Verme y 11 reescrituras de Discépolo,
de Leónidas Lamborghini

Propongo a las futuras generaciones un paradigmático caso de lítote (que debiera ser litetes), esa forma irónica de la perífrasis que los ingleses han trivializado en el understatement: "Verme no es el mejor libro de Leónidas Lamborghini".
En efecto. Una rápida ojeada a El solicitante descolocado (1971), o incluso a Episodios (1980) revela poemas, como "Diez escenas del paciente" y "En los molinetes", claramente superiores a la mayor parte de los incluidos en Verme. Sin embargo, Lamborghini (los Lamborghini, en realidad, si contamos también al finado Osvaldo) tiene una ventaja considerable sobre otros poetas que comienzan a repetirse: es un poeta utilizable, que está aún en condiciones de ser asimilado y plagiado por la poesía argentina. No me refiero aquí a recursos como la caprichosa puntuación y las minúsculas arbitrarias, los versos reducidos a una sílaba o las comparaciones dilatadísimas, sino al trabajo de reescritura que constituye la "marca de fábrica" de Lamborghini.
Apunto a la recuperación enfática, tartamuda en su obsesividad, que intenta con ciertas mitologías nutricias de la imaginación popular (la "edad de oro" del primer peronismo, los arquetipos del tango, unos imposibles barbarismos atribuidos a la gente de campo) –en este sentido, resulta instructivo comparar a Lamborghini con Gelman, quizá mejor "poeta", pero capaz de arruinar a cualquiera que escriba a su sombra, él mismo incluido.
Verme es un gusano, pero es también la mirada onanista que se deleita con "...ver-/sos...sen-/cillos/en/pe-/que-/ños...a-/ni/-llos...", casi una burla de la tradición sencillista argentina. El poema más interesante de todo el libro, sin embargo, no es ni "Verme" ni los trabajos hechos a partir de Discépolo, sino el titulado "Ya todo está", compuesto íntegramente por el reordenamiento de los sintagmas que aparecen en el tango Silencio. Lamborghini transforma esa versión edulcorada y cursi que Gardel daba de las trincheras de la Primera Guerra en una verdadera elegía, terrible por su discreta reticencia, que pone al lector en la obligación moral, por su misma falta de indicaciones y "apartes", de relacionarla con algún suceso de la historia argentina reciente. ¿Ya todo está en calma?
He dicho que Verme no es el mejor libro de Lamborghini, aunque es obvio que todavía hay esperanza de que publique algo con la fuerza de Las patas en las fuentes. Sería bueno que para entonces Sudamericana siga editando poesía.
 

Madam,
de Mirta Rosemberg

I’m Adam. Mad am I?

La pasión por los palíndromos puede degenerar en regresión a la infancia (¿quién no codició, de niño, un improbable capicúa, digamos 00500?. El horrísono "¡Átale, demoníaco Caín, o me delata!", ofrece una buena prueba de ese obsesivo retorno a la ecolalia infantil –que este crítico espera no influya en la intención de voto de los argentinos.
Mirta Rosemberg, sin embargo, es mucho más púdica que ciertos trillados vanguardismos (estéticos o políticos). Por lo tanto mucho mejor. Un solo palíndromo da comienzo y unidad a su segundo libro de poemas; Madam, Adam, I am mad son términos con los que puede construirse una serie feliz de variaciones, quizá los recortes de un "Diario íntimo de Eva". Que sean palabras de otro idioma revela por enésima vez aquella verdad de que toda poseía aspira a ser una lengua extranjera, pero escrita en el idioma de uno.
He dicho que Rosemberg no es ninguna vanguardista. Conviene detenerse en esta infrecuente fortuna, porque Madam nos depara, además del inestimable don de que los poemas tengan sentido, un trabajo con las rimas bastante notable. Se trata de rimas internas, ocasionalmente rimas al medio: todas parecen ocurrir por azar, como si fueran ripios... rimas en –ado, en –uma, vagarosos recuerdos del modernismos que interrumpen los textos para recordarle al lector que en otras épocas la poesía supo tener una musiquita distintiva. Por caso: "Demora allí, dilata lo pasado por el pulso/ de la mano, y en ese lugar guardado/ deja el roce de tu aliento a lo cercano,/ al árbol del jardín, a mí, al canto/ del cisne y lo cantado".
¿Cuál es la persona, o qué prosopopeya delinean los diecisiete breves esbozos de Mirta Rosemberg? No la impersonación de Pound, haciéndose el Propercio (según la parodia de G.H.: "it´s lonesome, too, being the only one who understands/ Caius Propertius/ ‘Alkaios,/ Li Pu,/ all great guys,/ an´ I Know ‘em, see?"). Madam procura, más bien, un efecto pasado de moda, el juego de abalorios y espejos con que una lírica del yo solía deslumbrar a los críticos, precipitándolos en una vorágine de explicaciones biográficas. Claro que el carácter objetual de ese "yo", tan fácilmente en un "él/ella", es para Madam la marca de una dificultad. Donde la evanescente confesión era confidencia, "pacto de caballeros", Rosemberg pone el ofrecimiento de una Madama; dentro del burdel, sin embargo, no nos está esperando la codiciada mercancía. Sólo hay superficies azogadas que se empecinan en reflejar, no al lector, sino a los detritus de un "cuarto propio": soutiens, sostenenes, corpiños. El deseo dejaba mucho que desear.
Amada Madama, pues, sería un palíndromo alternativo con el cual poner en escena la sutil distancia (nel mezzo del cammin entre la melancolía y la burla) desde donde Rosemberg contempla las efusiones patéticas de esos caballeros, los poetas. ¿Hasta qué punto, preocupados como siempre por la opinión de sus damas, aceptarán que "damas" abandone el caso objetivo?
Amada Madama se resiste al Adán o nada, sonríe levemente a costillas del desorientado lector que esperaba otra cosa. Eva se sabe en la diferencia de un fonema.
 

Mínimo figurado
de Sergio Bizzio

Algunos poemas de Sergio Bizzio parecen fragmentos escogidos por una persona que expondrá en público sus tesis sobre "La poesía de Sergio Bizzio" –debemos tener lista la objeción: "Ese ejemplo está sacado de contexto", o "no generalice apresuradamente".
¿Qué tesis podría querer probar nuestro hipotético conferencista?
Supongámoslo atildado, ligeramente gay y ostentando una dentadura postiza reluciente, costeada por periódicas contribuciones al diario de los Mitre (para muestra: "Rigor filosófico y trascendencia estética en la obra de H. Períquez Cureña"). Un sujeto que responda a tal descripción seguramente abonará la idea de que "hay en Sergio Bizzio un hálito, un aroma de permanencia que nuestra tecnificada sociedad occidental ha perdido definitivamente; Bizzio me recuerda la clara serenidad de los poemas de Li Po".
Si en lugar del crítico dominical ponemos a una torva muchacha cuya cultivada palidez, puesta en relieve por sus negras vestes, es un tributo ambulante al autor de Van Gogh, le suicidé de la societé (o por lo menos a Alejandra Pizarnik), deberemos imaginar también la lectura/performance de unos versos de Bizzio sobre los que se concluirá que "Sergio rompe con el lenguaje para dejar que el cuerpo lata, instaura una melopea mágica como la de un druida celebrando el Solsticio".
Además de poner en evidencia mi escasa imaginación , y menores dotes paródicas, las opiniones posibles que he citado pretenden dar cuenta de una fundamental precariedad que hay en los poemas de Bizzio. Se trata de poemas que realmente parecen fragmentos de un poema mayor, y en esto reside tanto su mérito como su capacidad de desorientar a quien los lee. Por momentos, simplemente se registra en ellos cómo ocurren algunas cosas: la mano que levanta un vaso, el pie que se introduce en el agua para probar su temperatura. Hay líquidos, brillos de líquidos, hojas y flores (flores nombradas, sobre todo, con la palabra "flor")... pero la irrupción de un inesperado diminutivo, de un "¡guau!", de una pregunta sutilmente lúbrica provoca que el contexto inicialmente imaginado para el poema (aquel poema mayor del que Bizzio nos proporciona sólo un fragmento) deba ser cambiado por otro, que a su vez necesitará ser modificado apenas dos líneas más adelante. Bizzio nos está seduciendo. ¿Quién es Bizzio?
Nacido en Villa Ramallo (provincia de Buenos Aires) en 1956, publicó en 1982 otro excelente libro de poemas, Gran Salón con piano.
 

En la sangre del día,
de Horacio Armani


¿Para qué escribir sobre Horacio Armani? (Aparte, claro está, del hecho de que acaba de publicar un libro).
Imagino semejante pregunta en boca de mucha gente. Gente que tiene sobrados motivos para desconfiar del errático criterio estético del suplemento literario de La Nación (tantos como despiertan las páginas culturales del otro matutino).
Una respuesta posible, pero a la que no aspiro, asume como propia la pesada carga de una Sociología de la Literatura, de trazar con precisión las fronteras de nuestro mezquino "ambiente literario": fines de los años ’80.
La mía es mucho más sencilla. Simplemente, no creo que Armani tenga nada que ver con la "clausura de la mente argentina". ¿Armani? Me parece un buen poeta, mucho mejor que algunos más famosos actualmente y que serían menos cuestionados como tema acerca del cual escribir. Desde luego que Armani no es un poeta para imitar, nadie está diciendo eso; su versión rioplatense del pesimismo con que Eugenio Montale apostrofaba al universo ha quedado irremediablemente fechada en la década del cincuenta (aunque fechada, cabe hacer notar, significa simplemente no utilizable de nuevo, cosa muy distinta de "ser ilegible ahora").
Las dos secciones de que consta En la sangre del día ("Materias sombrías" y "Experiencias") difieren por el metro, que es "libre" en "Materias..." para transformarse en sonetos (en variaciones sobre el esquema del soneto) cuando el lector pasa a las "Experiencias". Pese a esta diferencia externa, la unidad del libro queda garantizada, quizá excesivamente, por una fórmula que parece constituir la obsesión privada de Armani: "La vida es...". El libro todo puede ser leído como una búsqueda de predicados, de propiedades que atribuirles a ese sujeto casi abstracto. No sé si Armani considera que alguna de las predicaciones que él halló son esenciales, pero me atrevo a señalar que ninguna es demasiado reconfortante (azar monótono, rara impaciencia, barca que se aleja, furor de animales sombríos, siempre lo que no queremos, etc.).
El problema con En la sangre del día, sin embargo, no reside en a reiteración de un hartazgo, ni en cierta deprimente metafísica (que continúa a Montale, como hemos dicho, pero también a Salvatore Quaismodo). El problema es que se trata de un libro que está colocado, a veces, al filo de lo cursi: el soneto que imagina las palabras con que el sacerdote Ladislao Gutiérrez, "momentos antes de su muerte", despide a la amada Camila O’ Gorman, merecería figurar como parte del guión de cierta famosa película argentina... y esto no es un elogio. Del mismo modo, algunas líneas de la elegía "In Memoriam", que abusan de esa rémora del tú (casticismo nefando que uno creería superado), también atropellan la paciencia del lector: "Amigo, ¿duermes? –murmuré. Ahora que sabes/ todo, dinos qué es la poesía. Ahora dinos...".
Al filo de lo cursi, pero únicamente a veces. Porque Armani tiene, incluso en esas molestas veces, una habilidad técnica que lo salva (cosa siempre más bienvenida que las buenas intenciones, de las que está pavimentado el camino a la mesa de usados). Y cuando encuentra no sólo el ritmo, sino también el tono y la actitud justos, el resultado puede ser muy interesante.
 

La mujer pez,
de Jorge Dorio

En la verdadera mitología griega, las sirenas no son mitad mujer y mitad pez, sino mitad mujer y mitad ave. Hijas del río Aqueloo y la musa Melpómene (o de Aqueloo y Estérope, o de Aqueloo y Terpsícore, o de Forcis y Terpsícore), aparecen por primera vez en un famoso episodio de La Odisea. Como se recordará, sus voces eran tan hermosas que los marinos, al pasar frente a la isla que ellas habitaban, se arrojaban a las olas y perecían en el intento de alcanzarlas. Fecundo en ardides, Odiseo emplea uno burdo pero eficaz a fin de poder escucharlas sin sufrir tan infausta suerte: les ordena a sus hombre que lo aten al mástil y se tapen los oídos con cera.
Tanto el episodio de las sirenas como la figura misma de la sirena se prestan a variados usos e interpretaciones; desde la antigüedad hasta el Ulises, y desde el Ulises hasta una película de Walt Disney, la duplicidad de la sirena ha servido para elaborar fábulas misóginas y cuentos para niños, alegorías religiosas y cuadros simbolistas. En su segundo libro de poemas (el primero, Huésped de sí mismo, apareció en 1982), Jorge Dorio se coloca bajo la advocación de la mujer pez, pero el hecho de que le haya dado a su sirena los cuartos inferiores menos mitológicos no implica un abandono del mito, sino (puesto que el grueso de la gente hace la ecuación sirena-mujer pez) todo lo contrario.
En La Odisea, el episodio de las sirenas funciona casi como resumen simbólico de uno de los mayores peligros que debe sortear el héroe para regresar a su patria (y, muy en segundo término, a Penélope), que es toda la serie de mujeres/diosas que de algún modo desean retenerlo para sí: Calipso, Circe, Nausícaa. El libro de Dorio, por su parte, consta de dos secciones, "Citas de mujer" y "La canción del error", que repiten en clave muy argentina y deliberadamente bastarda el movimiento de La Odisea.
Los poemas de "Citas de mujer", sobre todo los que son muy buenos, como "Perdida", "Las inmortales" y "La Diosa aquí" dan cuenta del universo femenino que se oculta detrás de los cantos de sirena. El efecto que producen es extrañísimo, pero gracias a la habilidad que tiene Dorio para manejar las inflexiones porteñas, el lector se siente como un Isidoro Cañones, o más bien como si Isidoro Cañones de golpe se topase con que la intimidad de Cachorra tiene la riqueza de un texto de Alberto Girri u Osvaldo Lamborghini.
Los poemas de "La canción del error" son lo más afinado de un libro excelente. Superadas las sirenas, el héroe se enfrenta con la patria, que ha dejado de ser el destino de un largo viaje para convertirse en un problema. Los ecos literarios, en consecuencia, les pertenecen a Fogwill y Borges más que a Girri y Lamborghini. En "Vueltas de Fierro", el último poema, la voz lírica se da cuenta de que su periplo ha sido quizá vano, de que la patria (sobre todo la patria construida por cierta tediosa historia de la literatura) es también un canto de sirena. Remedando el comienzo de la gran "épica nacional", Dorio termina con un amargo "Aquí,/ pregunto/ a qué me pongo?"
La mujer pez fue escrito entre los años 1984 y 1986. Quizá esta tardía publicación sirva para estimular a su autor, conocido como periodista radial y televisivo, a dedicarle más tiempo a la literatura. Sería harto deseable.
 

Olvido y recuerdo de las imágenes
Sobre El ala de la gaviota, de Enrique Molina


En uno de los cuadros que David Hockney pintó de sus padres, la madre, a la izquierda, mantiene una actitud hierática: mira al pintor, rígida, desde una silla que está ubicada contra la pared del fondo; me parece que está sentada casi como una escolar que teme la reprimenda del maestro –derecha la espalda, las manos sobre el regazo, cruzados los pies (¿el izquierdo atrás?). El padre, a la diestra del que mira el cuadro pero más adelante que su esposa, está hojeando un libro bastante grande. Se sienta sobre el borde de la silla, el cuerpo inclinado para examinar las páginas; sus talones no tocan el suelo, sino que apoya sobre éste apenas la mitad delantera de cada zapato. Son unos zapatos negros y acordonados, que debemos suponer de charol. Y no estoy seguro de ningún detalle del cuadro que no sea el del esfuerzo de concentración que revelan aquellos pies, esos zapatos. Por ejemplo: ¿qué ocupa el centro de la pared del fondo?, ¿un hogar, adornos sobre la repisa?
Otro caso. En La servante de Bocks, de Edouard Manet, el hombre al que les están sirviendo cerveza tiene la mitad de la espalda vuelta hacia el pintor; acodado, se lleva a la boca una pipa de espuma de mar, blanca, recta. Está mirando a una bailarina que se desplaza sobre el escenario, en el fondo y a la izquierda del cuadro. Y lo que recuerdo con seguridad es el modo en que sostiene la pipa: entre el índice y el pulgar, permitiendo que el hornillo y el tubo reposen sobre los restantes tres dedos. Puede ser un gesto de concentración o un ademán afectado; o quizás ambas cosas, la afectada concentración que asumimos durante un espectáculo público, porque bien sabemos que, si alguno de los asistentes se aburre momentáneamente y aparta su vista del escenario, nosotros pasaremos a ser el espectáculo.
La tensión de los pies dentro de esos zapatos negros. La manera en que la mano sostiene aquella pipa. Recordamos estos detalles porque se trata de imágenes que estaban en nuestra memoria incluso antes de ver el cuadro, y que perduran en nuestra memoria incluso después de haber olvidado el cuadro completamente. Son detalles que no son tales. Platón se desquita así de la escasa plausibilidad de su teoría de la reminiscencia: es triste que las imágenes sean nuestra única anámnesis.
La Poesía a veces intenta infructuosamente imitar a la Música, desconociendo que la música verbal apunta a un oído completamente distinto, tan hábil en detectar una estrofa alcaica como incapaz de discriminar si lo que están pasando por la radio es Satisfaction o Una noche en el Monte Calvo. Curiosamente, la Poesía muchas veces tiene éxito cuando intenta imitar a un arte que, en apariencia, le es absolutamente ajeno: la Pintura. No me refiero aquí a la siringa de Teócrito ni al moderno caligrama, cuya banal y obscena preocupación por lo icónico sería digna de burla si no reflejara el intento de anular el divorcio (el necesario divorcio) entre las palabras y el mundo, haciendo del poema una pequeña Natursprache, una lingua adamica. Sí me refiero, en cambio, a esos versos que evocan una imagen visual (que nos hacen recordar una imagen) tan bien como podría hacerlo un detalle en un cuadro; se ha escrito mucho acerca de las "imágenes poéticas", pero las imágenes de las que estoy ahora hablando no están codificadas en los manuales de Retórica, porque no hay un mecanismo, ni pictórico ni poético, para captarlas: "tome una relación causa-efecto, ponga la causa en función sustantiva y obtendrá una metalepsis, e.g. Salmos 27, 2: labores manuum tuarum manducabis, ‘comerás el trabajo de tus manos’". Es imposible imaginar instrucciones análogas para llegar a plasmar esta imagen de Eliot, que equivale a todo lo que "Rhapsody on a windy night" significa: "And a crab one afternoon in a pool,/ An old crab with barnacles on his back,/ Gripped the end of a stick which I held him" ("Y un cangrejo cierta tarde en un charco,/ un viejo cangrejo cubierto de moluscos,/ se aferró al palo que yo le estiraba").
El motivo de esta larga digresión son dos versos que figuran en El ala de la gaviota, libro de Enrique Molina que la editorial catalana Tusquets ha publicado en su colección "Nuevos textos sagrados". Molina, a sus ochenta y nueve años de edad y con una larguísima trayectoria poética, no necesita de un comentario diferenta a éste ni, por fortuna, requiere todavía que se la haga un homenaje. Merece más bien que alguien reflexione sobre la imagen, aquello que él, artista plástico además de poeta, ha convertido en un sello distintivo. La última estrofa de "El que fui surge a veces": "Y ahora cuando las cosas rociadas de fuego huyen/ hacia la sombra violadora/ el que fui es cada vez más misterioso,/ dispersos en millares de gestos cuya verdad es un mono/ perdido en dicha profana hasta el polvo sin/ consuelo,/ la naranja flotante que golpea contra los pilones del/ pequeño embarcadero en el río,/ el largo reguero de aves migratorias que en otro/ país volaron sobre mi alma días enteros/ en pos de grandes sinfonías solares que las/ enardecían/ y hacían brillar la locura en sus ojos redondos y/ fijos".
Esa naranja ¿cáscara, mitad?, esa superficie rugosa y coloreada. Podemos imaginar que el agua está sucia, soporta las venenosas (pero brillantes, bellas) estrías del petróleo; la naranja golpea rítmicamente los pilones del puente, chocándose a veces con otra basura, quizá papeles, plástico, detergentes. Podemos imaginar todo esto por una razón sencilla: lo recordamos. Molina, como podría haberlo hecho un pintor, ha captado uno de esos detalles "generalizados", realizando una vez más el escueto milagro de la imagen, única y pobre anámnesis a la que tenemos acceso. ¿Quién no reconoce la NARANJA FLOTANTE QUE GOLPEA LOS PILONES DEL PEQUEÑO/ EMBARCADERO EN EL RÍO?
 

Poemas 1960/1980,
de Hugo Padeletti

La palabra "poema", curiosamente, es reacia al calembour. "Pomes", manzanitas a centavo cada una, fue quizá la claudicante o coja, pero también definitiva propuesta de James Joyce al respecto. Memoria cansina del Latín, el Castellano nos proporciona algo menos redondo que una poma, pero más apropiado que recordar la felicidad gustativa de la fruta: poenas. Los poemas, en efecto, suelen generar penas –aunque contra toda lógica de relaciones, la conversa a veces también se da.
Un poco de reflexión impedirá que me motejen de romántico.
Los poemas pueden parecer un castigo (¿por qué tengo que leer esto, en qué culpa he incurrido?), o producir "cuidado, aflicción, sentimiento interior grande". En el segundo caso valen la pena. Permítaseme aclarar este segundo caso, dado que del primero el lector tendrá amplia memoria y experiencia. La pena no es angustia ni simplemente tristeza; la pena que produce el poema tampoco es un estado que se prolongue en el tiempo, sino que tiene las características de un aftertaste, un regusto cuya singularidad se asemeja a los estados depresivos que siguen a toda experiencia profundamente excitante (omne animal est triste post, etc.). Así es: hasta un poema "humorístico", si es bueno, puede producir pena y valerla. Pocos recuerdos que generen este sentimiento en mayor medida que el romance burlesco de Quevedo "Parióme adrede mi madre,/ ¡ojalá no me pariera!/ aunque estaba cuando me hizo/ de gorja Naturaleza".
El poema, entonces, como permanente posibilidad de herida. Keep out of the reach of children.
Hugo Padeletti se ha abstenido de lastimarnos durante varios años; el resultado de esta excesiva precaución, previsiblemente, ha sido que se multiplicasen los riesgos de la herida. Porque su libro no incluye ningún poema malo; es más: no incluye ningún poema mediocre, con lo cual la poena generada excede toda normalidad. (Al punto de que, inclusive aceptando que nunca es recomendable leer un libro de poemas de una sola vez, hacerlo con este es imposible; sería como atosigarse en el sentido etimológico del término. Envenenarse).
Padeletti apela a pocos recursos para la construcción de sus poemas. Decir, sin embargo, que ninguno de los recursos a los que apela es superfluo sería no sólo banal, sino tonto; los recursos empleados en la construcción de cualquier poema son necesarios por la sencilla causa de que constituyen parte de la identidad de ese poema Otro es el sentido de afirmar aquí que los recursos a los que Padeletti apela no son superfluos. No lo son porque son necesarios de un modo que trasciende la construcción de cada poema en particular; épocas menos complejas (o acomplejadas) de la erudición literaria hubieran detectado en ellos los mecanismos organizadores de un "yo lírico" cuyo reconocimiento por parte del lector es lo que le permite a éste afirmar: "he leído a Fulano".
¿Qué recursos? Básicamente cuatro: la cita a medias encubierta, las rimas inconstantes y "azarosas", el modo de titular los poemas, el aprovechamiento del blanco de la página como espacio en que realizar un dibujo.
Poco diré del primero y el cuarto, que son bastante conocidos. Simplemente noto que su combinación es infrecuente, apareciendo esa manera de citar (o mejor dicho: esa manera de aludir a una cita) por lo común en poetas que intentan entablar un diálogo con la gran tradición, mientras que el empleo supuestamente pictórico del blanco de la página es la niña de los ojos de aquellos cuya tradición comienza en 1920.
Otra cosa son las rimas y el modo de titular de Padeletti. Padeletti deja caer las rimas como por descuido, aprovechando las asonancias, los aparentes ripios y hasta la repetición de una misma palabra en posición final. Resulta de esto una estructura sonora absolutamente original, un clasicismo sin trompetas de bronce: "No me gusta la forma/ de las cosas/ este año. Los peces// africanos/ no brillan más. Los nuevos/ no son peces. Por años// el aire se enrarece, los espacios/ se oscurecen". Su modo de titular, si hubiera que definirlo por la negativa, es antagónico del de titular los poemas con el primer verso o una parte de éste (como hacía Dylan Thomas); Padeletti funde el título con el poema: el título es el primer verso, pero su cuerpo tipográfico distinto y el espacio que el lector debe recorrer con la vista para llevar al aparente primer verso logran, en combinación, un efecto curioso. Es como si uno descubriera que ya estaba leyendo el poema antes de comenzar a hacerlo.
Poemas 1960/1980 es la expresión de un "yo lírico" constituido a lo largo de veinte años. Promete al lector la felicidad de una recidiva pena, de esa que sólo genera la muy buena Poesía. "Dijo Emerson:/ ‘-odio las citas’./ Yo no, hervimos/ a grados diferentes.// Hay discursos/ sobre dragones y hay dragones/ de corazones./ ¿Qué argumento/ vale aguardar? (...) La ‘herida/ de una mancha’, los ‘tridentes/ de un pájaro’, hasta el ‘gato/ que accede al rey’/ son pelos/ en la trampa".
 

Pecado de Juventud
Sobre Amor a Roma, de C.E. Feiling

Amor a Roma es al mismo tiempo mi último libro y el más antiguo de los cuatro que he escrito hasta ahora. Esta aparente contradicción no se debe sólo a que fue lo primero que escribí pero es lo último que me han publicado, ni al simple hecho de que mi tercera novela será editada recién en abril de 1996. Comencé Amor a Roma en 1979/80, lo "terminé" en 1989, le agregué y quité cosas entre 1991 y 1994 y finalmente me obligaron a entregarlo este año. Las precisiones cronológicas, que de seguro a nadie le importan, quizás adquieran mayor sentido si aclaro que el libro me acompañó mientras: ingresaba a la carrera de Letras, emigraba y volvía al país, me casaba, enfermaba de gravedad y me curaba por un rato, me graduaba y dedicaba a la docencia universitaria, emigraba otra vez, me divorciaba, decidía abandonar la docencia y regresar al país para dedicarme de lleno al periodismo y la literatura, me enamoraba para siempre, publicaba dos novelas y terminaba una tercera.
Ahora -subvirtiendo un poco la insoportable metáfora que asimila el arte a la paternidad- estoy huérfano de inéditos; en el cajón apenas tengo proyectos, no me queda siquiera el "pecado de juventud" de mi volumen de versos Amor a Roma... y para colmo, de golpe y porrazo, me encuentro confesando en un diario que tampoco fue un pecado de juventud sino un larguísimo chicle, de esos que los párvulos sin higiene conservan debajo de pupitres y sillas a fin de llevárselos a la boca de nuevo en cuanto sienten ganas. Por primera vez, entonces, soy un escritor sin resto, sin caja de ahorro ni billetes en el colchón, que sólo cuenta con el plazo fijo de la novela que aparecerá en abril. Supongo que debería estar feliz, y lo estaría si no fuese por el consabido temor al futuro, la aún no enfrentada página en blanco -el futuro, la peor y más molesta página en blanco- y los contratiempos y trabajos que me impiden empezar otra cosa ya mismo.
La génesis de Amor a Roma, a pesar de este preámbulo, no resulta muy difícil de explicar. El libro surgió en buena medida de mi amistad con Luis Chitarronni, de las prolongadas, alcohólicas y casi diarias veladas que, desde 1985 hasta 1989, pasamos quejándonos de nuestra pésima fortuna de un modo oblicuo, reticente y nada original: el de leer en voz alta poemas que hablaban de la mala fortuna de otros. Poco a poco, la generosidad de Luis me llevó a incluir mis viejos poemas en nuestras reuniones, luego a traducir algunos poemas favoritos y por último a escribir poemas nuevos cuyo primer lector -cuyo primer oyente- era siempre él. (Declaro aquí, como se suele y debe en estos casos, que ninguna culpa le cabe a Luis por mis extrañas rimas, paródicos metros y absoluta falta de ideas, todas cosas de las que me precio pero con las que el público quizá discrepe.)
Hasta "Dábale arroz a la zorra el abad" es un palíndromo menos bobo y obvio que "Amor a Roma", en el que un simple vistazo permite constatar que la lectura de derecha a izquierda arroja como resultado idéntica frase que la lectura común, de izquierda a derecha. La elección del título, sin embargo, no proviene de una capacidad mía para juntar figuritas o boletos capicúa -"Allí tápase Menem esa patilla", ideado por el coleccionista Mario E. Teruggi, es mi adquisición política más reciente-, sino que de hecho responde al contenido del libro, que recorre las formas del amor para ahogarlas en el procaz y melancólico vitriolo de la literatura. Roma, aquella capital de la mente que los peregrinos en vano buscan en Roma, emblematiza una serie de tradiciones poéticas para mí fundamentales: la latina, la española del Siglo de Oro, la inglesa a partir del siglo diecisiete, el casticismo, algo de la gauchesca y bastante de lunfardo, tango y graffiti de baño público.
Amor a Roma consta de dos partes que se corresponden al movimiento de los ojos al recorrer al frase: izquierda a derecha, para recoger el sentido, y luego derecha a izquierda, para constatar que el "nuevo" sentido no difiera del viejo. La primera parte, titulada "Versiones", incluye poemas míos y traducciones de poemas ajenos (Persio, Swinburne, Horacio, Rochester, Petronio, Tony Harrison, etc.); la segunda parte, que con justicia merece el nombre de "Poemas", incluye los originales de mis traducciones y otros dos poemas de los que me he apropiado pero fui incapaz de traducir (uno es de Luis Chitarroni, el otro el más estúpidamente cursi, hermoso y antologado de Leigh Hunt). Huelga subrayar que el nombre de cada parte debe menos a la falsa modestia que a la seguridad de que la poesía se compone sólo de predecesores selectos y bastante secretos, el grupo de favoritos que uno aspira alguna vez integrar para alguien.
Cuando se comienza a escribir novelas, el mundo cobra espesor, peso específico; el descubrimiento de la lentitud que subyace a la trama más rápida y entretenida conspira contra el arrebato, la eyaculación precoz o el coito interrumpido de los poemas. Me gustaría seguir agregándole versos a Amor a Roma, engrosarlo año a año y publicarlo, renovado, de tanto en tanto. Es lo que hace un escritor que admiro -pero al que, si me conoce, seguramente no le gusto: sus prejuicios estéticos parecen de otros y en nada responden a su literatura- con su libro El arte de narrar. Me gustaría, sí; lástima que mi problema con los planes no se diferencia del de cualquier hijo de vecino: el futuro es la peor página en blanco.