65-66 - De las dificultades para encontrar un baño público en esta ciudad
Uno de los problemas que más frecuentemente se plantean en esta ciudad al alejarnos de casa, es la dificultad para encontrar un cuarto de baño apropiado cuando hace falta. En lo que me es personal, puedo citar el caso de aquella construcción amplia, de finalidad incierta, donde me encontraba observando desde una ventana interior un amplio espacio, una especie de patio cerrado; en el centro del patio, de piso con baldosas alternadamente blancas y negras, estaba parada una mujer que yo conocía, y que había desaparecido de mi vida hacía muchos años, aunque se conservaba tan joven como en la época en que la había conocido, o al menos tal era su apariencia, o mi percepción de su apariencia en esas condiciones de luz tan poco adecuadas para establecer afirmaciones rotundas. La mujer, o muchacha, se movió luego hacia una abertura amplia que había a sus espaldas, y se asomó a lo que imaginé un corredor. Un cartel, sobre la pared donde comenzaba ese presunto corredor, informaba que por allí se accedía al baño de caballeros. El dato me interesaba especialmente, ya que minutos atrás había decidido que, mal que me pesara en un lugar de ese tipo, debería ponerme en movimiento para buscar un baño, porque tenía una necesidad de orinar que poco a poco se iba haciendo insistente, y pensé que no demoraría mucho en volverse apremiante. Había un problema: el baño había sido ocupado por un niño pequeño, hacía ya largo rato, y el niño estaría muy probablemente relacionado con esa mujer, que ahora se asomaba al corredor pensando, tal vez, como yo, que el niño estaba demorando demasiado; para complicar la situación, también se había metido por ese corredor, aunque más recientemente, un hombre; se trataba de un hombre desagradable, de aspecto entre ruin y huidizo, aunque no puedo dar razones objetivas para fundamentar esta impresión. Tenía algo de esos delincuentes extranjeros que llegan huyendo de la policía de su país, y aquí rápidamente encuentran formas de fácil prosperidad, pero jamás abandonan del todo su condición y sus hábitos de delincuentes. Usaba un sombrero de esos que ya no se usan, con una banda de fieltro de color aceitunado rodeando la base de la copa. Se me ocurrió que la presencia simultánea de un hombre de ese tipo y del niño, suponía cierto peligro para el niño; y esa suposición aparecía acentuada a cada momento que transcurría sin que el niño, ni el hombre, volvieran a aparecer. Era justificada la actitud de la mujer, que asomaba la cabeza hacia ese corredor, pero de todos modos no me parecía conveniente que una mujer se aventurara en dominios de baños para hombres, así que la llamé por la ventana y le dije que no se moviera del centro del patio. Al mismo tiempo me puse en marcha para investigar el asunto por mí mismo, aunque mi interés fundamental era, naturalmente, usar el cuarto de baño; en realidad me di cuenta de que yo no creía que el niño estuviera en peligro, y más bien había estado acumulando entre rencor y fastidio por su tardanza. Lo imaginaba entretenido en cualquier tontería que no tenía la menor relación con motivos para preocuparse.
Salí, pues, de la habitación donde me encontraba,
que supuse una sala de espera, ya que el patio se correspondía con lo
que podría ser la recepción de un viejo hospital, o sanatorio. En ese
momento el lugar parecía desierto, salvo por la presencia de la mujer
y mi propia presencia, y estaba casi a oscuras; y en cierta forma creaba
la impresión de un edificio público abandonado, impresión que suelen
dar muchos de nuestros edificios públicos, incluso los que están en
uso, especialmente si tienen relación con la salud. Me acerqué entonces
a esa abertura que efectivamente daba acceso a un corredor; el corredor
era mucho más largo de lo que yo hubiera imaginado. Yo había imaginado
concretamente un pequeño corredor de cuatro o cinco metros de largo,
que desembocaba directamente en un par de puertas de vaivén, de esas
que por algún motivo se utilizan en los baños públicos y dejan a la
vista la parte inferior de las piernas, y los pies, de quienes se sientan
en su watercloset, o incluso una pared de azulejos blancos recorrida
por un caño perforado del que fluye agua constantemente, al pie de la
cual corre una canaleta también esmaltada y blanca, aunque con el tiempo
el color blanco se pierde y, a pesar del flujo continuo del agua, el
color y el olor de la orina van impregnando la pared de azulejos e incluso,
por lo que respecta al olor, las otras paredes y el techo. En este caso,
aunque tal vez fuera simple autosugestión, me parecía que todo ese corredor,
tan largo, tan antiguo, tan mal iluminado y tan abandonado y solitario,
estaba todo él impregnado de una humedad que rezumaban las paredes y
despedía un ligero olor amoniacal. De cualquier manera, las cosas no
eran como yo las había imaginado, y el corredor se prolongaba mucho
más allá de esos pocos metros, y luego torcía hacia la derecha, ocultando
de mi vista lo que serían los baños propiamente dichos. Aun así, antes
de llegar a ese recodo yo confiaba en que el acceso a los baños sería
ahora inmediato; pero también en esto estaba equivocado. Después del
recodo el corredor se ampliaba, o más bien terminaba abruptamente, o
se transformaba en un gran espacio no muy bien determinado, como un
galpón, o más exactamente como los fondos de algunos edificios dedicados
a la atención del público, como pueden serlo los restaurantes o los
mercados, un lugar donde se guardan las cosas de los empleados o los
feriantes, donde están los refrigeradores, donde se deposita mercadería,
dentro de espacios limitados por tejido de alambre, como de gallinero,
con cajones cubiertos con lona verde en su interior; un lugar compartido,
donde los lugares más pequeños que lo integran se van formando y creciendo
como al azar, por imperio de necesidades cambiantes, sin un plan que
determine una estructura racional. Así, me fui abriendo paso entre esas
jaulas como gallineros, puertas cerradas con rejas o candados, rincones
vacíos, e incluso ventanitas de acceso a otras habitaciones donde había
luz eléctrica encendida y gente conversando. La gente estaba vestida
de blanco, y se vivía ese clima especial que se crea con los intercambios
apresurados de saludos e informaciones entre personas que comparten
una tarea o un lugar de trabajo, cuando temprano por la mañana se encuentran
al comenzar su jornada, de modo que me parecía muy inconveniente asomar
la cabeza por esa ventanita y preguntar por los baños. Seguí buscando,
bien a alguien a quien preguntar, bien los baños mismos, que no podían
estar ya mucho más lejos, a menos que me hubiera perdido entre esos
espacios y hubiera dejado sin registrar una parte de ese lugar inmenso,
cosa bastante probable. Así, buscando, llegué a un lugar mucho más amplio
aún, lleno de gente, y me pareció que ahora era mucho más sencillo preguntar.
Sin embargo, aquel lugar era demasiado grande. Yo no tenía otro camino
hacia adelante que unas escaleras que parecían interminables, y tenían
una perspectiva tan curiosa que no podría decir si subían o bajaban;
en realidad, subían, pero no de un modo constante, sino que eran más
bien onduladas como médanos, lo que permitía ver a lo lejos y además
hacía que esa subida fuese menos penosa; se podía transitar por allí
como paseando. También se veía otra escalera, paralela, inmensa como
ésta pero probablemente un poco más angosta, por la que la gente bajaba
sin lugar a dudas. El lugar parecía ser una terminal de ómnibus o ferrocarriles,
y al mismo tiempo un gran mercado y al mismo tiempo otras cosas que
no podía definir. Asombrosamente, tenía techo; un techo muy alto y oscuro.
El lugar ocupaba fácilmente varias manzanas.
Yo seguí subiendo, es decir, caminando en dirección opuesta a la gente
que bajaba. Esa gente cargaba bolsos y paquetes, pero no había nadie
cerca de mí que llevara la misma dirección que yo; es decir, nadie a
quien preguntar. Pensé en los que atendían los puestos del mercado,
pero esos puestos estaban en otro sector, no accesible desde las escaleras.
Allí, en las escaleras, sólo se podía subir o bajar; no sabía dónde
irían a desembocar éstas que subían, y me imaginé que toda esa gente
que bajaba no habría de terminar, toda, en aquel corredor con olor a
amoníaco que me había traído hasta aquí pero, realmente, no era capaz
de darme cuenta, por las distancias y por la forma de las escaleras,
del lugar adonde se dirigían en realidad todas aquellas personas. Yo
ahora buscaba una forma de acceder al mercado, porque seguramente la
gente de los puestos me podría informar acerca de los baños, y además
ellos mismos deberían necesitar los baños en todo ese tiempo que pasaban
allí, de modo que, pensaba yo, los baños no podían encontrarse muy lejos
de los puestos; los baños hacia los cuales yo me había dirigido al principio,
o cualquier otro baño; me daba lo mismo, porque no pensaba, ya, regresar
forzosamente al lugar desde el que había partido.
Llegué a una especie de puente, por llamarlo de alguna manera. Era el
acceso a una amplia explanada, más alta que el nivel del piso del mercado,
pero al parecer desde allí podría accederse fácilmente a los puestos.
En los bordes de esa explanada había cantidad de comercios pequeños,
todos con sus puertas y sus vidrieras mirando hacia adentro del gran
recinto, como en un moderno "shopping center"; sólo que el lugar no
tenía nada de moderno. Al igual que las escaleras, las paredes y el
piso eran de una pesada y antigua textura de piedra, como si hubieran
sido talladas en una montaña de roca marrón. La antigüedad estaba sugerida
por pequeñas grietas que se veía en los bordes de algunos escalones,
y en ciertos lugares de las paredes; sin embargo, el edificio en su
conjunto parecía perfectamente sólido, sin rajaduras importantes ni
grandes fallas. Tenía la majestuosidad de un templo. Cerca de mí, cuando
estaba caminando por esa especie de puente hacia la explanada, oí una
animada conversación entre dos hombres. En realidad, el que hablaba
era principalmente uno de ellos, quien con un tono de voz más bien desagradable
por la forma de martillar las palabras, le explicaba al otro que esa
zona, durante la noche, se poblaba de prostitutas. Eso sucedía, al parecer,
inmediatamente después de que los negocios cerraban sus puertas, a eso
de las siete, o siete y media de la tarde; la hora exacta dependía un
poco de la época del año, porque las prostitutas no aparecían nunca
mientras hubiera luz natural. No alcancé a ver a los hombres, porque
no seguían el mismo camino que yo ni llevaban la misma velocidad; yo
caminaba mucho más lentamente. Alcancé a percibirlos como dos bultos
oscuros que se desviaban hacia mi izquierda, mientras yo más bien buscaba
la forma de acceder a los puestos del mercado, a la derecha. Así, buscando,
de pronto me encontré ante una pared desnuda, siempre de piedra, que
formaba una especie de nicho, o más bien unos complicados ángulos en
una esquina; lo cierto es que al tratar de encontrar en ese sitio alguna
pista para acceder al mercado, me fui dando cuenta de que había hecho
todo un camino bastante complejo que ahora no sabía como desandar; de
alguna manera había cambiado de nivel, y ya no estaba dentro de aquel
recinto grande como una montaña, sino en un espacio mucho más pequeño,
similar a un balcón grande o una pequeña terraza de una casa de apartamentos.
Y también el estilo de ese lugar era distinto; ya no podía hablarse
de templo, ni compararlo con una gran estación de ferrocarril. Era un
edificio más bien moderno, supuestamente en un piso superior del otro
edificio, como un lugar reservado para la vivienda de empleados o funcionarios
de ese otro edificio inmenso. Ese lugar era casi privado, aunque yo
estaba del lado de afuera de la parte de vivienda propiamente dicha;
me encontraba ante una puerta cerrada, con una cerradura tipo Yale,
y a mi alrededor había formas difíciles de discernir, probablemente
pasamanos de escaleras estrechas, como de caracol, o similares, unos
pasamanos retorcidos, como si fueran formando lentamente la torsión
de una hélice o de un tirabuzón; pensé en la cinta de Moebius.
Me recosté contra uno de esos pasamanos retorcidos y miré hacia arriba;
no era fácil ver el techo, por las muchas vueltas y esquinas que presentaban
las paredes, e incluso por momentos se creaba la ilusión de que no había
techo, o de que el techo era muy claro, como si tuviera una claraboya,
porque la sensación que experimentaba era más bien de estar afuera que
adentro; y sin embargo el lugar era cerrado y bastante estrecho, y además
sin formas visibles de salida. Me parecía imposible no poder desandar
el camino; yo no había hecho ningún movimiento extraordinario como para
haber accedido a ese lugar del que parecía imposible volver atrás; sólo
había caminado un poco distraídamente.
No sé desde dónde, si salió de algún apartamento cuya puerta yo no tenía
a la vista en ese momento, o si llegaba desde un lugar parecido al que
yo venía de recorrer; lo cierto es que apareció un hombre que de inmediato
se acercó a mí de una manera que podía considerarse amistosa. Era un
hombre bastante mayor, al que sin embargo no correspondía llamar viejo,
especialmente porque tenía un aspecto dinámico y jovial, con una permanente
sonrisa en los labios, aunque cabe señalar que la sonrisa no parecía
muy sincera. Este hombre se dirigió a mí sin sorpresa, como si encontrar
a alguien en mi situación fuera la cosa más natural del mundo, y comenzó
a hablar fluidamente acerca del edificio y sus raras formas arquitectónicas,
y muy especialmente acerca de la persona que lo había ideado y había
llevado adelante el proyecto de su construcción. Al parecer, esa persona
era una mujer. Pronto me di cuenta de que este hombre era uno de esos
individuos a quienes les agrada hablar mucho, hablar constantemente,
y creen que sus palabras son muy interesantes para todo el mundo, sin
detenerse a pensar en la oportunidad de sus discursos. Lo interrumpí
para preguntarle dónde estaba la escalera.
-¿Escaleras? -preguntó a su vez, con expresión de sorpresa; de inmediato
sonrió, como haciéndose cargo de que yo había llegado allí por alguna
ruta poco legal.- No -dijo, divertido-, escaleras no hay -y pasó a explicarme
un complicado sistema mediante el cual yo podría salir; para empezar,
había que pararse encima de esa baranda retorcida, que estaba fabricada
con algo parecido a aluminio esmaltado, algo liviano y elegante, de
soporte metálico rígido pero no muy fuerte, y que al mismo tiempo por
su forma no permitía ninguna base de sustentación confiable; después,
con los brazos levantados, había que agarrarse con la punta de los dedos
de unos salientes que se veían allá arriba, como pequeños aleros, y
forzando al máximo los músculos ir elevando el cuerpo hasta alcanzar
lo que parecía ser el techo del apartamento. Moví la cabeza negativamente,
descartando con horror la idea. El hombre continuaba sonriendo jovialmente,
y al ver que yo no intentaba ninguno de los movimientos que me había
indicado retomó su discurso sin más trámite. Hablaba de aquella mujer
con la reverencia y admiración con que se habla de los pioneros; evidentemente,
el hombre era un adepto a esa figura, y con sus anécdotas trataba de
crear una especie de leyenda. Contó que una vez ella fue capaz de importar
de Escocia sesenta litros, o cajones, o toneles de whisky; en principio
entendí que se trataba de litros, pero luego me pareció que era una
cantidad muy pequeña para que ese hombre lo señalara como un ejemplo
de solución magnánima; al parecer, el whisky había servido para llevar
adelante la construcción del edificio, no entendí bien, porque el hombre
no lo dijo, si por haber sido utilizado para sobornar a los peones,
o capataces, o responsables de la construcción material de la obra.
El discurso daba la idea de una mujer con una gran visión de futuro
y un gran empuje, capaz de llevar adelante un proyecto muy difícil,
casi imposible, y a la vez necesario y generoso, importante para el
país. Era un discurso típico de los momentos más pujantes de la era
industrial, y este hombre parecía dedicar su vida y toda su energía
a este tipo de panegíricos. Yo no veía manera de salir de allí y mi
necesidad de un cuarto de baño se iba haciendo más urgente; imaginé
que ese hombre iba a entrar en el apartamento junto a cuya puerta estábamos
conversando, y que tal vez si yo me mostraba cortés y paciente con él,
me dejaría usar su baño; pero en ese momento llegó un grupo de personas,
sin que me percatara desde dónde. Eran tres, cuatro o más hombres de
aspecto dinámico, más jóvenes que mi interlocutor, y tenían ropas claras,
que incluso podrían confundirse con túnicas blancas; por lo menos el
que encabezaba el grupo estaba vestido así, ya que a los otros no les
presté mayor atención. Este hombre era alto, usaba lentes sin aros y
tenía una cara más bien llena, aunque no redonda. El grupo podría pasar
perfectamente por un conjunto de estudiantes de medicina haciendo la
recorrida de las camas de un hospital junto a su profesor; en ese lugar,
en cambio, pensé más bien en ingenieros, o gente de algún modo relacionada
con la construcción, quizás porque era precisamente de este tema que
trataba el discurso del otro hombre. Me dirigí de inmediato a quien
encarnaba ese rol de profesor y le pregunté por dónde habían llegado,
pues yo tenía sumo interés en salir de allí y no encontraba las escaleras.
-Ah, no hay escaleras -dijo el hombre, sonriente, mirando a sus compañeros
como si compartiera una ocurrencia. Todos, al parecer, lo festejaron-.
Sí, a veces llega aquí gente que después no encuentra la manera de salir
-y volvió a sonreír ampliamente.
A mí me resultaba de lo más perturbador haber llegado hasta ese lugar
sin saber cómo. De pronto, a uno del grupo se le ocurrió decir:
-Pero hay un ascensor.
-¡Claro! -exclamó el de lentes, muy solícito.- Casi no se usa, pero
anda perfectamente. Aquí está -agregó, señalando algo en una pared blanca
que había frente a donde él estaba parado. Me acerque y vi que, en efecto,
allí había algo muy parecido a las rejas de un ascensor antiguo; es
decir, una puerta corrediza hecha de pequeñas varillas metálicas, pintadas
de negro, trabadas de tal forma mediante remaches que al abrirse la
puerta se disponen casi verticalmente todas, ocupando muy poco espacio;
en cambio, al correrse la puerta en el sentido inverso, tienden hacia
la horizontal, y hacen que la puerta cubra toda la abertura de la pared.
Detrás de esta puerta enrejada podía verse un recinto oscuro que, supuse,
sería la caja del ascensor.
-¡Apriete el botón, apriete el botón! -me urgió una voz, como para evitar
que el ascensor fuera reclamado desde otro piso, mientras varios ayudaban
en una tarea de adecuación. Evidentemente, el ascensor no se usaba muy
a menudo. Tenía un candado, que fue abierto, y descorrieron la puerta.
En el interior había objetos de madera, como paneles barnizados, incluso
un banco de escasa altura que corría todo a lo largo de la pared del
fondo del ascensor, y algunos listones de madera, también barnizados;
creí ver además papeles de diario que cubrían algunos sectores, como
protegiéndolos del barniz que estuvieron aplicando. Las paredes de la
caja del ascensor eran también de madera barnizada, veteada, y tenían
espejos largos y angostos a los costados, pero no en el fondo. Me recordó
esos objetos antiguos, como reliquias, que pueden encontrarse a veces
en las casas de remate.
-Ya está -me dijo el hombre de lentes-. Suba nomás, que todo está bien.
Yo mostraba cierto recelo, y se me notaba, por lo que insistió, amable
y firmemente.
-Suba, suba -decía-. No hay nada que temer. Marcha perfectamente.
Les di las gracias a todos ellos y entré a la caja del ascensor. Alguien
cerró la puerta enrejada y yo cerré unas puertas interiores, de madera
vidriada, que permitían ver hacia afuera, y sin necesidad de apretar
ningún botón el aparato se puso en marcha. Arrancó lentamente, y en
pocos instantes cobró una velocidad importante, que en cierto momento
casi llegó a ser de caída; no logré ver gran cosa a través de los vidrios,
apenas una impresión de pisos que iban quedando atrás, o arriba, en
parte por la velocidad pero sobre todo porque la iluminación de esos
pisos era demasiado pobre, o difusa, como para permitirme individualizar
imágenes o al menos hacerme una idea de cómo eran esos ámbitos; y cuando
empezaba a temer que el viaje se prolongara mucho más, y siempre a velocidad
creciente, se sintió el accionar de unos frenos, suaves pero efectivos,
que fueron reduciendo gradualmente la velocidad hasta que el aparato
se detuvo. Había llegado sin ningún problema a la planta baja, o donde
quiera que fuera que me habían enviado. Salí del ascensor, pensando
cómo debía dejarlo, si con las puertas abiertas o cerradas, y vi que
en el suelo de la planta baja había más papeles de diario y más objetos
de madera barnizados o en trámite de serlo; había además un tacho con
barniz y un pincel. Miré alrededor pero no vi a nadie a quien preguntar
qué hacer con el ascensor, y resolví cerrar las puertas, aunque me parecía
que antes debía acomodar en su interior esos listones de madera que
estaban sueltos sobre el piso. Finalmente me desentendí de estas cavilaciones,
dejé el ascensor cerrado y salí de ese pequeño espacio, pensando que
por una puerta que veía, bastante amplia, con marco de metal, accedería
a aquel mercado y a sus cuartos de baño, pero me encontré en un espacio
al aire libre, más amplio pero también reducido, que parecía corresponderse
con los fondos de una casita. Se trataba de un jardín, con dos o tres
árboles no muy frondosos, piso de tierra, y un cerco todo alrededor
que me aislaba nuevamente de la calle; ante mí estaba la pared del fondo
de la casita. Ahora no había duda posible: no tenía otra manera de salir
de allí que entrando a la casa, por una puerta que veía en esa pared;
la puerta tenía una cerradura tipo Yale. También se veía un par de ventanas,
con los visillos echados. Mi necesidad de ir al baño ya era insoslayable;
el mecanismo de entretener al que duerme para que no se despierte comenzó
a dar muestras de estar perdiendo el dominio de la situación, ya que
volvió a echar mano de aquel hombre insoportable que hacía discursos
allá arriba. Apareció, sin que supiera desde dónde, y trató nuevamente
de darme conversación, siempre con su aire muy amable y sonriente; pero
yo ya estaba alerta, me dije que las cosas habían llegado a punto insostenible,
y logré despertarme.
Publicado originalmente en Posdata, Montevideo, números 145 y 146,
27 de junio y 4 de julio de 1997)
69 - La vieja
Hace tiempo, por suerte, que no me visita; pero sé, íntimamente, que no debe faltar mucho para la próxima. Es una vieja horrible, espantosa, que me produce un pavor indecible. La veo cruzar la calle, desde mi ventana en el primer piso de aquel apartamento que ocupé durante tantos años en la calle Soriano. La veo y veo que levanta la cabeza y me mira -es a mí a quien busca- y trato de levantar todas las barreras posibles para impedir que llegue: cierro las persianas, cierro la ventana, pongo una cadena en la puerta, y me quedo allí aterrado, palpitante, hasta que me despierto sudando.
Bueno, en realidad fue así la primera vez, hará unos quince años, tal vez no tanto. La segunda vez fue un poco diferente, apenas diferente, pero lo suficiente como para hacerme pensar. La vieja seguía siendo horrible, pero no tan horrible; yo seguía teniéndole miedo, pero no tanto miedo, e incluso junto con el miedo había mezclado otro sentimiento, algo parecido a la piedad, como si dijera "pobre vieja". Volví a rechazarla, y volví a despertarme inquieto, pero ya no sudando ni con palpitaciones, sino con una gran profundidad vacía de pensamiento, un gran signo de interrogación.
¿Cómo será la próxima vez? ¿Llegará a parecerme una mujer hermosa? ¿O la piedad será tan grande como para dialogar con ella aunque siga siendo horrible? ¿Dejaré que me lleve? ¿En esta próxima aparición, o en la siguiente, o en alguna otra más distante en el tiempo?
*
"¡Soy demasiado joven para morir!", "¡Soy demasiado
bueno para morir!" pensaba, muy triste, el perro Snoopy; su casilla
estaba amenazada por un enorme carámbano, estalactita de hielo que podía
desprenderse en cualquier momento, mientras Charlie Brown y Linus le
gritaban que saliera de allí, que corriera. El pobre Snoopy estaba demasiado
aterrado para moverse. Y su siguiente reflexión era: "¡Soy demasiado
yo para morir!"
Y ése es el asunto: el yo. El yo es lo único que muere, el yo es esa
ficción utilitaria que el ser humano necesitó crear para sobrevivir.
Pero el ser no muere -ese ser que es ácido nucleico, y que es mis padres
y mis hijos y mis amigos y todos los perros y todas las hormigas y todas
las plantas y... Y detrás de ese mar de ácido nucleico hay todavía una
voluntad, la voluntad de vivir que lo creó, y con unos pocos elementos
y mucha paciencia esa voluntad puede volver a construir la vida allí
donde desaparezca. El problema de la muerte es el problema del yo. Por
eso, quizás, como cada vez se quiere poner mayor distancia con la idea
de la muerte, y nos quieren hacer vivir olvidados de la muerte, y nos
quieren prolongar la juventud y que luego desaparezcamos limpiamente
sin que los demás se enteren demasiado de los detalles... por eso tal
vez aceptamos ser masificados por la publicidad, por los líderes, por
las formas infinitas del trance y del olvido de la vida que nos ofrecen,
cada día más, esos oscuros organizadores de nuestra esclavitud.
Cuando llega la hora de morir, si nuestro yo está disuelto previamente,
no hay muerte. Podemos disolverlo voluntariamente, por medio de una
sabiduría que ciertos trabajos permiten alcanzar; disolverlo y crearlo
voluntariamente, como se carga un programa en la computadora a partir
de unos archivos sueltos. También podemos hacer como la mayoría, y dejar
que otros disuelvan nuestro yo a su antojo mientras, de paso, construyen
sus pilas de moneditas; lástima que de esa forma habremos pasado vanamente,
sin haber siquiera atinado a soñar con nuestro real, positivo, verdadero
Ser.
Posdata: Snoopy se salvó porque Charlie Brown le hizo llegar hasta la
casilla el aroma de una pizza recién hecha, su comida favorita, y la
gula se impuso al terror y Snoopy salió corriendo hacia la pizza un
instante antes de que el carámbano cayera y partiera la casilla en dos.
Publicado originalmente en Revista Posdata 149, Montevideo, 25 de julio de 1997
119 - Satori
El espanto en el silencio de la madrugada. Tangenciales, se mueven cerca, imposible mirarlas de frente, dan vueltas, evolucionan, desaparecen, nunca estuvieron. Difícil poder diferenciarlas de intuiciones o emociones o impulsos propios, aunque hace tiempo que no puedo conformarme con esto de propio o ajeno cuando se trata de fenómenos psíquicos; todo es una zona confusa, y mi mente está confusa, y estoy tratando de aclarar mi mente, pero mi mente no es mi mente, nunca fue mi mente, nunca nada fue mío y "mi" y "mío" sólo son palabras provisorias, como "yo". Sudo, tengo los brazos rígidos. Hace tiempo, mucho tiempo que no escribo, que no quiero escribir porque sé que lo que quiero decir no se puede decir, y quizás no sé si quiero decirlo o decir algo; lo que quiero, concretamente, es poder ponerle un punto al pensamiento, hacer una pausa, respirar, mirar a mi alrededor, levantando la vista desde la punta de mis zapatos, levantar la vista y mirar alrededor, mirar hacia arriba, respirar, volver a mirar, y retomar un pensamiento acotado, útil, distinto, un pensamiento que pueda servirme para algo, en lugar de este telón enfermo que sólo quiere velar un trasfondo enfermo CORTE: aquí aparece el nítido recuerdo de aquella noche extranjera cuando elegí esto. Ella estaba dormida, enferma y dormida, yo como siempre solo a solas con mis pensamientos, sin prestar atención casi a esos pensamientos que llamo míos pero que, hoy lo sé, no puede saberse exactamente de quién son, de quiénes son, si es que son de alguien; los pensamientos parecen formularse solos, tener vida propia, como vegetales o medusas que flotan en un internet invisible en torno de nuestras cabezas. Un internet casi imposible de navegar, al menos para mí. Ese internet invisible me sugiere o me lleva de esto a lo otro pero algún pensamiento debe tener su origen en mi ser, creo yo, y otra vez este "mi" impertinente. ¿Qué es mi ser, sino un fragmento del Ser? Costumbre de pensar desde el yo, esa formación convencional y reciente, y olvidarse de lo inmenso que es el resto, y desperdiciarlo, como quien comiera un trozo de la cáscara y arrojara el resto de la ciruela a la basura.
En aquella noche extranjera me surgió una imagen que después utilicé en un libro de cuentos; dos muchachas muy jóvenes masticando un solo chicle, unidas por un hilo de chicle, y van acercando las caras, mascan el chicle, sonrientes, como pretexto para acercar las caras, y los labios se tocan y se detienen en un beso, y luego se alejan, y al alejarse, en aquella noche extranjera, al separarse los labios y alejarse las cabezas, se descorrió el telón de mi mente, con los pensamientos dibujados
eso se llama satori, supe después, mucho después, como impresos, detenidos: los pensamientos se detuvieron y quedaron dibujados, eran dibujos aceptables, como caligráficos, eran como palabras escritas con fiorituras, quietas por fin, y el telón con las palabras impresas comenzó a abrirse y a mostrar el fondo, un fondo vacío, una nada perfecta, una sensación de descanso total, y entonces algo me impulsó, me obligó a elegir.
Tenía la mente clara, demasiado clara. El universo parecía suspendido, esperando mi decisión. "¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer?", pensaba, pero no pensaba; era algo que estaba dado, no un pensamiento; era una voluntad o un sentimiento, algo que estaba fuera del telón con pensamientos. No podía pensar, hasta que elegí pensar. Elegí esto. Empecé a pensar de vuelta, y hasta ahora seguí pensando, o dejándome pensar por ESO que piensa a mi alrededor y me atraviesa. Elegí esto porque creí que lo otro, aquel vacío que me permitía descansar, era la locura. Tal vez lo fuese. Tal vez haya elegido bien, pero después pensé que había elegido mal. Era, quizás, la locura, pero esto ¿qué es? Estos años... más de veinte, veinticinco, veintiséis años cargando con todo esto. Elegí por temor, lo conocido; porque, pensé, no tengo derecho a cargar con un loco a esta mujer enferma que ahora duerme a mi lado -pensé, en la noche extranjera. Habría sido feliz, tal vez, pero qué vida más extraña. O quizás no. Quizás ni siquiera elegí, aunque estoy seguro de que algo me obligó a elegir. Después volví muchas veces a buscar aquel vacío, pero no encontré la forma de llegar. El telón siguió corrido siempre, sin nada escrito, quieto, sin nada impreso; las palabras siguieron pasando invisibles, con el nombre de pensamientos. Palabras que forman dibujos, un trazado errático, con idas y vueltas, infinito, inútil. La mente. El espanto en el silencio de la madrugada.
Publicado originalmente en INSOMNIA Nº 118,
suplemento de POSDATA Nº 289,
14 de abril de 2000.