Edgar Allan Poe
El inapelable Mario Praz, en su libro
El pacto con la serpiente, llama a Poe
"genio de exportación". Esto suena extraño dicho de
alguien a quien Mallarmé le dedicó uno de sus mejores sonetos,
aquel que habla del norteamericano como de "un ángel" que supo
"
Donner un sens plus pur aux mots de la tribu" ("Purificar el
sentido de las palabras de la tribu"), pero la idea está bastante
difundida en el mundo de habla inglesa: el hablante nativo detecta de inmediato
las vulgaridades y defectos de la prosa y la poesía de Poe. Su
éxito en otras lenguas se debe, sencillamente, a que lo exportable de un
autor es su contenido, no su forma. (Hay que reconocer, claro, que muchos
perderían las formas por tener los contenidos de Poe, que aunque -o
porque- fue uno de los grandes artistas del ensayo periodístico,
fundó también el relato policial y lo que hoy entendemos como
relato de terror.)
Una vida agitadísima y una muerte temprana favorecen a la extranjera
posteridad. Edgar Poe nació en Boston en 1809 y murió en Baltimore
en 1839, según la leyenda de un coma alcohólico. Su segundo
nombre, Allan, corresponde al apellido de John Allan, el mercader de Richmond
que lo adoptó al fallecer sus padres. Poco después de publicar su
primer libro,
Tamerlán y otros poemas (1827), ingresó al
ejército, del que fue rápidamente expulsado. Con el cuento
"
Manuscrito hallado en una botella" (1823) ganó un concurso
literario que le abrió las puertas del periodismo (Poe trabajó en
y editó numerosas revistas, que nunca le reportaron un buen pasar). En
1836 contrajo matrimonio con su prima de 13 años, Virginia, que
moriría de tuberculosis en 1847. A fin de seguirla a la tumba, se
arruinó la salud mientras intentaba suplementar sus ingresos dando
conferencias de todo tipo.
La narrativa de Arthur Gordon Pym (1838) y
El
escarabajo de oro (1843) son quizá sus mejores textos, pero su merecida
aunque excesiva fama se la debe a Charles Baudelaire, que lo tradujo al
francés y fue su propagandista más eficaz.
Nathaniel Hawthorne
Aunque no hubiese escrito nada, Nathaniel Hawthorne tendría al menos
una nota el pie en la historia de la literatura norteamericana: Herman Melville
le dedicó
Moby Dick, durante un par de años vivió en
Brook Farm, experimento comunitario al que estuvieron ligados Ralph Waldo
Emerson y Henry David Thoreau, y fue amigo de Henry Wadsworth Longfellow.
Envidiando quizá la turbulenta juventud de Melville o la de su propio
padre, también marino, Hawthorne solía quejarse de que su vida le
proporcionaba pocos materiales para la ficción. Esa supuesta carencia,
sin embargo, fue tan buena para él como el hecho de haber frecuentado a
los mejores intelectuales de la época. Por ella Hawthorne tuvo que
concentrarse en la psicología de los personajes y en temas como la culpa
y la hipocresía, lo que lo convierte en precursor de Henry James; por
ella fusionó lo cotidiano y lo maravilloso de un modo que anticipa a
Stephen King.
Hawthorne nació en Salem, Massachusetts, en 1804. Era descendiente
directo de John Hawthorne, uno de los responsables de la caza de brujas de 1692,
y en sus libros más famosos,
Historias dos veces contadas (1837),
La letra escarlata (1850) y
La casa de los siete gabletes (1851),
se nota cuánto lo obsesionaban la herencia del puritanismo y el maligno
influjo del pasado sobre el presente. Cuando su viejo amigo Franklin Pierce
accedió a la presidencia, Hawthorne fue nombrado cónsul en Gran
Bretaña, y luego de su servicio allí pasó a Italia, donde
escribió
El fauno de mármol (1860), la primera novela
norteamericana en retratar las diferencias culturales entre el nuevo mundo y el
viejo. Murió en Concord en 1864. Buena parte de la literatura de los
Estados Unidos es hoy una nota al pie a sus obras.
Robert Louis Stevenson
Habría que prohibir a los niños la lectura de Robert Louis
Stevenson, y proponerles en cambio la de Georges Bataille o Anaïs Nin: de
estos autores, no hay duda de cuáles escribieron literatura infantil,
vale decir libros obsesionados por las heces y las perversiones,
pletóricos del sadismo y la estupidez que reinan en el patio de cualquier
colegio primario. Si se tomara una medida así, los mayores de dieciocho
años podrían disfrutar de las sutilezas argumentales de
La isla
del tesoro (1883) o comprender que
Dr. Jekill y Mr. Hyde (1886) es no
sólo un excelente relato, sino lo mejor que se ha escrito sobre la
homosexualidad masculina en la época victoriana: podrán darse
cuenta de que las buenas historias y las frases perfectas son mucho más
"transgresoras" que
Delta de Venus o
Madame Edwarda,
porque aquello que desnudan es la insuficiencia del mundo.
Stevenson nació en Edimburgo en 1850. Entre su padre, ingeniero y
constructor de faros, y su querida nodriza Cummy, una fanática religiosa,
se las arreglaron para arruinarle la vida hasta que conoció a la
norteamericana Fanny Osbourne, que lo manipulaba pero también lo
hacía feliz. En 1888, la tuberculosis lo empujó hacia el
Pacífico Sur, donde se estableció en la isla de Upolo (Samoa).
Cuenta la leyenda que los nativos lo llamaban "Tusitala" (contador de
historias), y si de veras fue así los nativos no descubrieron nada que no
supieran sus admiradores occidentales de la época, como Ruyard Kipling y
Henry James. Quien desee leer hoy al maestro y modelo de narradores, al Tusitala
que murió en 1894 y no ha sido reemplazado desde entonces, hará
bien en olvidar sus prejuicios sobre la literatura infantil. El relato "
La
playa de Falesa" (1893), la nouvelle
Marea baja (1894) y la
inconclusa novela
Weir of Hermiston (1894) son una buena
introducción al adulto placer de Stevenson.
León Tolstoi
"Las familias felices son todas iguales, las familias infelices, por el
contrario, son infelices cada una a su modo." Así empieza
Anna
Karenina (1875), con una frase sólo superada por Ford Maddox Ford en
El buen soldado, novela evidentemente tributaria de la del ruso. El otro
gran libro de Tolstoi,
La guerra y la paz (1865), no empieza con una
frase tan fuerte, pero en cambio termina, allá por la página 1455
de una apretada edición de bolsillo, con un párrafo abrumador:
"En el primer caso (
el de la astronomía precopernicana) era
necesario renunciar a la conciencia de una inmovilidad irreal en el espacio y
reconocer un movimiento que no sentíamos, en éste (el de la
historia) es necesario renunciar a una libertad que no existe, y reconocer que
dependemos de cosas que ignoramos".
Tolstoi negaba que
La guerra y la paz fuese una novela, mientras que
al ponerse a escribir
Anna Karenina anunció que era "la
primera vez que intentaba" un libro de ese género. A menos que tenga
algo contra las obras inclasificables o desdeñe las novelas, el lector
inteligente disfrutará sin culpa de ambos monumentos literarios. Cada uno
de ellos es una manifestación de aspectos distintos del contradictorio
genio del conde.
León Tolstoi nació en Yasnaya Polyana, la finca de su familia
al sur de Moscú, en 1828. Desde joven, influido por las ideas de
Rousseau, se preocupó por la suerte de los siervos, y poco a poco fue
elaborando una filosofía pacifista y no violenta donde se mezclaban sus
instintos conservadores y la tesis proudhoniana de que la propiedad es un robo,
la defensa de los derechos de la mujer y el rechazo del sexo, la denuncia de la
influencia europea y los lamentos por el atraso de Rusia. Esta mezcla, que luego
pesó -era esperable- sobre Mahatma Gandhi, no fue buena para su
literatura. En 1910, a los 82 años, abandonó su casa
después de pelearse con su mujer, que no quería que se
desprendieran de las posesiones materiales. Lo encontraron muerto en una lejana
estación de tren, algo que se puede glosar apelando a la primera frase de
El buen soldado: "Esta es la historia más triste que
conozco".
D. H. Lawrence
El mundo tuvo que esperar más de treinta años para acceder al
texto completo de
El amante de Lady Chatterley (1928), novela aparecida
originariamente en una pequeña edición italiana privada. E. M.
Forster, Helen Gardner y Richard Hoggart fueron testigos de la defensa en el
famoso juicio de 1960 que le permitió a Penguin Books publicar el libro
pese a las acusaciones de obscenidad que pesaban sobre él. Era la
época de la píldora y del sexo libre, y nadie se imaginaba que
diez años después, en
Política sexual, Kate Millet
escribiría: "La revolución sexual había hecho mucho
por liberar a la sexualidad femenina. Lawrence, con su admirable astucia,
entendió que si no se la manipulaba para conseguir un nuevo orden de
dependencia y subordinación -una nueva forma de dominio masculino-, les
otorgaría a las mujeres una independencia y autonomía que a
él le daban miedo y rencor". La moraleja no es que los
librepensadores de hoy sean los opresores de mañana -aunque hoy nos
conste que Lawrence le pegaba a su mujer-, sino que los liberadores de hoy son
también hijos de su tiempo. Aunque Lady Chatterley sacrifique su propio
placer ante el falo proletario de Oliver Mellors, hay un placer que sacrificar,
y eso en sí mismo ya era revolucionario en 1928, y podía
aún ser leído como revoucionari en 1960.
Todo lo anterior, por supuesto, incide sobre los méritos
estéticos de Lawrence sólo en la medida en que no existen los
libros "puros", a diferencia de muchas canciones que pasan por la
radio, las novelas y los poemas no se reducen a ritmos y rimas, sino que hablan
de otras cosas, y por eso nos gustan, disgustan y hacen pensar: por eso son
más "importantes" que muchas -aunque no todas- las canciones.
David Herbert Richards Lawrence nació en Nottingham en 1855 y
murió de tuberculosis en Vence (Francia) en 1930. Dejó muchos para
leer y pensar además de
El amante de Lady Chatterley, como por
ejemplo
Hijos y amantes (1913),
Mujeres apasionadas (1920) y
La
serpiente emplumada (1926).
James Joyce
James Augustine Aloysius Joyce lamentaba que su último libro,
Finnegans Wake, hubiese aparecido el mismo año en que
estalló la Segunda Guerra, ya que esa enojosa circunstancia conspiraba
contra los centímetros de prensa que pudiera obtener la obra. El supremo
narcisismo de esta preocupación quizá parezca reprochable, pero no
hay duda de que un mundo en que abundasen los Joyce sería más
cómodo que éste, en que millones de alemanes sacrificaron su ego a
las vulgaridades de la Patria, el Pueblo y la Raza que brotaban de la boca del
artista fracasado Adolf Hitler.
Una gran virtud de
Finnegans Wake es haber establecido para siempre el
límite de la vanguardia literaria, lo cual liberó a los escritores
serios del mandato Experimentad y multiplicaos que rigió durante la
primera mitad del siglo. No se puede avanzar más allá de
Finnegans sin producir un texto del todo ilegible, porque la unidad de
sentido del libro es la palabra -la letra incluso- y no la frase, o como reza en
la llamativamente perspicua línea 8 de la página 107:
The
proteiform graph itself is a polyhedrom of scripture ("El proteiforme
grafo mismo es un poliedro de escrituras").
James Joyce, la única persona de la historia a la que le cabe de veras
el equívoco mote de "vanguardista", murió en 1941 en
Suiza, luego de una operación de úlcera duodenal. Antes de
invertir dieciséis años en el
Finnegans, había
publicado
Ulises (1922), la inagotable novela que, con la ayuda del
Retrato de un artista adolescente (1916) y
Dublineses (1914),
convirtió a la capital de Irlanda en una pobre excusa para que nos
acordemos de cierto autor medio ciego, nacido allí en 1882. Jesuitas que
lo educaron en el Clongowes Wood College y el Belvedere College hicieron un buen
trabajo que les salió mal, y su pupilo se pasó la vida demostrando
que escribir libros blasfemos, bellos y extraños es más valioso -o
menos dañino- para la humanidad que ir a misa
todos los domingos y defender las fronteras de la patria.
G. K. Chesterton
El Padre Brown tardó once años en convertir a su creador al
catolicismo. Tuvo más suerte, pues, que su modelo en la vida real, el
padre John O’ Connor, que recibió a Gilbert Keith Chesterton en el
seno de la Iglesia quince años después de una conversación
en los páramos de Yorkshire que inspiró
El candor del Padre
Brown (1911). La conversación fue sobre crímenes, y en su
Autobiografía (1936) Chesterton recuerda su sorpresa de que "aquel
agradable y tranquilo cura conociera esos abismos mucho más a fondo que
yo, que ignoraba que el mundo pudiese contener semejantes horrores". (En su
propio libro sobre Chesterton, publicado en 1937 bajo el título de
El
Padre Brown sobre Chesterton, el Padre O´Connor presenta otra
versión del episodio.)
G. K. Chesterton nació en Londres en 1874 y estudió dibujo en
la Slade School of Art. Al igual que sus amigos de toda la vida, Hillaire Belloc
y Edmund Clerihew Bentley, no se encontró a gusto ni con el clima
intelectual de los ’90 del siglo pasado -Whistler, Wilde- ni con los
manejos de la política británica y las frialdades de la Iglesia
Anglicana. Su propia ideología, que difundió desde las
páginas de la revista
G.K’s Weekly, financiada por las
ventas de los cinco libros del Padre Brown, renegaba tanto del capitalismo como
del socialismo, y fue precursora de ciertas posturas actuales del Vaticano.
Chesterton escribió muchísimo: biografías de San
Francisco de Asís (1923) y Santo Tomás (1933), reflexiones
religiosas como
Ortodoxia (1909), estudios sobre Robert Browning (1903) y
George Bernard Shaw (1910), ensayos y poemas. Su inmejorable novela
El hombre
que fue Jueves (1908) es una mezcla de policial y alegoría cristiana
que hubiera fracasado en manos de cualquier otro. Un grupo de fanáticos
argentinos quiere que el Papa beatifique a este inglés muerto en 1936,
cuyo Padre Brown resolvía crímenes no para vengar a los inocentes,
sino para obtener de los culpables esa confesión que salvaría sus
almas.
Vladimir Nabokov
"En cuanto a Hemingway, lo leí por primera vez a comienzos de los
años cuarenta, algo sobre campanas, pelotas y toros, y lo
detesté." También: "Sólo las nulidades ambiciosas
y los mediocres cordiales exhiben sus borradores. Es como hacer circular
muestras de la propia saliva". E incluso: "No puedo concebir que nadie
en su sano juicio acuda a un psicoanalista, pero desde luego que, si se
está mentalmente trastornado, se puede intentar cualquier cosa".
Abrir al azar
Opiniones contundentes (1973), de Vladimir Nabokov, salva a
cualquier escriba urgido por los tiempos de entrega y hace que el crítico
serio -vale decir el mismo escriba, anticuado y reaccionario en sus gustos-
desee que hubiera vivido unos años más (murió en 1977), y
llegado a denunciar el modo en que ahora se lo vincula con Samuel Beckett y
Jorge Luis Borges, escritores de los que admiraba muchas cosas y a los que se
parecía poco.
De hecho, Nabokov, que nació en San Petersburgo en 1899, se
exilió con su familia después de la Revolución Rusa,
estudió en Cambridge, vivió en París y Berlín,
enseñó literatura en Cornell y terminó sus días en
un hotel de Montreaux, orgulloso portador de un verde pasaporte norteamericano,
se parece a Borges sólo en la medida en que el argentino también
se parece a J.R.R. Tolkien. La Ruritania homosexual de
Pálido
fuego (1962), el mundo paralelo de
Ada o el ardor (1969), y hasta los
incómodos Estados Unidos de
Lolita (1955), siempre están a
punto de convertirse en orbes tan autónomos como la Tierra Media de
El
señor de los anillos. Nabokov hubiera detestado la comparación
-su amigo Edmund Wilson defenestró a W.H. Auden porque le gustaba
Tolkien-, pero también es cierto que la posteridad no lo recuerda como
entomólogo, oficio que él prefería al de novelista.
Norman Mailer
Como si hiciera falta subrayar su titánica ambición, su deseo
de probarlo todo, hacerlo todo y en especial decirlo todo, el último
libro de Norman Mailer,
Retrato de Picasso como un hombre joven (1996),
sugiere que ahora se identifica con el que ha sido considerado el artista del
siglo. Aunque cuesta perdonarle a Mailer esta biografía hecha a partir de
fuentes secundarias, mero vehículo para proyectar su propia imagen sobre
la del pintor -y más le debe costar al erudito John Richardson, cuyo
segundo volumen de la vida de Picasso acaba de aparecer-, alguien que pudo
convertir la historia de la CIA en la extraordinaria novela
El fantasma de
Harlot (1991) no verá dañada su reputación por 448
páginas malas. (
El fantasma de Harlot tiene 952, de modo que
compensa doblemente al lector por el Retrato... y hasta le deja 56
páginas de propina.)
Norman Mailer nació en 1923 en Long Branch, New Jersey, pero como buen
intelectual judío pasó su infancia en Brooklyn. La experiencia
decisiva de su vida fue la de combatir en el Pacífico contra los
japoneses, que le obsequió
Los desnudos y los muertos (1948), a la
vez su primera novela y la principal obra de ficción que produjo la
Segunda Guerra. Mailer es uno de los creadores del "nuevo periodismo",
esa etiqueta ya no muy fresca para la viejísima costumbre de tomar
eventos reales y abusar imaginativamente de ellos. Entre sus muchos libros
buenos se encuentran
Ejércitos de la noche (1968),
La
canción del verdugo (1979), donde recreó la ejecución
del asesino Gary Gilmore, y
Los hombres duros no bailan (1984). En una
época de novelas cortas sobre personas que escriben novelas cortas, y
novelas largas escritas por personas incapaces de una metáfora, la
ambición, la arrogancia y el arte de Mailer constituyen a menudo un
motivo de alegría.
Italo Calvino
Si una noche de invierno un viajero (1979) es lo que se llama una
"novela experimental". Italo Calvino, su autor, la escribió sin
embargo como quien se sienta a escribir una novela de terror, una novela
realista o una novela de ciencia ficción. En ello reside, dirán
algunos, la posmodernidad de Calvino: en comprender que la literatura es
fundamentalmente retórica. En ello también reside el clasicismo de
Calvino: sólo durante los años que van del romanticismo a la
vanguardia se creyó que la literatura podía ser otra cosa -en
términos formales, claro está- que un repertorio de
procedimientos. Una vez que Joyce descubre a Dujardin, la "novela
experimental" se vuelve algo repetible", una forma a la que apelan
autores tan diferentes como Carlo Emilio Gadda y Gilbert Sorrentino, y que de
pronto reconocemos en "precursores" como Lawrence Sterne, Cervantes o
el inesperado Ariosto.
Italo Calvino, nacido en Santiago de las Vegas (Cuba) en 1923 y muerto en
Siena en 1985, no adoptó la postura clásica -o posmoderna- de
inmediato. Al igual que muchos italianos de su generación,
participó de la resistencia contra los nazis y escribió los textos
realistas que el Partido Comunista exigía de sus miembros, y sólo
después de las injustas críticas de la izquierda a su segunda
novela,
El vizconde demediado (1951), y de la invasión rusa a
Hungría de 1956 -que lo llevó a desafiliarse del partido-
comprendió el fracaso de la vanguardia política y el
carácter retórico de la vanguardia estética. La
desilusión y la madurez no le impidieron seguir siendo un hombre de
izquierda ni escribir libros más aventurados y venturosos que los e la
mayoría de sus contemporáneos.
Las cosmicómicas
(1965) y
El castillo de los destinos cruzados (1973) son apenas dos de
esos libros. Cuando murió estaba preparando las prestigiosas conferencias
Charles Eliot Norton de la Universidad de Harvard, lo que prueba que
también se había vuelto un clásico a los ojos de
otros.
Jorge Luis Borges
Casi todos sostienen que la influencia de Borges sobre la literatura
argentina ha sido descomunal; podría argüirse, sin embargo, que no
ha sido suficiente, o por lo menos que aún existen serios impedimentos
para que sea tan productiva y liberadora como debiera. Un poema de
El otro,
el mismo (1964) ataca a Baltasar Gracián de un modo que -en el fondo-
conjura para buena parte del público la imagen del propio Borges:
"Laberintos, retruécanos, emblemas/ Helada y laboriosa
nadería,/ Fue para este jesuita la poesía/ Reducida por él
a estratagemas". Muchos críticos, comenzando por la Ana María
Barrenechea de La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis
Borges (1957), difundieron y celebraron esta imagen de autor despreocupado por
la política y la vida, que sólo se dedica al juego textual e
intertextual. el Borges que resulta de semejante castración no ofende a
nadie, conviene a los haraganes: un ensayo como "Nuestras
imposibilidades" (1932) puede ser leído como mero chiste, un relato
como "Guayaquil" (1970) no tiene nada que ver con la historia
latinoamericana, y sobre todo nunca hay que tomarse el trabajo de verificar
citas y referencias porque son falsas, invento puro.
Esto no sólo les impide a los lectores ir en busca de aquel libro de
William Morris que Borges menciona, o comprender que "La muerte y la
brújula" (1944) trata del Holocausto y el antisemitismo.
También es nocivo para los escritores, a quienes el ejemplo de
Historia Universal de la Infamia (1935) tendría que haber liberado
por completo de la obligación de hacer literatura argentina, vale decir
de endiosar a Chiáppori y Sarmiento cuando en realidad prefieren a Luis
Landero y Patrick Mc Grath.
Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo nació en Buenos Aires en
1899 y murió en Ginebra en 1986. Pese a las
Obras completas, los
honores, los coloquios de las crédulas universidades y a
adjetivación que cualquier prosista argentino intenta primero asimilar y
luego sacarse de encima, aun tiene mucho que enseñarnos. Escribió,
por ejemplo, uno de los mejores poemas de amor de la lengua castellana,
"H.O." (1972), en el que se lamenta de aquello que le endilga su
imagen más difundida: "Esas cosas no son. Otra es mi suerte:/ Las
vagas horas, la memoria impura,/ El abuso de la literatura/ Y en el
confín la no gustada muerte".
Adolfo Bioy Casares
Alfredo Grieco y Bavio asegura que Bioy Casares increpó cierta vez a
un vendedor callejero, rogándole que reemplazara su afectado grito de
"a la rica garrapiñada recién
elaborada" por el
más sencillo y prosaico "a la rica garrapiñada recién
hecha". Con independencia de que se trate de un incontestable hecho
o de una artística elaboración, la anécdota expone de un
modo clarísimo las virtudes de Bioy y los defectos de quienes lo imitan,
entre los que a menudo se encuentra él mismo. Los vendedores de
garrapiñada -los diputados nacionales, los gerentes de banco- suelen
creer en las palabras elegantes. Por eso resulta poco verosímil que el
taxista de
Un campeón desparejo (1994) hable con una voz tan pura
y clásica como la del personaje de
La invención de Morel
(1940). Y por eso la campaña de Bioy contra el abuso de los
sinónimos resulta con frecuencia nociva: sólo un escritor de su
habilidad puede prescindir de ellos sin caer en cacofonías.
Adolfo Bioy Casares nació en Buenos Aires el 15 de septiembre de 1914,
y ha comenzado en los últimos años a gozar de una fama que excede
-para bien y para mal- lo literario. Su novela más lograda,
Dormir al
sol (1973), es una receta para enriquecer la provinciana literatura
argentina. Abriéndose al influjo del irlandés Flann O’Brien
(
The Third Policeman, The Dalkey Archive), Bioy construyó una
pesadilla perdurable tanto por su tema como por su magnífica prosa.
Dormir al sol bastaría para garantizarle al novelista la gratitud
de los lectores, pero hay otros títulos que tienen el mismo efecto:
El
sueño de los héroes (1954),
Diario de la guerra del
cerdo (1969) y
El héroe de las mujeres (1978). Sería
una lástima que las tontas pretensiones nacionales de galardones
extranjeros impidieran evaluar críticamente la obra de Bioy, alguien que
tanto ha bregado porque los escritores nacionales aprendiesen a evaluar
críticamente sus propias obras.