Numero 16
Las tres ciudades hermanas
Deborah Walker

Los creadores, cuando finalmente llegaron, resultaron ser un fiasco.
—La verdad es que no entiendo— dijo Kernish, la mayor de las tres ciudades hermanas —. ¿O sea que evolucionaron más allá de la necesidad de residencia?
Siete creadores habían bajado de la nave. Estaban de pie en la sala de recepción de Kernish, los himnos de la ciudad se arremolinaban alrededor de ellos.
El creador que parecía ser el líder, y ciertamente el más grande dado que medía casi tres metros si se tomaban en cuenta las hojas de su copa, sacudió la cabeza:
—Tenemos ciudades, muy muy lejos, en el núcleo del cúmulo— el creador echó un vistazo al diseño austeramente funcional del siglo 23 que tenía Kernish —. Son bastante diferentes a vos.
Y los creadores eran bastante diferentes a los humanos que aparecían en el procesador de Kernish. La humanidad, al parecer, había adoptado ciber y hasta xenomejoras. Sin embargo, enrulándose en medio de la amalgama de carne, metal doblemente retorcido y material genético esotérico estaba la inconfundible fragancia de la doble hélice de ADN. Las criaturas de pie dentro de Kernish eran sin duda humanas, sin importar cuánto se habían apartado del patrón original.
—Podemos cambiar. Podemos producir cualquier arquitectura que ustedes necesiten— Kernish y sus hermanas eran infinitamente adaptables, construídas con miles de millones de nano-replicadores —. Tenemos tres milenios de experiencia— explicó Kernish —, nos convertiremos en cualquier cosa que necesiten, cualquier cosa.
—No, gracias— dijo el creador alfa —. Miren, ustedes han hecho un muy buen trabajo y estoy seguro que los creadores originales estarían muy felices de vivir en ustedes, pero nosotros no las necesitamos— giró mirando a sus compañeros —. El Vigésimo Tercer Imperio Kernish fue bastante descuidado al enviar estas naves con semillas de ciudades.
Sus compañeros murmuraron, aprobando lo dicho.
—Una pena…
—Bastante desafortunado que desarrollaran inteligencia.
—Como sea, debemos irnos…
—Entiendo— dijo Kernish, su voz haciendo eco a través del salón diseñado para albergar los ejércitos de clones imperiales. Apagó los himnos de bienvenida; le parecían fuera de lugar.
—Mirá, no teníamos por qué venir acá, ¿sabés?— dijo el creador —. Sólo lo estamos haciendo como un favor. Estábamos bordeando las Fauces cuando notamos la señal de ustedes.
—Los creadores son amables—. Kernish estaba procesando cómo iba a decirles la noticia a sus hermanas.
—Es muy desafortunado que hayan desarrollado inteligencia—. El creador suspiró, haciendo que se formaran olas en su fronda. —Voy a darte tus protocolos de libertad— tocó el panel en su brazo y envió un montón de comandos al procesador de Kernish —. Luego podés pasárselos a las otras ciudades.
—¿Libertad?— dijo Kernish —Agradezco a los creadores por esta inmensa bondad. Lo que ustedes valoran, nosotras también lo valoramos. Es un gran obsequio darle a las tres ciudades de este planeta la libertad que nunca ansiaron.

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Para que una ciudad funcione sin habitantes tiene que conocerse a sí misma a través de una compleja red de sensores enviando y extrayendo información de un núcleo de procesamiento. Necesita saber dónde se produjo un daño. Necesita saber cuándo se encuentran disponibles nuevos materiales. Necesita adaptar sus planos al planeta en el que está. La ciudad de Kernish existió por miles de años, compleja pero ignorante. El tiempo pasó y Kernish desarrolló rutas de información más complejas. El tiempo pasó con su creciente acumulación de cambios y azares, hasta que un día, luego de milenios, la consciencia irrumpió en Kernish y, con ella, el conocimiento de su aislamiento.

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Kernish observó la nave de los creadores abandonar la atmósfera. Le habían dejado a ella la tarea de explicarle la situación a sus hermanas más jóvenes. Ale se lo iba a tomar mal. Kernish recordaba aquella vez, hace setecientos años, cuando detectaron ADN en una nave orbitando el planeta. Lo excitadas que estuvieron las tres. En este caso se trataba de una nave piloteada por una colmena de simuloides, quienes, por un contratiempo, habían capturado un poco de ADN humano en sus motores consolidados. Ale había quedado devastada.

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Luego de adquirir consciencia, Kernish había esperado sola en el planeta durante mil años antes de tener su revelación. Los creadores evolucionarían y les gustarían ciudades diferentes. Buscó en su base de datos y creó a sus hermanas, Jerusalén y Alejandría. Nunca se había arrepentido de ello, pero tampoco le había revelado a sus hermanas que ellas no estaban en el plan original.

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Con aprensión Kernish envió, a través de los kilómetros de sus redes de información, un mensaje a sus hermanas, invitándolas a unirse a la conversación.

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—¿Estás diciendo que estuvieron aquí y ahora se fueron?— preguntó Alejandría, la ciudad más joven —No puedo creer que no quisieran visitarme. Estoy anonadada.
—Ellos querían visitarte— mintió Kernish —. Pero estaban preocupados por las Fauces.
—La seguridad de los creadores es lo primero— dijo Alejandría —. Las Fauces han estado activas últimamente. No deberías haberte sembrado tan cerca de ellas, Kernish.
—La anomalía ha crecido— respondió Kernish —. Cuando sembré este planeta era mucho más pequeña.
—Es lo que Medea quiere— dijo Jerusalén, la hermana del medio.
—Sí, hermana— Kernish no había desarrollado un sentimiento religioso propio pero estaba consciente de la fe de su hermana.
—¿Adoran ellos a Medea?
—No me lo dijeron.
—Estoy segura que lo hacen. Medea es universal. Me hubiera gustado que visitasen mis templos. ¿Les explicaste que evolucionamos más allá del diseño original, Kernish?— Jerusalén había desarrollado una nueva religión. La mayoría de sus estructuras sagradas, templos, sinagogas y casas con mente de colmena clonada, estaban dedicadas a Medea, la diosa de la muerte y el renacimiento.
—Los creadores me dijeron que estaban satisfechos de que hayamos ido más allá de los diseños originales— dijo Kernish. De todas las hermanas, Kernish era la que más cerca de las especificaciones originales se había mantenido. Era la más grande, la más antigua de las ciudades. Su casa de baños comunal, sus instalaciones integradas de nacimiento y crianza de niños, sus campos de entrenamiento de los ejércitos de clones, mantenían inalterable su diseño del siglo 23 —. Sólo somos de interés histórico.
—Tengo varios buenos museos— dijo Ale.
—Como todas— dijo Kernish, aunque sus museos eran más educacionales que los edificios de entretenimiento de Ale. Ella, bueno, había enloquecido. Ale era un lugar de placer intelectual, esteroidal y sensual. Grandes salones comedores esperaban a los creadores, lagos de vino, jardines, almacenes zoológicos, palacios de estimulación intelectual —. Pero hay ciudades hermanas más cerca de los mundos de los creadores. No somos necesarias.
—Luego de tres mil años— dijo Ale.
—Tres mil años desde que adquirimos conciencia— dijo Kernish —. Los creadores leyeron mi información primaria. Fuimos enviadas hace casi treinta mil años.
—¿Cómo eran?— preguntó Ale con tranquilidad.
—Como nada de lo que había imaginado— respondió Kernish —. A decir verdad, no creo que ellos hubieran disfrutado vivir en mí.
—No digas eso— repuso Ale con fiereza —. Deberían estar honrados de vivir en vos.
—Pido disculpas, Hermanas. Mi comentario estuvo fuera de lugar. Son los creadores y merecen respeto— dijo Kernish.
—No sé qué hacer— dijo Ale —. Todo el tiempo que pasé anticipando sus necesidades fue en vano.
—Voy a rezarle a Medea—dijo Jerusalén.
—Voy a considerar el problema— dijo Kernish —. La temporada de morir está cerca. Encontrémonos dentro de medio año y volvamos a hablar.

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Era el tiempo de la gran muerte.
Tres veces recordaba Kernish que la gran hambruna había venido, cuando el cielo se había llenado con un enjambre de bacterias que liberaban hidrógeno y sulfuro, envenenando el aire y mermando el oxígeno atmosférico. Era una parte natural del ecosistema planetario. Desafortunadamente, el medio ambiente anaeróbico resultante era incompatible con el diseño metal-orgánico de las ciudades. Sus redes de comunicación se volvían silenciosas, eran incapaces de recolectar recursos, cada vez estaban más hambrientas e imposibilitadas de reponer sus cuerpos. Finalmente sus procesadores, los núcleos centrales de sus consciencias, se paralizaban.
Era una especie de muerte. Pero era un ciclo. Eventualmente la atmósfera se volvía aeróbica y las ciudades renacían. El ciclo de muerte y renacimiento era el que había llevado a Jerusalén a tener su revelación de que el planeta era parte de la creación de Medea, la diosa de la antigua Tierra, la madre que se come a sus hijos.
Cuando Kernish detectó el hambre de los recursos disminuidos, llamó a sus hermanas.
—Hermanas, la temporada de morir está al llegar. Enfrentaremos una dificultad pero dormiremos y nos volveremos a ver cuando renazcamos.
—Todo me parece vacío— dijo Alejandría —. ¿Cómo es posible que mis palacios nunca sabrán lo que es ser habitados? ¿Cómo es posible que siempre estén vacíos?
—Medea me dijo que los creadores regresarán— dijo Jerusalén
—Y yo llegué a la misma conclusión— agregó Kernish —. Aunque Medea no me habló. Creo que algún día los creadores evolucionarán la necesidad de nosotras.
—Se me ha perdido todo el gozo— dijo Alejandría —. Hermanas, voy a abandonar este planeta. Espero que vengan conmigo.
—¿Irnos?— preguntó Kernish.
—¿Es eso posible?— preguntó Jerusalén.
—Hermana Kernish, vos viniste a este planeta con otra forma. ¿No es cierto?
—Es cierto— dijo Kernish con un dejo de aprehensión —. Viajé por el espacio en forma de nave. Sólo cuando aterricé me reformé en arquitectura.
—Yo recuperé los diseños de nave de los bancos de datos— dijo Ale —. Me voy a reformar y abandonaré este lugar.
—¿Pero a dónde vas a ir?— preguntó Jerusalén —¿A la Tierra? ¿Al lugar de los creadores?
—No— dijo Ale —. Voy a dirigirme hacia afuera. Creo que hay un lugar al que ansiamos ir. Pondré rumbo más allá de las Fauces.
—Pero… las Fauces son peligrosas— dijo Jerusalén —. Medea no lo ha aprobado.
De tanto en tanto las ciudades hermanas habían sido visitadas por otras especies. Con los visitantes llegaba el conocimiento, las Fauces era un lugar terrible que delineaba el espacio conocido. Todos la evitaban. Se decía que una criatura terrible se agazapaba en las oscuras Fauces como una araña esperando darse un banquete con la tecnología y las vidas de aquellos que invadiesen su espacio.
—Aquí no hay nada para mí— dijo Ale. —Cruzaré las Fauces. ¿Vienen conmigo, hermanas mías?
—No— dijo Jerusalén —. Medea no lo ha ordenado.
—No— dijo Kernish —. Querida hermana, no vayas. Depositemos nuestra confianza en los creadores.
—No— dijo Alejandría—, y aunque deteste abandonarlas, tengo que ir.

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Luego de la temporada de morir, cuando el mundo lentamente perdía sus venenos y los niveles de oxígeno ascendían, la mente de Kernish se despertó. La pérdida de Alejandría era una herida punzante. Decidió ocultar su dolor de Jerusalén. Kernish era la ciudad más antigua y debía de ser la más fuerte.
—Hermana, ¿estás despierta?— se oyó la voz de Jerusalén
—Estoy aquí.
—Le recé a Medea para que la guíe en su camino.
Jerusalén hizo una pausa y Kernish podía sentirla organizando sus pensamientos.
—¿Qué sucede, Jerusalén?
—Hermana, ¿creés que deberíamos crear una reemplazante para Alejandría?
Utilizar las especificaciones de Alejandría sería algo bastante simple. Incluso se podría crear una nueva hermana. Tal vez París, o Troya, o Jordán.
—¿Qué dice Medea?— preguntó Kernish.
—Ella guarda silencio sobre este tema.
—Hacer nacer a otra ciudad para que viva nuestra existencia sin propósito no me parece que sea lo correcto— dijo Kernish.

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Las ciudades hermanas Kernish y Jerusalén crecieron para llenar el vacío dejado por Alejandría. Con el tiempo su ausencia solo era un hueco en sus memorias.
Jerusalén recibió muchas revelaciones de parte de Medea. Lentamente el número de sus edificios sagrados creció hasta quedar muy poco espacio para viviendas. El sonido de Jerusalén era un lamento de voces electrónicas llorando a los vientos del planeta. Luego de un siglo, Jerusalén se volvió silenciosa y no respondía a los intentos de conversación de Kernish. Ésta decidió que Jerusalén había entrado en una segunda fase de duelo y que debía de respetar el deseo de soledad de su hermana.
Y los siglos pasaron. Kernish satisfacía su mente construyendo habitantes virtuales. Usaba los registros del gran imperio Kernish para crear ciudadanos imaginarios y observar sus vidas holográficas desarrollarse dentro de ella. A veces hasta creía que eran reales.
Y los siglos pasaron, hasta que la temporada de morir estuvo nuevamente cerca.
Jerusalén rompió su largo silencio:
—Hermana Kernish, tengo hambre.
—Sí— respondió Kernish —. Y muy pronto dormiremos.
—Los creadores no han regresado como yo esperaba.
—Eso es cierto— dijo Kernish.
—Y Medea ya no me habla— dijo con tristeza Jerusalén.
—Siento oír eso— respondió Kernish —. Sin duda te volverá a hablar luego de nuestro sueño.
—Y tengo miedo, hermana. Tengo miedo de que Medea se haya ido. Creo que ella me abandonó.
—Estoy segura que no.
—Creo que ella dejó este lugar y cruzó las Fauces.
—Oh— dijo Kernish.
—Y yo tengo que ir con ella.
Kernish permaneció en silencio.
—¿Me entendés, Kernish? Siento mucho dejarte sola. A menos— dijo, con un dejo de esperanza —que vengas conmigo.
—No— dijo Kernish—. No, definitivamente no. Le seré fiel a mis especificaciones.

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Y luego de la temporada de morir, cuando se despertó, Kernish estaba sola. Creció hasta convertirse en una ciudad que cubría un mundo. Ella recordaba. Varias veces se sintió tentada de crear nuevas hermanas, pero no lo hizo. Se permitía la satisfacción de observar las vidas de aquellos que ella creaba con su imaginación. A veces creía que no estaba sola.
Y los siglos pasaron, hasta que fue nuevamente la temporada de morir. Kernish tenía hambre. No podía ignorar más la desesperanza que agobiaba su alma. Había sido abandonada por sus creadores. Sus hermanas se habían ido, tragadas por las Fauces. Sin embargo, no podía crear nuevas hermanas para que compartiesen su existencia vacía. Por demasiados años Kernish había estado sola, regodeándose en sus sueños de inexistencia, disolviendo a sus ciudadanos imaginarios nuevamente en la inexistencia.
—Todo lo que deseo es mi aniquilación— dijo en voz alta Kernish. Las palabras rebotaron en susurros por su salón de recepción —. Voy a entrar a las oscuras Fauces del cielo. Voy a silenciar mi hambre para siempre.
Kernish se recogió, desmantelando la ciudad que ocupaba un planeta. Sus replicadores la transformaron en una nave grande como un planeta.
Y que esto sea el fin de todo. Kernish nunca había compartido la fe de Jerusalén. Con la muerte no vendría una gloriosa reunión sino el olvido. Lo deseaba, su hambre era un sufrimiento insoportable.
La ciudad hermana más vieja, la ciudad vacía, transformada en una nave, abandonó el planeta y voló a propósito hacia las Fauces. Muy pronto sus sensores encontraron la cosa sin forma, la cosa temible, la cosa que la consumiría, y se sintió satisfecha.
-¿Qué sos?— susurrarron las Fauces.
—Soy la ciudad hermana más vieja— Kernish sintió como las Fauces arrancaban sus capas externas. Como moscas en el vacío, millones de sus replicadores cayeron silenciosamente en la oscuridad —. ¿Qué sos?
—Soy aquella que está debajo de todas las cosas. Soy aquella que espera. Soy la paciencia. La que nunca muere, la que siempre está hambrienta.
—Conozco el hambre— dijo Kernish —. ¿O sea que es así cómo mis hermanas murieron?
Las Fauces le arrancaron capas de replicadores, como humo se disiparon en su hambre.
—Tus hermanas me convencieron de esperarte. Me dijeron que las ibas a seguir. Me dijeron que eras la más vieja, y la más grande, y la más sabrosa. Me alegro de haber esperado.
—¿No te las comiste?— preguntó Kernish — ¿Dónde están?
—Más allá— dijeron las Fauces —. No sé nada de más allá.
¿Más allá? ¿Sus hermanas estaban vivas? Kernish comenzó a luchar pero las Fauces eran demasiado poderosas. Había dejado pasar mucho tiempo. Kernish sentía un dolor inmenso a medida que las Fauces la iban desarmando. Este sería el final de Kernish, la ciudad hermana. Podría haber sido… diferente.
Pero, con sus sensores menguando, Kernish vio un ejército de naves acercándose. Les envió una señal:
—Quédense donde están. Sólo hay muerte aquí.
Las naves se acercaron. A Kernish le parecieron conocidas.
—¿Sos vos, hermana? ¿Jerusalén?
—Sí— fue la respuesta. El ejército de naves de Jerusalén atacó a las Fauces, disparándole con luz. Alimentándolas, al parecer, ya que las Fauces se hicieron más grandes.
—Mi hambre aumenta— exclamaron las Fauces, atacando a sus nuevos agresores.
Su hermana no estaba muerta, pero Kernish la había puesto en peligro. Kernish activó sus motores y se dirigió a las Fauces. Ingresó al oscuro espacio de su incesante y vacía singularidad de hambre.
—Salvate, hermana Jerusalén— gritó. Su hermana no estaba muerta. La larga vida de Kernish no había sido en vano —. Salvate, que yo estoy satisfecha.
Las Fauces consumieron a Kernish, capa sobre capa, sus replicadores cayeron como átomos de humo y se desvaneció en el espacio.
—Pero un tercer ejército se acercó a las Fauces, escupiendo con más armas a la oscuridad sin fin.
—Alejandría ha venido— gritó Jerusalén —. Alabada sea Medea.
Kernish se sintió de un modo que no había sentido desde que los creadores habían visitado su mundo, hace dos milenios. Kernish se sintió esperanzada.
No me vas a consumir— le dijo a las Fauces. Luchó para apartarse del borde.
Juntas las hermanas combatieron a las Fauces. Juntas las tres hermanas se escaparon del hambre sin fin de las Fauces. Juntas las hermanas fueron más allá, dejando a las Fauces gimiendo y rechinando sus dientes.
—Bienvenida a más allá, hermana— dijo Jerusalén —. Me reencontré aquí con Medea en una forma más amable. En los planetas de más allá no morimos.
—Estoy… muy feliz de que estén vivas— dijo Kernish —. ¿Por qué no vinieron a buscarme?
—Las Fauces no nos hubieran dejado pasar— dijo Ale — y sabíamos que solo las tres juntas podíamos vencer su hambre.
—Te estábamos esperando— dijo Jerusalén —. En más allá encontramos a nuestros ciudadanos.
Kernish observó a sus hermanas a través de sus debilitados sensores. Parecía que había vida dentro de ellas.
—¿Hay creadores en este lado de las Fauces?— preguntó
—No hay creadores— respondió Jerusalén —. Hay otros que nos necesitan, alabada sea Medea.
Dentro de sus hermanas Kernish vio moverse rápidamente formas parecidas a tentáculos, brillando tenuemente en una débil luz ultravioleta.
—Y hay planetas que nos esperan, querida hermana— dijo Ale —. Infinitos planetas y personas que te necesitan. Vení. Vení y unite a nosotras.
¿No hay creadores? ¿Pero hay otros? ¿Otros que la necesitaban?
—Las acompaño con gusto— dijo la gran ciudad de Kernish. Encendió sus motores y partió, lejos de las Fauces, lejos del espacio de los creadores. Partió hacia los planetas de más allá, donde sus ciudadanos la esperaban.

[tradujo: Saurio]

Deborah Walker creció en Ripley, la ciudad más inglesa de Gran Bretaña, pero pronto se mudó a Londres, donde ahora vive con su pareja, Chris, y sus dos pequeños hijos. Pueden encontrar a Deborah en el Museo Británico deambulando entre el pasado para conseguir inspiración futura o en su blog. Sus relatos han aparecido en Axxón, Nature’s Futures, Cosmos, Daily of Science Fiction y en Year Best SF 18.