky.
Yo no entendía ni un gramo de lo que estaba diciendo pero, al parecer, el sujeto era un gran orador, a juzgar por las expresiones de felicidad que esbozaban las sombras. Otra cosa evidente era que el discurso o el acto, estaba próximo a terminar. Tuve esa sensación, sobre todo cuando, en un momento, el hombre paró de hablar y las sombras estallaron en aplausos, grotescos y violentos aplausos mezclados con carcajadas. El orador, entonces, me echó una mirada extraña, sazonada con una sonrisa terrible. No supe que hacer pero rápidamente tuve que reaccionar porque el lugar comenzaba a desmoronarse. Al principio pensé que era el furor de la gente (perdón, de las extrañas sombras) pero luego me di cuenta de que el recinto se estaba cayendo (más bien derritiéndose pero que sé yo, es una cuestión subjetiva, yo veía como que se derretía pero sonaba como que se estaba cayendo y, encima, las nauseas me impedían pensar con lógica). Las risas pronto se transformaron en un torrente imparable, que crecía, que amenazaba con colmar todo lo existente. El orador a su vez, se mostraba satisfecho y sorbía con placer el whisky de su copa como una diva, mientras continuaba mirándome con su sonrisa extraña. No lo pensé más: me bajé toda una botella de tinto y entonces volví a mi tiempo (luego, obviamente, del viaje pero no quiero repetir descripciones que ya hice, en esencia fue lo mismo pero al revés, hacia el pasado). Lo último que recuerdo haber visto fue la cara del orador transformándose en una sonrisa de sombras y el lugar licuándose, haciéndose vómito, sucio y definitivo.
Desperté, perdón, “aterricé” (¿no sería mejor “Cronoicé”?) en mi siglo. Lo primero que me recibió fue, obviamente, la cara descompuesta de mi mujer y sus agudos e insoportables reproches:
—Siempre igual vos, me tenés harta, ya no aguanto tus borracheras, inútil, inservible, borracho de morondanga.
—Dejame de romper, loco, por lo menos felicitame, nos vamos a hacer ricos, viajé por el tiempo con vino, eso no lo hace cualquiera.
—¿Ah, no? Preguntale a tus amiguitos: el otro día vino James y me dijo que viajó al paleozoico con un añejo de cien años.
Este era, señores lectores, el reconocimiento, el premio, por una hazaña única. En vez de laureles, una voz hiriente y una cara que ya ni el vino me ayudaba a tragar. Decidí irme entonces. Para siempre. Ya fue, me dije. Ya está, me susurré. Ya basta, me grité.
Con respecto a las conclusiones del extraño viaje, dejo al lector en la posición que más le guste. Que sea usted el crítico, el intérprete de tamaña aventura. Podrá pensar lo que usted quiera: yo solo conté lo que mis sentidos me contaron a mí. Lo demás, solo Dios, el gran bromista, lo sabe.
Y en cuanto a mi destino final, decidí que sea la Roma Imperial en el pasado la que se encargase de mis despojos: ahí sí que tenían buen vino y una realidad coherente y tranquila…