Maldito ascensor

Ilustró Saurio

Maldito ascensor
Alexandra Jamieson

Se dirige a tomar el ascensor como cualquier tarde después de un día común. Lo único que quiere es llegar a su casa para tomar el dinero y volver a bajar para pagar las expensas vencidas. Todo es normal: el tipo del auto gris plata hace un ensayo más para ver si logra estacionar sin tocar el cordón; el perro que ayer se distrajo de los rastros guía de sus paseos también lo hace ahora y tira de la correa roja para acercarse a saludar. El portero dormita de parado sin perderse detalle del barrio y saluda con una elevación de la barbilla; los únicos dos vecinos simpáticos que tiene no son justo los que se cruza hoy y aquellos a los que les sostiene la puerta con desinteresada cortesía, ni le devuelven el saludo. Los menores de quince años gritan como lunáticos desbocados por medicación mala desde sus habitaciones entre jugando y peleándose. Al mismo tiempo, algunas viejitas ensimismadas miran de reojo la novela nueva a todo volumen con el formidable galán de turno. Pero hay algo fuera de lugar: la iluminación del hall de entrada parpadea cada tanto como si hubiera un corto en algún lado de la instalación.

De tanto cansancio repetido y monotonía diaria arrastra los pies por el pasillo. En otras circunstancias se hubiera esforzado por no hacerlo, pero ahora ni siquiera se da cuenta. Duda un momento sobre la probabilidad de que justo hoy sea la reunión de consorcio, lo que representaría un obstáculo más entre él y su anhelada armonía casera. Repasa las fechas y descubre que hoy no es la elegida para discutir vanamente durante horas una impracticable modernización de la fachada del edificio. Si así fuera al menos obtendría frases específicas para anclar este día a su memoria, algunas más delirantes que le harían reír y otras menos, que lo harían indignarse. Aunque no haya reunión, es evidente que el portero indiscreto dedicó menos de su tiempo a investigaciones triviales y más a su trabajo: hay olor a desinfectante fuerte que se mezcla con los de alguna sopa temprana y tostadas tardías.

El desnivel inusual del ascensor lo saca de estas elucubraciones obligándolo a levantar los pies para entrar a la luz caliente y pésima de la caja colgante. Ni se mira en la lámina carcomida del espejo porque sabe bien con qué cara está llegando. Como hubiera querido Da Vinci de su autómata nunca construido, levanta una mano rápido y de memoria hasta tocar el botón gastado del noveno: en su lugar, encuentra un agujero perfecto. Aprieta el décimo y empieza el soporífero viaje en soledad. Oye que se activan los engranajes, las sogas hacen su trabajo tirando despacio del enclenque cubo hueco. La actividad repentina contra la ley de gravedad impulsa su estómago hacia el subsuelo. Con impaciencia va viendo una vez más cómo las lonjas de luz que atraviesan los resquicios entre las puertas y el suelo, se trenzan en un delicado juego reticular de hendiduras claras con las aberturas del nicho en el que va encajada su nave cotidiana.

Lo cierto es que es un día en el que podría tener un poco de emoción fuerte para hacerlo valer y diferenciarlo del resto de la semana. Suspirando una mezcla de aburrimiento con una pizca de resignación piensa "ojalá pasara algo, todo esto es tan rutinario que me mata". La luz mortecina parpadea un segundo; “en cualquier momento se quema la bombita”, piensa.

La corriente de aire creada por el desplazamiento vertical toca su cara con la brevedad de un dicho popular. Nota que el ascensor no para en su piso. Otra vez de paseo. Maldito ascensor, malditos vecinos. ¿Será el ansioso de anteojos a la John Lennon? ¿O la madre del chiquito más malcriado de la cuadra? Habitualmente están incluidos en el pequeño grupo que deja vencer las expensas y seguramente… Resultaría cuando menos ilógico dados sus horarios de rutina. Estos paseítos suceden únicamente por la mañana cuando todos los moradores, sin distinción de edades ni costumbres, se arrebatan por treparse al ascensor para salir despedidos a la ciudad acelerada y gris. Entonces será la gimnasta neurótica, que sale a correr a cualquier hora contra viento y marea. Podrían también ser los nuevos, que casi todos los días tienen una compra desesperada de última hora. Se distrae pensando estas y otras hipótesis, ordenándolas según su factibilidad, dándoles vueltas a las costumbres y recordando pormenorizadamente los detalles que conoce de todos tus vecinos, inquilinos o propietarios.

Un chirrido y una pequeña explosión le indican el fin de la vida útil del bombillo. Más allá de que el pequeño incidente exasperante ocurra completamente fuera de hora, le parece que hay un dato muy significativo y que no puede dejar de lado para descubrir quién es el egoísta o distraído que decidió llevarlo de paseo en esta ocasión: no ve la luz de los pasillos por las rendijas. Alguien debe haber seguramente pulsado el botón desde otro piso, pero parece esperar a oscuras. Entonces no debe ser una mujer ni un niño. Pone más atención y nota que ya no percibe más las líneas luminosas filtrándose por los bordes de las puertas de departamentos. Tampoco oye ecos de alguien que pueda estar esperando en cualquier otro piso. Ni siquiera escucha el rumor del mecanismo crujiendo, aunque ponga muchísima atención. Silencio. El más abismal y espeso que lo haya golpeado en su vida. Parece que el mundo hubiera detenido su rutina y que súbitamente nadie más habitara el edificio. Se esmera haciendo tres o cuatro intentos más para escuchar, pero es imposible oír algo. Lo mismo daría estar al vacío o con los oídos tapados con algodón bien apretado en el fondo del mar. Deja de prestarle atención a la falla auditiva porque algo más está mal: las paredes del ascensor se acercan, haciendo que el aire deje de entrar normalmente a sus pulmones. Pero el aire, cada vez más caliente, sigue entrando a su cuerpo, se da cuenta por la hediondez. Es un olor punzante que no había percibido al meterse en el frágil cubículo. Le resulta un poco conocido, pero no puede terminar de identificarlo, la suma de las pestilencias más corruptas e inmundas lo rodea. Quiere gritar, no sabe bien qué porque en realidad no le pasa nada y se le ocurre que tampoco sabe si alguien lo va a oír en medio de esa atmósfera distorsionada. Tiene que salir de ahí. Considera qué posibilidades hay de abrir la puerta estando en movimiento y trata. Imposible. Todas las trabas de seguridad funcionan a la perfección, aunque se esté ahogando. Le hacen acordar a los dispositivos para bloquear puertas de autos desde adentro y hasta a un nudo corredizo que se va ajustando con cada uno de sus movimientos.

La impotencia lo invade porque llega al límite de sus fuerzas y lo asalta la certeza de que no puede hacer nada. No hay escapatoria, salida ni opciones en esta situación. En esa sombra infinita se le hace más tangible que sigue hace rato sin oír nada. No sabe si lo aquejan ceguera y sordera repentinas o si realmente no suena nada y no hay ni un ápice de luz en esa caverna de metal. Toca las paredes a mano abierta, las golpea y las golpea sabiendo que no van a ceder, pero algún instinto le obliga a hacerlo. Llegando a los bordes siente que sus manos resbalan. O se pegotean. Las dos cosas. Un humor viscoso, tibio, baja por las paredes: reconoce la textura a la perfección. Cata de nuevo el líquido entre sus dedos para asegurarse de la sensación: no es tan leve como el agua y tampoco tan pringoso como el alquitrán. La podredumbre obturó completamente su capacidad olfativa, sólo le queda guiarse por el tacto. Sí, es la misma textura que notó alguna vez entre las yemas de sus dedos al cortarse. Sabe que sus dedos están enteros hace tiempo y se concentra para deducir de dónde salió. Recuerda perfectamente que no había nadie más con él en el ascensor y no siente dolor. Al extinguirse tan rápidamente las posibilidades, vuelve a la primera conjetura. Se palpa febril y con pesimismo y sudando frío durante un rato para buscar heridas que no encuentra.

Lo aterra pensar de dónde surge tal cantidad como para cubrir las paredes del ascensor y seguir fluyendo con esa velocidad pasmosamente densa. Por momentos le parece un organismo con voluntad y conciencia propias. Todavía percibe su estómago aplastándose hacia el suelo la velocidad a la que sube. Tratando de quedarse en el medio exacto del receptáculo en suspensión con la esperanza de que el fluido repugnante no lo toque, simplemente grita lo más fuerte que puede, con toda la fuerza de sus pulmones. Grita, grita, grita. Su voz no sale. El movimiento se detiene haciéndole perder estabilidad y toca si querer alguna de las cuatro paredes. Recupera su posición pretendidamente equidistante de los paneles y mira a la nada. Arriba, abajo y a los costados alternativamente, a pesar de que no tenga el más mínimo sentido.

El tiempo pasa rápido porque no tiene ninguna referencia. Busca alguna señal, tantea de nuevo las paredes y la puerta buscando un resquicio por donde salir. Sabe que tiene que aprovechar al máximo los segundos de interrupción para movilizar algún pasador atrancado que le devolverá la libertad. Es inútil porque se desliza interminablemente al tratar de encontrarlo. Es tratar de sostener una esfera de jade aceitada, imposible. Vuelve al centro y sigue tratando de ver algo que lo oriente en la noche artificial y obligada que lo rodea. Empieza a calmarse sopesando la idea de que todo sea un escenario estúpidamente onírico, algo que no es real ni quiere que lo sea. Especialmente esta última parte circula en su cabeza como si fuera un mantra.

El mecanismo se activa repentinamente y lo distrae de su mantra. Su estómago vuelve a agolparse violentamente cerca del corazón: esto le da la pauta de que ahora empieza a bajar. Si está bajando en algún momento llegará al nivel cero, la caja detendrá su viaje desquiciado y podrá abrir la puerta con calma. Entonces sí su mente se agarra con fuerza de la esperanza de que sea un sueño, una pesadilla horrible como las de la infancia de la que se va a despertar pronto y a olvidar con ligereza durante otro de tus tediosos días. Cree ver un destello en alguna parte, pero no. La cerrazón lo sigue rodeando ya no sabe desde hace cuánto. Podrían ser cinco minutos o cinco horas y no hay muestras de que haya un fin.

Un minuto después, en planta baja, el ansioso de anteojos a la Lennon sube al ascensor brillantemente iluminado por un bombillo nuevo. Se le ocurre que ese día, el portero dedicó más tiempo a la limpieza y menos a investigaciones triviales: hay olor a desinfectante fuerte que se mezcla con los de alguna cena temprana y tostadas tardías.

Alexandra Jamieson Apasionada de la microficción, escribe narrativa y publicó varios cuentos en antologías: No es más que un pulpo y otros covers. Canciones que se vuelven cuentos (Covers Ediciones, 2013) y Esto no es un plagio. La literatura también se puede versionar (Covers Ediciones, 2012), entre otras. Compiló, prologó y editó Persistencia. Ficción breve escrita por mujeres (Outsider, 2017). Se formó en talleres literarios y seminarios con Valeria Iglesias, Marcelo Guerrieri, Andrea Babini, Marcelo Cohen y Liliana Bodoc. Formó parte de colectivos literarios y participa asiduamente de lecturas. Es miembro de PEN Argentina y colabora con www.eloutsiderdigital.com