El abuelo, circunspecto, inferior a la plebe, mordaz como un accidente de tránsito en pleno océano Índico, ha fallecido su cresta.
Ha mirado su ojo con su otro ojo y le han dicho –nada menos– que su pelambre surge de la ausencia de cuernos.
En su habitación, contempla el vaivén de las migrañas. En su niñez revertida, se hace una idea errónea de la guerra y de la supervivencia.
Comprendan: ¡las nubes de tormenta han sido emancipadas de toda duda!, ¡el corazón de lata ha fabulado una red metafisica de insultos primorosos!
¡Pobre! ¡Hay pinzas de cangrejo sobre sus sienes desgreñadas! ¡Hay escamas multicolores en sus vísceras desquiciadas por la falta de osamenta verdinegra!
Ah, si pudiéramos restaurarle el equilibrio de sus gafas. ¡Ah, si hubiera oportunidad de señalarle una colección de peones, una fila cruzada de escorpiones!

Pero no. Él no. Él no. No ahora rinoceronte. No mañana artrópodo. Nunca tregua ni tablas.

Ha comprendido, ahora que es joven, que la muerte ataca en todo momento. Que la muerte se esconde en el futuro. Que la vida escapa hacia el pasado. En fin, que la vida se asusta de la muerte. Un caramelo. Una figurita.

El abuelo, mancillado, trastocado en su impregnación con la sociedad, humillado como un naufragio en pleno Manhattan, comprende que es huérfano del motivo de su macilenta vejez; que es pulmón y agalla y poro y mandíbula del efecto de su adolescencia.
Perdido. Azorado. Homogéneo. Taurino. Gallináceo. Mañana será parido y habrá paz, habrá abundancia.