Ilustró Saurio
En cuclillas, la espalda contra las rejas de la vieja jaula, Horacio Julián Serpagli escuchó los primeros acordes.
—Y sigo en la jaula de los orangutanes —volvió a decirse en voz alta por enésima vez—. Nada menos.
La orquesta precalentaba, lo sabía bien. Otra milonga se estaría armando ahí abajo, en el camino que daba a la vieja salida del Zoo, por Libertador, y él debería aguantársela. Como se aguantó las anteriores.
Se levantó deslizando la espalda por los barrotes. Jamás lograría permanecer ajeno a una milonga. Imposible resistirse, tal como un voyeur no se resistiría a una mujer desnudándose detrás de una ventana.
Giró, se aferró a los barrotes y apoyó la frente entre dos: la monada, relucientes instrumentos mediante, se preparaba para arrancar a todo ritmo. ¿Cómo es que ellos habían aprendido tan rápido y tan bien a tocar el tango? Serpagli se encogió de hombros. Ya el asunto no le importaba a nadie.
Es que nadie quedaba: él era el último.
Yo, pensó, el último.
—¡Animales! —les gritó. Ninguno volteó siquiera la cabeza. Y la música arrancó nomás: “Comme il faut”, reconoció Serpagli—. Qué tangazo, mamita. Y lo tocan mejor que la orquesta del gordo Troilo, si eso fuese posible. ¡Blasfemos!
A pesar de que no le prestaban atención, se obligó a mantenerse firme. Apretaba los barrotes y encajaba los pies entre ellos con el afán de no ponerse a bailar.
Vio cómo el Oso le cabeceó a Mireya, esa zorra platinada, y juntos trataban de seguir el ritmo. Serpagli ladeó la boca y arrugó la nariz. No se debería revolear a la compañera, y aun menos revolear las patas. Eso no era bailar tango. Pero la jugada la aprovechó Lucía. ¡Lucía!, pensó Serpagli, ¡Qué rata asquerosa! En un segundo, recordó mil veces a Lucía: antes de arrojarle los mendrugos le decía con esa voz apenas entendible, chillona: “Lucía, Lucía, Lucía” y él debía responderle modulando gravemente la voz: “Lu-cí-a”. Y recién entonces le tiraba la comida.
—¡Rata inmunda! —otra vez, nadie acusó recibo.
Pero ahora, se dio cuenta Serpagli, Lucía jugaba bien sus cartas. Ella misma sacó a bailar al Perro Santillana, que por un momento dejó de mirar con ojos de cachorro abandonado a Mireya, la tomó del talle a Lucía y se confundieron con los bailarines.
Los últimos compases de “Come il faut” dejaron paso a aplausos, chillidos y murmullos.
El Oso miró torcido a Santillana, pero sin previo aviso la orquesta arrancó con “La Yumba”. Osvaldo Pugliese hubiera creído en Dios si escuchaba esta versión. Serpagli tuvo que apelar a su mayor fuerza de voluntad, y permaneció aferrado a los barrotes. ¿A qué se debería su resistencia? No podía explicárselo. Quizá fuese una manera de sentirse vivo. Una manera de decirle a la monada que les despreciaba la forma de bailar. Una manera de decirle que le despreciaba su música, que en definitiva no era su música. Era la música de Serpagli, la de millones de Serpagli que ya no estaban. Pero en el fondo sabía que él se equivocaba en esto último. Tenía en claro que esos cosos de ahí abajo no habían inventado el tango, aunque lo tocaban con un ritmo de locos. Pero la chingaban con el baile. Y que no le viniesen con discusiones justo a él, a Horacio Julián Serpagli, alias La Bordadora: todavía podía escuchar, allá, en los tiempos gloriosos, donde el tango lo bailaba gente como uno: “Vos no le sacás viruta al piso, vos lo bordás”, le decían a diario.
Y ahí nomás le quedó el apodo. La Bordadora. Ese título resonó dentro de su cabeza, y él recordó las figuras que dibujaba con la compañera de turno.
Ahora le llegaban nuevos aplausos, murmullos… y hasta aullidos de gozo, de expectativa. ¿Con qué arrancarían?
Ya con los primeros acordes se dio cuenta de que llegaba su derrota:
—“Bahía Blanca”, puta madre. Perdonalos, Di Sarli.
Parecía mentira, pero esas bestias lograban mejorarlo todo. Un ritmo del infierno que descontrolaba el cuerpo y seducía a las piernas.
¿Por qué no sucumbir al llamado de la sangre? ¿Por qué no darse por vencido? ¿Qué culpa tenía él, si cuando era niño ya no nacían bebés? ¿Qué culpa tenía él, que un día los animales despertasen y se volvieran contra el hombre? Y por último: ¿cuál sería la gracia, la ventaja, de descubrir que los monos aprendieran por generación espontánea a tocar el tango?
Sí, se dejaría ir y bailaría.
Serpagli se separó de las rejas. Elevó una mano igual que sosteniendo una mano, mientras que su otro brazo, como una serpiente, se enroscaba en la invisible cintura de una compañera de baile.
Y bailó.
Bailó como se debía bailar. Los pies pegados al piso, sin siquiera mostrar la suela. Bailó cerrando los ojos para ver mejor.
Él al final les enseñaría.
A los últimos acordes de “Bahía Blanca” los acompañó el silencio. Los animales miraban a la jaula de Serpagli, aprendiendo. Y Horacio Julián Serpagli, vencido y de rodillas, lloraba su último tango.