Conozco a Mario Levrero desde hace una buena cantidad de años. Viajé por primera vez a Montevideo en 1968, sin encontrarlo: me traje para leer la versión en plaqueta de Gelatina y me impactó tanto que saqué un comentario en la revista el lagrimal trifurca, que editábamos con mi padre en Rosario. Ahí empezamos a escribirnos. Antes de que me radicara del todo en Uruguay, Levrero viajó a Rosario y estuvo viviendo algunas semanas en casa (o la casa e imprenta de mis viejos). Después, ya en Montevideo, como si fuera un Obispo Literario, me dio la bendición cuando escribí Vivir en la salina, que según él me convertía en "escritor", una categoría curiosísima, que empleaba al pronunciarla con la sonoridad de Faulkner, Onetti, Carroll o Kafka. Desde entonces hasta hoy ha cumplido con abundancia y generosidad esa tarea de acicatear talentos ajenos: los jóvenes (y las jóvenes) que escriben hoy en Montevideo encuentran en él a una de las pocas figuras indiscutibles, generadoras. Los años siguientes ya fuimos muy amigos, con incontable correspondencia, viajes cruzados a Piriápolis, Buenos Aires y Montevideo.
En otras notas o reportajes ya dije más o menos lo que pensaba de buena parte de su obra. Ahora que se ha zambullido en la obsesión por la computadora, me maravilla y me da una enorme comodidad placentera visitarlo en el departamento donde ahora vive, que sobre un ala da a la Plaza Independencia (vacía a esa hora de la noche, con el Palacio Salvo iluminado al fondo), y sobre la otra al río y el Cerro. Hemos perdido horas incontables riéndonos e intercambiando datos sobre cientos de novelas y cuentos policiales. Siempre hay un par de botellas de agua Salus cerca, a veces con una cucharita metida en el pico, para que se no se le vayan todas las burbujas. Hace café superreconcentrado, y después le agrega agua, para servirlo, y después empezamos a hablar. De vez en cuando algún pitido o nota musical de la computadora interrumpe el diálogo, avisándole de algo (una pastilla, un control de algo, etc.)
Ese departamento se ha convertido para mí en una especie de proyección de su personalidad, a tal punto coincide con muchas de las casas de sus relatos, como si hubiera preexistido para él, esperándolo. No es laberíntico, ni depresivo, sino simplemente distinto. No sé cuántos habrá que den con ese doble flanco a esos dos sitios cruciales de Montevideo. Me cuesta una barbaridad imaginarlo en otra parte: en las calles o en alguna, por así llamarle, "reunión literaria". Muy de vez en cuando va a una, o al cine, según me dicen, pero nunca lo vi.