Ilustró Saurio
—…entonces, una vez que terminó el banquete, la soberana Circe tomó mi mano, me llevó lejos, me hizo sentar al lado del fuego, bajo la estrellada noche y, echándose a mi lado, me dijo: «Escucha bien; oh, hermoso hijo del Nérito, lo que voy a decirte. En el viaje que emprenderás al salir el sol, llegarás, primero, a las Islas de Artemisa, la Virgen, Señora de los Animales, donde habitan las Sirenas, aves con rostro de mujer, que encantan con sus frescas voces a cualquier hombre que se acerque a ellas. El infortunado que, sin saberlo, se aproxime con su nave y escuche su voz, caerá en un estado abrumador que lo llevará a la locura; ya nunca verá a su amada esposa y a sus tiernos hijos, ni disfrutará la alegría de su gente porque ha vuelto a casa. Antes bien, las Sirenas, sentadas en un prado donde las rodea un gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca, lo hechizarán con su sonoro canto, haciendo que estrelle su navío en las rocas de la costa, y morirá».
Así habla Odiseo a sus hombres, contándoles el encuentro de la noche anterior con la Maga Circe, mientras los marineros dormían junto a las amarras de la nave; antes de dejar, para siempre, las playas de Eea.
Navegan en su triacóntero negro, de proa roja y corto espolón recubierto de bronce; con la tierra apenas visible en el horizonte, a la izquierda. El Bóreas trae el frio, encrespa las aguas e infla la vela de lino, de un azul desteñido y reparada mil veces. El sol del mediodía tuesta, una vez más, el rostro y la piel cubiertos de grasa de los remeros que, aprovechando el soplo del dios, descansan apoyando sus brazos sobre los guiones de los remos alzados. Algunos dormitan; otros juegan mojando sus manos con la espuma; los más, miran, sin ver, la lejanía.
Con los remos fuera del agua, el músico encargado de marcar la cadencia de los remeros improvisa con su flauta, y pone música al relato de su jefe. Odiseo, en la proa, mira, con alternancia, a sus hombres y al mar; y continúa, sin dirigirse a nadie en particular:
—Luego, la divina y hechicera Circe agregó: «Te diré como impedir la muerte de tus hombres, brillante Odiseo. Derrite cera agradable como la miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos escuche el hechizante llamado; y haz pasar de largo a la nave. No confíes en los vientos del impredecible Eolo, recoge la vela e impúlsate con los remos. En tanto tú, astuto vencedor de la pérfida Ilión, si quieres saborear el placer de su canción, haz que te amarren de pies y manos al mástil de tu nave, para que escuches la voz de las Sirenas. Dí a tus compañeros que desobedezcan cualquier otra orden tuya hasta que hayan dejado las islas atrás. Y si suplicas o les mandas que te desaten, que ellos te sujeten, todavía, con más cuerdas» —y Odiseo continúa—. Así que, fiel Seleukos, ten presta la cera para sellar los oídos de todos y cada uno de los marineros. Ustedes, noble Perímedes y honrado Euríloco, preparen las cuerdas para atarme al mástil. Y tú, magnífico Kallistos, ten prestos tus ojos por ver si aparecen las Islas de la Diosa. Quiero ser el primer hombre que escuche cantar a estos engendros del Hades y viva para contarlo.
Unas horas después, el vigía Kallistos sabe que la costa está a su izquierda, invisible ahora tras la bruma violácea del poniente, y cree ver, al frente y a lo lejos, una tenue línea oscura que aparece y desaparece entre la espuma del oleaje. Unas gaviotas de patas amarillas se lo confirman.
—¡Atención! —grita y señala al frente— ¡Allá! ¡Las islas!
El barco, de pronto, cobra vida sin necesidad de que Odiseo ordene los trabajos. Los remos, casi de manera simultánea, entran al agua, en poco tiempo se sincronizan y equiparan la velocidad del viento. Cuatro hombres recogen la vela, con los cabos que amarran a la borda, y luego toman su lugar en los bancos. Seleukos pasa con dos cuencos de madera embreados: en uno, reparte el último trago de agua antes del esfuerzo; en el otro, la cera espesa; y ayuda a los hombres a tapar sus oídos. Perímedes y Euríloco toman las cuerdas y atan a Odiseo, de manera firme, al mástil. Todos los marinos temen, y a ninguno se le ocurre seguir a su jefe y dejar libres sus sentidos para escuchar a los monstruos. Más aún, unos bajan la vista y otros cierran, con fuerza sus ojos, para no verlos. Incluso el auletes deja su flauta, toma su tambor, marca el ritmo de boga durante unos minutos; luego se detiene, cubre sus oídos y marcha a colaborar con los remos.
La nave es una con el mar. Un grupo de delfines la acompaña deslizándose bajo el agua transparente y saltando cada varias brazas, rompiendo la espuma. El casco, esbelto y alargado, corta las olas que quedan tras de sí, veloz. A Odiseo, la singladura se le asemeja al galope leve de su maestro, el centauro Quirón, y siente el golpeteo de la sangre en sus sienes, como le ocurrió cada vez que llamaban al ataque de las murallas troyanas.
Las islas crecen y, al acercarse, el viento cambia, enviando rachas desde el sur que frenan el navío y traen un susurro extraño. Odiseo imagina que escucha una melodía desconocida, cantada por inverosímiles voces de mujer.
—¿Las oyen? —les grita a sus hombres— ¡Allí están las Sirenas! ¡Saben que estamos aquí! ¡Ya están cantando!
Una fuerza ominosa los lleva, de manera inevitable, hacia la costa. Los hombres, cada tanto, levantan la vista asustados y comprueban que la tierra se encuentra nada más que a unos cuantos estadios de ellos. Ven el filo de las rocas donde estalla el mar. Conocedores, comprenden el peligro y se estremecen. Cada tanto, aparece entre las piedras, un esqueleto de madera podrida, verde de musgo, y gris de tiempo.
Se acercan más a las islas, hasta tenerlas a tiro de piedra. Descubren un estrecho, entre dos promontorios, por el que están obligados a pasar. El agua es oscura y se mueve como aceite. Poco a poco, parece espesarse: ahora necesitan cuatro y cinco brazadas para recorrer la distancia que antes hacían en una.
—Algas —susurra un marino; pero los demás, claro, no lo oyen.
El aire se torna ominoso y difícil de respirar. Una niebla, que se transforma en humedad espesa y fría, parece continuar la pesadez del mar, intenta retener a los hombres e impedirles cualquier movimiento.
Odiseo oye, nítida, una melodía entonada por varias voces; muy distinta al canto llano que acostumbran en las rondas de las polis griegas. Es diferente, en varios aspectos que; al principio no distingue.
—¿Oyen ahora? —grita y ríe— ¡Escuchen! ¡Es… es… extraordinario! ¡Nunca… oí algo… igual! ¡Es…!
Hace silencio, gira a un lado y otro su cabeza, cierra sus ojos y frunce el entrecejo, tratando de entender qué dicen, aunque no lo logra. Se esfuerza. En primer lugar, reconoce una voz principal que canta con notas algo alargadas. Hay, también, otra voz que se superpone a la anterior, con notas más breves y que parece trazar espirales y volutas sobre la primera. Y, además, hay otras voces, varias que ¿repiten?; si, repiten la voz que manda, pero en un tono más grave y no al mismo tiempo: apenas perceptible, pero retrasadas; algo así como la heterofonía, pero practicada con voces. «¡Qué armoniosas suenan!», piensa. Pero hay otra cosa: la cadencia no le es conocida, el pie es distinto. Es algo entre el dáctilo y el espondeo —que tantas veces escuchara en la Madre Ítaca y en los fogones de las playas durante la guerra—; y le anima a golpear su pie contra la madera de la cubierta, con un ritmo que no es normal para él.
De repente, las voces de las sirenas se alejan, hasta desaparecer. Odiseo busca, con sus oídos, las canciones que se han ido; y se sorprende del silencio que solo rompen los «¡plop!» de las palas al entrar y salir del agua pesada.
Un remo levanta un trozo de tela que alguna vez fue vela de barco; otro, huesos de un brazo humano, blancos de sol y sal, aún unidos por ligamentos raídos. Sobre las piedras, aparecen partes de osamentas gastadas y cadáveres secos. Alguno, mitad en las rocas y mitad en el agua, parece agitarse y saludar el paso de la nave. Hay calaveras de mandíbulas abiertas. Los hombres las saben mudas, pero imaginan que gritan aunque ellos están impedidos de oírlas.
—¿Eso es todo? —grita Odiseo, con voz ronca. Mira a un lado y otro— ¿Esas son las voces que han de volverme loco? —pregunta, con algo de ironía— ¡Vamos! ¡Vengan! ¡Prosigan! ¡No me han hecho ningún daño! ¿Entienden? ¡Ninguno!
Al frente, el sucio gris de la neblina parece agitarse. El héroe distingue algo más oscuro allá, delante suyo, que se agiganta. Entrecierra los ojos para ajustar su visión. Entonces, ve cómo se rompe la bruma y, batiendo sus alas, aparecen. Monstruosas, horribles, grotescas.
Allí están las Sirenas.
Son seis, y parece que el tiempo se detiene durante un instante. Una de ellas está delante de las demás, y flota a unos siete codos al frente y por encima de Odiseo, El pecho del engendro se infla; la voz estalla y canta:
«Yo soy la morocha,
la más agraciada,
la más renombrada
de esta población…»
La voz es dulcísima, y a Odiseo se le cierra la garganta en un espasmo de dolor y melancolía. Siente la humedad que carga sus ojos.
Las otras cinco, continúan cantando, con la técnica que el hombre oyó antes:
«Yo, con dulce acento,
junto a mi ranchito,
canto un estilito
con tierna pasión...»
—¿Qué… qué dicen? —pregunta Odiseo, mientras aspira su flema interrumpiendo un gemido de angustia y pesadumbre— No… las entiendo.
—¡Araca, chantapufi! —contesta la sirena que está al frente, moviendo sus alas de manera leve— En estos arrabales tayamos nosotras. ¿Cuál es tu gracia, poligriyo?
Odiseo tuerce el gesto de su rostro, mostrando que no entiende. La sirena continúa:
—¿Cómo te llamás, chabón?
—O-diseo —responde el héroe, tartamudeando— hijo de Laertes y Anticlea, rey de Cefalonia y comandante en la guerra contra los troyanos.
—¡Guarda con el cajetiya! —dice el prodigio, en tono burlón. Gira su cabeza, y le habla a los demás esperpentos— ¡Che, mírenlo al diquero éste! ¡Dice que es guacho de un quía y una fula, capo de un ispa y milico de no sé qué fragote!
Las demás sirenas se ríen, sin dejar de cantar, ahora, otra canción:
«Che madam, que parlás en francés
y tirás ventolín a dos manos;
que escabiás el champán bien frapé
y tenés gigoló bién bacán...»
—Yo soy la paica Parténome —dice la que parece estar al frente del grupo, con tono provocador—. Mi nombre significa «catinga de pebeta». Soy hija del dios Aqueloo y la musa Estérope; soy capanga de este piringundín en el que chamuyamos reo. Y no pelé naife en ninguna rosca; pero acá, de verme nomás, se jabona el más guapo; y de oírme cantar, se estrola el más entrañudo. ¿Manyás, gilún? Vichá. Cuchame —y canta, junto a las otras, con voz fabulosa:
«Tenés un camba que te hacen gustos
y veinte abriles que son diqueros,
y muy repleto tu monedero
pa´patinarlo de norte a sur...…»
Odiseo se altera y desfigura. Parece enajenado.
—¡No! ¡Por favor! ¡Cállense! —dice, con su cara roja, los ojos inyectados de sangre y espumarajos en la comisura de sus labios
«Te baten todos muñeca brava
porque a los giles mareás sin grupo.
Pa´mi sos siempre la que no supo
guardar un cacho de amor y juventud...»
—¡Es una música hermosa! ¡Es irresistible! ¡Es insoportable! —grita el héroe, y mira a sus marinos, a una banda y otra de la nave— ¡Suéltenme! ¡Desátenme! ¡Se los ordeno! ¡Quiero quedarme aquí! ¡El canto de las sirenas es… Es magnífico! ¡Corten estas ataduras! ¡Yo, Odiseo, se los ordeno!
Perímedes y Euríloco se levantan de sus bancas, toman otras cuerdas y lo atan aún más. En ese momento, Parténome se da cuenta de que el único que puede oírlas es el hombre atado al mástil de la embarcación.
—Che, fifí, ¿qué onda con los muñecos estos? ¿Están sordos?
Las sirenas continúan:
«Madmuasel Ivonne era una pebeta
que en el barrio posta de viejo Montmartre...»
—¡Ah! —se queja Odiseo— Ellos… no… pueden oírte. ¡Por favor, detenlas! ¡Que no canten más!
—Batime por qué no me escucha la monada.
«Era la papusa del barrio latino
que supo a los puntos del verso inspirar...»
—No pueden —contesta el hombre, mientras lastima sus manos, brazos y piernas, moviéndolos con vigor, intentando romper las ataduras—… ¡Por favor, diles que se callen!… porque tienen… sus oídos… ¡Piedad!... sellados.
—¡A la marosca! Así que, pa’no julepiarse, el ranterío se amuró las antenas. Embrocate esa. ¿Y vos tenés las gambas y las manos engayoladas al mástil de esta albóndiga cachuza para zafar de nosotras? ¿Qué tul el colifa, eh?
Las otras cantan:
«Piantá de tu barrio reo,
dejá el convento mistongo,
que lo que yo te propongo
allí no lo has de encontrar…»
—¡Desátenme! —vocifera Odiseo, ahora lívido y con la mirada perdida, mientras mueve su cabeza de adelante hacia atrás, golpeándola contra el mástil— ¡Desátenme! ¡No lo resisto más! ¡Mi corazón desea escucharlas! Quiero quedarme aquí…
—¡Dejá el espamento, chitrulo! ¿Vos querés arruinarnos el estofao? Te anoticio que la rascada nuestra pasa por amasijar pelandrunes como ustedes, para morfarlos con fritas; así que no te hagás el otario y chamuyá a tus cumpas para que te desñapen.
«Cuando la suerte qu’es grela,
fayando y fayando,
te largue parao…»
—¡Suéltenme! —Odiseo les habla, otra vez, a sus hombres. Tensa sus músculos, pero las cuerdas resisten— ¡Se los ordeno! ¡Suéltenme!
Los marineros continúan remando con sus miradas pegadas a los maderos de la cubierta. El sudor los impregna. Sus manos, rígidas y rojas, mueven los remos; avanzando, a pesar de todo. El hombre que maneja el remo timón no mira al frente, para fijar la dirección de la nave: escudriña, apenas, las rocas cercanas a uno y otro costado del barco; y modifica el rumbo con pequeñísimos toques a la caña. Ninguno de ellos obedece a su jefe. Sospechan que pasa algo por las vibraciones que originan los golpes que da Odiseo en la madera, pero no miran. De manera imperceptible, avanzan a pesar del agua viscosa; y están cerca de llegar a la salida del estrecho.
Las otras sirenas cantan:
«Tango rante, tu emoción
es el alma del suburbio,
para vos, el verso turbio
de mi parda inspiración…»
Parténome se suma al coro, haciendo la primera voz.
«… te lucís con tu pintón
y, en cualquier baile orillero,
sos un símbolo canero
que entra taconeando fuerte,
sos la risa, y sos la muerte,
vestida de milonguero…»
Odiseo hace una mueca, mezcla de espanto y éxtasis, y lloriquea, jadeante. Su cuerpo, sin fuerzas, cuelga de las ataduras; hipa por última vez, se desmaya y su cabeza cae sobre el pecho. Un hilo de saliva cae, formando un puente entre su boca y sus pies.
—¡Che, bramaje! —dice Parténome, dirigiéndose a sus compañeras—, ¡junen a este jailaife y sus bichicomes! ¡aflójenle a la gola, que ya no hay quién nos oiga!
Las sirenas callan. La embarcación está a punto de salir del estrecho.
—Se te espiantan, patrona —dice una de ellas, expresando lo que todas piensan.
—¡No sean ortivas, che! ¡No soy la prima a la que le pasa un fato así! ¡Por acá ya pasó el punto éste, Jasón! Iba con el mudo Orfeo, que entonaba fetén-fetén unas milonguitas que nos dejaron culo pal’norte ¿se recuerdan?
—Remanyás las reglas, naifa. Hay programa de espiche para tu busarda. Si estos cosos se piran, sos fiambre, papirusa —dice la otra, a manera de recordatorio de que si los mortales escapan a su canto, entonces ella debe morir.
—Yo los boleteo —anuncia Parténome, y se dispone a atacar la nave.
—¡Tenga mano, gata! —la otra le cierra el paso— ¡Los barbas de arriba lo pusieron bien de bute! ¡Deben lamparse con nuestro canto! ¡Si los enfriamos de otra manera, crepamos todas!
Parténome parece dispuesta a iniciar una pelea con su par, desconociendo el mandato divino; pero se contiene.
—Quélevacé. Me tocó perder. Habrá que amasijarse, asigún la ley —dice. Bate sus alas elevándose, y se aleja para arrojarse a las aguas del mar, y morir.
Mucho tiempo después, en los jardines del Palacio de Ítaca, Latino, hijo de Telémaco, nieto de Odiseo, exige:
—Abuelo, cuéntame de tu encuentro con las Sirenas.
—Te parlamento, pebete. Eran unas minas repiolas y fenómenas, mita y mita papusa y pajarraco. Se la pasaban de batuque en unas islas, rodeadas de matambres, puros piel y huesos, y osamentas cachuzas; hechizando a cualquier gilún que se les acercaba.
—No entiendo lo que dices, abuelo.
—¡Isa! Mirá, pichinín, yo parlo reo, aunque la barra bufe. El chamuyo lunfa es una papa y cualquier mistongo cala el repertorio. Y un quía que lo parle merece el mayor de los respetos. Te decía. Yo fui el primer garufa que las escuchó entonar, y vivió para batir de qué va la cosa. Cantaban unos tanguitos canyengues que eran un primor, como éste que escribió Diez y musicó Rivero, unos puntos de un ispa lejano; y que yo le boquié a tu nona Penélope, que me hizo guampudo, fateándose con unos cabures. Cuando volví de mi viaje, ella me bolaceó que creía que yo había espichado. Pará un cachito —grita, ahora dirigiéndose a su esclavo—. ¡Eryx, pelá la lira! —el esclavo comienza a tañir el instrumento. Odiseo vuelve a hablarle a su nieto— Cuchá:
«La encontró en el bulín y en otros brazos,
sin embargo, canchero y sin cabrearse,
le dijo al tiburón: Puede rajarse;
el choma no es culpable en estos casos…»