¿Literato mendaz o farsante erótico?
Jotamario
El día que cumplió 10 años
mi hijo Salvador yo con más de seis veces más-, y
mientras me veía envolatado en la redacción de una columna
de prensa mientras almorzaba, me preguntó al desgaire si de veras
yo me consideraba un escritor de verdad, como Vargas Llosa, o simplemente
me las tiraba de tal para ganarme la vida. O sea que me enfrentó
con la realidad de si no sería un farsante más, como Vargas
Vila. Toda la vida he sido un escritor, le contesté sonrojado,
pero no sé si lo seré siempre. Me tomé el puscafé
de la mesa.
No conté en mis memorias (Nada es para siempre;, Aguilar,
agotadas) que mi primera incursión en la literatura sí fue
una farsa, que sólo ahora recuerdo, pero de la que no me arrepiento.
Cursaba el cuarto de bachillerato en el Santa Librada College, pero un
día que no asistí a clases porque me estaba doliendo un
testículo, me encontré sobre una de esas bancas como de
misa que había en el teatro Rialto, en la carrera octava con la
21, el único cine del mundo al que uno podía entrar a ver
las estrellas porque no tenía techo, cinco cuadernos de veinte
páginas escritos a lápiz, con el borrador del inicio de
una novela pornográfica donde el personaje se llamaba Mariela,
en lo que consideré una alusión irrespetuosa a María,
la de Jorge Isaacs, que ya me estaba empezando a caer pesada..
La leí febricitante la misma noche en mi habitación que
había sido antes la cocina, olvidando fisgonear por la rendija
del entablado que tapara lo que había sido antes el hueco por donde
se pasaban las comidas al comedor, ahora convertido en cuarto de alquiler
a la suculenta señora del boticario.
La letra era menuda y pareja, cuadernos en octavo habría dicho
Kafka, pero eran cuadernos Perna, escritos en primera persona del singular
y con el singular atrevimiento de contarnos las más minuciosas
intimidades de una pareja, el narrador omnisciente porque en todas partes
se la comía, y Mariela su novia que en todas partes se lo daba
pero distinto. Se la llevaba a los pastizales de Croydon y de Lonchan,
que vistos desde arriba parecían una ciudad por las brasas de cigarrillos
de los ardientes amantes, la poseía en los urinarios del Teatro
Colombia, se la clavaba bajo el agua en los charcos de Santa Rita, la
ponía a mamar en el asiento de los músicos de los buses
de Terroncolorado, se lo rastrillaba por detrás en Juanchito mientras
bailaban. Es lo que yo siempre he querido escribir, me dije, pero nunca
he tenido ni tiempo ni plata ni novia, ni más experiencia en esto
del sexo que lo que veo mal arrodillado en mi cama en el pertinaz rendijeo.
Escribí entonces una introducción de dos páginas
que nadie me creería, narrando que me habían caído
de manera fortuita esos originales, y que decidía darlos a la luz
en una edición manuscrita. Había conocido las costumbres
de mi época y por eso publicaba esas páginas, dedicadas
a mis contemporáneos del colegio, para que tuvieran mucho cuidado
con las relaciones peligrosas. Era un truco manido de muchos autores,
que no querían responder por algo que querían publicar pero
que les daba vergüenza.
Copié de nuevo el manuscrito con encabador de pluma y tinta Parker,
y mi único aporte, amén de algunas mínimas correcciones
ortográficas y gramaticales, fue mi estilachuda letra Palmer que
ahora sólo utilizo para firmar autógrafos en los prostíbulos
y libros de visitantes en los palacios. Mis amigos, empezando por Ramiro
Sarria, Luis Alfonso Aragón, Armando Holguín, Fernando el
Loco Millán, Alfredo Rey, Alonso Lucio, el negro Ruiz, y
otros crédulos, me convirtieron en su ídolo y en objeto
de sus atenciones, para que les avanzara la continuación de la
saga. Pero yo les propuse que la continuaran ellos, que yo aportaba el
plante para esa monumental obra en marcha. Y dicho y hecho, cada uno de
ellos se llevaba los originales a casa y aportaba capítulos de
hasta veinte páginas, hurtándole a la masturbación
un tiempo precioso, y en pocos meses ya tenía una especie de montaña
mágica erótica a la disposición del mundo en mi habitación.
Fue cuando llegó el nadaísmo a Cali y me cogió con
las manos en esa masa. Se la presenté al profeta como si fuese
mía toda ella, y él me dijo que no tenía nada contra
el erotismo en la literatura, pero que lo que le mostraba parecía
una orgía perpetua pero sin pies ni cabeza. Que primero debía
adquirir experiencia con el sexo en vivo para después describirlo.
Pero que debía pegarme de mentores como el Marqués de Sade
y Sacher Masoch, o por lo menos de Henry V. Miller. Me dije que contra
el erotismo lavado, relamido y pulido como el de D. H. Lawrence y Lawrence
Durrel, yo debería escribir pornografía pura. Por ello he
perdido tanto tiempo. Recién ahora, a la altura de la calenda 63
-más de seis veces la de Salvador-, sin abandonar el sadomasoquismo
del todo retorno a la literatura, con unas experiencias superiores a las
del novio de Mariela y apenas comparables con las del anónimo autor
de Mi vida secreta, pero que si no las plasmo ya se me olvidan. Y lo peor
es que no hay Viagra para el Alzheimer. Mi última frustración,
literaria y erótica, sería que resultara más pornógrafo
que yo Vargas Llosa, y peor aún Varga Vila.