Un mundo feliz
Un mundo feliz
Hernán Domínguez Nimo

Extraño los viejos buenos tiempos, doc. La época dorada como le decían. No se imagina cómo la extraño. Ahí, los buenos eran buenos y —lo más importante— los malos eran malos. No había posibilidad de error.
Y es que no podías equivocarte, no había manera. En esa época, para ser malo no bastaba con serlo, había que tener cara de malo. Y por si tenías alguna duda, si su cara o su peinado o su ropa no eran lo suficientemente antipáticos o repulsivos, en el primer cuadro el tipo siempre hacía su presentación con una línea o un monólogo en el que sus intenciones —conquistar el mundo, matar al héroe— quedaban claras.
No importaba si esa declamación quedaba descolgada. El lector tenía que saber quién era quién, dónde estaba parado. Y eso también funcionaba para mí, ¿sabe? Todo era más sencillo. Sin vueltas. No había posibilidad de error… Mmmm… Eso ya lo dije antes, ¿no? Anótelo entonces, porque debe ser importante… En fin, lo que quiero decir es que todo era más simple. Y así uno hacía su trabajo sin problemas, sin contratiempos. Los finales siempre eran felices, y de eso se trata nuestro trabajo, ¿no? De lograr finales felices para todos.
Después empezaron a complicarla. Decían que había problemas de verosimilitud. Que la gente no era así, como la que aparecía en las historietas… ¡Y claro que no! ¡Eran tipos de papel representando un papel! ¡¿A quién le importaba eso de la verosimilitud?! ¡Si la gente no iba a leerlos buscando gente común! ¡Querían superhéroes…! Y supervillanos.
Ahí fue donde todo se trastocó. Primero, buscaron justificar el accionar de los villanos. Ya no eran tipos malos y nada más. Una infancia sufrida, un trauma afectivo, abusos, muertes sangrientas en la familia. ¿Se da cuenta? Lo que antes daba nacimiento a los héroes, ahora se usaba para los enemigos. ¿Cómo querían que la gente no se confundiera? ¿Qué nosotros nos confundiéramos? ¡Si todo era lo mismo! ¡Si nos ponían en el mismo estatus que a ellos! Yo… le juro que por más que le doy vueltas no lo entiendo… ¿Qué querían? ¿Qué la gente simpatizara con los malos?
Como sea… el asunto es que para ellos sí se volvió todo más fácil. Porque ser malos, ahora, era algo que no podían evitar. El mundo los hacía malos. Y nosotros, mientras tanto, a pesar de tener los mismos problemas, teníamos que seguir eligiendo el camino del héroe.
Pero claro, no conformes con eso, con facilitarles las cosas a ellos, tenían que meterse con nosotros. Si un malo ya no era tan malo, ¿cuánto tiempo podían esperar para ensuciar a los héroes? La excusa fue otra vez el bendito cuento de la verosimilitud. Decían que no era posible ser bueno —honesto, recto, intachable— las 24 horas, los 365 días del año. Que algún momento de oscuridad debíamos tener. Algún muerto en el placard. Así que se dedicaron a escarbar. A sacar a la vista toda nuestra ropa sucia. Nuestras debilidades. Los errores de inmadurez. Y donde no encontraron nada —como fue mi caso—, se encargaron sistemáticamente de reescribir nuestra historia. De la manera que les convenía, claro. Ni uno de nosotros se salvó.
Y después, no conformes con ensuciarnos, con arruinar nuestro pasado, se dedicaron a complicarnos el futuro, a embarrarnos la cancha en cada nueva misión. En cada aventura.
Porque en eso se convirtió nuestra vida, ¿sabe? En una aventura. Pero por favor, quitele todo el brillo a la palabra —como hicieron con nosotros—, déjele solo las connotaciones negativas. Ya no salíamos de casa con la confianza de que podíamos hacer el día. De que íbamos a salvar a alguien, a detener a los malos. De que todo iba a terminar bien. No. Nos llenaron de incertidumbre. El mundo se volvió algo inseguro, incontrolable. Como para que se dé una idea, alguien —algún genio— inventó el daño colateral.
Daño colateral, ¿entiende? ¿Quién había oído hablar de daño colateral en los 30 o en los 50? ¡Nadie! ¡Claro que no! En esa época podíamos derribar edificios enteros durante una batalla, y nadie se preocupaba por los ocupantes. Ni por si alguien iba a quedar sin techo esa noche. Lo único importante era que el bueno atrapara al malo. Pero ahora —supongo que el asunto de las torres sensibilizó un poco— un pedacito de escombro llega a rozar la frente de un nene y todas las voces se alzan: ¡Monstruo! ¡Bestia! ¡Inhumano! Ya no importa si el tipo que tenés enfrente tiene ocho brazos y quiere destruir Manhattan, el monstruo es uno, porque no tiene control sobre la materia y una piedrita puede poner en coma a un nene. Y claro, el culpable siempre es el héroe, no el maniático que tiene enfrente. Eso antes no pasaba, ¿sabe? Antes todo se reducía a la pelea entre buenos y malos. La ciudad era un simple decorado, el escenario para la batalla. Pero claro, llenaron el escenario de gente, y esa gente empezó a recibir esquirlas.
Así fue que nos ataron de pies y de manos, doc. Nos amordazaron para equipararnos con los villanos, y ahora ellos tienen todo para ganar y nosotros todo para perder. ¿Qué ganas puedo tener de salir a la calle a hacer lo mío si siempre recibo reclamos? Ya no hay felicidad en lo que hago porque no hay certezas. Si tenés suerte, atrapás al malo, pero igual todo puede estar mal. No hay recompensas si algo sale bien —es lo que se espera del héroe, es nuestro deber— pero si algo sale mal…
Estoy inseguro, ¿entiende? Por lo que le decía recién, eso de que no hay certezas. Y la peor de todas, la que nos golpeo a los héroes como un tsunami, es la de la muerte.
Tengo miedo a la muerte, ¿sabe? Yo sé que todos tienen que morir algún día, pero a nosotros eso no nos pasaba. Los héroes nunca moríamos. Envejecíamos un poco, a alguno le creía el pelo o la barba, pero nunca la panza. ¿Vio algún superhéroe gordo? ¡A que no! Porque el tiempo no pasaba para nosotros. Éramos ajenos a su decadencia. Estábamos igual en el año 30 y en el 50 y en el 70. Éramos eternos… y de pronto todos empezamos a morir. Uno a uno, como si alguien estuviera tachándonos en una lista. No se salvó ninguno. Ni yo…
Si, ya sé lo que va a decir… ya sé que casi todos revivimos en cuestión de semanas, meses a lo sumo. Pero eso no te da ninguna seguridad de que no vaya a pasar otra vez, quizá para siempre. Además, hay una cosa con la muerte. Es como eso que dicen de quemarse con leche, aunque para mí más bien es como estar cambiando un enchufe y recibir una patada. El miedo a recibir otra es muy fuerte. Te paraliza. Es como un reflejo condicionado, como el del perro de Pavlov. Lo conoce, ¿no? Pensar que en aquella época creíamos que con su técnica íbamos a poder controlar el mundo, que íbamos a lograr un mundo feliz. Y mire cómo se nos fue de las manos…

Hernán Domínguez Nimo nació en Buenos Aires, Argentina en 1970. Publicó dos libros de cuentos: Si algo está muerto no puede morir y Tiempos muertos. Es creativo publicitario, sus cuentos han ganado premios y también aparecen en diversas antologías y revistas.