Los padres de Muriel construían una casa en Adrogué. Como permanecerían dos años en la Capital, alquilaban un departamento en la 9 de Julio. Vivíamos a unas cuadras de ellos. También alquilábamos.
Después del colegio, iba
con Muriel a andar en bicicleta por la plaza Congreso. Algunas tardes ya
eran otoñales, otras evocaban el verano. En febrero, mi padre me
había comprado una bicicleta usada. Aunque intentó mejorarla
pintándola de celeste, le resultó de un añil sucio.
Tal color, decía, era original para una bicicleta y eso me distinguiría.
Como si los objetos transmitieran sus cualidades a los dueños. La
acepté: me atraía la palabra añil. En un libro de
segundo se leía: 'un cielo de añil'. ¿Sería
posible ese cielo?
Muriel era rubia, de piel terrosa
y ojos azul sucio. Mi memoria la ve, deslucida por el paso del tiempo,
el día en que nos conocimos. O más bien finge verla, porque
de ese día tengo el recuerdo ajeno de nuestros padres. La emoción
del reencuentro, después de unos años sin vernos, nos era
impuesta ahora por voces adultas. Clarisa quería ser escritora;
Muriel, bailarina. Tenía muchas posibilidades de entrar al Colón,
según le había dicho un reconocido profesor de ballet.
Durante los meses en que reanudamos
nuestra amistad, resigné mis horas de lectura. Ella recién
se había instalado en la ciudad y necesitaba mi compañía.
Solía burlarse de mi carácter crédulo. Y esa actitud
se extendía a cosas dísímiles, en apariencia inconexas,
como mi bicicleta usada y el ensimismamiento de mi padre. A mí
me parecía que todo esto, sin embargo, ejercía sobre Muriel
una secreta atracción. Por mi parte, sentía una repulsión
recóndita por las arrugas tempranas de su madre, las típicas
'patas de gallo'. También me fastidiaba el interés exagerado
de Muriel por los pormenores de la construcción de la casa de Adrogué,
y por las ocupaciones de un grupo de varones que pasaban las tardes en
la plaza. Ella siempre saludaba a uno. Nunca le pregunté de dónde
lo conocía. Era petiso y con rulos, mandaba a los otros chicos y
se la pasaba rebotando la pelota de una a otra rodilla. Quería que
lo llamaran Kempes. A Muriel apenas la miraba, a pesar de que ella se esforzaba
por llamar su atención. Yo no existía para ellos ni los saludaba.
Sin embargo, como eran agradables para Muriel, debían serlo para
mí.
Algunas tardes, mientras copiaba
del pizarrón la última tarea, me decía, inquieta,
que en un rato rodearíamos la plaza con Muriel montadas en la bici.
Kempes y su grupo jugarían al fútbol. Otras tardes, me abochornaba
la idea de encontrarlos y, una vez en casa, cuando sonaba el timbre del
portero eléctrico, apagaba las luces para simular que el departamento
estaba vacío. Terminados los timbrazos, permanecía a oscuras
durante un rato largo, mientras pensaba en la excusa que daría al
día siguiente.
Me gustaba caminar mirándome
siempre los zapatos (es estúpido que ahora no recuerde cómo
eran), con los hombros caídos, arrastrando los pies, el delantal
arrugado y los puños entintados, soportando un mochilón en
la espalda. Así regresaba del colegio una tarde en que me había
demorado jugando a la salida. Se acercaba el invierno. El cielo advertía
la venida de la noche. Cuando llegué a casa, media hora más
tarde que de costumbre, encontré a Muriel jugando ajedrez con mi
padre, que había venido temprano del trabajo. Entre las rendijas
de las persianas bajas se adivinaban restos de cielo crepuscular. Me saludaron
con apatía. Los rasgos morunos de mi papá se articularon:
- Muriel aprende ajedrez como una bala.
- Ya sé cómo se mueve
el peón, el alfil, el caballo, la reina...
- El ajedrez es un plomo -me limité
a decir, mientras arrojaba la mochila en un sillón. Fui a la cocina
y me preparé un Tody. Aunque nuestra casa era grande, las habitaciones
y los objetos se concentraban para mí en un único espacio.
Esa cercanía me oprimía.
- Deberías tratar
de aprender. Mirá Muriel. En una hora ya conoce cuatro movimientos.
- Eso. Vení que te enseño
- insistió ella en tono maternal.
Más tarde, andábamos
en bici. Me costaba pedalear porque Muriel pesaba. Si la dejaba manejar,
acabaríamos del otro lado de la plaza, donde se juntaba la barrita
de Kempes. El camino de baldositas blancas, las flores lilas del jacarandá
diseminadas sobre la tierra, su piel terrosa realzando el color de sus
ojos, la caída del sol tras la cúpula del Congreso.
En mayo anochecía pronto.
Nuestras familias advirtieron el peligro de dos nenas solas en la plaza
a esas horas. Pasaríamos las tardes juntas en lo de Muriel, un edificio
en construcción donde la mayoría de los departamentos estaban
desocupados. La gente del barrio lo consideraba un edificio de categoría.
Muriel se obsesionaba con hurgar en los departamentos vacíos.
Apenas nos quedamos solas, hicimos
nuestra primera salida. Recorreríamos los pisos uno a uno hasta
llegar a la terraza. Usaríamos la escalera para no llamar la atención.
Los departamentos diferían del de Muriel: grandes ventanales de
pared a pared y habitaciones espaciosas, alfombradas. En penumbras, esos
espacios nos parecían bosques salidos de cuentos fátidicos.
Nos moríamos de miedo. La terraza no fue más agradable, con
cuatro mamarrachos -ahora pienso que quizá eran tanques de agua-
distribuidos laberínticamente en tabiques. Ingresamos secretamente;
temíamos que el portero nos escuchara, porque a esa hora recogía
la basura en el edificio por el ascensor. A veces se metía en la
terraza: 'algunos sucios del edificio dejaban porquerías'. Inspeccionamos
los pasillos de tabiques y nos decepcionamos al ver que no había
tal laberinto. Nos asomamos a ver la calle, los autos, las plazoletas de
la 9 de Julio, al portero apilando la basura cerca de un poste. A esa altura
las cosas se alejaban tanto que eran ilusorias. Si se arrojaba una piedrita,
no caería sobre un señor, sino sobre un muñequito.
¿Le perforaría la cabeza a esa velocidad? A mí me
parecía que sí, Muriel insistía en que no. Entonces
oímos el sonido amenazante del ascensor. Se detuvo en el último
piso y percibimos roces de ropas entrando en la terraza.
- Nadie nos ve -murmuró una
voz grave a unos metros de nosotras.
- No sé. A mí me da
cagazo -respondió otra voz más grave.
- Vos dejá que yo hago todo.
Desabrocháte.
Recuerdo confusas las dos figuras
apostadas contra un tabique: una detrás de otra se agitaban en la
penumbra. Estuvieron así un tiempo corto. Después se acomodaron
y se fueron.
Faltaban dos meses para que Muriel
rindiese el examen de admisión en el Colón. De cómo
ansiaba ese día, de cómo se ejercitaba en las mañanas,
me hablaba cuando registramos por segunda vez el edificio. Ahora descendíamos
a un departamento que Muriel consideraba misterioso. Era de un solo ambiente,
alfombrado y con un ventanal que daba a Cangallo. Nos pegamos al vidrio
helado para ver a través, pero esa tarde la neblina era muy espesa
y apenas sí se divisaban manchitas de distintos colores y tamaños
que se desplazaban en la calle. Inútilmente giré mi mano
sobre la ventana a modo de parabrisas. Miré a mi derecha y Muriel
ya no estaba. La llamé varias veces. Sentí que respiraban
a mis espaldas.
- Soy el lobo feroz -me dijo al
oído una voz como de cinta pasada al revés- Vos Caperucita.
- Es un juego de tontos.
No me escuchó. Levantó
los brazos y convirtió sus dedos largos y huesudos en garras. Se
me tiró encima y me rodeó con los brazos. Me apretaba la
cintura.
- Soltá que me vas a ahogar.
Le pellizqué las muñecas
hasta que me largó.
- Eso por no querer hacer de Caperucita.
La próxima te morfo, como el lobo del cuento.
Furiosa, me marché por el
ascensor.
Hacía varios días que
nos encerraban en la casa de Muriel. El portero había tirado la
bronca: nosotras correteábamos por el edificio y dejábamos
los ventanales marcados. Muriel no tenía televisión. Su casa
ahogaba: dos cuartos diminutos, kitchinette y un baño sin bañera.
Sus padres acostumbraban dejar siempre todas las luces encendidas. Una
tarde escuchábamos un cassette en el cuarto del fondo. El que cantaba
era español. A Muriel le encantaba ese tipo. En la canción
una señora aprovechaba la ausencia del marido, que se había
ido de cacería, y metía a uno que pasaba por la calle a dormir
en su cama. Terminada la cinta, le pedí que la pasara de vuelta.
Tantas veces la escuchamos (diez o doce seguidas) que ya la mujer, el amante
y el marido que volvía con la escopeta eran más reales y
próximos que los muebles de la habitación. ¿Qué
haría la mujer, muerto el amante?. Se suicidaría, según
Muriel; se buscaría otro, en mi versión. Después
fuimos a la habitación de adelante, donde había dos camas
marineras. Nos peleamos por quién dormiría arriba. Finalmente,
Muriel me dejó la cama superior. Estaba fatigada ese día
por la hora de gimnasia en el colegio, así que me dormí.
Cuando me desperté, estaba
a oscuras. Del baño llegaban restos de luminosidad celeste. Los
ojos de Muriel me escrutaban en la oscuridad:
- Juguemos a 'Lobo está'.
- No tengo ganas -dije.
- Cuando llegás a tu casa,
dormís -insistió- Yo soy el lobo y me escondo en el baño
-saltó de la cama y corrió hacia el baño:
-Dále.
Me incorporé y dije con
vocesita pueril:
- ¿Lobo está?
- Me estoy poniendo los pantalones
-contestó una voz de cinta pasada al revés.
- ¿Lobo está?
- ... los zapatos.
- ¿Lobo?
- ...la camisa.
- ¿Lobo?
- ...la corbata.
- ¿Lobo? -silencio- ¿Lobo
está?
Una fiera desnuda se perfiló
en la oscuridad. La luz del baño le marcaba medio cuerpo: tenía
las garras levantadas sobre una melena dorada y crespa. Era mitad lobo,
mitad león. Yo fingía gritar de terror. Se trepó a
la cama superior, me arrancó la capucha que me pesaba en la cabeza,
se me tiró encima y me sacudí con la cara aplastada contra
el colchón.
Al otro día mi papá
llegó temprano con una sorpresa: un televisor color de veinte pulgadas.
Lo enchufó y lo probó. Al rato sonó el timbre.
- Debe ser la pesada de tu amiga.
- No tengo ganas de verla.
- Entonces apagá las luces,
porque sino se va a avivar de que hay alguien.
Nos escondimos en el balcón
del lavadero que daba a la calle y me asomé con mucho cuidado. En
la esquina de enfrente estaba Muriel. Miraba hacia nuestro piso. Se quedó
bastante; se cansó y se fue. Prendimos la luz y seguimos mirando
tele. A la hora, oímos de vuelta el timbre.
- Esta vez la vas a tener que atender.
Ya debe de haber visto las luces -antes de atender el portero, me advirtió-
No la hagas subir. Tampoco quiero que sepa del televisor.
Bajé en el ascensor. Cuando
llegué, Muriel patinaba en el vestíbulo del edificio. Me
dijo que el portero le había abierto :
- Te vine a mostrar mis nuevos patines.
Me los compraron hoy.
Eran lindos. Mientras me los enseñaba,
enumeraba las ventajas de sus patines levantando uno y otro pie para que
yo viera las rueditas. Me invitó a ir a la plaza. Le dije que no
podía: tenía muchos deberes.
Cuando subí, le conté
a mi papá lo de los patines.
- ¿Viste?. Es una materialista.
Vino sólo para mostrarte los patines nuevos.
Al otro mes Muriel fue aceptada en el Colón.
De lunes a viernes tenía clases hasta las ocho. Yo miraba tele
y a veces leía. Pasaron unas semanas y no nos vimos más.