3.I.88 — Durante sus ausencias –que cubren la mayor parte del tiempo– hablamos mucho por teléfono, aunque no estoy muy seguro de que eso sea una verdadera ayuda. Más bien es un recurso ilusorio, pero de todas formas es lo único que tengo.
En primer lugar, están las dificultades para conseguir la comunicación. Con frecuencia parten de mi propio teléfono, aparato caprichoso si los hay. La señal de ocupado puede aparecer en cualquiera de las etapas, incluso en el momento de levantar el tubo. A veces me lleva más de media hora conseguir la comunicación. Otras veces, no la consigo.
Después está el sonido de los pulsos del telediscado, una especie de taxímetro que transmite un sentimiento de urgencia, que recuerda segundo a segundo el dinero que voy invirtiendo, la fugacidad del tiempo presente, la vanidad de las cosas terrenales. Me pongo nervioso y no digo exactamente lo que pensaba decir; hablo del tiempo, hablo de las propias dificultades del comunicarse por teléfono, le pregunto cómo está. A veces olvido decirle que la amo, que cuánto la extraño.
Ella contribuye espléndidamente a complicar las cosas. A pesar de que yo sé perfectamente que ella no puede hablar con libertad la mayoría de las veces, porque lo nuestro es clandestino y porque siempre hay alguien cerca de ella, a pesar de saberlo me confundo. Cuando logro decirle que la amo o que la extraño, su respuesta puede ser, por ejemplo, "¿y cómo andan sus cosas, doña Catalina?", dicho con voz fría o por lo menos no con la voz que suele reservar para hablar conmigo. Quedo confuso y vacilante unos momentos, preguntándome tal vez por mi verdadera identidad, o si realmente me habrá reconocido, si habrá entendido lo que le dije, si me habrá cambiado tanto la voz. En las escasas ocasiones en que estoy perfectamente lúcido y sobreaviso, respondo con humor "muy bien, Roberto" y vuelvo a mi tema pero, claro, ella no puede seguir una conversación normal y a mis arrebatos pasionales responde mecánicamente con trivialidades o bien con argumentaciones profesionales que, debo decirlo, suelen ser muy agudas y pueden generarme un auténtico interés y distraerme de mi tema, y entonces vuelvo a perder algunos minutos de telediscado, son como ríos de relucientes monedas que tiro a la calle y después, desde luego, no sé cómo retomar mi tema que, a todo esto, ha ido perdiendo su impulso; la pasión se me fue agotando o desviando entre los interrogantes sobre mi identidad y otras banalidades, y por fin me despido con un melancólico "adiós, Roberto" y cuelgo.

18.I.88 — Aquí, en la plaza, hay un hombre, podría decir un viejo, que desafía al sol. Es robusto y aunque viste pobremente tiene una presencia noble, esa rara aristocracia espiritual que sólo he percibido en ciertas personas humildes (y que me hace sentir despreciable). (Una vez, este hombre me pidió un cigarrillo; la ciudad me había acorazado en una especie de indiferencia selectiva, cerrado a todo lo que no me interesara, y entonces no prestaba atención a estos pedidos; pero este hombre se me impuso con su actitud y su presencia; al darle el cigarrillo sentí que era yo quien estaba recibiendo algo. Le ofrecí otro, y lo rechazó).
Ahora lo veo en la plaza, todos los días, en las horas en que el sol cae a plomo. La plaza está desierta, y cuando me es inevitable atravesarla a esa hora, es probable que a la noche me sangre un poco la nariz; cada paso bajo ese sol implacable se siente como un martillazo en el cráneo. Pero él se sienta allí, en el medio de la plaza, lejos de la sombra de los árboles y de todo refugio, al rayo del sol, con la camisa abierta y el cuerpo chorreando sudor. Estuve a punto de acercarme, una vez, para decirle que no fuera loco, que se estaba suicidando. Pero le vi una expresión, en la cara y en todo el cuerpo, que me hizo desistir: obstinación, desafío, odio, placer, conciencia, rabia.
Cada día se pone más negro. La piel de la cara y de la cabeza toda es como un grueso cuero ennegrecido. Puede ser un suicidio pero es, sobre todo, una lucha, algo estrictamente privado entre él y el sol, quién sabe qué historia secreta que soy incapaz de comprender.

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Los frascos de salsa ketchup vienen con un tapón especial; luego de enroscarlo como cualquier tapón normal, es preciso hacer un pequeño esfuerzo para conseguir un giro más profundo que lo afirme. Esto es importante, porque el frasco debe sacudirse enérgicamente antes de utilizar la salsa, o de lo contrario sólo saldría un líquido chirle en lugar de la salsa consistente.
Pues bien, después de usar la salsa ketchup, ella se limita a colocar el tapón sobre el frasco, sin darle ni siquiera el primer giro normal como a cualquier tapón de rosca. Me pregunto si entre nosotros sería posible la convivencia.

Publicado originalmente en Crisis 58, marzo de 1988



3.I.86 — Abrí la puerta. No; no exactamente. Quiero decir: allí estaba la puerta, yo estaba delante de la puerta. Yo estaba de este lado, la puerta estaba allí; estaba cerrada, y entonces abrí la puerta. Pero no quiero decir que estuviese cerrada con llave; yo no tenía la llave. Tampoco tenía que accionar el picaporte, porque en realidad no estaba cerrada, no estaba del todo cerrada. No es que haya abierto la puerta, pero la puerta estaba allí; yo la empujé y giró sobre sus goznes. No lo suficiente, de primera intención; para pasar el cuerpo por allí debía empujar nuevamente, un poco más. Pero no lo hice; no pasé el cuerpo por allí. Abrí la puerta, y me quedé allí, esperando.

1º.III.87 — Me ha sucedido, este verano, de perderme en el tiempo. He llegado a sentir que había vivido siempre en este verano húmedo, demasiado caluroso y demasiado húmedo, y que siempre habría de vivir en él. Por momentos, y para mí, ha llegado a ser como una indeseada eternidad.
Nunca como en este tiempo de espera desahuciada me había fabricado ilusiones para entretener la ansiedad; casi he llegado a la alucinación. Y me he enamorado, de una manera insistente, obsesiva, adolescente; esta obsesión rellenó innumerables insomnios. En cierta forma me alegra haber rescatado la posibilidad de amar, que creía perdida en medio de la edad y el cinismo de la edad, aunque he sentido el pecho bullente de esa angustia amorosa, dolorido, maltrecho, como castigado por puños; he percibido la dulzura escondida en ciertas misteriosas vueltas de ese dolor, lo que más de una vez me llevó a buscar ciegamente el dolor para conseguir algo de esa dulzura. He vivido, en fin, como borracho, entre los efectos del calor, la humedad, el amor, los ensueños, el dolor y la dulzura, tambaleando por las calles, o pegado a la seguridad de las paredes, o con la vista fija no muy lejos de la punta de los zapatos, temeroso del engaño de los sentidos y la precariedad del equilibrio. He visto a la ciudad como a través de un vidrio empañado o con las dos dimensiones de un filme o con la lejanía imprecisa de un recuerdo. El tiempo es una masa cálida girando en torno de sí misma, conteniéndolo todo, sin soltar nada; un tiempo de dispersión pero también de conservación de los hilos dispersos. Nada se pierde, pero nada deviene; nada puede nacer, ya era, una y otra vez; cada acto, cada gesto, cada cosa, todo tiene el sabor de lo ya vivido muchas veces.
En ningún momento pensé conseguirla; no traté de envolverla en ninguna historia amena y complicada; no traté de rescatarla de su propio ensueño. Me fue suficiente, en un asalto verbal, la concesión fugaz de su rubor. Se que hay algo tremendamente perverso en esta satisfacción pero, después de todo, es por completo vano hablar de perversión y de moral en un verano como éste, en el que el clima mismo es una obscenidad mayúscula; lo mío es una pobre imitación, un vago reflejo de la perversión de la tierra.

3.I.88 — La voy obteniendo por pedazos. Un sábado baja del avión, toma un taxi hasta casa, hacemos el amor, comemos, peleamos un poco o simplemente nos contamos algo, y se va. Cuando vuelve, dos o tres semanas mas tarde, todo se repite pero nunca igual, porque nosotros nunca somos iguales a nosotros mismos.
Entre una visita y otra yo pienso en ella, trato de construirla, pero cada visita añade nuevos elementos que destruyen lo que estuve construyendo. Hay imágenes contradictorias, como dos piezas idénticas de un rompecabezas pero con distinto dibujo. No sé cuál elegir para mi construcción. Luego se ve, en otra visita, que el rompecabezas era mucho más grande y que una de las dos piezas va en otro sector, en otra parte del dibujo. Pero no sé cuál es el dibujo que tengo que armar. No hay modelos.
Mi tiempo pasa a ser, cada vez más, tiempo de construcción de ella. Es inútil. Ella vuelve, y vuelve a destruir lo que construyo. Me desgasto; mi trabajo me parece inútil, creo que estoy perdiendo el tiempo, y sin embargo no puedo hacer otra cosa. Hay ventajas: como ya no pienso en mí, me he vuelto un poco más valiente, menos aprehensivo. También hay ventajas para ella: sabe que si yo terminara de armar el dibujo, de construirla tal como es, me aburriría de ella, dejaría de amarla. Es tal vez por eso que se llena de obligaciones y de complicadas tramas familiares que le impiden venir más a menudo, o quedarse más tiempo cuando viene.

20.I.88 — Mi teléfono nunca anda del todo bien; a la gente que me llama le cuesta mucho hacer entrar la llamada, o directamente le resulta imposible hacerlo. Lo curioso es que después me lo dicen con un tono fuertemente acusador, como si la culpa fuera mía y no del teléfono. Más curioso aún es el hecho de que por algún oscuro motivo yo entro en el juego y me siento de veras culpable.

Publicado originalmente en Crisis 59, abril de 1988.

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De vacaciones, en un balneario. Anoche soñé que estaba junto a ella en la playa, cerca de unas escaleras de cemento que subían a la rambla. A la derecha se veía el mar, donde había algunos barcos, de gran tamaño, que podían distinguirse con total nitidez. Mucho más lejos, sobre el horizonte, había otro barco; también era de gran tamaño, pero no se distinguía claramente. Estaba como envuelto en una niebla o, mejor, como formado por niebla. Lo veía como en una foto borrosa, de grano muy grueso. Junto con las imágenes había un razonamiento: los barcos que estaban cerca, llegarían pronto; yo estaba, en cierto modo, percibiendo el futuro, porque los barcos aún no habían llegado. ¿Pero cómo era posible percibir aquel otro barco, sobre el horizonte, si faltaba casi un año para que llegara? Me desperté con algo de pánico, interrogándome sobre las relaciones entre percepción, espacio y tiempo, y con la angustia de una comprensión que se me escapaba.

Anoche descubrí que hay una araña en el cuarto del baño del apartamento que alquilé. La araña es del tipo ventrudo y de patas largas que se van afinando hacia los extremos. Había tejido una red desde un pequeño plafón con dos lamparitas hasta el botiquín con espejos que está sobre el lavatorio. No es una tela prolija, clásica, sino una serie de hilos muy finos, más bien paralelos entre sí aunque con entrecruzamientos y uniones imprevisibles. La vi anoche porque tuve que levantarme para ir al baño, de madrugada; durante el día nunca la había visto. Como el aspecto de la araña era un tanto preocupante, fui a buscar el insecticida en spray, agité el envase como recomiendan las instrucciones y lo destapé; fue entonces cuando la araña realizó el truco que le salvó la vida: trepó por la tela en dirección a la luz, y la vi desaparecer, poco a poco, ante mis ojos, como si se fuera borrando lentamente desde la periferia; las patas se le iban acortando, el cuerpo parecía comprimirse, y luego desapareció del todo con una graciosa voltereta. Quedé un buen rato con el insecticida en la mano y la boca abierta.
Después descubrí que había pasado por un pequeño agujero que hay en el metal del plafón, junto a la pared, una delgada lámina que corre por detrás de las lámparas; el agujero tiene pocos milímetros de diámetro, algo como para pasar un tornillo que sujete el aparato a la pared, y que no había sido utilizado por el instalador. Al pasar primero las patas, la presencia del cuerpo no me permitía ver el agujero, y de ahí la impresión de que se iba borrando. Fue tanto el truco de prestidigitador como la comprensión de su pequeñísimo tamaño real lo que me hizo de desistir de usar el insecticida; pero sobre todo creo que fue por el truco.

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En libros sagrados y filosóficos de distintos lugares y tiempos, suele intentarse la educación de la conducta mediante ejemplos; y en estos ejemplos es frecuente encontrarse con dos personajes que parecen ser siempre los mismos: el Sabio y el Necio (o Tonto). El sabio es previsor, prudente y humilde; el necio es descuidado, imprudente y jactancioso. Después de muchas lecturas de este tipo de he ido incorporando a estos personajes como a viejos conocidos, y casi he llegado a visualizarlos: el sabio es sereno, de frente despejada, de mirada profunda y bondadosa con algo de risueño, el necio tiene facciones toscas, ojos desconfiados, un tanto saltones, y sonrisa burlona, sobradora. Están siempre juntos, y uno sin el otro casi puede decirse que no tienen existencia; son como el Gordo y el Flaco. Desde luego, siempre me identifiqué con el sabio, así como suelo identificarme con los buenos de las películas; leo con asentimientos de aprobación sobre las acciones del sabio, mientras espero con regocijo anticipado la entrada en escena del necio. Al necio todo le sale mal, es el que espera que empiece a llover para arreglar el techo, no aprende nunca la lección.
Sin embargo, hace un tiempo comencé a despertar a la cruda realidad y finalmente pude llegar en estos días a una clara formulación desagradable: cuando los libros que tratan de la sabiduría hablan del necio, hablan, sin lugar a dudas, de mí. No soy previsor, ni prudente, ni humilde. Compro shorts en verano y pulóveres en invierno. Cuando abro la boca es para decir algo fuera de lugar e incomodar a la gente. Y me identifico con el sabio, en una clara ausencia de humildad. Fue duro reconocerlo, pero es así. Ahora, al leer esos textos, cuando aparece el necio tiene facciones más regulares y su aire ya no es burlón, sino desconcertado. "Pobre tipo", pienso.

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Esta noche no la encontré. Arrojé trocitos de escarbadiente en la tela para hacerle creer que había caído algún insecto, pero no vino a investigar. Temo que se haya mudado, y que aparezca en algún lugar menos conveniente —como por ejemplo mi cama.

Publicado originalmente en Crisis 66, diciembre de 1988.