Asuntos domésticos
Sergio Gaut vel Hartman
Toc toc.
—Llaman a la puerta —dijo el Ama de Llaves sin levantar la vista del crucigrama.
—No soy sorda —respondió Cindy pasando la mano por su panza de ocho meses y medio—. ¿Qué se supone que debes hacer, en ese caso?
—¿Yo, qué debo hacer yo? A mí no me visita nadie, hermanastra.
Cindy sacudió la cabeza, desalentada, se incorporó de la silla con cierta dificultad y a punto estuvo de ser arrollada por una bandada de chiquillos que llegó a la carrera desde el fondo de la galería.
—¡Abrimos nosotros! —chillaron los pequeñuelos.
—¡No! —se espantó Cindy—. Podría ser el enemigo y su papi no ha dejado preparadas las defensas del castillo. Iré yo —agregó mirando con furia a su media hermana. A Cindy se le podían achacar algunas ineptitudes, pero no le faltaba coraje.
Toc toc, se repitió el sonido de los nudillos sobre la pesada puerta de roble.
—El enemigo no golpea la puerta —dijo el Ama de Llaves de mal modo.
—Un momento —dijo Cindy—; ya voy, ya voy.
Comprobó, pegando el ojo a la mirilla que, en efecto, no era el enemigo, por lo que abrió sin recibir ayuda de nadie. Su hermanastra no se movió, abotonada como estaba a la búsqueda del significado de "ruido que hace un alimento que cruje al ser masticado". Los niños, por una vez en la vida obedientes de la palabra materna, se quedaron como piedras. Y ningún criado, como siempre, se dignó a aparecer.
—¿Señora Cenicienta? —La que hablaba era una mujer de cutis blanco como la nieve, labios y mejillas rojos como la sangre y cabellos negros como el azabache. También estaba embarazada, aunque sólo de siete meses y medio.
—Soy Cindy. Ya nadie me dice Cenicienta. ¿Y vos?
—Perdón, Cindy, no quise ofenderte. A mí tampoco me gusta usar el nombre por el que se me conocía en otros tiempos.
—¡Blancanieves, qué sorpresa!
—Sólo Blanca, por favor, ¿puede ser?
—Por supuesto. Pero pasa, pasa. Discúlpame por el desarreglo del castillo. Como ves estoy muy gruesa. —Al pasar junto al Ama de Llaves le dirigió una mirada filosa, pero la mujer parecía satisfecha por una vez en su vida. La palabra era "ronchamiento". —¿A qué debemos el honor de tu visita? —agregó Cindy señalando una silla para que Blanca se sentara.
Blanca suspiró. —Me traen asuntos muy privados —dijo—, y tal vez enojosos para ambas. —Alzó la vista y observó los escudos de armas que colgaban de las paredes y el techo; los colores y los diseños le resultaban sospechosamente familiares. También miró los cuadros de batallas que decoraban la galería: las mismas batallas.
—¿Asuntos privados y enojosos? —se alarmó Cindy, quien aunque tenía coraje se asustaba con suma facilidad de cualquier cosa—. ¿Le ha ocurrido algo a mi Príncipe Azul?
Blanca le lanzó una singular mirada a Cindy y alzó una ceja. —Aún no le ha ocurrido nada, pero tal vez le ocurra muy pronto. —Se sacó de encima a dos pequeños de sexo indefinido que habían empezado a trepar por sus flancos y pateó disimuladamente a otro que merodeaba entre sus piernas. Cindy le hizo un gesto al Ama de Llaves para que retirara a los niños, pero ésta se limitó a hacer una mueca de fastidio.
—Es mi hermanastra —dijo Cindy.
—Ah, la recuerdo —respondió Blanca—, la que se casó con el señor de La Condamine, el que se arruinó en el Casino.
—En efecto. Quedó viuda y sin un céntimo, por lo que mi amado esposo, el Príncipe Azul, accedió a emplearla como Ama de Llaves del castillo, aunque es más agria que el vinagre y más mala que un escorpión.
—No me sorprende —dijo Blanca—, he tenido que soportar situaciones similares.
La hermanastra arreó de mala gana a los niños y ellas, por fin, quedaron solas. Blanca extrajo entonces de entre sus ropas un fino pañuelo de lino en el que estaba bordada en oro la palabra "Cindy".
—¡Mi pañuelo! —exclamó Cindy, quien además de corajuda y asustadiza era bastante lenta de entendederas.
—No hubiera hecho todo este viaje, en el estado en el que me encuentro, para traerte el pañuelo de Lady Mariana de Sandokan.
—Tienes razón, soy una tonta. Pero, ¿dónde conseguiste mi pañuelo?
—¿No te lo imaginas? Estaba en el bolsillo del abrigo del Príncipe Azul?
—¿Tu Príncipe?
—Nuestro Príncipe, boba, ¿es que no te das cuenta? Tu Príncipe y mi Príncipe son la misma persona.
—¿Estás insinuando que mi Príncipe me engaña contigo?
—Digo que nuestro Príncipe nos engaña a ambas y tal vez a una tercera, si mis sospechas son ciertas. Y hasta podría haber una cuarta. Mira.
Blanca sacó otro pañuelo de lino, tan ricamente bordado como el de Cindy, salvo que este decía "Bella" y lo extendió sobre la mesa.
—¿Bella? ¿Estaremos pensando en la misma Bella que...?
—Bella —dijo Blanca—, ¿qué más da? Hasta podrían ser ambas.
Cindy se tocó la panza, que en ese momento latía de un modo descomunal, como si el crío que habitaba en ella quisiera participar en la conversación. —¿Qué haremos?
—Vine a ponerte en antecedentes —dijo Blanca—, y también para estar segura de que no se encontraba aquí.
—¿Y tienes idea de dónde puede estar? ¿Los castillos de reinos vecinos? ¿Iremos a buscar a las Bellas?
—No —dijo Blanca—. Iremos a una cabaña en el bosque. No sé a qué otra dama favorecerá nuestro Príncipe Azul en ese sitio, pero ten por seguro que los descubriremos.
La buena de Cindy, quien no sólo era corajuda, asustadiza y lenta de entendederas sino también bastante dispuesta para pelear cuando se presentaba la ocasión, estuvo lista en pocos minutos, dio algunas órdenes precisas a la servidumbre —aunque estaba segura de que nadie le haría caso— y salió tras Blanca a paso vivo.
Y aquí van las dulces y amorosas princesas embarazadas, caminando como pueden por el bosque, en busca de la cabaña en la que presumen hallarán al Príncipe Azul consumando su felonía. Para Blanca, más que para Cindy, el bosque evocaba sucesos dolorosos, pero ella, como mujer hecha y derecha que ya era, no iba a permitir que la acosaran los recuerdos. Pensó con la lógica de los enanitos cuál sería el escondite ideal para un tramposo y condujo a su aliada esquivando ramas bajas y tropezando con rocas y troncos de árboles que las lastimaban. Por fin, cuando ya caía la noche, encontraron la cabaña y, tras recuperar el resuello, golpearon a la puerta.
Toc toc.
Se oyeron ruido de movimientos precipitados y confusos. Alguien se estaba escondiendo. Pero Blanca y Cindy no se intimidaron por eso. Sabían que las cabañas de los bosques de los cuentos sólo tienen una puerta.
Toc toc, insistieron.
—Sabemos que estás allí —dijo Blanca con voz resuelta—. Ya deja de esconderte y da la cara.
—No seas cobarde —se animó Cindy, que a sus rasgos ya señalados (coraje, aprensión, lentitud mental y disposición para la pelea) sumaba una gran capacidad para plegarse a las iniciativas ajenas.
Del interior de la cabaña volvió a percibirse una actividad alocada y difusa, como si alguien arrastrara muebles de un lado a otro, y sin lugar a dudas un extraño entrechocar de maderos.
—¿Abres la puerta o la echamos abajo? —dijo Blanca, que después de haberlas pasado brutas con la bruja no se iba a dejar intimidar por un Príncipe más o menos Azul.
—Abro —dijo una voz rugosa y agitada desde adentro—, ya les abro. —Los pasos revelaron que alguien se acercaba a la puerta y el movimiento del picaporte demostró que el que había hablado no mentía. La puerta se abrió y en el vano pudo verse a un Príncipe Azul un tanto fuera de norma, en camisa y con los botones de las calzas mal prendidos. Poco o nada tenía que ver con el joven elegante que paseaba en su gran caballo blanco y al ver a la muchacha como muerta en su caja de cristal y tras escuchar la historia de labios de los enanitos se enamoró perdidamente y tampoco con el que removió cada baldosa del reino para encontrar a la bella joven que pudiera calzarse el zapato de cristal. Detrás, la modesta cabaña —sin lugar a dudas indigna de un Príncipe Azul que se precie de tal— lucía desordenada y sucia.
—¡Rufián, miserable, infame! —se descargó Blanca, sin darle oportunidad al Príncipe de desplegar una defensa.
—¡Vil gusano, canalla despreciable, sapo repugnante! —reforzó Cindy, duplicando la munición, por si hiciera falta.
—Mis amadas esposas —balbuceó el Príncipe Azul.
—¿Entonces, lo admites? —croó Blanca, en la cúspide de su indignación.
—¿No esgrimirás ni siquiera una excusa, una mentira? —lloriqueó Cindy, que había empezado a sentir contracciones.
—¿Excusas, mentiras? —dijo el Príncipe, que nunca se había distinguido por sus dotes oratorias y a quien lo que mejor le salía era repetir las palabras de su interlocutor.
—Si no vas a mentir —dijo Blanca con tono severo— di de inmediato qué es esta doble o triple vida, por qué nos engañaste aprovechando nuestra inocencia de doncellas y quién es la dama que has escondido con tanto alboroto.
—Vamos por partes, dijo el verdugo de Reims —barbotó el Príncipe tratando de aplacar a las mujeres con algo de humor, pero al ver el ceño adusto de ambas extendió los brazos y dijo—: puedo explicarles todo.
—No veo cómo —dijo Cindy tomando la iniciativa por primera vez—; saca a esa que tienes escondida para que podamos desollarla viva.
Blanca giró la cabeza para observar a Cindy y lo que vio no le gustó nada. Los ojos de la otrora dulce y bondadosa niña ardían en el fuego de la venganza.
—Todo tiene su explicación —dijo el Príncipe.
—¿No estás satisfecho con nosotras que te dimos sexo, hijos y una comida caliente cuando volvías de tus guerras o tus tontas cacerías?
—No es eso —se defendió el Príncipe—; lo que ocurre es...
—Dilo —apremió Cindy tocándose el vientre; empezaba a pensar que el parto era inminente.
—Lo que me ocurrió con ustedes...
—Dilo de una vez, hombre, o no ves que esta está a punto de romper bolsa.
—¿Está a punto de qué? —El Príncipe Azul se rascó la cabeza.
—Déjalo ahora. Di lo que te ocurrió con nosotras.
—Bien, ya que lo pedís con tanta insistencia... Las diferencias entre nosotros, diferencias de clase, y otras diferencias no tan visibles... es decir, el amor existió, quiero decir, existe, pero mis apetencias...
—¡Míralo al descarado! —exclamó Blanca—. Sus apetencias, dice. ¿Y cuales son tus apetencias que no una sino dos mujeres de primera categoría, casi arquetípicas no pueden satisfacer?
—De eso tendremos que hablar luego.
—¿Luego de qué? —logró musitar Cindy—. Terminemos con esto. ¿Hay otras?
—¿Bella? ¿Es Bella? —dijo Blanca—. Pero, en ese caso, no entiendo. ¿Por qué estarías con Bella en una cabaña en medio del bosque? ¿Le hiciste a ella lo mismo que a nosotras? ¿Quién es tu nueva amiguita? ¡Cerdo!
—Déjenme explicar —se defendió el Príncipe Azul una vez más. Su rostro estaba encarnado y los ojos parecían querer salírsele de las órbitas—. El problema son las diferencias, como ya os comenté. Cuando nos conocimos, siempre en circunstancias conflictivas, yo creí estar en el mejor de los mundos posibles: doncellas inocentes, maltratadas y perseguidas, hostigadas por situaciones inmanejables, a merced de enemigos poderosos y maléficos... Me sentí, entonces, a pleno; yo soy el Príncipe Azul, recuerden, el que llega para abrir el cofre de los sueños más recónditos. Y no pude resistirme. Así fui tu Príncipe Azul, y el tuyo y el de otras muchas muchachas en peligro. Pero luego del supremo acto de la liberación, de las garras de brujas y madrastras y hechizos y ogros y de la feliz consumación de los deleites del amor... llegó la convivencia, los embarazos, los niños, las hermanastras y los enanos, todos a mi alrededor, y yo manteniéndolos a todos... ¿Entienden? Había amor, no lo niego, y a pesar de que un abismo separa a un Príncipe Azul de sus amadas, no me sentía a disgusto, porque mis sentimientos eran genuinos...
—¿Y entonces, miserable, qué ocurrió entonces? —soltó Cindy—. Termina de girar sobre ti mismo.
—¿Quién es ella, la que te da todo lo que nosotras ya no podemos? —Blanca estaba tan pálida que su piel dejaba ver una red de arterias y venas a punto de estallar. —¡Habla, muéstrala de una vez! Dejemos el primer engaño, por ahora y di quién es la depositaria de tus afectos, capaz de superar a las más hermosas de todos los cuentos.
—Necesitaba otra cosa, un cambio —dijo el Príncipe retrocediendo un paso. En el interior de la cabaña se repitieron los sonidos atolondrados y vagos, como si alguien tratara de liberarse de ataduras y, una vez más, ese inexplicable entrechocar de maderos.
—¿Un cambio? —chilló Cindy—. ¿Qué clase de cambio?
Los movimientos del interior de la cabaña se resolvieron en crujidos y chasquidos. Una figura de gran porte a la que no era posible imaginar como una doncella, se acercó hasta la puerta. Y habló.
—Lo nuestro es amor, aunque ustedes, cabezas de pájaro, sean incapaces de aceptarlo y entenderlo. —Pinocchio se mostró con todo el esplendor de su cuerpo de madera, empujó al Príncipe Azul a un lado y miró a Blancanieves y Cenicienta con desprecio, arrogante y aparatoso como siempre.
Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires en 1947. Es un autor muy prolífico, que ha publicado numerosos relatos en revistas de todo el mundo. Entre sus libros están
Cuerpos descartables, Minotauro, (1985),
Espejos en Fuga, Ediciones Desde la Gente (2010) y
Vuelos, Andrómeda (2011). Fue creador y director de la revista
Sinergia y posteriormente director de la revista
Parsec. También fue el encargado de selecciónar cuentos en
Axxon, así como de ser la cabeza visible de gran cantidad de antologías y proyectos colectivos.