Con alas grises, en el aire negro
Germán Amatto
Entro en mi habitación corriendo, a los gritos. Ni me molesto en prender la luz y de un salto aterrizo en mi cama. Me sigue mamá: una figura pálida, vestida con un camisón, que atraviesa el cuarto a tientas hasta la mesita de noche.
—Por favor, Ezequiel —susurra mientras prende el velador—, no hagas ruido y acostate que ya está por volver.
—Ya está por volver —digo en voz alta—. Y qué.
—Que se puede molestar, y ya sabés lo que pasa cuando se enoja.
Ya tengo ocho años y conozco muy bien la voz de mamá. Y estoy seguro de que esta vez suena rara, temblorosa.
Pobre mamá. La miro con atención. La luz muerta del velador esconde su cuerpo flaco; es un esqueleto envuelto en esa tela blanca. Tiene la cara de cera, y una marca redonda y violeta le cubre los labios hinchados.
—Y vos, ¿lo hiciste enojar? —pregunto, señalando el moretón.
Ella se cruza de brazos y baja la cabeza. Pero no contesta.
—No me gusta —le digo—. No me gusta Raúl. Siempre me tengo que acostar antes de que llegue, y después cenan ustedes dos solos.
—Terminála, Ezequiel.
—Con papá las cosas no eran así. Ojalá volviéramos a estar juntos.
— ¡Bueno, basta! Calláte, querés.
Y me callo.
Y sin abrir la boca, me paro en el colchón mientras ella me pone el pijama.
Por la ventana puedo ver el jardín, el portón de la vereda, el camino de adoquines que va hasta la puerta. Bajo la luna todo se deshace y se apaga de gris, como en un cementerio.
Mamá se levanta de golpe, un manchón blanco en la oscuridad. Y no sé por qué, justo ahora me acuerdo de Grumo y de la bolsa de tela, y de la paloma que encontré ayer en la plaza.
— ¿Escuchaste eso, Ezequiel?
— ¿Qué cosa, má? —digo, corriendo las cortinas.
No sé —mamá achica los ojos y para la oreja—, un ruido. Algo así como un chasquido. Afuera, en el portón.
Conocí a Grumo en la plaza. En realidad no se llama así. Yo le puse ese nombre por los grumos de moco que le cuelgan de la nariz. Y además siempre tiene el labio de abajo brillante de baba.
—Yo no oí nada —contesto, y me pongo serio y cambio de tema—. Che, mamá, decíme una cosa: ¿qué quiere decir abortar?
Es como si hubiera dicho una palabra mágica y secreta: mamá se transforma. En un fósil, creo, o en una preciosa y fina muñeca de cera: así de dura, así de quieta. La cuestión de los ruidos de la calle queda olvidada.
—De dónde sacaste eso, me querés decir.
—Son cosas que me dice aquel —pateo la almohada al piso y sigo con voz de sapo, imitando a Raúl—: Que como vos no tuviste los ovarios para abortar, por lo menos yo hubiera tenido la decencia de nacer muerto.
Mamá abre los ojos como si se le fueran a saltar. Trata de decir algo, pero le sale un sonido lindo, agudo, que termina con un quejido igual al de la puerta de mi pieza. Se arrodilla junto a la cama y pasa una mano áspera por mi frente.
—Yo sé que las cosas no nos están yendo demasiado bien, mi amor —dice—. Pero te prometo que van a mejorar. Te lo prometo.
Se acerca y apoya su cabeza en mi hombro. Siento en la piel de su garganta un olor crudo y penetrante, un olor a cuando se remueve tierra fresca. Aspiro con fuerza y ella me abraza; nos apretamos tanto que parece que vamos a quedarnos así para siempre, flotando en un lugar caliente y húmedo. Y me parece que me voy a morir, y me vuelco en ella, y me disuelvo y nos fundimos en uno solo.
Entonces mamá me separa de su lado con un empujoncito suave, doloroso.
—Ezequiel —dice con la misma voz rara—. Sos tan chico, mi amor, dependés tanto de mí...
Es difícil, me cuesta volver a la realidad. Clavo los ojos en el techo y pienso en mi viejo: en lo que diría si supiera lo que hace mamá en la cama grande, en lo que haría si se enterase de que hay otro ocupando lugares que son de nosotros.
—Bueno —dice mamá—, ya es hora de acostarse. ¿Te lavaste los dientes? Muy bien, entonces a dormir.
Me tiro panza arriba, y ella me cubre hasta el cuello con la frazada.
—Buenas noches, mi amor, que descanses.
Me besa en la mejilla, acomoda un poco las sábanas y camina hacia la puerta. Apenas da unos pasos, se frena: un ruido en el caminito del jardín.
—Ahora sí —murmura—, ahora sí que oí algo, Ezequiel.
Nos callamos, aguantando la respiración. Afuera, todo está en silencio. Todo está en silencio.
—Seguro que fue el gato —digo, levantando los hombros—; habrá salido a hacer pis. Che, má, si te cuento un secreto, ¿me prometés no decírselo a nadie?
Pero mamá no me presta atención. Me da la espalda y enfila de nuevo para la puerta.
—Ahora no puedo, ángel. Tengo que prepararle la cena. Hasta mañana.
—Hasta mañana, mami.
Ella se aleja. Yo espero. La dejo llegar hasta la puerta. Le permito tocar el picaporte, que sienta el bronce frío en la piel. Y ahora, ahora que cierra los dedos sobre la manija, ahora que mueve la mano para hacerla girar, ahora, tiro de la correa:
—Ayer —digo— estuve con papá...
Mamá se da vuelta, su camisón se agita como un par de alas grises.
— ¿Qué decís? ¿De qué estás hablando, Eze?
—Es un secreto. Hablá más bajo y vení para acá.
Vuelve la muñeca de cera y se sienta en la cama. Al lado del velador, el camisón se transparenta y aparecen dos manzanas envueltas en humo.
Dos manzanitas de humo, sí. Pero yo sé que son tetas.
Hago una O con las manos y la pongo alrededor de su oído. Después, acerco mi boca hasta rozar su oreja con mis labios.
—Dice que te extraña —le digo, y mi voz es un globo que se desinfla.
—Ezequiel...
—Y dice también que está enojado. Se queja. Dice que hace mucho que no pasás a verlo.
—Escucháme, Eze. Papá no está más con nosotros. Murió. Estuvo muy enfermo, sufrió mucho...
— ¿Y qué sabés vos dónde está papá?
Abre la boca para contestar o para retarme, pero no llega a decir nada. Tres golpes pesados sacuden toda la casa.
—Es la puerta del living —dice mamá, y hay miedo en cada palabra—. Es Raúl. Está llamando a la puerta del living.
—Y bueno —digo despacio—. Dejá que abra él.
Ella se levanta, duda. Se cubre la boca con la mano. Sé en qué piensa. Piensa en la mesa que no puso y en la comida que no preparó, piensa en que Raúl se va a molestar. Y ya sabés lo que pasa, mamá, cuando Raúl se enoja.
— ¿Sabés, má? El otro día, en la plaza, encontré una paloma. Una paloma gris, tirada en el pasto. Estaba tan quieta, pobre: no se movía ni un poquito. Entonces agarré un palo y la di vuelta. Y resulta que tenía todas las tripas afuera. Decíme, má, ¿qué va a pasar cuando vos te mueras? ¿También se te van a salir las tripas?
Desde el jardín, suaves al principio pero cada vez más fuertes, suenan unos repiqueteos agudos, vibrantes. Como el ruido que hacen las monedas en mis bolsillos cuando corro.
O la bolsa llena de vidrios rotos cuando Grumo aplasta una paloma.
O el llavero de Raúl.
Sí, es un llavero: ya escucho girar la cerradura. Las trabas se descorren con un chasquido, las bisagras de la puerta del living rechinan.
Pasos lentos y mareados recorren la sala. Son los pasos que daría una enorme garrapata hinchada de vino yendo hacia el comedor. Son los pasos de Raúl. Sin duda.
— ¿Raúl? —pregunta mamá en voz muy, muy baja.
Raúl. Los pasos llegan a la entrada de la cocina; se detienen.
Imagino esos ojos de chancho recorrer la mesa desnuda, sin un mísero tenedor o cuchillo, y detenerse, vidriosos, en las hornallas apagadas de la cocina.
Suena un gruñido.
Los brazos de mamá se endurecen, todo su cuerpo se prepara a recibir la paliza de su vida.
¡Ah, otra vez los pasos! Pero ahora son distintos: son más lentos, son más pesados. En el pasillo. Se acercan a nosotros; vienen a tirar mi puerta. Están a tres metros.
Dos.
Uno.
Y entonces el ruido seco de un golpe se mezcla con el crujido de vidrios que estallan. Y del otro lado de la puerta, algo cae y revienta en el suelo como una sandía.
Por la rendija aparece una manchita oscura que se va agrandando poco a poco.
— ¡Raúl! —grita mamá con voz muy, muy fuerte.
Pero Raúl no va a responder.
Se acabó, se acabó Raúl.
Nunca más va a volver a ponernos un dedo encima, ni a ella ni a mí.
Pobre mamá. El miedo le pesa, la aplasta contra la cama. Esconde la cara atrás de las manos, empieza a llorar como si fuera la última vez. Yo me arrimo. No te preocupes, má, ya terminó todo. Andáte de la pieza si querés: no sos más el gusano que necesitaba para atraer a Raúl. Andáte de la pieza. Eso sí: tené cuidado cuando pases junto al armario del pasillo, a ver si te encontrás con Grumo. Sos tan linda, má, tan linda como una paloma... y cómo se reía Grumo en la plaza, con qué fuerza agarraba la bolsa de lona ensangrentada. Andáte de la pieza si querés. Aunque yo preferiría que te quedaras, má. Que te quedaras conmigo, siempre así, siempre igual: quieta, gris, una indefensa muñeca de cera; no podés rechazarme mientras te abrazo y te aprieto y te acaricio con fuerza; puedo sentir tus costillas bajo la piel seca. Está bien, llorá, llorá todo lo que quieras. Tus lágrimas son saladas cuando te paso la lengua por el cuello, cuando beso tus labios y los muerdo hasta que sangran.
—Che, mamá —digo— ¿y si jugamos a que yo era papi?
Y vos accedés gritando y agitando los brazos: dos alas grises en el aire negro.
Germán Amatto nació en 1969 en Argentina. Artista plástico y escritor, está comenzando una interesante carrera como cuentista.