Verme y 11 reescrituras de Discépolo,
de Leónidas Lamborghini
Propongo a las futuras generaciones un paradigmático caso de
lítote (que debiera ser
litetes), esa forma irónica
de la perífrasis que los ingleses han trivializado en el
understatement: "
Verme no es el mejor libro de
Leónidas Lamborghini".
En efecto. Una rápida ojeada a
El solicitante descolocado
(1971), o incluso a
Episodios (1980) revela poemas, como "Diez
escenas del paciente" y "En los molinetes", claramente superiores
a la mayor parte de los incluidos en
Verme. Sin embargo, Lamborghini
(
los Lamborghini, en realidad, si contamos también al finado
Osvaldo) tiene una ventaja considerable sobre otros poetas que comienzan a
repetirse: es un poeta utilizable, que está aún en condiciones de
ser asimilado y plagiado por la poesía argentina. No me refiero
aquí a recursos como la caprichosa puntuación y las
minúsculas arbitrarias, los versos reducidos a una sílaba o las
comparaciones dilatadísimas, sino al trabajo de reescritura que
constituye la "marca de fábrica" de Lamborghini.
Apunto a la recuperación enfática, tartamuda en su obsesividad,
que intenta con ciertas mitologías nutricias de la imaginación
popular (la "edad de oro" del primer peronismo, los arquetipos del
tango, unos imposibles barbarismos atribuidos a la gente de campo) –en
este sentido, resulta instructivo comparar a Lamborghini con Gelman,
quizá mejor "poeta", pero capaz de arruinar a cualquiera que
escriba a su sombra, él mismo incluido.
Verme es un gusano, pero es también la mirada onanista que se deleita
con
"...ver-/sos...sen-/cillos/en/pe-/que-/ños...a-/ni/-llos...",
casi una burla de la tradición sencillista argentina. El poema más
interesante de todo el libro, sin embargo, no es ni "Verme" ni los
trabajos hechos a partir de Discépolo, sino el titulado "Ya todo
está", compuesto íntegramente por el reordenamiento de los
sintagmas que aparecen en el tango
Silencio. Lamborghini transforma esa
versión edulcorada y cursi que Gardel daba de las trincheras de la
Primera Guerra en una verdadera elegía, terrible por su discreta
reticencia, que pone al lector en la obligación moral, por su misma falta
de indicaciones y "apartes", de relacionarla con algún suceso
de la historia argentina reciente. ¿Ya todo está en calma?
He dicho que
Verme no es el mejor libro de Lamborghini, aunque es
obvio que todavía hay esperanza de que publique algo con la fuerza de
Las patas en las fuentes. Sería bueno que para entonces
Sudamericana siga editando poesía.
Madam,
de Mirta Rosemberg
I’m Adam. Mad am I?
La pasión por los palíndromos puede degenerar en
regresión a la infancia (¿quién no codició, de
niño, un improbable capicúa, digamos 00500?. El horrísono
"¡Átale, demoníaco Caín, o me
delata!", ofrece una buena prueba de ese obsesivo retorno a la ecolalia
infantil –que este crítico espera no influya en la intención
de voto de los argentinos.
Mirta Rosemberg, sin embargo, es mucho más púdica que ciertos
trillados vanguardismos (estéticos o políticos). Por lo tanto
mucho mejor. Un solo palíndromo da comienzo y unidad a su segundo libro
de poemas;
Madam, Adam, I am mad son términos con los que puede
construirse una serie feliz de variaciones, quizá los recortes de un
"Diario íntimo de Eva". Que sean palabras de otro idioma revela
por enésima vez aquella verdad de que toda poseía aspira a ser una
lengua extranjera, pero escrita en el idioma de uno.
He dicho que Rosemberg no es ninguna vanguardista. Conviene detenerse en esta
infrecuente fortuna, porque
Madam nos depara, además del
inestimable don de que los poemas tengan sentido, un trabajo con las rimas
bastante notable. Se trata de rimas internas, ocasionalmente rimas al medio:
todas parecen ocurrir por azar, como si fueran ripios... rimas en –ado, en
–uma, vagarosos recuerdos del modernismos que interrumpen los textos para
recordarle al lector que en otras épocas la poesía supo tener una
musiquita distintiva. Por caso: "Demora allí, dilata lo pasado por
el pulso/ de la mano, y en ese lugar guardado/ deja el roce de tu aliento a lo
cercano,/ al árbol del jardín, a mí, al canto/ del cisne y
lo cantado".
¿Cuál es la
persona, o qué
prosopopeya
delinean los diecisiete breves esbozos de Mirta Rosemberg? No la
impersonación de Pound, haciéndose el Propercio (según la
parodia de G.H.:
"it´s lonesome, too, being the only one who
understands/ Caius Propertius/ ‘Alkaios,/ Li Pu,/ all great guys,/
an´ I Know ‘em, see?").
Madam procura, más
bien, un efecto pasado de moda, el juego de abalorios y espejos con que una
lírica del yo solía deslumbrar a los críticos,
precipitándolos en una vorágine de explicaciones
biográficas. Claro que el carácter objetual de ese "yo",
tan fácilmente en un "él/ella", es para
Madam la
marca de una dificultad. Donde la evanescente confesión era confidencia,
"pacto de caballeros", Rosemberg pone el ofrecimiento de una
Madama; dentro del burdel, sin embargo, no nos está esperando la
codiciada mercancía. Sólo hay superficies azogadas que se
empecinan en reflejar, no al lector, sino a los detritus de un "cuarto
propio":
soutiens, sostenenes, corpiños. El deseo dejaba
mucho que desear.
Amada Madama, pues, sería un palíndromo alternativo con el
cual poner en escena la sutil distancia (
nel mezzo del cammin entre la
melancolía y la burla) desde donde Rosemberg contempla las efusiones
patéticas de esos caballeros, los poetas. ¿Hasta qué punto,
preocupados como siempre por la opinión de sus damas, aceptarán
que "damas" abandone el caso objetivo?
Amada Madama se resiste al Adán o nada, sonríe levemente a
costillas del desorientado lector que esperaba otra cosa.
Eva se sabe en
la diferencia de un fonema.
Mínimo figurado
de Sergio Bizzio
Algunos poemas de Sergio Bizzio parecen fragmentos escogidos por una persona
que expondrá en público sus tesis sobre "La poesía de
Sergio Bizzio" –debemos tener lista la objeción: "Ese
ejemplo está sacado de contexto", o "no generalice
apresuradamente".
¿Qué tesis podría querer probar nuestro
hipotético conferencista?
Supongámoslo atildado, ligeramente
gay y ostentando una
dentadura postiza reluciente, costeada por periódicas contribuciones al
diario de los Mitre (para muestra: "Rigor filosófico y trascendencia
estética en la obra de H. Períquez Cureña"). Un sujeto
que responda a tal descripción seguramente abonará la idea de que
"hay en Sergio Bizzio un hálito, un aroma de permanencia que nuestra
tecnificada sociedad occidental ha perdido definitivamente; Bizzio me recuerda
la clara serenidad de los poemas de Li Po".
Si en lugar del crítico dominical ponemos a una torva muchacha cuya
cultivada palidez, puesta en relieve por sus negras vestes, es un tributo
ambulante al autor de
Van Gogh, le suicidé de la societé (o
por lo menos a Alejandra Pizarnik), deberemos imaginar también la
lectura/performance de unos versos de Bizzio sobre los que se concluirá
que "Sergio rompe con el lenguaje para dejar que el cuerpo lata, instaura
una melopea mágica como la de un druida celebrando el
Solsticio".
Además de poner en evidencia mi escasa imaginación , y menores
dotes paródicas, las opiniones posibles que he citado pretenden dar
cuenta de una fundamental precariedad que hay en los poemas de Bizzio. Se trata
de poemas que
realmente parecen fragmentos de un poema mayor, y en esto
reside tanto su mérito como su capacidad de desorientar a quien los lee.
Por momentos, simplemente se registra en ellos cómo ocurren algunas
cosas: la mano que levanta un vaso, el pie que se introduce en el agua para
probar su temperatura. Hay líquidos, brillos de líquidos, hojas y
flores (flores nombradas, sobre todo, con la palabra "flor")... pero
la irrupción de un inesperado diminutivo, de un "¡guau!",
de una pregunta sutilmente lúbrica provoca que el contexto inicialmente
imaginado para el poema (aquel poema mayor del que Bizzio nos proporciona
sólo un fragmento) deba ser cambiado por otro, que a su vez
necesitará ser modificado apenas dos líneas más adelante.
Bizzio nos está seduciendo. ¿Quién es Bizzio?
Nacido en Villa Ramallo (provincia de Buenos Aires) en 1956, publicó
en 1982 otro excelente libro de poemas,
Gran Salón con piano.
En la sangre del día,
de Horacio Armani
¿Para qué escribir sobre Horacio Armani? (Aparte, claro
está, del hecho de que acaba de publicar un libro).
Imagino semejante pregunta en boca de mucha gente. Gente que tiene sobrados
motivos para desconfiar del errático criterio estético del
suplemento literario de
La Nación (tantos como despiertan las
páginas culturales del
otro matutino).
Una respuesta posible, pero a la que no aspiro, asume como propia la pesada
carga de una Sociología de la Literatura, de trazar con precisión
las fronteras de nuestro mezquino "ambiente literario": fines de los
años ’80.
La mía es mucho más sencilla. Simplemente, no creo que Armani
tenga nada que ver con la "clausura de la mente argentina".
¿Armani? Me parece un buen poeta, mucho mejor que algunos más
famosos actualmente y que serían menos cuestionados como tema acerca del
cual escribir. Desde luego que Armani no es un poeta para imitar, nadie
está diciendo eso; su versión rioplatense del pesimismo con que
Eugenio Montale apostrofaba al universo ha quedado irremediablemente fechada en
la década del cincuenta (aunque
fechada, cabe hacer notar,
significa simplemente
no utilizable de nuevo, cosa muy distinta de
"ser ilegible ahora").
Las dos secciones de que consta
En la sangre del día
("Materias sombrías" y "Experiencias") difieren por
el metro, que es "libre" en "Materias..." para transformarse
en sonetos (en
variaciones sobre el esquema del soneto) cuando el lector
pasa a las "Experiencias". Pese a esta diferencia externa, la unidad
del libro queda garantizada, quizá excesivamente, por una fórmula
que parece constituir la obsesión privada de Armani: "La vida
es...". El libro todo puede ser leído como una búsqueda de
predicados, de propiedades que atribuirles a ese sujeto casi abstracto. No
sé si Armani considera que alguna de las predicaciones que él
halló son
esenciales, pero me atrevo a señalar que ninguna
es demasiado reconfortante (
azar monótono, rara impaciencia, barca que
se aleja, furor de animales sombríos, siempre lo que no queremos,
etc.).
El problema con
En la sangre del día, sin embargo, no reside en
a reiteración de un hartazgo, ni en cierta deprimente metafísica
(que continúa a Montale, como hemos dicho, pero también a
Salvatore Quaismodo). El problema es que se trata de un libro que está
colocado, a veces, al filo de lo cursi: el soneto que imagina las palabras con
que el sacerdote Ladislao Gutiérrez, "momentos antes de su
muerte", despide a la amada Camila O’ Gorman, merecería
figurar como parte del guión de cierta famosa película
argentina... y esto
no es un elogio. Del mismo modo, algunas
líneas de la elegía "In Memoriam", que abusan de esa
rémora del tú (casticismo nefando que uno creería
superado), también atropellan la paciencia del lector: "Amigo,
¿duermes? –murmuré. Ahora que sabes/ todo, dinos qué
es la poesía. Ahora dinos...".
Al filo de lo cursi, pero únicamente a veces. Porque Armani tiene,
incluso en esas molestas veces, una habilidad técnica que lo salva
(cosa siempre más bienvenida que las buenas intenciones, de las que
está pavimentado el camino a la mesa de usados). Y cuando encuentra no
sólo el ritmo, sino también el
tono y la
actitud
justos, el resultado puede ser muy interesante.
La mujer pez,
de Jorge Dorio
En la verdadera mitología griega, las sirenas no son mitad mujer y
mitad pez, sino mitad mujer y mitad ave. Hijas del río Aqueloo y la musa
Melpómene (o de Aqueloo y Estérope, o de Aqueloo y
Terpsícore, o de Forcis y Terpsícore), aparecen por primera vez en
un famoso episodio de
La Odisea. Como se recordará, sus voces eran
tan hermosas que los marinos, al pasar frente a la isla que ellas habitaban, se
arrojaban a las olas y perecían en el intento de alcanzarlas. Fecundo en
ardides, Odiseo emplea uno burdo pero eficaz a fin de poder escucharlas sin
sufrir tan infausta suerte: les ordena a sus hombre que lo aten al mástil
y se tapen los oídos con cera.
Tanto el episodio de las sirenas como la figura misma de la sirena se prestan
a variados usos e interpretaciones; desde la antigüedad hasta el
Ulises, y desde el
Ulises hasta una película de Walt
Disney, la duplicidad de la sirena ha servido para elaborar fábulas
misóginas y cuentos para niños, alegorías religiosas y
cuadros simbolistas. En su segundo libro de poemas (el primero,
Huésped de sí mismo, apareció en 1982), Jorge Dorio
se coloca bajo la advocación de la mujer pez, pero el hecho de que le
haya dado a su sirena los cuartos inferiores menos mitológicos no implica
un abandono del mito, sino (puesto que el grueso de la gente hace la
ecuación sirena-mujer pez) todo lo contrario.
En
La Odisea, el episodio de las sirenas funciona casi como resumen
simbólico de uno de los mayores peligros que debe sortear el héroe
para regresar a su patria (y, muy en segundo término, a Penélope),
que es toda la serie de mujeres/diosas que de algún modo desean retenerlo
para sí: Calipso, Circe, Nausícaa. El libro de Dorio, por su
parte, consta de dos secciones, "Citas de mujer" y "La
canción del error", que repiten en clave muy argentina y
deliberadamente bastarda el movimiento de
La Odisea.
Los poemas de "Citas de mujer", sobre todo los que son muy buenos,
como "Perdida", "Las inmortales" y "La Diosa
aquí" dan cuenta del universo femenino que se oculta detrás
de los cantos de sirena. El efecto que producen es extrañísimo,
pero gracias a la habilidad que tiene Dorio para manejar las inflexiones
porteñas, el lector se siente como un Isidoro Cañones, o
más bien como si Isidoro Cañones de golpe se topase con que la
intimidad de Cachorra tiene la riqueza de un texto de Alberto Girri u Osvaldo
Lamborghini.
Los poemas de "La canción del error" son lo más
afinado de un libro excelente. Superadas las sirenas, el héroe se
enfrenta con la patria, que ha dejado de ser el destino de un largo viaje para
convertirse en un problema. Los ecos literarios, en consecuencia, les pertenecen
a Fogwill y Borges más que a Girri y Lamborghini. En "Vueltas de
Fierro", el último poema, la voz lírica se da cuenta de que
su periplo ha sido quizá vano, de que la patria (sobre todo la patria
construida por cierta tediosa historia de la literatura) es también un
canto de sirena. Remedando el comienzo de la gran "épica
nacional", Dorio termina con un amargo "Aquí,/ pregunto/ a
qué me pongo?"
La mujer pez fue escrito entre los años 1984 y 1986. Quizá esta
tardía publicación sirva para estimular a su autor, conocido como
periodista radial y televisivo, a dedicarle más tiempo a la literatura.
Sería harto deseable.
Olvido y recuerdo de las imágenes
Sobre El ala de la gaviota, de Enrique
Molina
En uno de los cuadros que David Hockney pintó de sus padres, la madre,
a la izquierda, mantiene una actitud hierática: mira al pintor,
rígida, desde una silla que está ubicada contra la pared del
fondo; me parece que está sentada casi como una escolar que teme la
reprimenda del maestro –derecha la espalda, las manos sobre el regazo,
cruzados los pies (¿el izquierdo atrás?). El padre, a la diestra
del que mira el cuadro pero más adelante que su esposa, está
hojeando un libro bastante grande. Se sienta sobre el borde de la silla, el
cuerpo inclinado para examinar las páginas; sus talones no tocan el
suelo, sino que apoya sobre éste apenas la mitad delantera de cada
zapato. Son unos zapatos negros y acordonados, que debemos suponer de charol. Y
no estoy seguro de ningún detalle del cuadro que no sea el del esfuerzo
de concentración que revelan aquellos pies, esos zapatos. Por ejemplo:
¿qué ocupa el centro de la pared del fondo?, ¿un hogar,
adornos sobre la repisa?
Otro caso. En
La servante de Bocks, de Edouard Manet, el hombre al que
les están sirviendo cerveza tiene la mitad de la espalda vuelta hacia el
pintor; acodado, se lleva a la boca una pipa de espuma de mar, blanca, recta.
Está mirando a una bailarina que se desplaza sobre el escenario, en el
fondo y a la izquierda del cuadro. Y lo que recuerdo con seguridad es el modo en
que sostiene la pipa: entre el índice y el pulgar, permitiendo que el
hornillo y el tubo reposen sobre los restantes tres dedos. Puede ser un gesto de
concentración o un ademán afectado; o quizás ambas cosas,
la afectada concentración que asumimos durante un espectáculo
público, porque bien sabemos que, si alguno de los asistentes se aburre
momentáneamente y aparta su vista del escenario, nosotros pasaremos a ser
el espectáculo.
La tensión de los pies dentro de esos zapatos negros. La manera en que
la mano sostiene aquella pipa. Recordamos estos detalles porque se trata de
imágenes que estaban en nuestra memoria incluso antes de ver el cuadro, y
que perduran en nuestra memoria incluso después de haber olvidado el
cuadro completamente. Son detalles que no son tales. Platón se desquita
así de la escasa plausibilidad de su teoría de la reminiscencia:
es triste que las imágenes sean nuestra única
anámnesis.
La Poesía a veces intenta infructuosamente imitar a la Música,
desconociendo que la música
verbal apunta a un oído
completamente distinto, tan hábil en detectar una estrofa alcaica como
incapaz de discriminar si lo que están pasando por la radio es
Satisfaction o
Una noche en el Monte Calvo. Curiosamente, la
Poesía muchas veces tiene éxito cuando intenta imitar a un arte
que, en apariencia, le es absolutamente ajeno: la Pintura. No me refiero
aquí a la siringa de Teócrito ni al moderno caligrama, cuya banal
y obscena preocupación por lo icónico sería digna de burla
si no reflejara el intento de anular el divorcio (el necesario divorcio) entre
las palabras y el mundo, haciendo del poema una pequeña
Natursprache, una
lingua adamica. Sí me refiero, en cambio,
a esos versos que evocan una imagen visual (que nos hacen
recordar una
imagen) tan bien como podría hacerlo un detalle en un cuadro; se ha
escrito mucho acerca de las "imágenes poéticas", pero
las imágenes de las que estoy ahora hablando no están codificadas
en los manuales de Retórica, porque no hay un mecanismo, ni
pictórico ni poético, para captarlas: "tome una
relación causa-efecto, ponga la causa en función sustantiva y
obtendrá una metalepsis, e.g. Salmos 27, 2:
labores manuum tuarum
manducabis, ‘comerás el trabajo de tus manos’". Es
imposible imaginar instrucciones análogas para llegar a plasmar esta
imagen de Eliot, que equivale a todo lo que "Rhapsody on a windy
night" significa: "And a crab one afternoon in a pool,/ An old crab
with barnacles on his back,/ Gripped the end of a stick which I held him"
("Y un cangrejo cierta tarde en un charco,/ un viejo cangrejo cubierto de
moluscos,/ se aferró al palo que yo le estiraba").
El motivo de esta larga digresión son dos versos que figuran en
El
ala de la gaviota, libro de Enrique Molina que la editorial catalana
Tusquets ha publicado en su colección "Nuevos textos sagrados".
Molina, a sus ochenta y nueve años de edad y con una larguísima
trayectoria poética, no necesita de un comentario diferenta a éste
ni, por fortuna, requiere todavía que se la haga un homenaje. Merece
más bien que alguien reflexione sobre la imagen, aquello que él,
artista plástico además de poeta, ha convertido en un sello
distintivo. La última estrofa de "El que fui surge a veces":
"Y ahora cuando las cosas rociadas de fuego huyen/ hacia la sombra
violadora/ el que fui es cada vez más misterioso,/ dispersos en millares
de gestos cuya verdad es un mono/ perdido en dicha profana hasta el polvo sin/
consuelo,/ la naranja flotante que golpea contra los pilones del/ pequeño
embarcadero en el río,/ el largo reguero de aves migratorias que en otro/
país volaron sobre mi alma días enteros/ en pos de grandes
sinfonías solares que las/ enardecían/ y hacían brillar la
locura en sus ojos redondos y/ fijos".
Esa naranja ¿cáscara, mitad?, esa superficie rugosa y
coloreada. Podemos imaginar que el agua está sucia, soporta las venenosas
(pero brillantes, bellas) estrías del petróleo; la naranja golpea
rítmicamente los pilones del puente, chocándose a veces con otra
basura, quizá papeles, plástico, detergentes. Podemos imaginar
todo esto por una razón sencilla: lo recordamos. Molina, como
podría haberlo hecho un pintor, ha captado uno de esos detalles
"generalizados", realizando una vez más el escueto milagro de
la imagen, única y pobre anámnesis a la que tenemos acceso.
¿Quién no reconoce la NARANJA FLOTANTE QUE GOLPEA LOS PILONES DEL
PEQUEÑO/ EMBARCADERO EN EL RÍO?
Poemas 1960/1980,
de Hugo Padeletti
La palabra "poema", curiosamente, es reacia al
calembour.
"Pomes", manzanitas a centavo cada una, fue quizá la
claudicante o coja, pero también definitiva propuesta de James Joyce al
respecto. Memoria cansina del Latín, el Castellano nos proporciona algo
menos redondo que una poma, pero más apropiado que recordar la felicidad
gustativa de la fruta:
poenas. Los poemas, en efecto, suelen generar
penas –aunque contra toda lógica de relaciones, la conversa a veces
también se da.
Un poco de reflexión impedirá que me motejen de
romántico.
Los poemas pueden parecer un castigo (¿por qué tengo que leer
esto, en qué culpa he incurrido?), o producir "cuidado,
aflicción, sentimiento interior grande". En el segundo caso
valen
la pena. Permítaseme aclarar este segundo caso, dado que del primero
el lector tendrá amplia memoria y experiencia. La pena no es angustia ni
simplemente tristeza; la pena que produce el poema tampoco es un estado que se
prolongue en el tiempo, sino que tiene las características de un
aftertaste, un regusto cuya singularidad se asemeja a los estados
depresivos que siguen a toda experiencia profundamente excitante (
omne animal
est triste post, etc.). Así es: hasta un poema
"humorístico", si es bueno, puede producir pena y valerla.
Pocos recuerdos que generen este sentimiento en mayor medida que el romance
burlesco de Quevedo "Parióme adrede mi madre,/ ¡ojalá
no me pariera!/ aunque estaba cuando me hizo/ de gorja Naturaleza".
El poema, entonces, como permanente posibilidad de herida.
Keep out of the
reach of children.
Hugo Padeletti se ha abstenido de lastimarnos durante varios años; el
resultado de esta excesiva precaución, previsiblemente, ha sido que se
multiplicasen los riesgos de la herida. Porque su libro no incluye ningún
poema malo; es más: no incluye ningún poema mediocre, con lo cual
la
poena generada excede toda normalidad. (Al punto de que, inclusive
aceptando que nunca es recomendable leer un libro de poemas de una sola vez,
hacerlo con este es imposible; sería como atosigarse en el sentido
etimológico del término. Envenenarse).
Padeletti apela a pocos recursos para la construcción de sus poemas.
Decir, sin embargo, que ninguno de los recursos a los que apela es superfluo
sería no sólo banal, sino tonto; los recursos empleados en la
construcción de cualquier poema son necesarios por la sencilla causa de
que constituyen parte de la identidad de
ese poema Otro es el sentido de
afirmar aquí que los recursos a los que Padeletti apela no son
superfluos. No lo son porque son necesarios de un modo que trasciende la
construcción de cada poema en particular; épocas menos complejas
(o acomplejadas) de la erudición literaria hubieran detectado en ellos
los mecanismos organizadores de un "yo lírico" cuyo
reconocimiento por parte del lector es lo que le permite a éste afirmar:
"he leído a Fulano".
¿Qué recursos? Básicamente cuatro: la cita a medias
encubierta, las rimas inconstantes y "azarosas", el modo de titular
los poemas, el aprovechamiento del blanco de la página como espacio en
que realizar un dibujo.
Poco diré del primero y el cuarto, que son bastante conocidos.
Simplemente noto que su combinación es infrecuente, apareciendo esa
manera de citar (o mejor dicho: esa manera de aludir a una cita) por lo
común en poetas que intentan entablar un diálogo con la gran
tradición, mientras que el empleo supuestamente pictórico del
blanco de la página es la niña de los ojos de aquellos cuya
tradición comienza en 1920.
Otra cosa son las rimas y el modo de titular de Padeletti. Padeletti deja
caer las rimas como por descuido, aprovechando las asonancias, los aparentes
ripios y hasta la repetición de una misma palabra en posición
final. Resulta de esto una estructura sonora absolutamente original, un
clasicismo sin trompetas de bronce: "No me gusta la forma/ de las cosas/
este año. Los peces// africanos/ no brillan más. Los nuevos/ no
son peces. Por años// el aire se enrarece, los espacios/ se
oscurecen". Su modo de titular, si hubiera que definirlo por la negativa,
es antagónico del de titular los poemas con el primer verso o una parte
de éste (como hacía Dylan Thomas); Padeletti
funde el
título con el poema: el título
es el primer verso, pero su
cuerpo tipográfico distinto y el espacio que el lector debe recorrer con
la vista para llevar al aparente primer verso logran, en combinación, un
efecto curioso. Es como si uno descubriera que ya estaba leyendo el poema antes
de comenzar a hacerlo.
Poemas 1960/1980 es la expresión de un "yo
lírico" constituido a lo largo de veinte años. Promete al
lector la felicidad de una recidiva pena, de esa que sólo genera la muy
buena Poesía. "Dijo Emerson:/ ‘-odio las citas’./ Yo no,
hervimos/ a grados diferentes.// Hay discursos/ sobre dragones y hay dragones/
de corazones./ ¿Qué argumento/ vale aguardar? (...) La
‘herida/ de una mancha’, los ‘tridentes/ de un
pájaro’, hasta el ‘gato/ que accede al rey’/ son pelos/
en la trampa".
Pecado de Juventud
Sobre Amor a Roma, de C.E. Feiling
Amor a Roma es al mismo tiempo mi último libro y el más
antiguo de los cuatro que he escrito hasta ahora. Esta aparente
contradicción no se debe sólo a que fue lo primero que
escribí pero es lo último que me han publicado, ni al simple hecho
de que mi tercera novela será editada recién en abril de 1996.
Comencé
Amor a Roma en 1979/80, lo "terminé" en 1989, le
agregué y quité cosas entre 1991 y 1994 y finalmente me obligaron
a entregarlo este año. Las precisiones cronológicas, que de seguro
a nadie le importan, quizás adquieran mayor sentido si aclaro que el
libro me acompañó mientras: ingresaba a la carrera de Letras,
emigraba y volvía al país, me casaba, enfermaba de gravedad y me
curaba por un rato, me graduaba y dedicaba a la docencia universitaria, emigraba
otra vez, me divorciaba, decidía abandonar la docencia y regresar al
país para dedicarme de lleno al periodismo y la literatura, me enamoraba
para siempre, publicaba dos novelas y terminaba una tercera.
Ahora -subvirtiendo un poco la insoportable metáfora que asimila el
arte a la paternidad- estoy huérfano de inéditos; en el
cajón apenas tengo proyectos, no me queda siquiera el "pecado de
juventud" de mi volumen de versos
Amor a Roma... y para colmo, de
golpe y porrazo, me encuentro confesando en un diario que tampoco fue un pecado
de juventud sino un larguísimo chicle, de esos que los párvulos
sin higiene conservan debajo de pupitres y sillas a fin de llevárselos a
la boca de nuevo en cuanto sienten ganas. Por primera vez, entonces, soy un
escritor sin resto, sin caja de ahorro ni billetes en el colchón, que
sólo cuenta con el plazo fijo de la novela que aparecerá en abril.
Supongo que debería estar feliz, y lo estaría si no fuese por el
consabido temor al futuro, la aún no enfrentada página en blanco
-el futuro, la peor y más molesta página en blanco- y los
contratiempos y trabajos que me impiden empezar otra cosa ya mismo.
La génesis de
Amor a Roma, a pesar de este preámbulo, no
resulta muy difícil de explicar. El libro surgió en buena medida
de mi amistad con Luis Chitarronni, de las prolongadas, alcohólicas y
casi diarias veladas que, desde 1985 hasta 1989, pasamos quejándonos de
nuestra pésima fortuna de un modo oblicuo, reticente y nada original: el
de leer en voz alta poemas que hablaban de la mala fortuna de otros. Poco a
poco, la generosidad de Luis me llevó a incluir mis viejos poemas en
nuestras reuniones, luego a traducir algunos poemas favoritos y por
último a escribir poemas nuevos cuyo primer lector -cuyo primer oyente-
era siempre él. (Declaro aquí, como se suele y debe en estos
casos, que ninguna culpa le cabe a Luis por mis extrañas rimas,
paródicos metros y absoluta falta de ideas, todas cosas de las que me
precio pero con las que el público quizá discrepe.)
Hasta "Dábale arroz a la zorra el abad" es un
palíndromo menos bobo y obvio que "Amor a Roma", en el que un
simple vistazo permite constatar que la lectura de derecha a izquierda arroja
como resultado idéntica frase que la lectura común, de izquierda a
derecha. La elección del título, sin embargo, no proviene de una
capacidad mía para juntar figuritas o boletos capicúa
-"Allí tápase Menem esa patilla", ideado por el
coleccionista Mario E. Teruggi, es mi adquisición política
más reciente-, sino que de hecho responde al contenido del libro, que
recorre las formas del amor para ahogarlas en el procaz y melancólico
vitriolo de la literatura. Roma, aquella capital de la mente que los peregrinos
en vano buscan en Roma, emblematiza una serie de tradiciones poéticas
para mí fundamentales: la latina, la española del Siglo de Oro, la
inglesa a partir del siglo diecisiete, el casticismo, algo de la gauchesca y
bastante de lunfardo, tango y
graffiti de baño público.
Amor a Roma consta de dos partes que se corresponden al movimiento de los
ojos al recorrer al frase: izquierda a derecha, para recoger el sentido, y luego
derecha a izquierda, para constatar que el "nuevo" sentido no difiera
del viejo. La primera parte, titulada "Versiones", incluye poemas
míos y traducciones de poemas ajenos (Persio, Swinburne, Horacio,
Rochester, Petronio, Tony Harrison, etc.); la segunda parte, que con justicia
merece el nombre de "Poemas", incluye los originales de mis
traducciones y otros dos poemas de los que me he apropiado pero fui incapaz de
traducir (uno es de Luis Chitarroni, el otro el más estúpidamente
cursi, hermoso y antologado de Leigh Hunt). Huelga subrayar que el nombre de
cada parte debe menos a la falsa modestia que a la seguridad de que la
poesía se compone sólo de predecesores selectos y bastante
secretos, el grupo de favoritos que uno aspira alguna vez integrar para
alguien.
Cuando se comienza a escribir novelas, el mundo cobra
espesor, peso específico; el descubrimiento de la lentitud que
subyace a la trama más rápida y entretenida conspira contra
el arrebato, la eyaculación precoz o el coito interrumpido de los
poemas. Me gustaría seguir agregándole versos a Amor a Roma,
engrosarlo año a año y publicarlo, renovado, de tanto en
tanto. Es lo que hace un escritor que admiro -pero al que, si me conoce,
seguramente no le gusto: sus prejuicios estéticos parecen de otros
y en nada responden a su literatura- con su libro
El arte de narrar.
Me gustaría, sí; lástima que mi problema con los
planes no se diferencia del de cualquier hijo de vecino: el futuro es
la peor página en blanco.